5

El puerto de Brantevik estaba abandonado.

La mayoría de las farolas del lugar estaban apagadas. Solo algunos puntos solitarios de luz caían sobre el agua oscura y encalmada. Kurt Wallander se preguntó si era porque habían roto las bombillas o si era parte de la campaña de ahorro municipal general el no reponer las bombillas rotas. «Nuestra sociedad se está apagando —pensó—. Ésta es una metáfora que se está haciendo realidad».

Las luces de freno del coche de delante se apagaron, y luego los faros. Wallander apagó también las suyas y se quedó sentado en la oscuridad. El reloj del cuadro de mandos señalaba el paso del tiempo con sus espasmos electrónicos. La una y veinticinco. De repente se abrió en la oscuridad el haz de luz de una linterna. Wallander abrió la puerta del coche y salió al exterior. Se estremeció de frío en mitad de la noche. El hombre que sostenía la linterna se detuvo a pocos metros de él. Wallander todavía no podía distinguir su cara.

—Vamos a salir al muelle —dijo el desconocido.

Su escaniano vibraba en las erres. Wallander pensó que nada podía sonar realmente amenazador si se decía en escaniano. No conocía ningún otro dialecto que fuese tan considerado.

Pero aun así dudó.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué tenemos que salir al muelle?

—¿Tienes miedo? —replicó el hombre—. Vamos al muelle porque allí hay un barco.

Se volvió y echó a andar. Wallander le siguió. Una ráfaga de viento le arañó la cara. Se detuvieron ante la silueta oscura de un pesquero. El olor a mar y a petróleo era muy intenso. El hombre le dio la linterna a Wallander.

—Enfoca los amarres —le ordenó.

Fue entonces cuando Wallander vio su cara por primera vez. Tenía unos cuarenta años o tal vez era algo mayor, la cara curtida por los vientos, la tez dura de la persona acostumbrada al aire libre. Iba vestido con un mono azul oscuro y una chaqueta gris, y con una gorra negra hasta la frente.

El hombre se agarró a los cabos gruesos de los amarres y subió a bordo. Desapareció en la oscuridad hacia la cabina de mandos y Wallander esperó. Al rato se encendió un farol de gas. El hombre volvió a proa por la crujiente borda.

—Sube a bordo —le indicó.

Wallander se agarró torpemente a la fría barandilla y le obedeció. Ya en el barco, siguió al desconocido por la inclinada borda y tropezó con el cabo de una cuerda.

—No vayas a caerte al agua, que está muy fría.

Wallander le siguió hasta la estrecha cabina de mandos y luego hasta la sala de máquinas, que olía a gasoil y a lubricantes. El hombre colgó el farol en un gancho del techo y redujo la intensidad de la luz con el tornillo.

Wallander se dio cuenta de que aquella persona estaba asustada, ya que los movimientos de sus dedos eran torpes y rápidos. Se sentó en el incómodo camastro, cubierto por una manta sucia.

—¿Cumplirás tu palabra? —exigió de nuevo.

—Siempre cumplo mi palabra —contestó Wallander.

—Nadie lo hace. Yo solo pienso en mí.

—¿Cómo te llamas?

—No importa mi nombre.

—Pero a lo mejor has visto un bote salvavidas con dos cadáveres.

—A lo mejor.

—Si no, no me habrías llamado.

El hombre cogió una carta marina sucia que estaba a su lado.

—Aquí —señaló—. Aquí lo vi. Eran las dos menos nueve minutos de la tarde cuando lo descubrí. El día doce, o sea, el martes pasado, y hasta hoy he estado pensando sobre cuál pudo ser su punto de partida.

Wallander buscó en los bolsillos un bolígrafo y un trozo de papel cualquiera donde tomar notas, pero como siempre, no llevaba nada.

—Despacio —dijo—. Cuéntamelo todo desde el principio. ¿Dónde descubriste el bote?

—Lo tengo apuntado. A seis millas de Ystad, en dirección sur. El bote iba a la deriva en dirección nordeste. Tengo anotada la posición exacta.

Estiró la mano y le entregó una nota arrugada a Wallander, que tuvo la impresión de que la posición era la exacta, si bien los números no le decían nada.

—El bote iba a la deriva —prosiguió—. Si no hubiese dejado de nevar no lo habría visto nunca.

«No lo habríamos visto nunca —pensó Wallander con rapidez—. Cada vez que habla en primera persona se detiene casi imperceptiblemente como si se obligase a decir solo la verdad a medias».

—Iba a la deriva a babor —continuó el hombre—. Lo remolqué hacia la costa sueca, y cuando vi tierra lo solté.

«Eso explica lo del cabo cortado —pensó Wallander—. Tendrían prisa y estarían nerviosos, por lo que no dudaron en sacrificar un trozo de la cuerda».

—¿Eres pescador? —preguntó a continuación.

—Sí.

«No —pensó Wallander—. Mientes de nuevo, y mal. Me pregunto a qué le tienes miedo».

—Regresaba a casa —contestó el hombre.

—Supongo que tendrás una radio en el barco —dijo Wallander—. ¿Por qué no avisaste a los guardacostas?

—Tengo mis razones.

Wallander comprendió que debería hacer un gran esfuerzo para vencer el miedo de aquel hombre y obtener algún resultado. «Tengo que lograr que confíe en mí».

—Necesito más información —insistió Wallander—. Lo que digamos aquí tengo que usarlo en la investigación; tranquilo, que nadie sabrá quién me lo ha dicho.

—Nadie ha dicho nada y nadie ha llamado.

De pronto Wallander lo vio todo con claridad. Había una explicación sencilla y lógica a la tozudez de aquel hombre en permanecer en el anonimato. Tuvo también una vislumbre del porqué de su evidente miedo. El hombre que estaba sentado enfrente no iba solo a bordo del barco cuando divisaron el bote salvavidas, lo que Wallander ya había supuesto durante la conversación con Martinson, pero ahora sabía el número exacto de la tripulación: eran dos, no tres, sino dos. Y precisamente a ese segundo hombre era al que temía.

—Está bien, nadie ha llamado —dijo Wallander—. ¿El barco es tuyo?

—¿Qué importa eso?

Wallander empezó de nuevo. Estaba seguro de que lo único que tenía que ver aquella persona con los dos cadáveres era haberse hallado en el barco que los descubrió y que los remolcó a tierra; lo que simplificaba la situación, si bien no entendía por qué el testigo estaba tan asustado. ¿Quién sería ese otro hombre?

«Contrabandistas —se le ocurrió de pronto—. Contrabandistas de refugiados o de alcohol. Este barco se usa para el contrabando. Por eso no huelo por ninguna parte a pescado».

—¿Viste algún barco cerca de donde descubriste el bote?

—No.

—¿Estás seguro?

—Solo digo lo que sé.

—Pero acabas de decirme que estuviste pensando acerca del bote.

La respuesta fue muy tajante.

—El bote llevaba tiempo en el agua. No podían haberlo echado al mar recientemente.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque empezaba a tener incrustaciones de algas.

Wallander no recordaba este dato de cuando inspeccionó el bote.

—Nosotros no vimos ni rastro de algas al encontrar el bote.

El hombre reflexionó.

—Es posible que se las llevara el agua al remolcarlo a tierra. El bote estuvo expuesto al oleaje.

—¿Cuánto tiempo crees que llevaba en el agua?

—Quizás una semana. Es difícil decirlo.

Wallander observó a aquel hombre de ojos inquietos. Tenía la impresión de que estaba alerta, como a la escucha.

—¿Tienes algo más que contarme? Cualquier detalle puede ser de sumo interés.

—Creo que el bote provenía de alguno de los Estados bálticos.

—¿Por qué de ahí y no de Alemania?

—Conozco estas aguas. Creo que el bote provenía de donde te digo.

Wallander intentó representarse el mapa en su cabeza.

—Eso está muy lejos —objetó—. Cruzar toda la costa polaca por aguas alemanas… Me cuesta creerlo.

—Durante la Segunda Guerra Mundial las minas recorrían largas distancias a la deriva en muy poco tiempo. Además, el viento de los últimos días puede haber facilitado la travesía.

La luz del farol se debilitó de repente.

—No tengo nada más que añadir —concluyó, y dobló la sucia carta marina—. Ya sabes lo que has prometido, ¿eh?

—Lo sé, pero tengo una pregunta más: ¿por qué tienes tanto miedo a hablar conmigo? ¿Por qué en mitad de la noche?

—No tengo miedo. Y si lo tuviese, no sería de tu incumbencia. Tengo mis razones para actuar de este modo.

A continuación metió la carta marina en una casilla debajo del soporte del timón. Wallander se esforzó por recordar alguna otra pregunta antes de que fuese demasiado tarde.

Ninguno de los dos notó el suave movimiento del cascarón del barco. Fue un balanceo tan ligero que pasó imperceptible como una marejada que se demorase en llegar a tierra.

Wallander subió de la sala de máquinas. Rápidamente dejó que la linterna recorriese las paredes de la cabina de mandos. Por ningún sitio vio nada que le ayudara a identificar el pesquero en una ocasión venidera.

—Si te necesitara, ¿dónde podría localizarte? —le preguntó cuando estaban de regreso en el muelle.

—No podrás. Pero tampoco vas a necesitarlo. No tengo nada más que decir.

Wallander contó los pasos al cruzar el muelle. Al dar el paso número setenta y tres sintió la grava del puerto bajo sus pies. Las sombras engulleron al hombre, que se apoderó de la linterna y desapareció sin mediar palabra. Wallander se sentó en el coche sin poner el motor en marcha, y esperó unos minutos. Por un instante le pareció divisar una sombra que se movía en la oscuridad, pero debían de ser imaginaciones suyas. Más tarde comprendió que tenía que ser él quien se marchara primero. Al llegar a la carretera principal, aminoró la velocidad, pero no asomó ninguna luz detrás de él.

A las tres menos cuarto volvía a abrir la puerta de su apartamento. Se sentó a la mesa de la cocina y tomó nota de la conversación que había mantenido en la sala de máquinas del pesquero.

«Los Estados bálticos —pensó—. ¿Realmente puede llegar un bote a la deriva desde tan lejos?». Se levantó y se dirigió a la sala de estar. En un armario, entre pilas y pilas de revistas viejas y programas de ópera, encontró su viejo atlas del colegio. Abrió el mapa que cubría el sur de Suecia y el mar Báltico. Aquellos tres Estados parecían estar muy lejos y muy cerca al mismo tiempo.

«No sé nada sobre el mar, absolutamente nada sobre corrientes, derivas y vientos. Quizá tenga razón. ¿Y por qué, si no, iba a afirmar algo que no es verdad?».

Volvió a pensar en lo asustado que estaba el hombre, en el segundo hombre de a bordo, el desconocido, que tanto le asustaba.

A las cuatro se metió en la cama. Estuvo despierto un buen rato antes de conciliar el sueño.

Se despertó sobresaltado y enseguida supo que se le habían pegado las sábanas.

El despertador de la mesilla de noche señalaba las siete y cuarenta y seis de la mañana. Masculló una maldición, salió de un salto de la cama y empezó a vestirse. Puso el cepillo de dientes y el dentífrico en el bolsillo de la chaqueta. A las ocho menos tres minutos aparcó el coche delante de la comisaría. Ebba le hizo señas desde la recepción.

—Björk te está esperando —informó—. ¡Vaya pinta tienes! ¿Te has dormido?

—Claro —contestó Wallander, y entró corriendo en el lavabo para cepillarse los dientes, al tiempo que intentaba poner en orden sus pensamientos antes de la reunión. ¿Cómo iba a exponer la visita nocturna a un pesquero del puerto de Brantevik?

El despacho de Björk estaba vacío. Se dirigió hacia una de las salas de reuniones más grandes de la comisaría y llamó a la puerta, sintiéndose como un colegial que llega tarde. Cuando entró, las seis personas sentadas alrededor de una mesa ovalada alzaron sus ojos hacia él.

—Llego un poco tarde —dijo, y se sentó en la primera silla libre que vio.

Björk le miró con expresión severa, mientras que Martinson y Svedberg le sonreían con curiosidad. En el rostro de Svedberg encontró, además, una sombra de mofa. A la izquierda de Björk estaba sentada Birgitta Törn, con su semblante indefinido.

En la sala había dos personas más a las que nunca había visto. Se levantó de la silla y dio la vuelta a la mesa para saludarlos. Eran dos hombres de unos cincuenta años, curiosamente parecidos, de complexión fuerte y rostros amables. Uno se presentó como Sture Rönnlund, el otro se llamaba Bertil Lovén.

—Pertenezco al grupo de homicidios —dijo Lovén—. Y Sture es de narcóticos.

—Kurt es nuestro mejor inspector —empezó Björk—. Por favor, servíos café.

Cuando todos los vasos de plástico estuvieron llenos, Björk dio por comenzada la reunión.

—En primer lugar estamos muy agradecidos por toda la ayuda que podamos recibir. Ninguno de los presentes habrá dejado de observar el revuelo que el hallazgo de los dos cadáveres ha suscitado en los medios de comunicación. Por eso es muy importante llevar la investigación con rigor e intensidad. Birgitta Törn ha venido en principio en calidad de observadora, y para ayudarnos con los contactos con los países en los que la Interpol no tiene competencia, lo que no quita que no podamos escuchar sus puntos de vista respecto al trabajo de investigación en concreto.

Luego le tocó el turno a Kurt Wallander. Puesto que todos en la sala habían recibido copias de los informes existentes, no se molestó en repasar la situación con detalle, sino que se limitó a hacer un breve resumen. Se entretuvo, en cambio, en el examen patológico y en su resultado. Cuando terminó, Lovén quiso que le aclarasen ciertos detalles. Björk miró a su alrededor.

—Bien —dijo—. ¿Cómo procederemos a continuación?

A Kurt Wallander le irritaba la actitud sumisa de Björk ante la mujer del Ministerio de Asuntos Exteriores, y ante los dos inspectores de los departamentos de Estocolmo. Tuvo la necesidad de atacar, e hizo señas a Björk para que le cediera la palabra.

—Hay muchos puntos oscuros —empezó—, y no me refiero solo a la investigación. No entiendo por qué el Ministerio de Asuntos Exteriores considera necesario enviar a Birgitta Törn a Ystad, y realmente me cuesta creer que sea para que nos ayude a ponernos en contacto con la policía rusa, por ejemplo, en caso de necesidad. Eso puede hacerse desde Estocolmo por medio de un télex. Me inclino más bien a pensar que están supervisando nuestro trabajo de investigación, y si es así considero que tengo derecho a saber qué es lo que van a supervisar, y sobre todo las razones de que el ministerio proceda de este modo. No puedo negar que me asalta la sospecha de que saben algo que nosotros ignoramos, pero quizá no sea obra del ministerio, sino de otros.

Tras estas palabras, se produjo un silencio glacial. Björk le miró con espanto.

Fue Birgitta Törn quien rompió el hielo.

—No hay razón para dudar de los motivos que me han traído a Ystad —arguyó—. La inestable situación del Este exige que sigamos el desarrollo de este caso con toda minuciosidad.

—Pero si ni siquiera sabemos si los muertos eran del Este —objetó Wallander—. ¿O acaso sabéis algo que nosotros ignoramos? Si es así, quiero saber de qué se trata.

—Será mejor que nos tranquilicemos un poco —interrumpió Björk.

—Quiero una respuesta concreta a mis preguntas —protestó Wallander—. No me satisfacen los comentarios gratuitos sobre la inestable situación política.

El rostro de Birgitta Törn perdió de repente su expresión indefinida. Le clavó una mirada que daba claras muestras del creciente desprecio y distanciamiento que sentía por él. «Soy molesto —pensó Wallander—. Pertenezco a esa gente molesta de a pie».

—Acabo de responderte —replicó Birgitta Törn—. Si fueses más sensato, te darías cuenta de que no hay ninguna razón para montar este numerito.

Wallander sacudió la cabeza. Luego se volvió hacia Lovén y Rönnlund.

—Y a vosotros, ¿qué instrucciones os han dado? Estocolmo raras veces envía a alguien sin haber solicitado una petición formal de ayuda, y por lo que tengo entendido nosotros no lo hemos hecho. ¿O me equivoco?

Björk negó con la cabeza cuando Wallander se volvió para consultarle.

—Así que se trata de una decisión de Estocolmo —continuó—. Me gustaría saber por qué, si es que vamos a cooperar. No creo que la capacidad de nuestro distrito policial para cumplir con su trabajo haya sido desechada antes de empezar siquiera.

Lovén se movía avergonzado. Contestó Rönnlund, y Kurt Wallander pudo apreciar cierta simpatía en su voz.

—El director general de la policía pensó que podríais necesitar ayuda —explicó—. Nuestras órdenes son estar a vuestra entera disposición, nada más; vosotros sois los que lleváis el trabajo de investigación. Ahora bien, si podemos ayudaros en algo, estaremos encantados de hacerlo. Ni Bertil ni yo dudamos de vuestra capacidad de manejar este caso solos. Personalmente considero que habéis trabajado rápido y con firmeza estos días.

Wallander agradeció el reconocimiento. Martinson sonreía, mientras que Svedberg se hurgaba los dientes con una astilla de la mesa de reuniones.

—Entonces quizá podamos empezar a analizar cómo proseguir —dijo Björk.

—Estupendo —dijo Wallander—. Tengo algunas teorías sobre las que me gustaría saber vuestra opinión, pero antes voy a contaros una pequeña aventura nocturna.

La ira había desaparecido, y volvía a sentirse tranquilo. Había probado sus fuerzas contra Birgitta Törn y no había sido vencido. Con el tiempo ya averiguaría la verdadera razón de su llegada. La simpatía de Rönnlund reforzó su autoestima. Pasó a contar a los presentes la llamada anónima y la visita al pesquero de Brantevik, e hizo especial hincapié en la expresa convicción del hombre de que el bote provenía de algún Estado báltico. En un arrebato, Björk llamó a la recepción y pidió que les proporcionasen inmediatamente unos mapas detallados y panorámicos del territorio en cuestión. En su interior Wallander vio cómo Ebba agarraba al primer policía que pasaba por la recepción y le daba órdenes de sacar esos mapas sin demora. Se sirvió más café y pasó a informar sobre sus teorías.

—Todo indica que los hombres han sido asesinados a bordo de un barco —continuó—. A la pregunta de por qué no han hundido los cuerpos en el fondo del mar tengo una posible explicación: el asesino o los asesinos querían que los cuerpos fuesen encontrados, pero eso resulta poco factible dada la dificultad de adivinar cuándo y dónde podría llegar el bote a tierra firme. Después de torturarlos, les dispararon desde muy cerca. Generalmente, cuando se tortura a alguien es por venganza o para obtener información. El otro hecho objetivo que debemos recordar es que los dos hombres estaban bajo los efectos de drogas, anfetaminas para ser exactos. De algún modo las drogas están mezcladas en este asunto. Además, tengo la impresión de que los muertos estaban bien situados socialmente a juzgar por sus ropas. Según los parámetros de la Europa oriental, debía tratarse de individuos acaudalados para poder costearse esa indumentaria y ese calzado que yo no puedo permitirme.

Lovén soltó una carcajada ante ese último comentario, mientras que Birgitta Törn continuó mirando a la mesa fijamente con semblante agrio.

—Es decir, que sabemos bastante —continuó Wallander—, aunque no lo suficiente como para juntar las piezas del rompecabezas y explicar la sucesión de los hechos y razones por las que mataron a esos hombres. Lo que en realidad necesitamos descubrir ahora es una sola cosa: quiénes eran. Tenemos que centrarnos en eso, y en obtener una rápida información balística de la munición usada. Quiero un informe detallado de las personas desaparecidas y buscadas en Suecia y Dinamarca. Las huellas dactilares, las fotografías y las descripciones se enviarán de inmediato a la Interpol. Tal vez encontremos algo en nuestros propios archivos. Además, hay que ponerse en contacto cuanto antes con la policía báltica y soviética, si no se ha hecho ya. Quizá Birgitta Törn nos pueda contestar a esto.

—Se hará hoy —aseguró ella—. Vamos a ponernos en contacto con la unidad internacional de la policía de Moscú.

—Y también con las policías de Estonia, Letonia y Lituania.

—Eso se hace vía Moscú.

Wallander la miró sorprendido. Luego se volvió hacia Björk.

—¿No tuvimos una visita de la policía lituana el otoño pasado?

—Se hará lo que dice Birgitta Törn —contestó Björk—. Los países bálticos tienen policías nacionales, pero todavía es la Unión Soviética la que decide formalmente.

—No lo sabía —comentó Wallander—, pero supongo que el Ministerio de Asuntos Exteriores estará mejor informado que yo.

—Sí —respondió Birgitta Törn—. Me temo que sí.

Björk dio por concluida la reunión, tras lo cual desapareció con Birgitta Törn. Habían anunciado una conferencia de prensa para las dos de la tarde.

Wallander se quedó en la sala de conferencias y con los demás repasaron las diferentes tareas que les esperaban. Svedberg fue a buscar la bolsa de plástico con las dos balas y Lovén prometió encargarse y acelerar la investigación balística. El resto se repartió el largo trabajo de examinar minuciosamente los archivos de personas desaparecidas o buscadas. Martinson, que tenía ciertos contactos personales con la policía de Copenhague, se encargó de ponerse en contacto con colegas del otro lado del estrecho.

—No tenéis que preocuparos por la conferencia de prensa —informó Wallander para finalizar—. Será problema de Björk y mío.

—¿Son tan desagradables como en Estocolmo? —preguntó Rönnlund.

—No sé cómo son en Estocolmo —contestó Wallander—, pero aquí no son nada divertidas, no.

El resto del día se ocupó en distribuir descripciones a todos los distritos de policía del país y a los demás países nórdicos. Los policías, además, tenían que repasar cierta cantidad de registros. No tardaron mucho en averiguar que las huellas dactilares de los muertos no estaban registradas ni en la policía sueca ni en la danesa. La Interpol necesitaría un poco más de tiempo para contestar. Wallander y Lovén tuvieron una larga conversación sobre si la antigua Alemania del Este era ya un miembro de derecho de la Interpol o no. ¿Habrían traspasado su archivo policial a un sistema central informatizado para toda Alemania? De hecho, ¿había existido un archivo normal de criminales en Alemania del Este? ¿Existía alguna línea de demarcación entre el archivo de la policía secreta y el archivo de delincuencia común?

Lovén prometió averiguar algo más sobre esta cuestión mientras Wallander preparaba la conferencia de prensa. Antes de que empezara, se encontró con Björk, que se mostró distante. «¿Por qué no dice nada? Quizá piensa que he sido grosero con la elegante señora del ministerio».

En la sala donde iban a celebrar la conferencia de prensa se habían reunido muchos periodistas y representantes de los medios de comunicación. Wallander buscó con la mirada al joven periodista del Expressen, pero no lo encontró. Björk hizo las presentaciones como de costumbre, y con inesperada rabia atacó a lo que llamó las «incomprensibles noticias infundadas» que la prensa había divulgado. Wallander, mientras, evocó el encuentro nocturno con el desconocido en Brantevik. Cuando le tocó su turno, empezó con el llamamiento a la población de ponerse en contacto con la policía en caso de haber visto algo. Cuando uno de los periodistas le preguntó si aún no tenían ninguna pista, contestó que hasta ahora solo había silencio. La conferencia de prensa fue insípida, y Björk se alegró de abandonar la sala.

—¿Qué hace la dama del ministerio? —preguntó Wallander en el pasillo.

—Se pasa la mayor parte del tiempo hablando por teléfono —contestó Björk—. Apuesto lo que sea a que piensas que deberíamos escuchar sus conferencias.

—No sería mala idea —murmuró Wallander.

El día transcurrió sin que pasara nada destacable. Había que tener paciencia y atar los cabos sueltos.

Poco antes de las seis, Martinson se asomó al despacho de Wallander para preguntarle si le apetecía ir a su casa por la noche a cenar. También invitó a Lovén y a Rönnlund, que parecían sentir añoranza.

—Svedberg ya tenía planes —le comunicó— y Birgitta Törn ha dicho que iría a Malmö esta noche. ¿Te apuntas?

—No tengo tiempo. Lo siento, pero estoy ocupado esta noche.

Solo era verdad en parte. Aún no había decidido si iría a Brantevik de noche para observar de cerca el pesquero.

A las seis y media llamó como de costumbre a su padre, que le pidió que comprara un nuevo juego de cartas para la próxima visita. En cuanto acabó de hablar con él, abandonó la comisaría. El viento había amainado y el cielo era límpido. De camino a casa, se detuvo en una tienda a comprar algo de comer. A las ocho, cuando ya había cenado y esperaba que se hiciera el café, seguía sin decidir si debía ir o no a Brantevik, pero luego pensó que lo dejaría para el día siguiente, ya que se sentía cansado por la excursión de la noche anterior.

Estuvo un buen rato sentado a la mesa de la cocina ante su taza de café. Intentó imaginarse que Rydberg estaba sentado enfrente de él, y paso a paso revisó la investigación junto con su visitante invisible. Ya habían pasado tres días desde que el bote alcanzara la playa de Mossby Strand. No podrían avanzar si no determinaban la identidad de los dos cadáveres, con lo que el enigma seguía siendo un enigma.

Puso la taza en el fregadero. Una planta casi marchita le llamó la atención. La regó con un vaso de agua, entró luego en la sala de estar y puso un disco de María Callas. Al son de las notas de La Traviata decidió dejar para el día siguiente el asunto del pesquero.

Al cabo de un rato intentó llamar a su hija a la escuela de las afueras de Estocolmo, pero el teléfono sonó y sonó sin que nadie contestara. A las diez y media se fue a la cama y se durmió casi en el acto.

Al día siguiente, el cuarto desde el comienzo de las investigaciones, poco antes de las dos de la tarde, ocurrió lo que todo el mundo estaba esperando que ocurriese: Birgitta Törn entró en el despacho de Wallander y le entregó un télex. Por mediación de sus colegas superiores en Moscú, la policía de Riga, en Letonia, había informado al Ministerio de Asuntos Exteriores sueco que los dos cadáveres del bote salvavidas probablemente correspondían a dos ciudadanos letones. Para facilitar aún más la investigación, el mayor Litvinov, de la policía de Moscú, proponía que los colegas suecos se pusieran directamente en contacto con el grupo de homicidios de Riga.

—Así que existe una policía letona —dijo Wallander.

—¿Quién ha dicho lo contrario? —preguntó Birgitta Törn—. Pero si te hubieses dirigido directamente a Riga, podrían haber surgido complicaciones diplomáticas. Tal vez no se hubiesen dignado contestarnos. Me imagino que no se te ha pasado por alto que la situación actual en Letonia es muy tensa.

Wallander sabía de sobra a qué se refería: no había pasado ni un mes desde que las fuerzas de elite soviéticas, llamadas boinas negras, dispararan contra el edificio del Ministerio del Interior en el centro de Riga. Habían muerto varios ciudadanos inocentes. Wallander recordaba haber visto en las fotografías de los periódicos barricadas de bloques de piedra y tubos de hierro fundido. Sin embargo, no sabía exactamente lo que estaba ocurriendo, nunca sabía a ciencia cierta lo que sucedía a su alrededor.

—¿Qué hacemos ahora, pues? —preguntó inseguro.

—Ponernos en contacto con la policía de Riga. Ante todo se trata de que nos confirmen que los dos muertos son los del télex.

Wallander volvió a leer el mensaje.

El hombre del barco tenía razón: el bote había venido a la deriva desde algún Estado báltico.

—Todavía no sabemos quiénes eran esos dos hombres —dijo.

Tres horas más tarde, Wallander ya lo sabía. El equipo de investigación estaba reunido en la sala de conferencias después de que les avisaran de que esperaban una llamada telefónica de Riga. Björk estaba tan nervioso que se le derramó el café por encima.

—¿Hay alguien de aquí que hable letón? —preguntó Wallander.

—Hemos solicitado que la conversación se haga en inglés —informó Birgitta Törn.

—Tú hablas inglés —le dijo Björk a Wallander.

—Pero mi inglés no es muy bueno.

—Seguro que tampoco lo es el suyo —replicó Rönnlund—. ¿Cuál es su nombre? ¿Mayor Litvinov? No te preocupes.

—El mayor Litvinov trabaja en Moscú —indicó Birgitta Törn—. Ahora vamos a hablar con la policía de Riga, en Letonia.

A las cinco y diecinueve minutos se produjo la conferencia. La comunicación era asombrosamente nítida y Wallander oyó una voz que se presentó como el mayor Liepa, del grupo de homicidios de Riga. Wallander tomaba nota mientras escuchaba, y de vez en cuando contestaba a alguna pregunta. El inglés del mayor Liepa era muy malo, por lo que Wallander receló de su propia capacidad de entender todo lo que le decía. Cuando acabó la conferencia, había logrado apuntar lo más importante en su bloc de notas.

Dos nombres. Dos identidades.

Janis Leja y Juris Kalns.

—Riga tiene sus huellas dactilares —dijo Wallander—. Según el mayor Liepa, no cabe duda de que nuestros cadáveres son ellos.

—Estupendo —exclamó Björk—. ¿De qué clase de personas se trataba?

Wallander leyó lo que había anotado en su bloc de notas:

Notorious criminals, que podría traducirse por delincuentes conocidos, ¿verdad?

—¿Alguna sospecha de por qué fueron asesinados? —preguntó Björk.

—No, pero tampoco parecía demasiado sorprendido. Si no le entendí mal, nos enviará material. Preguntó también si estábamos interesados en que enviara algunos policías letones para ayudarnos en la investigación.

—Sería estupendo, ¿no? —dijo Björk—. Cuanto antes acabemos con esta historia, mejor.

—El Ministerio de Asuntos Exteriores lo apoyará —afirmó Birgitta Törn.

Estaba decidido. Al día siguiente, el quinto de la investigación, el mayor Liepa envió un télex donde informaba que se personaría en el aeropuerto de Arlanda la tarde siguiente, y que desde ahí cogería un avión a Sturup.

—Un mayor —dijo Wallander—. ¿Qué significa eso?

—Ni idea —contestó Martinson—. Yo me siento casi siempre como un cabo en esta profesión.

Birgitta Törn regresó a Estocolmo y Wallander pensó que nunca más volvería a verla. Ahora que ya no estaba, le costaba recordar su aspecto o su voz.

«No la veré nunca más. Y dudo que llegue a saber por qué razón vino en realidad».

Björk se encargó personalmente de ir a buscar al mayor letón al aeropuerto, lo que significó que Kurt Wallander pudo dedicar la noche a jugar a la canasta con su padre. En el coche, de camino a Löderup, pensó que el caso de los dos hombres que habían llegado a la deriva hasta la playa de Mossby Strand pronto estaría aclarado, ya que el policía letón les daría una explicación plausible. En adelante la investigación se llevaría desde Riga, donde con toda seguridad se encontraba el autor de los crímenes. Aunque el bote salvavidas había ido a la deriva hasta la costa sueca, el punto de partida, los asesinatos, tenían su origen al otro lado del mar. Los restos mortales serían devueltos a Letonia, donde debía de hallarse la solución.

Era un juicio gravemente erróneo.

En realidad nada había empezado aún.

Aquella noche, el invierno llegó a Escania con toda su fuerza.