4

Cuando Kurt Wallander llegó a la comisaría al día siguiente, poco después de las ocho, ocurrió todo al mismo tiempo. La temperatura sobrepasaba los cero grados y una fina lluvia caía sobre la ciudad. Había dormido bien y las molestias de la noche anterior no se habían reproducido. Se sentía descansado. Lo único que le preocupaba era de qué humor estaría su padre cuando más tarde fueran a Malmö.

Martinson fue a su encuentro en el pasillo. Kurt Wallander enseguida se dio cuenta de que tenía algo importante que contarle. Cuando Martinson estaba demasiado nervioso como para quedarse en su despacho, todo el mundo sabía que algo había ocurrido.

—¡El capitán Österdahl ha resuelto la cuestión del bote salvavidas! —gritó—. ¿Tienes un momento?

—Yo siempre tengo un momento, ¿no? —contestó Wallander—. Vamos a mi despacho. Ve a ver si ha llegado Svedberg.

Al cabo de unos minutos estaban los tres reunidos.

—La verdad es que deberíamos confeccionar una lista con personas como el capitán Österdahl —empezó Martinson—. La policía tendría que crear un departamento nacional para cooperar con personas que poseen conocimientos peculiares.

Wallander asintió. Él también había pensado lo mismo muchas veces. Por todo el país había personas que tenían unos conocimientos impresionantes sobre los temas más extravagantes. Aún recordaba a un viejo leñador de la provincia de Härjedalen, que años atrás había podido identificar la chapa de una botella de cerveza asiática que ni la policía ni los expertos de la Central de Vinos y Licores supieron determinar. La aportación del leñador ayudó a condenar al asesino, que de otro modo probablemente se hubiese librado de la pena.

—Prefiero gente como el capitán Österdahl a todos los consultores que corren por ahí pronunciando obviedades por honorarios desorbitados —continuó Martinson—. El capitán Österdahl se ha mostrado encantado de ayudarnos.

—¿Y ha sido de ayuda?

Martinson sacó el bloc de notas del bolsillo y lo tiró encima de la mesa, igual que si hubiese sacado de una chistera un conejo invisible. Wallander notó que se irritaba, ya que a menudo los gestos dramáticos de Martinson le impacientaban. «Quizá sea ésta la forma de actuar de un futuro político del Partido Liberal», pensó.

—Somos todo oídos —dijo Wallander tras un momento de silencio.

—Anoche, después de que os fueseis, el capitán Österdahl y yo pasamos varias horas revisando el bote salvavidas aquí en el sótano —explicó—. No pudo ser antes puesto que juega al bridge todas las tardes y se negó categóricamente a alterar esa costumbre. El capitán Österdahl es un hombre mayor muy decidido. Me gustaría ser como él cuando llegue a esa edad.

—Continúa —le exhortó Wallander, que tenía sobrados conocimientos sobre personas mayores decididas. Siempre tenía presente a su padre.

—Husmeó el bote como un perro —continuó Martinson—. Incluso lo olisqueó. Aseguró que tenía como mínimo veinte años y que estaba fabricado en Yugoslavia.

—¿Cómo podía saberlo?

—Por la fabricación y los materiales empleados. Una vez que se hubo decidido, no dudó en absoluto. Todos sus razonamientos están aquí anotados en este bloc. Me encantan las personas que saben de lo que hablan.

—¿Y por qué razón no hay ninguna marca en el barco que determine que es de Yugoslavia?

—Barco no —dijo Martinson—. Lo primero que me enseñó el capitán Österdahl es que se dice bote, nada más. Y hay una explicación excelente para que no lleve ninguna marca de fabricación. Los yugoslavos a menudo envían sus botes a Grecia y a Italia, donde hay empresas que se dedican a ponerles nombres de fabricantes falsos. No es más insólito que el hecho de que gran cantidad de relojes que se fabrican en Asia lleven nombres de marcas europeas.

—¿Y qué más dijo?

—Muchísimas cosas. Creo que me sé la historia de los botes salvavidas de cabo a rabo. Resulta que ya en la prehistoria existían diferentes tipos. Los primeros modelos parece ser que estaban hechos de caña. El bote de nuestra investigación es el más común en pequeñas embarcaciones de carga rusas o de Europa oriental. No los hay, en cambio, en los barcos escandinavos, porque no los aprueba la Inspección Naval.

—¿Por qué no?

Martinson se encogió de hombros.

—Son de mala calidad y pueden romperse. La mezcla de caucho a menudo es deficiente.

Wallander reflexionó.

—Si el análisis del capitán Österdahl es correcto, el bote salvavidas viene directamente de Yugoslavia, sin haber recibido su nombre de marca, pasando antes por Italia. En otras palabras, ¿se trata de un barco yugoslavo?

—No necesariamente —repuso Martinson—. Cierto número de botes van directos de Yugoslavia a Rusia. Es como un eslabón en el intercambio comercial involuntario de trueques que existe entre Moscú y los estados subordinados. Además, dijo haber visto una vez un bote idéntico en un pesquero ruso que fue apresado cerca del escollo de Häradskär.

—Pero ¿podemos asegurar que es un barco de Europa oriental?

—Eso es lo que opina el capitán Österdahl.

—Bien —dijo Wallander—. Al menos sabemos algo.

—Pero no mucho más —comentó Svedberg.

—Hasta que la persona que nos llamó no dé otra vez señales de vida, sabremos bien poco —siguió Wallander—. Aun así, la balanza se inclina a que el bote llegó arrastrado por la corriente desde el otro lado del mar Báltico, y que los hombres no eran suecos.

Fue interrumpido por alguien que llamaba a la puerta. Un oficinista le entregó un sobre que contenía los resultados complementarios de las autopsias. Wallander le pidió a Svedberg y a Martinson que se quedaran mientras ojeaba los papeles. Se sobresaltó casi en el acto.

—Aquí hay algo —dijo él—. Mörth ha encontrado algo en la sangre.

—¿Sida? —preguntó Svedberg.

—No, pero sí drogas: dosis claramente detectables de anfetaminas.

—Drogadictos rusos —dijo Martinson—. Drogadictos torturados y asesinados. Vestidos con traje y corbata y a la deriva en un bote salvavidas de fabricación yugoslava. Un caso interesante. Mejor que delincuentes que destilan alcohol ilegalmente en sus casas o que atacan a personas en lugares públicos.

—No sabemos si son rusos —objetó Wallander—. En realidad no sabemos nada de nada.

Marcó el número de Björk en el teléfono interno.

—Aquí Björk.

—Soy Wallander. Estoy con Svedberg y Martinson. Quisiéramos saber si el Ministerio de Asuntos Exteriores te ha dado alguna instrucción.

—Todavía no, pero llamarán pronto.

—Me voy para Malmö unas horas.

—Ve. Ya te avisaré cuando hayan llamado. A propósito, ¿te ha molestado algún periodista?

—No, ¿por qué?

—El Expressen me despertó a las cinco de la mañana, y desde entonces no han parado de llamar. Tengo que admitir que estoy un poco preocupado.

—Tú ahora no te obsesiones con ellos. De todos modos, escribirán lo que quieran.

—Precisamente eso es lo que me inquieta. La investigación se resentirá si empiezan a salir especulaciones en los periódicos.

—Quizá sirva para que alguien que sepa o que haya visto algo nos llame.

—Lo dudo. Y no me gusta que me despierten a las cinco de la mañana. Nadie sabe bien lo que dice cuando acaban de despertarle.

Wallander colgó.

—Habrá que esperar —anunció—. Tendréis que poner vuestras cabezas a trabajar. Tengo un viejo asunto que arreglar en Malmö. Quedamos aquí en mi despacho después de comer.

Svedberg y Martinson se marcharon. Wallander sintió un ligero malestar por fingir que iba a Malmö por razones profesionales. Sabía que todo policía, al igual que todo el que tenía la posibilidad, empleaba parte de su horario laboral para arreglar asuntos privados. Sin embargo le molestaba.

«Me estoy volviendo un carca —pensó—. Y eso que solo tengo cuarenta y pocos años».

Avisó en recepción de que estaría localizable después de comer. Luego se dirigió hacia la autovía de Österleden, por Sandskogen y torció hacia Kåseberga. La fina lluvia había cesado, pero se había levantado viento.

Entró en Kåseberga y llenó el depósito de gasolina. Como le sobraba tiempo siguió hasta el puerto, donde aparcó y salió para notar el viento. No se veía ni un alma. El quiosco y los tenderetes de pescado ahumado estaban cerrados a cal y canto.

«Vivimos tiempos extraños —pensó—. Hay zonas de este país que solo abren los meses de verano. En municipios enteros cuelgan por doquier letreros de cerrado».

Salió al espigón de piedra a pesar del frío. El mar estaba vacío, por ningún sitio se divisaba barco alguno. Pensó en los dos cadáveres del bote salvavidas de color rojo. ¿Quiénes serían? ¿Qué podía haber sucedido? ¿Por qué los torturaron y asesinaron? ¿Quién les puso las chaquetas?

Miró el reloj de pulsera, volvió al coche y se fue derecho a casa de su padre, que estaba en mitad de una llanura, al sur de Löderup.

Como de costumbre, estaba pintando en el viejo establo. Kurt Wallander entró y notó el fuerte olor a disolventes y pinturas. Era como regresar a su niñez. El olor que siempre envolvía a su padre ante el caballete era uno de sus recuerdos más tempranos. El motivo del lienzo tampoco había variado con los años. El padre siempre pintaba el mismo cuadro, un paisaje a la puesta del sol. De cuando en cuando, a petición del cliente, añadía un urogallo en la parte anterior izquierda.

El padre de Kurt Wallander repetía siempre el mismo paisaje. Lo había perfeccionado tanto que ni siquiera cambiaba de motivo. Hasta que no se hizo adulto, Wallander no entendió que no se trataba de pereza o falta de habilidad. Más bien, aquella insistencia le daba al padre la seguridad que al parecer necesitaba para manejar su vida.

El padre, vestido con un mono y botas de agua recortadas, dejó el pincel y se limpió las manos en un trapo sucio.

—Ya estoy listo para irnos —dijo.

—¿No vas a cambiarte? —propuso Wallander.

El padre le miró sin comprender.

—¿Para qué voy a cambiarme? ¿Acaso hay que llevar traje para ir a las droguerías hoy día?

Wallander comprendió lo infructuoso de argumentar contra sus deseos. Su padre poseía una tozudez sin límite. Por otra parte, corría el riesgo de que se enfadara, y entonces el viaje a Malmö resultaría insoportable.

—Haz lo que quieras.

—Sí. Haré lo que quiera.

Se dirigieron a Malmö. Su padre contemplaba el paisaje.

—Es fea —comentó de repente.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que Escania es fea en invierno. Lodo gris, árboles grises, cielo gris. Y lo más gris de todo son las personas.

—Tal vez tengas razón.

—Claro que la tengo. No hay nada que discutir. Escania es fea en invierno.

La droguería estaba en el centro de Malmö. Kurt Wallander tuvo la suerte de encontrar un aparcamiento justo delante de la tienda. El padre sabía exactamente lo que quería: lienzos, pinturas, pinceles y algunos raspadores. En el momento de pagar sacó un fajo de billetes arrugados de uno de los bolsillos. Kurt Wallander se mantuvo todo el rato apartado. Su padre ni siquiera le dejó ayudarle a llevar las cosas al coche.

—Yo ya estoy —dijo su padre—. Ya podemos ir a casa.

A Kurt Wallander se le ocurrió que podrían parar en algún sitio a comer, y para su sorpresa, su padre encontró que era buena idea. Se detuvieron en el motel de Svedala y entraron en el restaurante.

—Dile al maître que queremos una buena mesa —dijo su padre.

—Esto es un self-service —contestó Kurt Wallander—. No creo que haya aquí ningún maître.

—Entonces iremos a otro sitio —replicó escuetamente—. Si vamos a comer fuera, quiero que me sirvan la comida.

Kurt Wallander contempló apesadumbrado el mono sucio de su padre. Luego recordó que había una pizzería sencilla en Skurup, donde nadie se preocuparía de la ropa que llevaba. Así que fueron a Skurup y aparcaron delante de la pizzería. Los dos eligieron el plato del día, bacalao fresco. Mientras comían, Kurt Wallander contempló a su padre y pensó que nunca llegaría a conocerle hasta que fuese demasiado tarde. Antes pensaba que no se le parecía en nada, pero últimamente tenía cada vez más dudas. Su mujer, Mona, que le había abandonado el año anterior, muchas veces le había reprochado la misma tozudez exigente y el mismo egocentrismo pedante. «Tal vez no quiera ver los parecidos —pensó—. Tal vez tema ser como él. Un testarudo que solo ve lo que quiere ver».

También pensó que ser tozudo era una ventaja para su trabajo. Sin esa terquedad, que para un extraño podría parecer anormal, muchas de las investigaciones criminales de las que él era responsable fracasarían. Esa cualidad no era resultado de su profesión, sino un rasgo de su carácter.

—¿Por qué no dices nada? —preguntó malhumorado el padre interrumpiendo sus pensamientos.

—Perdón. Estaba pensando.

—No quiero salir a comer contigo si no me cuentas nada.

—¿Qué quieres que te diga?

—Podrías decirme cómo te encuentras. Cómo se encuentra tu hija. Podrías contarme si has encontrado a otra mujer.

—¿Otra mujer?

—¿Todavía lloras por Mona?

—No lloro. Pero eso no quiere decir que haya encontrado a nadie.

—¿Por qué no?

—No es tan fácil encontrar una mujer.

—Pues ¿qué haces?

—¿Qué quieres decir?

—¿Es tan difícil de comprender? ¡Solo pregunto qué haces para encontrar una mujer!

—No salgo a bailar, si te refieres a eso.

—Yo solo pregunto. Cada año que pasa estás más raro.

Kurt Wallander dejó el tenedor.

—¿Más raro?

—Tendrías que haber seguido mi consejo. Nunca debiste hacerte policía.

«Otra vez en el mismo punto donde empezamos. Nada ha cambiado…», pensó Kurt Wallander.

El olor a aguarrás. Un gélido día de primavera de 1967. Todavía viven en la vieja herrería reformada en las afueras de Limhamn, pero pronto se marchará de allí. Como lleva tiempo esperando la carta, se va corriendo al buzón cuando ve al cartero. La abre de un tirón y lee lo que esperaba: le han aceptado en la Academia de Policía; empezará en otoño. Vuelve corriendo, abre de un empujón la puerta que da a la estrecha habitación donde su padre está pintando un paisaje. «¡Me han aceptado en la Academia de Policía!», exclama, pero el padre no le felicita, ni siquiera deja el pincel, continúa pintando. Aún recuerda que el padre estaba pintando las nubes teñidas de rojo por el sol poniente, y comprendió que para su padre era un fracasado, él, que iba a ser policía.

El camarero se llevó los platos, y enseguida apareció con dos tazas de café.

—Hay algo que nunca he comprendido —dijo Kurt Wallander—. ¿Por qué no querías que fuese policía?

—Hiciste lo que querías.

—No has contestado a mi pregunta.

—No tenía planeado que mi hijo viniera a sentarse a comer con gusanos de cadáveres saliéndole de las mangas de la camisa.

Kurt Wallander se estremeció con la respuesta. ¿Gusanos de cadáveres saliendo de las mangas de la camisa?

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

Pero el padre no respondió. Se acabó el café tibio.

—Ya estoy —concluyó—. Ya podemos irnos.

Kurt Wallander pidió la cuenta y pagó.

«Nunca obtendré la respuesta —pensó—. Nunca sabré por qué le desagrada tanto que sea policía».

Volvieron a Löderup. El viento había arreciado. El padre llevó los lienzos y las pinturas a su estudio.

—¿Jugaremos a las cartas algún día? —preguntó.

—Vendré dentro de unos días —contestó Wallander.

Luego regresó a Ystad. No sabía si estaba enfadado o indignado: ¿gusanos de cadáveres saliendo de las mangas de la camisa? ¿Qué habría querido decir con eso su padre?

Era la una menos cuarto cuando aparcó el coche y regresó al despacho. Para entonces había decidido exigirle una respuesta clara a su padre la próxima vez que se encontraran.

Apartó esos pensamientos y se obligó a ser policía otra vez. Lo primero que tenía que hacer era ponerse en contacto con Björk. Antes de tener tiempo siquiera para marcar el botón del teléfono interno, este sonó, y levantó el auricular.

—Wallander.

Se oía un crujido al otro lado de la línea. Repitió su nombre.

—¿Es usted quien se ocupa del bote salvavidas?

Wallander no reconocía la voz. Era la de un hombre que hablaba rápido y forzado.

—¿Con quién hablo?

—No importa. Es sobre el bote salvavidas.

Wallander se enderezó en la silla y se acercó un papel y un bolígrafo.

—¿Fue usted quien llamó el otro día?

—¿El que llamó?

El hombre parecía asombrado de verdad.

—¡Yo no he llamado!

—¿Así que no fue usted quien llamó para decir que un bote salvavidas flotaba a la deriva en dirección a la costa de Ystad?

Hubo un largo silencio al otro lado de la línea. Wallander esperó.

—Entonces nada —zanjó el hombre.

La conversación se cortó.

Wallander se apresuró a tomar nota. Enseguida se dio cuenta de que había cometido una equivocación. El hombre había llamado para hablar sobre los dos muertos del bote salvavidas, y al oír que ya había habido otra llamada se sorprendió, o se asustó, y decidió cortar la conversación cuanto antes.

Para Wallander la conclusión era sencilla.

Quien acababa de llamar no era el mismo hombre con quien Martinson había hablado.

En otras palabras, había más de una persona que podría darles información, para lo que Wallander también tenía una explicación. La conversación con Martinson le había dado la respuesta: los que habían visto algo debían de estar en un barco y serían de la tripulación, ya que nadie saldría solo en un barco durante el invierno. Pero ¿qué barco? Podría ser un transbordador o un pesquero; un carguero o uno de los petroleros que continuamente cruzan el mar Báltico.

Martinson entreabrió la puerta.

—¿Ya es hora? —preguntó.

Wallander decidió no comentar nada sobre la llamada que acababa de recibir. Sentía la necesidad de presentar a sus colaboradores un meditado resumen.

—Todavía no he podido hablar con Björk —dijo—. Nos veremos dentro de media hora, ¿de acuerdo?

Martinson desapareció y Wallander marcó el número interno de Björk.

—Aquí Björk.

—Wallander al habla. ¿Cómo ha ido?

—Ven a mi despacho para que te lo explique.

Lo que Björk tenía que contarle sorprendió a Wallander.

—Vamos a tener una visita —empezó Björk—. El Ministerio de Asuntos Exteriores nos enviará un funcionario para ayudarnos en la investigación.

—¿Un funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores? ¿Qué saben ellos sobre investigaciones criminales?

—No tengo ni idea, pero viene esta misma tarde. He pensado que sería mejor que fueras tú a buscarle. Llega a Sturup en el vuelo de las cinco y veinte.

—La hostia. ¿Viene a ayudar o a vigilar lo que hacemos?

—No lo sé —contestó Björk—. Además, esto es solo el principio. ¿No adivinas quién más ha llamado?

—¿El director general de la policía?

Björk se sobresaltó.

—¿Cómo lo has sabido?

—Bueno, alguna cosa tenía que adivinar. ¿Qué quería?

—Pidió información continuada del caso. Además, quiere enviarnos a un par de hombres. Uno del grupo de homicidios y otro de narcóticos.

—¿También iremos a buscarlos al aeropuerto?

—No, ya se apañarán solos.

Wallander reflexionó un instante.

—Todo esto me parece muy extraño —dijo al fin—. Y sobre todo ese funcionario del ministerio. ¿Por qué viene? ¿Es que se han puesto en contacto con la policía de la Unión Soviética? ¿Y con la de los Estados bálticos?

—Todo sigue su cauce. Esto es lo que me han dicho desde el ministerio, pero no sé lo que significa en realidad.

—¿Cómo es posible que no te informen con exactitud?

Björk levantó las manos.

—He sido jefe de policía el tiempo suficiente como para saber lo que pasa en este país. A veces me dejan de lado a mí, otras es al ministro de justicia a quien engañan, pero la mayoría de las veces a quien no le dicen más que una ínfima parte de lo que realmente está sucediendo es al pueblo sueco.

Wallander sabía muy bien a qué se refería Björk. Los numerosos escándalos judiciales de los últimos años habían destapado el invisible sistema de túneles construidos en los sótanos de la organización estatal, túneles que unían diferentes departamentos e instituciones. Lo que antes habían sido sospechas, o imaginaciones sectarias, finalmente se había puesto al descubierto. El poder real se ejercía en gran parte desde unos pasillos secretos, poco iluminados, lejos del control que se suponía que era la característica básica de un Estado de derecho.

Llamaron a la puerta, y Björk gritó que adelante. Era Svedberg, con el periódico de la tarde en la mano.

—He pensado que os interesaría ver esto.

Wallander se sobresaltó al ver la portada del periódico. En grandes titulares se hablaba del sensacional hallazgo de dos cadáveres en la costa de Escania. Björk saltó de su silla y agarró a su vez el periódico, y lo leyeron los dos por encima de sus hombros. Para su espanto, Wallander vio su propia cara en una fotografía borrosa. Pensó que debieron de tomarla durante la investigación de los asesinatos de Lenarp: «El inspector de policía Knut Wallman está al frente de las investigaciones».

En el texto del pie de foto le habían cambiado el nombre. Björk tiró el periódico, y en la frente se le veía la mancha rojiza que presagiaba un ataque de ira. Svedberg se alejó discretamente hacia la puerta.

—Aquí está todo —anunció Björk—. Igual que si lo hubieses escrito tú, Wallander; o tú, Svedberg. El periódico sabe que estamos en contacto con el Ministerio de Asuntos Exteriores, que el director general de la policía sigue el desarrollo del caso; incluso saben que el bote es yugoslavo, que es más de lo que sé yo. ¿Es cierto eso?

—Sí —contestó Wallander—. Martinson nos lo ha explicado esta mañana.

—¡Esta mañana! ¡Dios mío! ¿Se puede saber cuándo imprimen este diario de mierda?

Björk iba y venía por el despacho. Wallander y Svedberg se miraron. Cuando Björk perdía los estribos podía emprender retahílas interminables.

Björk asió el periódico de nuevo y leyó en voz alta:

—«Patrullas asesinas soviéticas. La nueva Europa ha abierto las puertas de Suecia a una criminalidad con perspectivas políticas». ¿Qué quieren decir? ¿Alguno de vosotros puede explicármelo? ¿Wallander?

—No tengo ni idea. Creo que lo mejor será no prestar atención a lo que dicen los periódicos.

—¿Cómo vamos a hacerlo? Los medios de comunicación nos sitiarán después de esto.

Como si de una profecía se tratase, el teléfono empezó a sonar en ese mismo instante. Era un periodista del diario Dagens Nyheter que quería una declaración. Björk tapó el auricular con la mano y dijo:

—Tendremos que convocar otra conferencia de prensa. O enviar un comunicado. ¿Qué opináis que es mejor?

—Las dos cosas —propuso Wallander—. Pero espera a mañana para la conferencia de prensa. Ese hombre del ministerio tal vez quiera dar su opinión.

Björk informó al periodista y dio por terminada la conversación sin contestar a ninguna pregunta. Svedberg abandonó el despacho. Björk y Wallander se pusieron de acuerdo sobre un breve comunicado de prensa. Cuando Wallander se levantó para irse, Björk le pidió que se quedara.

—Tendremos que hacer algo en lo concerniente a los chivatazos —dijo Björk—. Es evidente que he sido demasiado ingenuo. Recuerdo que te quejaste el año pasado cuando trabajabas en el doble asesinato de Lenarp, y me temo que yo lo despaché como exageraciones tuyas. La cuestión es: ¿qué debo hacer?

—Me pregunto si realmente se puede hacer algo —objetó Wallander—. Creo que el año pasado entendí que tenemos que aprender a convivir con ello.

—Me encantará retirarme —suspiró Björk tras un momento de reflexión—. A veces me siento como si el tiempo se me estuviera escapando.

—Nos pasa a todos —contestó Wallander—. Me voy a Sturup a buscar a ese funcionario. ¿Cómo se llama?

—Törn.

—¿Nombre de pila?

—No me lo han dado.

Wallander volvió a su despacho, donde ya le aguardaban Martinson y Svedberg. Este último estaba explicando lo, que acababa de presenciar en el despacho de Björk.

Wallander decidió celebrar una reunión breve. Contó lo de la llamada y su conclusión de que había otra persona que quería hablar acerca del bote salvavidas.

—¿Era escaniano? —preguntó Martinson.

Wallander asintió con la cabeza.

—Entonces es posible encontrarlos —continuó Martinson—. Podemos excluir a los petroleros y los cargueros. ¿Qué nos queda, pues?

—Nos quedan los pesqueros —contestó Wallander—. ¿Cuántos habrá a lo largo de la costa sur de Escania?

—Muchos —señaló Martinson—. Pero ahora, en el mes de febrero, están todos amarrados. Aunque sea un trabajo arduo, creo que podremos encontrarlos.

—Mañana lo decidiremos —siguió Wallander—. Para entonces todo puede haber cambiado.

Les contó lo que Björk le había comentado. Martinson reaccionó más o menos como él, con asombro e irritación, mientras que Svedberg se limitó a encogerse de hombros.

—Por hoy ya basta —concluyó Wallander—. Tengo que redactar un informe sobre lo que sabemos hasta ahora, y vosotros también. Mañana haremos una puesta en común con los que vienen del grupo de homicidios y de narcóticos, y con Törn, el del ministerio.

Wallander llegó al aeropuerto con tiempo de sobra. Tomó una taza de café con los policías de aduanas y escuchó sus habituales quejas sobre horarios y sueldos. A las cinco y cuarto se sentó en un sofá delante de la entrada de pasajeros mirando distraídamente los anuncios en una televisión que colgaba del techo. Anunciaron la llegada, y Wallander se preguntó si el hombre del ministerio imaginaría encontrarse a un policía uniformado. «Si me coloco con los brazos en la espalda y me balanceo encima de los pies a lo mejor ve que soy policía», pensó con ironía.

Contempló a todos los pasajeros que pasaron ante él, pero no vio a nadie que pareciese estar buscando a alguien. Cuando la corriente de viajeros terminó por extinguirse, se dio cuenta de que no le había visto. «¿Qué aspecto tendrá un funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores? —pensó—. ¿Son como la gente normal o como los diplomáticos? ¿Y qué pinta tiene un diplomático?».

—¿Kurt Wallander? —oyó que le decían por detrás de él.

Al volverse vio ante sí a una mujer de unos treinta años.

—Sí —respondió—. Yo mismo.

La mujer se quitó un guante y le estrechó la mano.

—Birgitta Törn —se presentó—. Vengo del Ministerio de Asuntos Exteriores. ¿Tal vez te esperabas un hombre?

—La verdad es que sí —contestó.

—Aún no hay muchas mujeres diplomáticas —explicó Birgitta Törn—, pero eso no significa que gran parte de la administración estatal de extranjería no esté en manos de mujeres.

—Bien —empezó Wallander—, bienvenida a Escania.

En la cinta de recogida de equipajes la miró de reojo. Tenía un aspecto indefinible. Sobre todo había algo en sus ojos que le picaba la curiosidad. Al coger la maleta y encontrarse con su mirada comprendió de qué se trataba: llevaba lentes de contacto. Las reconocía fácilmente, pues Mona las había llevado durante los últimos años de su matrimonio.

Se dirigieron luego al coche. Kurt Wallander le preguntó por el tiempo que hacía en Estocolmo y si el viaje había sido agradable; enseguida se dio cuenta de que mantenía ciertas distancias con él.

—Me han hecho una reserva en un hotel que se llama Sekelgården —dijo cuando iban hacia Ystad—. Me gustaría repasar los informes que tenéis sobre la situación de la investigación. Supongo que te han informado de que hay que facilitarme todo el material.

—No —contestó Wallander—. Nadie me ha dicho nada de eso, pero como no hay secretos lo tendrás de todas formas. Está en la carpeta del asiento trasero.

—Has sido muy previsor —dijo.

—En realidad solo tengo una pregunta —empezó Wallander—: ¿Por qué estás aquí?

—La inestable situación del Este hace que el Ministerio de Asuntos Exteriores vigile todos los acontecimientos anormales. Además, podremos prestar ayuda en las demandas formales que eventualmente se tengan que hacer a otros países que no sean miembros de la Interpol.

«Habla como un político; en sus palabras no cabe la inseguridad», pensó Wallander.

—Un acontecimiento anormal —dijo—. Tal vez se pueda llamar así. Si quieres te enseño el bote salvavidas en la comisaría.

—No, gracias —contestó Birgitta Törn—, no deseo entrometerme en el trabajo policial, pero sí quiero celebrar mañana por la mañana una reunión, quiero una exposición de los hechos.

—A las ocho va bien —propuso Wallander—. Quizá no sepas que la dirección general nos ha enviado un par de inspectores más, que supongo llegarán mañana.

—Ya me han informado de ello —replicó Birgitta Törn.

El hotel Sekelgården estaba situado en una calle de detrás de una plaza. Wallander detuvo el coche y se estiró para recoger la carpeta del informe, y sacó luego la maleta de ella.

—¿Habías estado en Ystad alguna vez?

—Creo que no.

—Entonces puedo sugerir que la policía de Ystad te invite a cenar.

Una leve sonrisa se reflejó en su rostro antes de contestar.

—Eres muy amable, pero tengo mucho trabajo.

Kurt Wallander notó que se irritaba. ¿Es que un policía de una ciudad pequeña no era buena compañía para ella?

—Creo que donde mejor se come es en el hotel Continental —le explicó—. Bajando a la derecha desde la plaza. ¿Quieres que pase a recogerte mañana por la mañana?

—Ya sabré encontrarlo sola. De todos modos, te lo agradezco, y muchas gracias por venir a buscarme al aeropuerto.

Eran las seis y media de la tarde cuando Wallander se fue a su casa. De pronto se sintió harto de la vida que llevaba, no solo por el vacío que notaba al llegar a su solitario piso donde nadie le esperaba, sino también por la sensación que tenía de que cada vez le costaba más orientarse en su vida. Incluso su propio cuerpo había empezado a forcejear. Hasta hacía poco, se había sentido seguro en su trabajo de inspector de policía, pero ahora ya no. La inseguridad le invadió el año pasado cuando intentaba resolver el brutal doble asesinato de Lenarp. A menudo comentaba con Rydberg que un país como Suecia, que se había convertido en algo desconocido e indefinido, necesitaba otro tipo de policías. Cada día que pasaba se sentía menos útil. Y esta inseguridad no la remediaría ninguno de los cursos que la Dirección General de Policía impartía con regularidad.

Sacó una cerveza de la nevera, encendió el televisor y se dejó caer en el sofá. En la pantalla centelleaba uno de esos eternos programas de debate que emitían todos los días.

De nuevo pensó en solicitar el puesto de trabajo en la fábrica de caucho de Trelleborg. ¿Acaso era un cambio lo que necesitaba? Quizás el trabajo de policía solo podía ejercerse unos cuantos años, y luego había que dedicarse a otra cosa.

Se quedó sentado en el sofá hasta muy tarde, y hasta poco antes de medianoche, no se metió en la cama.

Acababa de apagar la luz cuando sonó el teléfono. «Oh, no, otra noche no —pensó—. Otra muerte por malos tratos, no». Se incorporó en la cama y levantó el auricular. Enseguida reconoció al hombre que le había llamado por la tarde.

—Quizá sepa algo del bote salvavidas que pueda interesaros —dijo el hombre.

—Nos interesa toda la información que puedas facilitarnos.

—Solo contaré lo que sé si la policía me garantiza que no revelará mi identidad.

—Puedes permanecer en el anonimato si quieres.

—No es suficiente. La policía tiene que garantizarme que no revelarán que ha llamado alguien.

Wallander reflexionó con rapidez y se lo prometió. El hombre parecía dudar.

«Tiene miedo», pensó Wallander.

—Te doy mi palabra de policía —insistió.

—No doy mucho por ello —contestó el hombre.

—Pues deberías —dijo Wallander—. No hay ninguna institución bancaria que pueda dar información negativa sobre mí.

Hubo un largo silencio al otro lado de la línea telefónica. Wallander oyó respirar al hombre.

—¿Sabes dónde está la calle de Industrigatan? —preguntó de repente.

Wallander lo sabía. Estaba en un polígono industrial al este, en las afueras de la ciudad.

—Ve allí —le ordenó el hombre—. Entra con el coche. Es dirección única, pero no importa; no hay tráfico por la noche. Apaga el motor y las luces.

—¿Ahora? —preguntó Wallander.

—Ahora.

—¿Dónde debo detenerme? La calle es larga.

—Ve allí, que yo ya te encontraré. Y ven solo. Si no, nada. La comunicación se cortó.

Wallander sintió que le atenazaba la desazón. Rápidamente pensó en llamar a Martinson o a Svedberg para pedirles ayuda. Y luego se obligó a pensar sin tener presente el creciente malestar. ¿Qué podía ocurrir?

Apartó el edredón a un lado y se levantó. Minutos más tarde, abrió la puerta del coche en la desierta calle. La temperatura volvía a estar por debajo de los cero grados y cuando se sentó al volante se estremeció de frío.

A los cinco minutos, torcía por la calle Industrigatan, flanqueada por concesionarios de automóviles y diferentes empresas pequeñas.

No vio luz por ninguna parte. Condujo hasta la mitad de la calle, luego se detuvo, apagó el motor y las luces, y esperó en la oscuridad. El reloj del vehículo señalaba que pasaban siete minutos de la medianoche.

A las doce y media todavía no había pasado nada. Decidió esperar como mucho hasta la una. Si a esa hora no aparecía nadie, se iría a casa.

No lo vio hasta que estuvo al lado del coche. Bajó el cristal de la ventanilla. La cara del hombre estaba en la sombra. No pudo distinguir sus rasgos, pero sí reconoció la voz.

—Sígueme con el coche —ordenó.

Luego desapareció.

Al cabo de unos minutos un coche llegó en dirección opuesta, y le hizo señales con los faros.

Kurt Wallander puso el motor en marcha y le siguió. Salieron de la ciudad, hacia el este.

De pronto Wallander se dio cuenta de que tenía miedo.