3

Poco después de las dos de la madrugada, Kurt Wallander se despertó con un dolor en el tórax tan terrible que, sumido en la oscuridad, pensó que se moría. El constante y arduo trabajo de policía le exigía ahora su tributo: había que pagar el precio. Sentía desesperación y vergüenza porque todo acabase, porque todo en la vida acabase. Se quedó inmóvil mientras crecían la angustia y el dolor. Más tarde, no podría explicar cuánto tiempo estuvo así, incapaz de dominar el miedo que le invadía, pero poco a poco se obligó a reconquistar el control sobre sí mismo.

Se levantó de la cama con cuidado, se vistió y bajó hasta el coche. El dolor ya no era tan intenso, iba y venía en pulsaciones como una corriente, y se ramificaba por los brazos, por lo que parecía perder algo de su primera y violenta intensidad. Se sentó en el coche, se conminó a respirar pausadamente y luego condujo por las calles desiertas hasta la entrada de urgencias del hospital. Una enfermera de mirada amable le recibió, escuchó todo lo que tenía que explicarle y no le despachó como si se tratara de una persona histérica con sobrepeso, ni consideró su angustia fruto de la imaginación. Desde una sala de reconocimiento oyó un grito, como el rugido de un borracho. Tumbado en la camilla, a Wallander le pareció que el dolor iba y venía. De pronto, un joven médico se plantó ante él, y volvió a explicar que tenía dolores en el pecho. Llevaron la camilla a una sala de tratamiento y le hicieron un electrocardiograma. Le tomaron la presión arterial y el pulso; a la pregunta de si fumaba, movió la cabeza negativamente. Hasta ahora nunca había tenido dolores repentinos en el pecho, y por lo que él sabía no había casos de enfermedades coronarias en su familia. El médico contemplaba el diagrama del electro.

—No es nada importante —dijo—. Todo parece normal. ¿Qué crees[3] que puede haberte provocado la angustia?

—No lo sé.

El médico siguió estudiando su historial.

—Supongo que, como policía, a menudo debes de pasar momentos de mucha tensión.

—Casi siempre.

—¿Bebes alcohol?

—Me imagino que lo normal.

El médico se sentó en el borde de una mesa, y dejó el historial a un lado. Kurt Wallander vio que estaba muy cansado.

—No creo que haya sido un infarto —dijo—, sino un aviso del cuerpo de que no todo va bien. Solo tú puedes decirlo.

—Supongo que sí. A diario me pregunto qué estoy haciendo con mi vida. Además, no tengo a nadie con quien hablar.

—Pues deberías tener a alguien —continuó el médico—, todo el mundo lo necesita.

Se levantó de la mesa cuando el busca de su bata empezó a piar como un pajarillo.

—Será mejor que pases la noche aquí —concluyó—. Intenta descansar.

Wallander se quedó quieto, atento al susurro de una entrada de aire acondicionado que no veía. Desde el pasillo le llegaba el murmullo de voces.

«Todo dolor tiene una causa —pensó—. Si no ha sido el corazón, entonces, ¿qué? ¿Acaso el eterno remordimiento de conciencia por dedicar tan poco tiempo y esfuerzos a mi padre? ¿O que la carta de mi hija desde la escuela de Estocolmo no diga la verdad? Que no esté a gusto como ella dice; que eso de que trabaja y que se siente realizada con algo que había buscado durante tanto tiempo no sea cierto. Tal vez yo, sin ser consciente, tema que intente suicidarse de nuevo, como hizo a los quince años. ¿O acaso el dolor se debe a los celos que todavía siento por Mona, a pesar de que haya pasado más de un año desde que me abandonara?».

La luz de la habitación era muy intensa. Pensó que toda su vida estaba marcada por una especie de soledad que no podía romper. Pero el dolor que acababa de sentir, ¿se debía a la soledad? No encontró ninguna respuesta en su interior que no le provocase recelos.

—No puedo seguir así —se dijo a sí mismo en voz alta—. Tengo que hacer algo con mi vida ya.

A las seis se despertó sobresaltado. El médico le estaba mirando.

—¿Ningún dolor? —preguntó.

—Me siento bien —contestó Kurt Wallander—. ¿Qué puede haber sido?

—Tensiones. Estrés. Tú lo sabrás mejor que yo.

—Sí. Supongo que sí.

—Creo que deberías hacerte un chequeo completo —continuó el médico— para confirmar que no sufres ninguna enfermedad. Luego será más fácil mirar dentro de tu alma para ver qué se esconde en las sombras.

Se fue a casa, se duchó y tomó un café. El termómetro señalaba tres grados bajo cero. El cielo estaba totalmente despejado y no soplaba viento. Se quedó sentado largo rato, inmerso en lo que le había sucedido la noche pasada: el agudo dolor, la visita al hospital, todo tenía cierto aire de irrealidad. Comprendió que no podía olvidar lo que le había ocurrido: él era el único responsable de su vida.

Hasta las ocho y cuarto no volvió a ejercer de policía.

En cuanto llegó a la comisaría se enzarzó en una fuerte discusión con Björk, que era de la opinión de que deberían haber recurrido de inmediato al departamento técnico de Estocolmo para una investigación minuciosa del lugar del crimen.

—Pero si no hay ningún lugar del crimen —contestó Wallander—. Si algo sabemos, es que los dos hombres no fueron asesinados en el bote salvavidas.

—Ahora que no tenemos a Rydberg tendremos que pedir ayuda de fuera —argumentó Björk—. No tenemos la competencia necesaria. ¿Cómo es posible que ni siquiera acordonarais la parte de la playa donde se encontró el bote?

—Porque no es el lugar del crimen. El bote estaba flotando en el agua. ¿Qué querías, precintar las olas?

Kurt Wallander notó que se estaba enojando. Estaba claro que ni él ni los otros policías de homicidios de Ystad tenían la misma experiencia que Rydberg, pero eso no significaba que él no fuera capaz de decidir cuándo hacían falta unos especialistas del departamento técnico de Estocolmo.

—O me dejas hacer a mí las evaluaciones —dijo—, o te encargas tú de la investigación.

—No es eso —contestó Björk—. Pero sigo creyendo que ha sido una equivocación no dar parte a Estocolmo.

—No opino lo mismo —replicó Wallander.

De ahí no salían.

—Volveré a pasar dentro de un rato —dijo Wallander—. Tengo material que quiero que veas.

Björk puso cara de sorprendido.

—¿Tenemos algo? —preguntó—. Creía que no teníamos nada.

—Sí, tenemos algo. Vendré dentro de diez minutos.

Entró en su despacho, llamó al hospital y, ante su sorpresa, pudo hablar con Mörth enseguida.

—¿Algo nuevo? —preguntó.

—Estoy con el informe —contestó Mörth—. Necesito un par de horas más.

—Tengo que informar a Björk enseguida. ¿Puedes decirme al menos cuánto tiempo llevan muertos?

—No. Hay que esperar los análisis del laboratorio: estudiar el contenido de los estómagos y cuánto ha avanzado la descomposición celular. Por ahora, solo puedo hacer una conjetura.

—Hazla.

—No me gusta adivinar, ya lo sabes.

—Tienes experiencia, y conoces bien tu trabajo. Estoy seguro de que los resultados no harán otra cosa que confirmar tus sospechas. Venga, susúrramelo al oído, que no lo divulgaré.

Mörth se lo pensó.

—Una semana —afirmó—. Por lo menos una semana. Pero no se lo digas a nadie.

—Ya lo he olvidado. Y sigues pensando que son extranjeros, rusos o europeos del Este.

—Sí.

—¿Has descubierto algo que te haya sorprendido?

—No sé nada sobre municiones, pero nunca había visto este tipo de balas antes.

—¿Algo más?

—Sí. Uno de los hombres llevaba un tatuaje en la parte superior del brazo. Es la imagen de una especie de cimitarra, un sable turco, o como se llame.

—¿Un qué?

—Un tipo de espada. No puedes pedir que un médico forense sea experto en armas antiguas.

—¿Hay algo escrito?

—¿Qué quieres decir?

—Los tatuajes suelen llevar una leyenda: un nombre de mujer o un lugar.

—No pone nada.

—¿Alguna cosa más?

—Por ahora no.

—Pues entonces, gracias.

—No hay de qué.

Wallander colgó, fue a buscar café y entró en el despacho de Björk. Las puertas de los despachos de Martinson y Svedberg estaban abiertas, pero ellos no estaban dentro. Se sentó a tomar el café mientras Björk acababa una conversación telefónica. Distraídamente oyó que Björk se exaltaba cada vez más, y cuando colgó el auricular con todas sus fuerzas, Wallander se sobresaltó.

—¡Qué cabrones! —exclamó Björk—. ¿Qué sentido tiene nuestro trabajo?

—Buena pregunta —dijo Wallander—, pero no sé a qué te refieres.

Björk estaba tan furioso que temblaba. Wallander no recordaba haberlo visto nunca tan enfadado.

—¿Qué pasa? —preguntó. Björk le miró.

—No sé si debería comentártelo —dijo—, pero si no lo hago, reviento. Uno de los asesinos de Lenarp, aquél al que llamamos Lucía, obtuvo un permiso penitenciario el otro día, y naturalmente no ha vuelto a aparecer. Habrá salido del país. A ese ya no lo encontraremos nunca.

Wallander no podía creer lo que estaba oyendo.

—¿Un permiso? ¡Pero si no llevaba ni un año en la cárcel! ¡Por uno de los crímenes más atroces que hemos tenido en este país! ¿Cómo coño le han dado un permiso?

—Con motivo del entierro de su madre.

Wallander se quedó atónito.

—¡Pero si su madre murió hace diez años! Todavía lo recuerdo del informe que nos envió la policía checa.

—Una mujer que dijo ser su hermana fue a la cárcel de Hallfängelset y suplicó que le dejasen asistir al entierro de su madre. Parece ser que nadie controló nada. Trajo una esquela en la que se anunciaba que el entierro se celebraría en una iglesia de Ängelholm. La esquela era falsa, por supuesto, pero aún hay personas que creen que no se pueden falsificar las esquelas mortuorias. Anteayer le dieron un permiso de salida vigilada, pero no había ni entierro, ni madre muerta, ni hermana. Redujeron al guardia, lo ataron y lo dejaron tirado en un bosque a las afueras de Jönköping. E incluso tuvieron la desfachatez de ir hasta el aeropuerto de Kastrup vía Limham en el coche del departamento de prisiones. El coche lo dejaron allí, pero ellos, naturalmente, desaparecieron.

—No es posible —repitió Wallander—. ¿Quién diablos ha podido dar un permiso a semejante criminal?

—Suecia es un país fantástico —dijo Björk—. Es para ponerse enfermo.

—Pero ¿quién es el responsable? Quienquiera que sea que le haya concedido el permiso debería estar en la cárcel. ¿Cómo es posible que ocurran estas cosas?

—Descuida, lo investigaré minuciosamente —dijo Björk—. Así están las cosas: el tipo ese ha desaparecido.

Wallander aún se acordaba del cruel asesinato del matrimonio de ancianos de Lenarp. Luego miró acongojado a Björk.

—¿Qué sentido tiene perseguir a los criminales si el departamento de prisiones los suelta? —preguntó.

Björk no contestó. Wallander se levantó y se acercó a la ventana.

—¿Hasta cuándo podremos seguir? —preguntó.

—Tendremos que hacerlo —contestó Björk—. Y ahora explícame lo que sabes sobre los dos hombres del bote.

Wallander le informó de viva voz. Se sentía pesado, cansado y desilusionado. Björk hizo algunas anotaciones mientras hablaba.

—Rusos —dijo cuando Wallander acabó.

—O europeos del Este. Mörth parecía estar seguro.

—Entonces tendré que recurrir al Ministerio de Asuntos Exteriores —afirmó Björk—. Será de su competencia ponerse en contacto con la policía rusa, o polaca, o de los Estados del Este.

—Puede que fueran rusos que estuvieran viviendo en Suecia —dijo Wallander—. O en Alemania. ¿O por qué no en Dinamarca?

—La mayoría de los rusos siguen todavía en la Unión Soviética —afirmó Björk—. Hablaré inmediatamente con el Ministerio de Asuntos Exteriores. Ellos saben cómo ocuparse de una situación como ésta.

—También podríamos meter los cadáveres en el bote y pedir a los guardacostas que lo dejen en aguas internacionales —sugirió Wallander—. Así nos quitaríamos los problemas de encima.

Björk parecía no oírle.

—Necesitamos ayuda para identificarlos —continuó—. Fotografías, huellas dactilares, indumentaria.

—Y un tatuaje. Una cimitarra.

—¿Una cimitarra?

—Sí, una cimitarra.

Björk sacudió la cabeza y estiró el brazo para alcanzar el teléfono.

—Espera un poco —dijo Wallander.

Björk dejó caer la mano.

—Estaba pensando en ese hombre que llamó —prosiguió Wallander—. Según Martinson era una persona que hablaba con dialecto de Escania. Deberíamos intentar encontrarlo.

—¿Tenemos alguna pista?

—Ninguna. Precisamente por eso sugiero que hagamos un llamamiento general. Pediremos a la gente que haya visto un bote de color rojo a la deriva que se ponga en contacto con nosotros.

Björk asintió.

—De todos modos, tendré que hablar con la prensa. Los periodistas ya llevan rato llamando. No entiendo cómo pueden enterarse tan deprisa de lo que ocurre en una playa desierta. Ayer tardaron solo media hora.

—Ya sabes que hay soplones —dijo Wallander, y se acordó otra vez del doble asesinato de Lenarp.

—¿Dónde?

—Entre la misma policía del distrito de Ystad.

—¿Quién es el soplón?

—¿Cómo voy a saberlo? Es responsabilidad tuya recordar al personal el deber de la discreción y el silencio.

Björk golpeó con la palma de la mano el escritorio, como si hubiera dado una bofetada simbólica, pero no hizo ningún comentario respecto a lo que Wallander había dicho.

—Haremos un llamamiento a las doce, antes de las noticias. Quiero que estés en la conferencia de prensa. Ahora tengo que llamar a Estocolmo para pedir instrucciones.

Wallander se levantó.

—Estaría bien no tener que hacerlo —sugirió.

—¿No tener que hacer qué?

—Buscar a los hombres que han matado a los del bote.

—Voy a ver qué dice Estocolmo —concluyó Björk sacudiendo la cabeza.

Wallander salió del despacho. Las puertas de los despachos de Martinson y de Svedberg seguían abiertas. Miró la hora: eran casi las nueve y media. Bajó al sótano de la comisaría. El bote de color rojo estaba sobre unos caballetes de madera. Con una buena linterna lo examinó de arriba abajo sin encontrar ni rastro del nombre de empresa o país de fabricación, lo que no dejó de sorprenderle. No podía encontrar una explicación razonable a ese hecho. Dio un par de vueltas más alrededor del bote, y de pronto un trozo de cuerda le llamó la atención. Era diferente a las otras cuerdas que sujetaban el sollado en su sitio. La examinó, parecía estar cortada con un cuchillo, para lo que tampoco tenía ninguna explicación. Intentó imaginar las conclusiones que Rydberg habría sacado de aquello, pero tenía la mente en blanco.

A las diez de la mañana estaba de vuelta en su despacho. Ni Martinson ni Svedberg contestaron cuando los llamó. Cogió un bloc de notas y empezó a hacer una relación de lo poco que sabía sobre los dos cadáveres: dos hombres de los países del Este asesinados, tras ser cruelmente torturados, por sendos disparos al corazón, enfundados luego con sus chaquetas y arrojados a un bote salvavidas cuya procedencia hasta ahora no habían podido averiguar. Apartó el bloc y pensó: «A las personas torturadas y asesinadas, se acostumbra a esconderlas; o cavas una tumba o las dejas hundirse en el fondo del mar con unos pesos atados en las piernas. Pero arrojándolas a un bote corres el peligro de que las encuentren».

¿Y si era ésa la intención, que encontrasen a los dos hombres? Que apareciesen en un bote salvavidas, ¿no inducía a suponer que los asesinatos se habían cometido a bordo de un barco?

Arrugó la hoja y la tiró a la papelera. «Todavía no sé lo suficiente —pensó—. Estoy seguro de que Rydberg me habría dicho que no fuese tan impaciente».

Sonó el teléfono. Eran las once menos cuarto. Al reconocer la voz de su padre se dio cuenta de que se había olvidado de la cita que tenían para ese día. A las diez tendría que haber estado en Löderup para recogerlo en coche e ir juntos a una tienda de Malmö donde vendían lienzos y pinturas.

—¿Por qué no has venido? —preguntó su padre enojado.

Kurt Wallander decidió decir la verdad.

—Lo siento —contestó—, pero me he olvidado por completo de que habíamos quedado hoy.

Hubo un largo silencio al otro lado de la línea antes de que el padre contestara:

—Por lo menos es una respuesta honrada.

—Mañana sí podré —dijo Wallander.

—Entonces iremos mañana —dijo su padre, y colgó.

Wallander lo apuntó en una nota y la pegó en el teléfono. Mañana no podía olvidarse.

Llamó a Svedberg, pero este seguía sin contestar. En cambio, sí encontró a Martinson, que acababa de entrar en el despacho. Wallander salió al pasillo a su encuentro.

—¿A que no sabes lo que he aprendido hoy? —dijo Martinson—. Pues que resulta prácticamente imposible describir un bote salvavidas. Todas las fabricaciones y modelos parecen iguales. Solo un experto puede distinguirlos. Así que he ido hasta Malmö y he visitado a unos cuantos importadores.

Entraron en el comedor para buscar un café. Martinson se hizo con unas galletas, y siguieron hasta el despacho de Wallander.

—De modo que ahora lo sabes todo acerca de los botes salvavidas —dijo Wallander.

—No, solo un poco. Lo que no sé es de dónde proviene ése en particular.

—Resulta extraño que no haya ninguna descripción de la marca o del país de fabricación —comentó Wallander—. Los equipos de salvamento suelen estar llenos de instrucciones.

—Estoy de acuerdo contigo. Los importadores de Malmö también estaban extrañados. La solución al problema nos la dará un tal capitán Österdahl.

—¿Quién es?

—Un comandante retirado que ha dedicado toda su vida a los barcos de vigilancia de la aduana. Estuvo quince años en Arkösund, diez en el archipiélago de Gryt, y luego en Simrishamn, donde se retiró. A lo largo de todos esos años fue elaborando un registro propio sobre todo tipo de embarcaciones, inclusive los botes de goma y los botes salvavidas.

—¿Quién te lo ha contado?

—Tuve suerte. Cuando llamé a los guardacostas, el que se puso al teléfono había trabajado a bordo de uno de los barcos aduaneros, a las órdenes del capitán Österdahl.

—Bien —dijo Wallander—. Tal vez pueda ayudarnos.

—Si él no puede, no podrá nadie —contestó filosóficamente—. Vive a las afueras, en Sandhammaren. He pensado ir a recogerlo para que examine el bote. ¿Ha pasado algo más mientras estaba fuera?

Wallander le contó las conclusiones a las que Mörth había llegado. Martinson escuchó con atención.

—Lo que significa que probablemente tengamos que colaborar con la policía rusa —dijo cuando Wallander hubo acabado—. ¿Sabes ruso?

—Ni una palabra. También puede significar que no tengamos que encargarnos del caso.

—La esperanza es lo último que se pierde.

Martinson se quedó de pronto pensativo.

—Tienes razón —admitió al cabo de un rato—. A veces preferiría no tener nada que ver con ciertas investigaciones criminales, por lo espantosas, sangrientas e irreales que son. En la academia de policía nunca nos enseñaron la actitud que teníamos que adoptar ante un caso como éste. Es como si los crímenes se me hubieran adelantado, y solo tengo treinta años.

Últimamente, Kurt Wallander pensaba lo mismo que Martinson: cada vez era más complicado ser policía. Los tiempos que corrían mostraban un tipo de criminalidad del que hasta ahora no había constancia. Era un tópico afirmar que muchos policías dejaban su profesión por razones económicas, para hacerse guardias de seguridad o trabajar en empresas privadas. En realidad, los abandonos se debían a la inseguridad.

—Quizá tengamos que pedirle a Björk que nos impartan un cursillo sobre cómo tratar a las personas torturadas —dijo Martinson.

Wallander sabía que en las palabras de Martinson no había un trasfondo cínico, sino la misma inseguridad que él sentía a menudo.

—Todas las generaciones de policías suelen decir lo mismo —comentó—. Al parecer, no somos la excepción.

—No recuerdo que Rydberg se quejase nunca.

—Rydberg sí era la excepción. Pero antes de que te vayas, quiero preguntarte algo: el hombre aquel que llamó, ¿no había nada en él que denotara que era extranjero?

Martinson estaba seguro.

—Nada. Era escaniano.

—¿Has averiguado algo más sobre la conversación telefónica?

—No.

Martinson se levantó.

—Ahora salgo para Sandhammaren en busca del capitán Österdahl —dijo.

—El bote está en el sótano —le informó Wallander—. Suerte. A propósito, ¿sabes dónde se ha metido Svedberg?

—Ni idea. No sé nada de lo que está haciendo. Quizás esté en el Instituto Nacional de Meteorología.

Kurt Wallander se dirigió en coche al centro de la ciudad para comer. La noche anterior volvió a su memoria y se contentó con una ensalada.

Poco antes del comienzo de la conferencia de prensa estaba de vuelta en la comisaría. Había estado tomando apuntes, y fue a ver a Björk.

—Odio tanto las conferencias de prensa que jamás seré director general de la policía, aunque la verdad es que no lo he deseado nunca —dijo Björk.

En la sala les aguardaban los periodistas. Wallander recordó la muchedumbre que se congregó cuando trabajaban en el doble asesinato de Lenarp el año anterior. Ahora solamente había tres periodistas, de los cuales reconoció a dos de ellos: una señora del periódico Ystads Allehanda, que casi siempre escribía reseñas claras y concisas, y un hombre de la redacción local del periódico Arbetet, con el que había coincidido un par de veces. El tercero de la sala llevaba gafas y el pelo cortado a cepillo; Wallander nunca lo había visto antes.

—¿Dónde está el del periódico Sydsvenskan? —le susurró Björk al oído—. ¿Y El Diario de Escania? ¿Y la radio local?

—Qué sé yo —contestó Wallander—. Va, empieza.

Björk subió a la pequeña tarima situada en un rincón de la sala y leyó los apuntes sin mucho interés. Wallander deseó en su fuero interno que no hablara más de lo imprescindible.

Luego le tocó el turno a él.

—Han aparecido dos cadáveres en la playa de Mossby Strand en un bote salvavidas —explicó—. Todavía no hemos podido identificar a los muertos. Por lo que sabemos no ha ocurrido ningún accidente marítimo que pueda relacionarse con el bote, ni tampoco nos han llegado denuncias de personas desaparecidas en el mar. Necesitamos la colaboración de todo el mundo, y por supuesto también la vuestra.

No dijo nada acerca del hombre que había llamado anónimamente, sino que fue directo al llamamiento:

—Rogamos a todo aquél que haya visto algo que se ponga en contacto con la policía: un bote salvavidas a la deriva cerca de la costa, o cualquier cosa que pueda ser de interés. Eso es todo, señores.

Björk volvió a la tarima.

—Si tienen alguna pregunta, adelante —dijo.

La amable señora del Ystads Allehanda preguntó si no empezaba a haber demasiados crímenes en la hasta ahora pacífica Escania.

Kurt Wallander suspiró ante esa pregunta. «Esta zona nunca ha sido especialmente pacífica», se dijo para sus adentros.

Björk negó que hubiese aumentado el número de crímenes, y la señora del Ystads Allehanda se contentó con la respuesta. El corresponsal local del Arbetet no tenía preguntas. Björk iba a concluir la conferencia de prensa, cuando el joven de las gafas alzó la mano.

—Yo tengo una pregunta —dijo—. ¿Por qué no decís que los hombres del bote han sido asesinados?

Wallander echó una ojeada rápida a Björk.

—De momento no sabemos las causas de la muerte de los dos hombres —respondió Björk.

—No es cierto; todo el mundo sabe que han muerto de un disparo al corazón.

—Siguiente pregunta —continuó Björk.

Wallander vio que estaba empezando a sudar.

—¿Siguiente pregunta? —replicó irritado el periodista—: ¿Por qué voy a hacer otra pregunta si no me respondéis a la primera?

—Es la única respuesta que te puedo dar por el momento —dijo Björk.

—¡Qué absurdo! —siguió el periodista—. Aun así, formularé otra pregunta: ¿por qué no decís que sospecháis que los dos asesinados son ciudadanos rusos? ¿Por qué organizáis una conferencia de prensa si no tenéis la intención de responder a las preguntas ni decir la verdad?

«Un soplón. ¿De dónde coño habrá sacado toda esa información?», pensó Wallander al tiempo que no entendía por qué Björk no decía la verdad. El periodista estaba en lo cierto: ¿qué razones había para no contar unos hechos objetivos?

—Tal y como el inspector Wallander acaba de decir, aún no hemos podido identificar a los dos hombres —continuó Björk—. Y por esa razón solicitamos la colaboración de la ciudadanía y la de la prensa, para que divulgue la noticia.

El joven periodista guardó, desafiante, el bloc en el bolsillo de la chaqueta.

—Gracias a todos por haber venido —concluyó Björk.

A la salida Kurt Wallander paró a la señora del Ystads Allehanda.

—¿Quién era ese periodista? —preguntó.

—No lo sé. Nunca lo había visto. ¿Es cierto todo lo que ha dicho?

Wallander no contestó. Y la señora del Ystads Allehanda tuvo la gentileza de no preguntar nada más.

—¿Por qué no les has dicho la verdad? —preguntó Wallander cuando alcanzó a Björk en el pasillo.

—Estos cabrones de periodistas… —murmuró Björk—. ¿Cómo se habrá enterado? ¿Quién es el soplón?

—Puede ser cualquiera —dijo Wallander—, incluso yo mismo.

Björk se detuvo en seco y le miró, pero no hizo ningún comentario sobre lo que Wallander acababa de decir. Sin embargo, tenía noticias.

—Desde el Ministerio de Asuntos Exteriores nos han pedido discreción —informó.

—¿Por qué? —preguntó Wallander.

—Tendrás que preguntárselo a ellos —dijo Björk—. Espero disponer de más información esta tarde.

Wallander volvió al despacho. Se sintió repentinamente harto de todo aquel asunto. Se sentó en la silla y abrió con llave el cajón del escritorio. Sacó de allí una fotocopia de un anuncio de trabajo: la fábrica de caucho de Trelleborg buscaba un nuevo jefe de seguridad; Wallander había escrito la solicitud unas semanas atrás y en ese instante se planteaba seriamente la posibilidad de enviarla. No quería participar en aquel juego de informaciones ocultadas o desveladas sin justificación en el que parecía convertirse el oficio policial. Wallander se tomaba muy en serio su trabajo. El hallazgo de dos cadáveres en un bote salvavidas exigía su plena dedicación. Le parecía inconcebible que el trabajo policial no se rigiese siempre según unos principios racionales y morales incuestionables.

Le sacó de sus pensamientos Svedberg, que abrió la puerta con el pie y entró.

—¿Dónde coño has estado? —preguntó Wallander.

Svedberg le miró sorprendido.

—¿No has visto la nota que dejé en tu mesa? —preguntó.

La nota se había caído al suelo. Wallander la recogió y leyó que Svedberg estaría localizable en el centro de meteorología del aeropuerto de Sturup.

—He preferido tomar un atajo —dijo Svedberg—. Conozco a un meteorólogo del aeropuerto, con el que suelo contemplar aves en el istmo de Falsterbonäset. Me ha ayudado a calcular de dónde pudo provenir el bote.

—¿No iba a calcularlo el Instituto Nacional de Meteorología?

—Pensé que esta opción sería más rápida.

Sacó unos papeles enrollados del bolsillo y los desplegó sobre la mesa. Wallander vio unos cuantos diagramas y muchas columnas de números.

—Hemos hecho un cálculo suponiendo que el bote hubiese ido a la deriva durante cinco días y cinco noches —explicó Svedberg—. Puesto que la dirección del viento ha sido constante estas últimas semanas, hemos llegado a una conclusión cuyo resultado no creo que arroje mucha luz.

—¿Lo que significa…?

—Que probablemente el bote haya venido de muy lejos.

—¿Lo que significa…?

—Que pudo haber venido de lugares tan distintos como Estonia o Dinamarca.

Wallander miró incrédulo a Svedberg.

—¿Cabe esa posibilidad?

—Sí. Puedes preguntárselo a Janne tú mismo.

—Está bien —dijo Wallander—. Ve a contárselo a Björk. Así él podrá comunicárselo al Ministerio de Asuntos Exteriores. Y tal vez luego nos libren del caso.

—¿Nos libren?

Wallander contó lo que había ocurrido durante el día. Advirtió la decepción en el rostro de Svedberg.

—No me gusta dejar lo que he empezado —dijo éste.

—No hay nada seguro. Solo digo lo que se cuece.

Svedberg se fue hacia el despacho de Björk, y Wallander continuó contemplando la solicitud de la fábrica de caucho de Trelleborg. El bote con los dos hombres asesinados seguía balanceándose en su conciencia.

A las cuatro le entregaron en mano el informe de la autopsia de Mörth. Antes de analizar las pruebas de laboratorio, Mörth solo podía emitir suposiciones. Los dos hombres llevaban muertos aproximadamente una semana, y con toda probabilidad llevaban el mismo tiempo expuestos al agua del mar. Uno de ellos tendría unos veintiocho años, y el otro sería un poco mayor. Ambos parecían haber gozado de buena salud. Los habían torturado brutalmente y los empastes de sus muelas estaban hechos por dentistas de Europa del Este.

Wallander apartó el informe y miró por la ventana. Había oscurecido, y se sentía hambriento. Por el teléfono interno Björk le informó de que el Ministerio de Asuntos Exteriores les daría más instrucciones durante las primeras horas de la mañana.

—Entonces me voy a casa —contestó Wallander.

—Hazlo —dijo Björk—. Todavía me pregunto quién sería ese periodista.

Al día siguiente lo supieron. En los titulares del periódico Expressen se relataba el terrible hallazgo de dos cadáveres en la costa de Escania. En primera plana, además, informaban de que los dos hombres asesinados probablemente eran ciudadanos soviéticos, de que el Ministerio de Asuntos Exteriores ya estaba sobre aviso y de que la policía de Ystad había recibido órdenes de silenciar todo el asunto. El periódico exigía saber por qué.

Wallander no tuvo tiempo de ver los titulares hasta las tres de la tarde.

Para entonces, habían acontecido muchas cosas.