El comisario Kurt Wallander bostezó en el despacho de la comisaría de Ystad, pero lo hizo con tanta fuerza que se produjo un tirón muscular en el mentón. El dolor fue terrible y para que se le soltase el músculo empezó a pegarse con los nudillos de la mano derecha contra la parte inferior de la barbilla. Martinson, uno de los policías más jóvenes del distrito, entró en ese momento en el despacho y se quedó atónito en la puerta ante aquel espectáculo: Kurt Wallander seguía dándole al músculo para que el dolor desapareciese. Martinson dio media vuelta para marcharse, pero Wallander le dijo:
—Entra. ¿Nunca te ha pasado algo así si bostezas muy fuerte?
—No, nunca —respondió Martinson—. Tengo que reconocer que no sabía qué estabas haciendo.
—Pues ahora ya lo sabes. ¿Qué querías?
Martinson se sentó en una silla e hizo una mueca. Llevaba un bloc de notas en la mano.
—Hemos recibido una llamada extraña hace unos minutos —empezó—. Quería consultarlo contigo.
—Recibimos llamadas extrañas todos los días, ¿no? —dijo sorprendido.
—Sí, pero en este caso no sé qué pensar —continuó Martinson—. Un hombre, desde una cabina telefónica, afirmaba que un bote con dos cadáveres estaba a punto de alcanzar nuestra costa. No dio ningún nombre ni dijo quiénes eran los dos muertos. Luego colgó.
Wallander le miró extrañado.
—¿Eso es todo? ¿Quién ha recibido la llamada?
—Yo. Ha dicho exactamente lo que acabas de oír. De alguna manera parecía convincente.
—¿Convincente?
—Ya sabes, con el tiempo adquieres cierta habilidad —contestó vacilante—. Enseguida sabes si va en serio o no. Pero el que llamó parecía muy seguro de lo que decía.
—¿Dos hombres muertos en un bote salvavidas? ¿A punto de alcanzar nuestra costa?
Martinson asintió.
Wallander ahogó otro bostezo y se recostó en la silla.
—¿Han dado parte de algún naufragio? —preguntó.
—No.
—Avisa a los otros distritos costeros y habla con los guardacostas —ordenó Wallander—. No podemos empezar una investigación por una llamada anónima; tendremos que esperar a ver lo que pasa.
Martinson asintió, y se levantó de la silla.
—Estoy de acuerdo —dijo—. De momento, vamos a esperar, y luego ya veremos.
—Esta noche puede ser terrible —continuó Wallander haciendo señas hacia la ventana— con toda esta nieve.
—Yo, de todos modos, me voy a casa ahora mismo —concluyó Martinson mirando el reloj—. Nieve o no nieve.
Martinson salió del despacho y Kurt Wallander se estiró en la silla. Notaba el cansancio. Había pasado dos noches seguidas en vela por dos casos que no podían esperar a la mañana siguiente. La primera noche dirigió la persecución de un presunto violador que se había apostado en una de las casas de verano en Sandskogen. Como el hombre estaba bajo los efectos de la droga y había indicios de que pudiese estar armado, tuvieron que esperar hasta las cinco de la mañana, cuando por fin se entregó voluntariamente. La noche siguiente despertaron a Wallander por un homicidio que había tenido lugar en el centro de la ciudad. Una fiesta de cumpleaños se salió de madre y acabó con la persona homenajeada, un hombre de unos cuarenta años, con una cuchillada en la sien.
Se levantó de la silla y se puso la chaqueta de invierno. «Lo que necesito ahora es dormir —se dijo—. Que se encargue otro de la tormenta de nieve». Al salir de la comisaría tuvo que encogerse para protegerse de las rachas de viento. En el interior de su Peugeot, con la nieve que había cuajado sobre los cristales, tuvo la agradable impresión de hallarse dentro de una habitación cálida y confortable. Puso el motor en marcha, encendió el radiocasete del vehículo y cerró los ojos.
No tardó en volver a pensar en Rydberg. Aún no había pasado un mes desde que su colega y fiel amigo falleciera a causa de un tumor de cuya existencia Wallander se había enterado un año antes, cuando luchaban mano a mano por resolver el brutal asesinato de los dos ancianos de Lenarp[1]. Durante sus últimos meses de vida, cuando todos, en especial Rydberg, sabían que el fin era inevitable, Kurt Wallander trataba de imaginarse cómo sería ir a la comisaría sabiendo que él ya no iba a estar allí. ¿Cómo podría arreglárselas sin los consejos y el sentido común del veterano Rydberg? Aún era demasiado pronto para contestar a esa pregunta, ya que no había tenido investigaciones complicadas desde que le dieran la baja definitiva a Rydberg y este falleciera al poco tiempo, pero el dolor y la nostalgia perduraban.
Puso el limpiaparabrisas en marcha y se fue para su casa. La ciudad parecía abandonada, como si todos sus habitantes se hubiesen preparado para la invasión de la tormenta de nieve que se avecinaba. Se paró en una gasolinera de la vía de Österleden y compró el diario de la tarde. Aparcó luego el coche en la calle de Mariagatan, y subió a su apartamento. Lo primero que iba a hacer era darse un baño, y después preparar la cena. Antes de acostarse llamaría a su padre, que vivía en una casita a las afueras de Löderup; solía hacerlo a diario, desde que el año anterior, aquejado de un trastorno mental transitorio, su padre saliera de paseo a la calle en pijama. Wallander pensaba que llamaba tanto por él mismo como por su padre, porque tenía remordimientos de conciencia por no visitarle más a menudo. Pero tras lo sucedido el año pasado, su padre tenía una asistenta doméstica que le visitaba con regularidad, lo que había contribuido a mejorar su humor, en ocasiones insoportable. Aun así, le pesaba el poco tiempo que le dedicaba.
Kurt Wallander tomó un baño, preparó una tortilla, llamó a su padre y se acostó. Antes de bajar la persiana de su dormitorio, contempló la desierta calle: una farola solitaria se movía con las ráfagas de viento, y unos cuantos copos de nieve revoloteaban en el aire. En el termómetro vio que estaban a tres grados bajo cero. Quizá la ventisca había avanzado un poco más al sur. Bajó la persiana de golpe y se cubrió con el edredón. No tardó nada en dormirse.
Al día siguiente se sintió por fin descansado. A las siete y cuarto de la mañana ya estaba en el despacho de la comisaría. Aparte de unos cuantos accidentes de tráfico, la noche había resultado ser sorprendentemente tranquila, pues al final la tormenta no había alcanzado las proporciones temidas. Salió al comedor, saludó con la cabeza a unos policías de tráfico, que, con el cansancio en el rostro, se inclinaban sobre las tazas de café, y se sirvió uno en un vaso de plástico. Al despertarse, había decidido dedicar el día a acabar unos informes atrasados. Tenía el caso de un grave altercado en el que se hallaban involucrados unos polacos que, como de costumbre, se echaban la culpa unos a otros. Tampoco había testigos fiables que se hubiesen dado cuenta de lo ocurrido y que pudieran dar una información objetiva. Pero tenía que redactar el informe, aun sabiendo que nadie haría ninguna denuncia porque le hubieran roto la mandíbula en un arrebato.
A las diez y media retiró de la mesa el último informe y se levantó para ir a buscar otra taza de café. Al volver al despacho, Martinson le estaba llamando por teléfono.
—¿Te acuerdas del bote? —preguntó.
Wallander tuvo que pensar unos segundos antes de saber a qué se refería.
—El hombre que telefoneó sabía lo que decía —prosiguió—. La corriente ha arrastrado un bote con dos cadáveres a bordo hasta la playa de Mossby Strand. Los ha descubierto una mujer que paseaba por allí con su perro. Estaba histérica cuando nos ha llamado.
—¿A qué hora ha llamado?
—Ahora mismo —dijo Martinson—. Hace treinta segundos.
Dos minutos más tarde, Wallander conducía hacia el oeste por la carretera de la costa en dirección a la playa de Mossby Strand. Iba en su propio coche. Delante de él iban Peters y Norén en un coche patrulla con la sirena puesta. Bordearon toda la costa del mar, y Wallander se estremeció al contemplar las olas frías romper contra la playa. En el espejo retrovisor vio una ambulancia y más atrás otro coche de policía con Martinson al volante.
La playa de Mossby Strand estaba desierta: el quiosco aparecía cerrado a cal y canto, los columpios se balanceaban con el viento y sus cadenas chirriaban. Al salir del coche, el viento gélido le golpeó en la cara. En la cima de una duna cubierta por la hierba, donde empezaba el descenso hacia la orilla, alguien agitaba un brazo enérgicamente, y, a su lado, un perro nervioso tiraba de la correa. Wallander aceleró el paso. Como de costumbre, le preocupaba lo que iba a encontrarse. Siempre le afectaba la visión de un cadáver; nunca lograría acostumbrarse. Los muertos eran como los vivos: siempre distintos.
—Allí, allí —gritaba la mujer totalmente histérica.
Wallander siguió la dirección que indicó su mano. En la orilla, se balanceaba un bote salvavidas de color rojo. Había embarrancado entre algunas piedras junto al largo muelle para bañistas.
—Espere aquí —ordenó Wallander a la mujer.
Luego bajó tropezando por la pendiente y corrió por la playa. Salió al muelle y miró al interior de la embarcación. Allí yacían dos hombres muertos, abrazados, pálidos. Intentaba fijar lo que veía como en una fotografía. Durante sus muchos años de policía, había aprendido que la primera impresión era la importante, y que un cadáver casi siempre era el último eslabón de una larga y complicada cadena de acontecimientos. A veces se podía adivinar esa cadena ya desde el principio.
Martinson, que llevaba puestas unas botas de agua, se internó en el mar y arrastró el bote hasta la playa. Wallander se puso en cuclillas y contempló los cuerpos sin vida. Los conductores de la ambulancia esperaban con desasosiego a un lado con las camillas, y tiritaban de frío. Wallander alzó la cabeza y vio que Peters trataba de tranquilizar a la mujer histérica. Luego pensó que era una suerte que el bote no hubiese alcanzado la orilla durante el verano, con la playa atestada de niños jugando y bañándose. Lo que tenía ante sus ojos no era un espectáculo agradable de ver. Los muertos ya habían empezado a descomponerse, y se notaba el inconfundible olor pese al fuerte viento.
Sacó unos guantes de látex de la chaqueta y empezó a registrarles los bolsillos con cuidado, pero no encontró nada. Sin embargo, cuando apartó la chaqueta de uno de ellos, descubrió que la camisa blanca tenía una mancha de color marrón sobre el pecho. Miró a Martinson y le dijo:
—No se trata de ningún accidente, sino de un asesinato. A este hombre le han disparado directamente al corazón.
Se incorporó y se apartó unos metros para que Norén pudiese fotografiar el bote.
—¿Qué opinas? —preguntó a Martinson.
—No lo sé —contestó negando con la cabeza.
Wallander rodeó la chalupa lentamente mientras contemplaba los dos cadáveres. Eran rubios, de unos treinta y pocos años, y a juzgar por las manos y la ropa, no eran obreros. Pero ¿quiénes eran? ¿Por qué no había nada en sus bolsillos? Dio alguna vuelta más alrededor del bote. De vez en cuando intercambiaba unas palabras con Martinson. Al cabo de media hora consideró que no había más por descubrir. Por entonces el personal técnico ya había empezado su metódica investigación. Habían levantado una pequeña tienda de plástico por encima del bote. Peters había terminado ya con las fotografías. Todos tenían frío y querían marcharse de allí cuanto antes. Wallander pensaba en lo que habría dicho Rydberg, qué podría haber visto que a él se le estuviera escapando. Se sentó dentro del coche y puso el motor en marcha para calentarse. El mar estaba gris, y sentía una especie de vacío en la cabeza. ¿Quiénes eran en realidad esos hombres?
Mucho más tarde, tiritando de frío, Wallander pudo por fin indicar a los hombres de la ambulancia que se acercaran con las camillas. Tuvieron que tirar y forcejear para separar los dos cuerpos abrazados. Cuando apartaron los cadáveres, registró minuciosamente el bote, pero allí no había nada, ni un remo siquiera. Wallander miró al mar, como si la solución estuviese en el horizonte.
—Tendrás que hablar con la mujer que encontró el bote —ordenó a Martinson.
—Ya lo he hecho —respondió sorprendido.
—A fondo —siguió Wallander—. No se puede hablar a fondo con este viento. Llévala a la comisaría. Y dile a Norén que se ocupe de que este bote llegue en el mismo estado en que está ahora.
Luego volvió a su coche.
«Ahora necesitaría a Rydberg —pensó de nuevo—. ¿Qué es lo que habría visto él que yo soy incapaz de ver? ¿Qué pensaría del caso?».
De regreso en la comisaría de Ystad, se fue derecho al despacho de Björk, el jefe de policía. Le resumió lo que había visto en Mossby Strand. Björk escuchaba con semblante preocupado. A menudo, Wallander tenía la impresión de que Björk se sentía atacado personalmente cuando se perpetraba un crimen violento en su distrito. A la vez, sentía respeto por él, pues nunca se entrometía en los trabajos de investigación y animaba generosamente a los policías cuando un caso estaba a punto de estancarse. Wallander ya se había acostumbrado a los habituales arranques lunáticos de su jefe.
—Tú te encargarás de este caso —dijo Björk—. Martinson y Hanson te ayudarán. Creo que podremos dedicar unos cuantos hombres a esto.
—Hanson está trabajando en el caso del violador que detuvimos la otra noche —objetó Wallander—. ¿Quizá Svedberg?
Björk asintió. Se haría lo que Wallander quisiera, como solía ocurrir.
Al salir del despacho de Björk, notó que tenía hambre. Como engordaba con facilidad y luchaba contra un amenazante sobrepeso, solía saltarse la comida. Los dos cuerpos hallados en el bote le habían inquietado tanto que se acercó al centro, aparcó el coche como de costumbre en la calle de Stickgatan y caminó por las estrechas y sinuosas callejuelas hasta el café de Fridolf. Allí comió unos bocadillos y bebió un vaso de leche mientras pensaba en lo ocurrido. El día anterior, poco antes de las seis de la tarde, un hombre llama a la policía anónimamente para advertirles sobre algo que va a ocurrir, y ahora sabían que estaba en lo cierto. Un bote de color rojo había encallado en la playa con dos hombres muertos a bordo, a uno de los cuales le habían disparado una bala al corazón. En los bolsillos de su ropa no había nada que pudiese identificarlos.
Eso era todo.
Wallander sacó un bolígrafo de la chaqueta e hizo algunas anotaciones en una servilleta de papel. Tenía un montón de preguntas que buscaban su respuesta. Se pasó todo el rato manteniendo una conversación interior con Rydberg: «¿Estoy en lo cierto? ¿Olvido algo?». Intentaba imaginarse las respuestas y reacciones de Rydberg, y unas veces lo lograba, y otras solo veía ante sí su cara demacrada en el lecho de muerte.
A las tres y media estaba de vuelta en la comisaría. Hizo venir a Martinson y a Svedberg a su despacho, cerró la puerta y pidió a la centralita que no le pasaran ninguna llamada hasta nuevo aviso.
—Este caso no será fácil —empezó—. Lo único que podemos esperar es que las autopsias y el registro del bote y de la ropa nos revelen algo. Pero, aun así, tengo un par de preguntas a las que me gustaría encontrar respuesta lo antes posible.
Svedberg se apoyaba en una pared con un bloc de notas en la mano. Era un hombre casi calvo de unos cuarenta años, nacido en Ystad, y las malas lenguas decían que solo con abandonar su ciudad ya sufría de añoranza. Muchas veces podía parecer lento y apático, pero era muy minucioso, un rasgo que Wallander valoraba de forma positiva. Martinson era diametralmente opuesto a Svedberg. Apenas había cumplido los treinta, nacido en Trollhättan, y apostaba fuerte por hacer carrera dentro del cuerpo de policía. Además, estaba afiliado al Partido Liberal y, según tenía entendido Wallander, tenía muchas posibilidades de entrar en el ayuntamiento en las elecciones de otoño. Como policía, era impulsivo y un poco descuidado, pero muchas veces tenía buenas ideas y su ambición le llevaba a entregarse por entero si creía que había encontrado una pista para la solución del caso.
—Quiero saber de dónde proviene ese bote —empezó Wallander—. Cuando sepamos el tiempo que esos hombres llevan muertos, tendremos que averiguar la dirección y la distancia que ha recorrido el bote.
Svedberg le miró extrañado.
—¿Es factible esto? —preguntó.
Wallander asintió.
—Tendremos que llamar al Instituto Nacional de Meteorología —prosiguió—. Ellos saben todo acerca del tiempo y de los vientos, lo que nos ayudará a hacernos una idea aproximada del lugar de origen del bote. Después quiero toda la información acerca del bote: dónde ha sido fabricado, qué tipo de barcos usan estos botes, en fin, todo.
Giró la cabeza hacia Martinson.
—De eso te encargarás tú —le indicó.
—¿No deberíamos buscar primero en los ordenadores a ver si a esos hombres les buscaba la policía? —preguntó Martinson.
—Compruébalo tú —dijo Wallander—. Ponte en contacto con los guardacostas y avisa a todos los distritos de la costa sur. Y pregunta a Björk si debemos ponemos en contacto con la Interpol a partir de ahora. Está claro que al principio tendremos que indagar por todas partes si queremos descubrir su identidad.
Martinson asintió e hizo una anotación en una hoja de papel. Svedberg mordía pensativo su bolígrafo.
—Yo mismo registraré la ropa —continuó Wallander—. Tiene que haber alguna pista. Tiene que haber algo.
Llamaron a la puerta y entró Norén. En la mano llevaba una carta marina enrollada.
—Pensé que podría hacer falta —dijo.
Wallander asintió.
Desenrollaron la carta marina sobre el escritorio y se inclinaron sobre ella como si estuviesen planeando una batalla naval.
—¿Qué velocidad puede alcanzar un bote a la deriva en el mar? —preguntó Svedberg—. Las corrientes y los vientos pueden favorecer o actuar en contra.
Contemplaron la carta marina en silencio. Luego Wallander la enrolló y la colocó en el rincón de detrás de su silla. Nadie tenía nada que comentar.
—Bueno, en marcha —dijo—. Nos veremos aquí a las seis para informar sobre lo que tengamos.
Svedberg y Norén salieron del despacho y Wallander le pidió a Martinson que se quedara.
—¿Qué te dijo la señora? —preguntó.
Martinson se encogió de hombros.
—La señora Forsell —precisó—. La señora viuda de Forsell es profesora jubilada del instituto de Ängelholm. Reside en Mossby todo el año junto con Tegnér, su perro. Por cierto, un nombre curioso para un perro[2]. Todos los días dan un paseo por la playa. Ayer por la tarde, cuando paseaba por la cima de la duna, no vio ningún bote. Y hoy lo descubrió allí alrededor de las diez y cuarto de la mañana, cuando nos llamó.
—Las diez y cuarto —murmuró Wallander pensativo—. ¿No es un poco tarde para pasear a un perro?
Martinson asintió.
—Yo pensé lo mismo, pero el caso es que había seguido la playa hacia el otro lado cuando sacó al perro a las siete.
Wallander cambió de tema.
—La persona que llamó ayer, ¿qué impresión te dio?
—Ya te lo dije, convincente.
—¿Qué dialecto hablaba? ¿Qué edad te pareció que tenía?
—Hablaba escaniano, como Svedberg. Su voz era grave, como de fumador. Unos cuarenta o cincuenta años de edad. Se expresaba con sencillez y claridad. Podría ser cualquier cosa, desde funcionario a agricultor.
Wallander preguntó:
—¿Por qué razón llamaría?
—He estado pensando en ello —dijo Martinson—. Puede que supiera que el bote iría a la deriva hasta la playa porque él mismo estaba involucrado, o porque fuese el autor del disparo, o porque hubiese visto u oído algo. Existen varias posibilidades.
—¿Qué sería lo más lógico? —continuó Wallander.
—Lo último —respondió Martinson con rapidez—. Puede que viera u oyera algo. Éste no parece el tipo de asesinato cometido por un criminal que quiere atraerse a la policía voluntariamente.
Wallander estaba de acuerdo.
—Demos un paso más —prosiguió—. ¿Haber visto u oído algo? Si no está involucrado, no habrá podido ver el asesinato. O los asesinatos. O sea, que lo que habrá visto ha sido el bote.
—Un bote a la deriva —dijo Martinson— solo puede verse si estás en el mar.
Wallander asintió.
—Eso es —afirmó—. Justo eso. Pero si él no es el autor, ¿por qué quiere mantenerse en el anonimato?
—Ya sabes, la gente prefiere no inmiscuirse en nada —manifestó Martinson.
—Quizá, pero puede que haya otra razón, como, por ejemplo, que no quiera tener que vérselas con la policía.
—¿No es un poco rebuscado? —preguntó Martinson indeciso.
—Solo estoy pensando en voz alta —dijo Wallander—. Sea como fuere, tenemos que encontrar a ese hombre.
—¿Hacemos un comunicado pidiendo que vuelva a llamarnos?
—Sí —respondió Wallander—. Pero hoy no. Antes quiero conocer más detalles acerca de los muertos.
Wallander se dirigió al hospital. Pese a haber estado allí en varias ocasiones, le costaba encontrar el camino en el recién construido complejo. Se paró en la cafetería y compró un plátano. Luego fue a la unidad de patología. El médico forense, que se llamaba Mörth, aún no había empezado el minucioso reconocimiento corporal, pero, aun así, podía dar respuesta a la primera pregunta de Wallander.
—A los dos hombres les han disparado de cerca, directo al corazón —reveló—. Parece que ésa es la causa de la muerte.
—Quisiera tener el resultado de la autopsia lo antes posible —dijo Wallander—. ¿Puedes decirme cuánto tiempo llevan muertos?
—No —dijo sacudiendo la cabeza—. Y eso ya es significativo.
—¿Qué quieres decir?
—Es probable que lleven muertos bastante tiempo. De ser así, resulta más difícil establecer la hora exacta del fallecimiento.
—¿Dos días? ¿Tres? ¿Una semana?
—No puedo contestarte todavía —dijo Mörth—. Y no quiero hacer conjeturas.
Mörth desapareció hacia la sala de autopsias. Wallander se quitó la chaqueta, se puso unos guantes de látex y empezó a registrar la ropa de los dos cadáveres, colocada sobre algo parecido a un viejo fregadero.
Uno de los trajes estaba confeccionado en Inglaterra, y el otro en Bélgica. Los zapatos eran italianos, y a Wallander le pareció que debían de ser caros. Las camisas, las corbatas y la ropa interior, también de buena calidad y seguramente nada baratos. Cuando Wallander hubo examinado la ropa por segunda vez, comprendió que no encontraría pistas que le permitieran avanzar. Lo único que sabía era que los dos habían tenido dinero. Pero ¿dónde estaban las carteras? ¿Y las alianzas? ¿Y los relojes? Más confuso aún era que ninguno de los dos llevara la chaqueta puesta cuando les dispararon, ya que no había ningún agujero ni rastro de pólvora en ellas.
Wallander intentó visualizar la escena: alguien dispara a dos hombres directo al corazón. Cuando los hombres están muertos, el autor del crimen les coloca las chaquetas antes de echarlos al bote salvavidas. ¿Por qué razón?
Revisó la ropa una vez más. «Hay algo que no veo —pensó—. Rydberg, ¡ayúdame!».
Pero Rydberg estaba mudo. Wallander volvió a la comisaría. Sabía que los resultados de las autopsias tardarían muchas horas, y no tendría un informe preliminar hasta el día siguiente como muy pronto. En la mesa le aguardaba una nota de Björk, donde le sugería que esperara unos días antes de ponerse en contacto con la Interpol. Wallander notó que empezaba a irritarse. A menudo le costaba entender el criterio, prudente en exceso, de Björk.
La reunión convocada a las seis de la tarde fue breve. Martinson informó de que no se buscaba ni investigaba a nadie que pudiera tener relación con los dos cadáveres del bote. Svedberg, por su parte, había hablado largo y tendido con un miembro del Instituto Nacional de Meteorología de Norrköping, que prometió cooperar si la policía de Ystad le enviaba una petición formal.
Wallander relató que sus sospechas de que los dos hombres habían sido asesinados se habían confirmado. Pidió a Svedberg y a Martinson que pensaran en por qué les habían puesto las chaquetas a los dos cadáveres.
—Seguiremos un par de horas más —concluyó Wallander—. Si tenéis otros asuntos pendientes, los aparcáis o delegáis en otros. Este caso será difícil. A partir de mañana procuraré ampliar el equipo de investigación.
Al quedarse a solas en el despacho, Wallander desenrolló la carta marina sobre la mesa. Siguió con el dedo la línea de la costa hasta la playa de Mossby Strand. «El bote puede haber venido de lejos —pensó—. O de cerca. O que haya ido y venido. O ido de acá para allá».
Sonó el teléfono, y por un momento dudó en contestar. Era tarde y tenía ganas de ir a casa para reflexionar con tranquilidad sobre lo ocurrido. Luego levantó el auricular.
Era Mörth.
—¿Ya has acabado? —preguntó Wallander asombrado.
—No —respondió Mörth—; pero hay algo que creo que es importante, algo que ya puedo decirte ahora.
Wallander contuvo la respiración.
—Esos dos hombres no eran suecos —aclaró Mörth—. Al menos no han nacido en Suecia.
—¿Cómo lo sabes?
—Les he revisado la boca —continuó Mörth—. Sus empastes no están hechos por un dentista sueco; más bien, por uno ruso.
—¿Un ruso?
—Sí. Ruso. O un dentista de los Estados del Este. Ellos utilizan métodos muy distintos a los nuestros.
—¿Estás completamente seguro?
—No te habría llamado si no lo estuviese —contestó Mörth.
Por su voz, Wallander notó que estaba irritado.
—Te creo —aseguró con rapidez.
—Hay algo más que quizá sea igual de importante —continuó Mörth—. Lo más probable es que ambos estuvieran deseando que por fin les pegaran un tiro, si me perdonas el cinismo. Antes de matarlos los habían torturado: los habían quemado, despellejado, y además tenían los dedos machacados… Toda la bestialidad que uno pueda imaginarse.
Wallander se quedó callado.
—¿Sigues ahí? —preguntó Mörth.
—Sí. Sigo aquí. Estaba pensando en lo que has dicho.
—Estoy completamente seguro de lo que afirmo.
—No lo dudo, pero esto no ocurre todos los días.
—Es por lo que he creído importante llamarte enseguida.
—Has hecho bien —dijo Wallander.
—Tendrás el informe completo de la autopsia mañana —afirmó Mörth—. Salvo algunos resultados del laboratorio, que tardarán un poco.
Acabaron la conversación. Wallander salió al comedor y se sirvió las últimas gotas de café que quedaban en la cafetera. La sala estaba vacía, y se sentó a una mesa.
¿Rusos? ¿Alguien de los Estados del Este torturado?
Pensó que hasta Rydberg habría opinado que la investigación pintaba difícil y que sería larga.
A las siete y media dejó el tazón vacío en el fregadero. Luego se sentó al volante y se fue a su casa. El viento había amainado y hacía más frío.