El 12 de junio de 1991 amaneció con un cielo de finales de primavera casi perfecto y los rayos del sol acariciaron las orillas orientales del continente norteamericano. Se esperaba que el día fuera despejado y soleado en prácticamente todo el territorio de Estados Unidos, Canadá y México. Los únicos fenómenos meteorológicos destacables eran un frente de posibles tormentas que según las previsiones se extendería hacia las llanuras del valle de Tennessee, y algunos chubascos que de acuerdo con los pronósticos avanzarían desde el estrecho de Bering hacia la península Seward de Alaska.
Aquel 12 de junio era igual que cualquier otro 12 de junio en casi todos los sentidos; sólo se diferenciaba en un curioso fenómeno: ocurrieron tres incidentes sin relación entre sí pero que, sin embargo, causarían una trágica encrucijada en la vida de tres de las personas implicadas.
11:36 AM
Deadhorse, Alaska
—¡Eh, Dick! ¡Aquí Dick! —gritó Ron Halverton.
Agitó la mano para llamar la atención de su ex compañero de habitación. No se atrevía a apearse del jeep en medio del breve caos del pequeño aeropuerto. El 737 procedente de Anchorage acababa de aterrizar y los empleados de seguridad eran muy estrictos con respecto a los vehículos aparcados en la zona de carga. Había varios autobuses y furgonetas esperando a los turistas y al personal que volvía de la empresa petrolera.
Al oír su nombre y reconocer a Ron, Dick saludó a su amigo con la mano y empezó a abrirse paso entre la nutrida multitud.
Ron observó a Dick mientras éste se acercaba. No lo veía desde el año anterior, cuando se graduaron en la universidad, pero su amigo no había cambiado: era la normalidad en persona, con su camisa y su cazadora Ralph Lauren, sus tejanos Guess y una pequeña mochila colgada del hombro.
Sin embargo, Ron conocía al verdadero Dick: el ambicioso y codicioso microbiólogo que no tenía inconveniente en viajar desde Atlanta hasta Alaska con la esperanza de descubrir un nuevo microbio. A Dick le encantaban las bacterias y los virus. Los coleccionaba igual que otros coleccionan cromos de béisbol. Ron sonrió y meneó la cabeza recordando que Dick guardaba cápsulas de Petri en la nevera que compartían los estudiantes en la Universidad de Colorado.
Cuando lo conoció, durante su primer año de universidad, a Ron le costó acostumbrarse a él. Dick era un amigo indudablemente leal, pero tenía ciertas peculiaridades impredecibles. Por una parte era un feroz competidor en los deportes que practicaban en la universidad y, sin duda, el tipo idóneo para tener al lado si por error uno se adentraba en los barrios peligrosos de la ciudad; pero, por la otra, había sido incapaz de sacrificar un sapo en el laboratorio de biología.
Ron recordó otro sorprendente y bochornoso episodio relacionado con Dick y rió entre dientes. Ocurrió durante su segundo año de universidad, en una ocasión en que un grupo de estudiantes viajaban juntos en un coche para irse a esquiar un fin de semana. Dick conducía y, sin quererlo, atropelló a un conejo. Su reacción fue echarse a llorar. Nadie supo qué decir. Como consecuencia de aquello los estudiantes empezaron a murmurar a espaldas de Dick, en particular cuando todos se enteraron de que recogía las cucarachas del club de estudiantes y las depositaba fuera, en lugar de aplastarlas y tirarlas por el retrete como hacían los demás.
Al llegar junto al jeep, Dick arrojó su bolsa en el asiento trasero y luego estrechó la mano de Ron.
Se saludaron con entusiasmo.
—No puedo creerlo —comentó Ron—. ¡Estás aquí! ¡En el ártico!
—Tío, no me lo perdería por nada del mundo. Estoy impaciente. ¿Queda muy lejos de aquí ese poblado esquimal?
Ron, nervioso, miró por encima del hombro y divisó a varios agentes de seguridad. Se volvió hacia Dick y bajó la voz.
—Ten cuidado. Ya te dije que la gente está muy sensibilizada al respecto.
—Vamos, Ron. No lo dirás en serio, ¿verdad?
—Claro que sí —replicó Ron—. Podrían despedirme por haber revelado esta información. Nada de tonterías. En serio, o lo hacemos con absoluta discreción o no lo hacemos. ¡No puedes contárselo a nadie! ¡Lo prometiste!
—Está bien, descuida —dijo Dick con una breve risa apaciguadora—. Tienes razón, lo prometí. Pero no pensé que fuera tan importante.
—Pues es muy importante —repuso Ron con firmeza.
Empezaba a pensar que había cometido un error al invitar a Dick, pese a lo mucho que se alegraba de verlo.
—Tú mandas —dijo Dick. Le dio un suave golpe en el hombro y añadió—: Mis labios están sellados para siempre. Ahora, cálmate y relájate. —Montó de un salto en el jeep. Vamos allá y comprobemos el descubrimiento.
—¿No quieres ver primero dónde vivo?
—No sé por qué, pero sospecho que tendré tiempo de sobra para eso —contestó Dick riendo.
—Supongo que no es mal momento, mientras todos están ocupados con el vuelo de Anchorage y tonteando con los turistas. —Puso en marcha el motor.
Salieron del aeropuerto y se dirigieron hacia el noreste por la única carretera existente, que era de grava. El ruido del motor les obligaba a gritar para entenderse.
—Hasta Prudhoe Bay hay unos doce kilómetros —dijo Ron—, pero dentro de un kilómetro y medio aproximadamente torceremos hacia el oeste. Recuerda que si alguien nos para, te llevo a ver el nuevo yacimiento petrolífero.
Dick asintió con la cabeza. No podía creer que su amigo estuviera tan nervioso por aquello. Observó la monótona tundra, llana y pantanosa, y el nublado cielo de un gris metálico, y se preguntó si aquel lugar habría afectado a Ron.
Suponía que la vida no era fácil en la llanura aluvial de la vertiente norte de Alaska. Para quitarle hierro al asunto, dijo:
—Hace buen tiempo. ¿Qué temperatura tenemos?
—Estás de suerte. Como ha hecho sol, tenemos unos diez grados. Aquí es la temperatura máxima. Disfrútala mientras dure. Lo más probable es que más tarde nieve. Suele pasar. El chiste típico es si se trata de la última nevada del invierno pasado o la primera del próximo.
Dick sonrió y asintió con la cabeza, pero pensó que si la gente de la región consideraba gracioso aquel chiste, debían de estar mal de la cabeza.
Transcurridos unos minutos Ron torció a la izquierda y enfiló una carretera más estrecha y más nueva que se dirigía hacia el noroeste.
—¿Cómo diste con ese iglú abandonado? —preguntó Dick.
—No era un iglú —corrigió Ron—. Era una casa hecha con bloques de turba reforzados con huesos de ballena. Los iglús sólo los construían como refugios temporales para cuando salían a cazar por el hielo. Los esquimales inupiat vivían en cabañas de turba.
—Tomo nota. ¿Y cómo la encontraste?
—Por pura casualidad. La encontramos mientras excavábamos para construir esta carretera. Chocamos con el túnel de entrada.
—¿Y sigue todo dentro? —preguntó Dick—. Verás, sería una lástima que hubiera hecho el viaje en balde.
—No temas —repuso Ron—. No han tocado nada. Te lo aseguro.
—A lo mejor hay más viviendas por la zona. Quién sabe, podría tratarse de un pueblo.
Ron se encogió de hombros.
—Es posible. Pero nadie quiere averiguarlo. Si alguien de la administración se entera de esto, detendrían la construcción del oleoducto de suministro a la nueva explotación petrolífera. Eso sería un desastre. Tenemos que terminar el oleoducto y tenerlo en funcionamiento antes de que llegue el invierno, y aquí el invierno empieza en agosto.
Ron aminoró la marcha y examinó el borde de la carretera. Finalmente detuvo el jeep junto a un pequeño montículo de piedras. Puso una mano sobre el brazo de Dick para que no se moviera y se volvió para sondear la carretera.
Cuando hubo comprobado que no venía nadie, bajó del vehículo e indicó a Dick que lo siguiera.
Sacó del jeep dos anoraks viejos y sucios y guantes de faena. Le entregó un par a Dick.
—Los necesitarás —explicó—. Estaremos por debajo de los hielos perpetuos. —Luego volvió a rebuscar en el jeep y sacó una pesada linterna—. Muy bien —dijo sin disimular su nerviosismo. No podemos quedarnos aquí mucho rato. No quiero que pase alguien por la carretera y se pregunte qué demonios estamos haciendo.
Ron echó a andar y Dick lo siguió. Una nube de mosquitos apareció como por arte de magia y los atacó despiadadamente. Dick distinguió un banco de niebla a un kilómetro de distancia y supuso que señalaba la costa del océano ártico. Era lo único que rompía la monotonía de la plana, ventosa y uniforme tundra que se extendía hasta el horizonte. En el cielo, las aves marinas volaban en círculo y graznaban estridentemente.
Ron se detuvo a unos doce pasos de la carretera. Tras echar un último vistazo para comprobar que no se acercaba ningún vehículo, se inclinó y cogió el borde de una plancha de madera contrachapada pintada de los mismos colores jaspeados que la tundra circundante. Apartó la madera y dejó al descubierto un agujero de un metro de profundidad. En la pared norte del agujero estaba la entrada al pequeño túnel.
—Parece como si la cabaña hubiera quedado enterrada bajo el hielo —observó Dick.
Ron asintió con la cabeza.
—Creemos que durante una tormenta de invierno la cubrió la banquisa procedente de la costa.
—Una tumba natural.
—¿Estás seguro de que quieres hacerlo? —preguntó Ron.
—No seas tonto —dijo Dick mientras se ponía el anorak y los guantes. He recorrido miles de kilómetros. Vamos allá.
Ron se introdujo en el agujero y luego se puso a gatas. Se agachó y entró en el túnel. Dick lo siguió.
Mientras se arrastraba, Dick no veía gran cosa más que la fantasmal silueta de Ron delante de él. Al alejarse de la entrada, la oscuridad lo envolvió como una pesada y fría manta. La precaria luz le permitió ver que su aliento cristalizaba. Dio gracias a Dios por no padecer claustrofobia.
Unos dos metros más adentro las paredes del túnel desaparecieron. El suelo también empezó a descender, proporcionándoles más espacio. El espacio era de aproximadamente un metro de ancho. Ron se hizo a un lado y Dick se arrastró hasta él.
—Hace un frío del demonio —comentó Dick.
El haz de luz de la linterna de Ron recorrió los rincones e iluminó unos cortos puntales de costillas de ballena.
—El hielo ha roto esos huesos como si fueran palillos —comentó Ron.
—¿Dónde están los habitantes?
Ron dirigió el haz de su linterna hacia delante, a un gran bloque triangular de hielo que había perforado el techo de la cabaña.
—Al otro lado de esa mole —dijo, y le pasó la linterna a Dick.
Dick la cogió y empezó a arrastrarse hacia delante.
Aunque no quería reconocerlo, empezaba a sentirse incómodo.
—¿Seguro que este sitio no es peligroso? —preguntó.
—No estoy seguro de nada. Sólo sé que lleva unos setenta y cinco años así.
Había poco espacio para rodear el bloque de hielo sucio que se erguía en el centro. Cuando estaba a mitad de camino, Dick dirigió la linterna hacia el espacio que había por detrás del bloque.
Dick contuvo el aliento y lanzó un breve grito de asombro. Aunque creía que estaba preparado, la imagen que la luz de la linterna había descubierto era más macabra de lo que esperaba. El pálido rostro de un hombre inmóvil con barba y vestido con pieles lo miraba fijamente. Estaba sentado con la espalda recta. Tenía los ojos, de color azul cielo, abiertos y con una expresión desafiante. Espumarajos rosados, congelados, colgaban alrededor de la boca y la nariz.
—¿Ves a los tres? —preguntó Ron desde la oscuridad.
Dick movió la linterna por la habitación. El segundo cuerpo estaba en posición supina, con la parte inferior completamente cubierta de hielo. El tercer cuerpo se hallaba en una posición similar al primero, apoyado semi sentado contra una pared. Los dos eran esquimales con rasgos característicos, cabello y ojos oscuros. También tenían espumarajos rosados congelados alrededor de la boca y la nariz.
Dick sintió una súbita oleada de náuseas. No esperaba aquella reacción, pero pasó enseguida.
—¿Ves el periódico? —le gritó Ron.
—Todavía no —dijo Dick, y dirigió la linterna hacia el suelo. Vio todo tipo de escombros congelados, incluidos plumas de pájaro y huesos de animales.
—Está cerca del tipo de la barba.
Dick dirigió la linterna hacia los pies congelados del hombre blanco. Enseguida vio el periódico de Anchorage.
Los titulares se referían a la guerra de Europa. Incluso desde donde estaba podía ver la fecha: 17 de abril de 1918.
Dick se deslizó de nuevo a la antecámara. El espanto inicial había pasado. Ahora estaba emocionado.
—Creo que tenías razón —admitió—. Al parecer los tres murieron a causa de una neumonía, y la fecha encaja.
—Sabía que lo encontrarías interesante —dijo Ron.
—Es más que interesante. Podría tratarse de una ocasión irrepetible. Voy a necesitar una sierra.
Ron palideció.
—Una sierra —repitió con espanto. No lo dirás en serio.
—¿Crees que voy a desaprovechar esta oportunidad? Por nada del mundo. Necesito tejido pulmonar.
—¡Por todos los santos! —exclamó Ron—. ¡Será mejor que me prometas otra vez que jamás dirás nada de esto!
—Ya te lo he prometido —repuso Dick, exasperado. Si encuentro lo que creo que voy a encontrar, lo guardaré para mi colección privada. No te preocupes. Nadie lo sabrá.
Ron meneó la cabeza.
—A veces pienso que estás chalado.
—Vamos a buscar la sierra —dijo Dick.
Le entregó la linterna y se dirigió hacia la entrada.
06:40 PM
Aeropuerto O’Hare, Chicago
Marilyn Stapleton miró a su marido, con el que llevaba doce años casada, y se sintió destrozada. Sabía que el que más había sufrido con los convulsivos cambios que habían azotado a su familia era John, pero ella tenía que pensar en sus hijas. Miró a las dos niñas, sentadas en la sala de embarque, que observaban nerviosas a su madre, conscientes de que la vida tal como la conocían peligraba. John deseaba marcharse a Chicago, donde había empezado una nueva residencia en anatomía patológica.
Marilyn dirigió la mirada al suplicante rostro de su marido. En los últimos años había cambiado. El hombre seguro y reservado con que se había casado se mostraba ahora inseguro y amargado. Había adelgazado diez kilos, sus mejillas, antes llenas y sonrosadas, se habían hundido, dándole un aspecto enjuto y macilento acorde con su nueva personalidad.
Marilyn meneó la cabeza. Le costaba recordar que hasta sólo dos años antes eran la imagen perfecta de una feliz familia de un barrio residencial, con la próspera consulta de oftalmología de él, y el sólido puesto de ella en el departamento de literatura inglesa en la Universidad de Illinois.
Pero entonces, la enorme empresa de sanidad AmeriCare apareció en el horizonte, barriendo toda Champaign, Illinois, así como otras muchas ciudades, tragándose numerosas consultas y hospitales a una velocidad devastadora. John intentó resistir, pero finalmente perdió su cartera de clientes. Tenía que rendirse o huir, y John decidió huir. Al principio buscó otro empleo de oftalmólogo, pero cuando comprendió que había demasiados oftalmólogos y que se vería obligado a trabajar para AmeriCare o una organización similar, tomó la decisión de iniciar otra especialidad médica.
—Creo que os gustaría vivir en Chicago —dijo John con tono suplicante—. Y os echo mucho de menos.
Marilyn suspiró.
—Nosotras también te echamos de menos —dijo—. Pero no se trata de eso. Si dejo mi empleo, las niñas tendrán que ir a una escuela pública de la ciudad, es lo único que nos permitirá tu sueldo de residente.
Por megafonía anunciaron el embarque de los pasajeros con destino a Champaign. Era la última llamada.
—Tenemos que irnos —dijo Marilyn—. Perderemos el avión.
John asintió y se secó una lágrima.
—Lo sé. Prométeme que lo pensarás.
—Claro que lo pensaré —repuso Marilyn bruscamente. Luego se dominó. Volvió a suspirar. No quería enfadarse—. Es en lo único que pienso —añadió con suavidad.
Marilyn rodeó con los brazos el cuello de su marido, quien la abrazó también con fuerza.
—Cuidado. Me romperás una costilla.
—Te quiero —dijo John con un hilo de voz y el rostro enterrado en el cuello de ella.
Tras expresarle también sus sentimientos, Marilyn se separó de John y recogió a Lydia y Tamara. Entregó las tarjetas de embarque al empleado y condujo a las niñas por la rampa. Cuando caminaba en dirección al avión, se volvió, miró a John a través del cristal y le dijo adiós con la mano.
Sería la última vez que lo hacía.
—¿Tendremos que ir a vivir a Chicago? —gimió Lydia.
Tenía diez años y estudiaba quinto grado.
—Yo no pienso ir —declaró Tamara. Tenía once años y era muy tozuda—. Me iré a vivir con Connie. Me ha dicho que puedo quedarme en su casa.
—Y estoy segura de que ya lo ha discutido con su madre —dijo Marilyn con sarcasmo. Estaba conteniendo las lágrimas por las niñas.
Marilyn dejó entrar primero a sus hijas en el pequeño avión de hélice. Dirigió a las niñas hasta los asientos que les correspondían y luego tuvo que solucionar el problema de quién se sentaba sola, pues los asientos estaban dispuestos de dos en dos.
Marilyn contestó a las apasionadas súplicas de sus hijas acerca de lo que les depararía el futuro con evasivas. En realidad no sabía qué era lo mejor para la familia.
Los motores del avión se pusieron en marcha con un estruendo que dificultaba la conversación. Mientras el avión abandonaba la terminal y se dirigía hacia la pista de despegue, Marilyn pegó la nariz al cristal de la ventanilla.
Se preguntaba de dónde sacaría la fuerza para tomar una decisión.
Un relámpago en el sudoeste sacó a Marilyn de su ensimismamiento. Era un inoportuno recordatorio de lo poco que le gustaba volar en aviones pequeños. Confiaba más en los grandes reactores que en los aviones de hélice. Inconscientemente se abrochó más fuerte el cinturón de seguridad y volvió a comprobar los de sus hijas.
Durante el despegue Marilyn se aferró al brazo de la butaca con fuerza, como si creyera que con su esfuerzo ayudaría al avión a emprender el vuelo. Cuando la máquina se hallaba a bastante distancia del suelo se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración.
—¿Cuánto tiempo se quedará papá en Chicago? —preguntó Lydia desde el otro lado del pasillo.
—Cinco años —contestó Marilyn—. Hasta que termine sus estudios.
—Ya te lo dije —gritó Lydia a Tamara—. Entonces ya seremos mayores.
Una sacudida repentina hizo que Marilyn volviera a sujetarse con fuerza del brazo de la butaca. Echó un vistazo a la cabina. El hecho de que nadie estuviera asustado le proporcionó cierto sosiego. Miró por la ventanilla y vio que estaban completamente envueltos en nubes. Un relámpago iluminó el cielo con una luz extraña.
A medida que volaban hacia el sur las turbulencias y la frecuencia de los relámpagos se intensificaron. El conciso anuncio del piloto de que intentarían encontrar una zona más tranquila a una altitud diferente no logró apaciguar los crecientes temores de Marilyn. Quería que el vuelo terminara.
La primera señal de la tragedia fue una extraña luz que inundó el avión, seguida inmediatamente de una sacudida y una vibración tremendas. Varios de los pasajeros soltaron gritos contenidos que hicieron que a Marilyn se le helara la sangre. Instintivamente se inclinó y atrajo a Tamara hacia sí.
La vibración se hizo más intensa y el avión empezó a describir un agonizante giro hacia la derecha. Al mismo tiempo cambió el ruido de los motores, que dejó de ser un rugido para convertirse en un ensordecedor gemido. Marilyn notó que algo la aprisionaba contra el asiento y perdió el sentido de la orientación. Miró por la ventanilla y sólo vio nubes. Pero de pronto miró hacia delante y el corazón le dio un vuelco. ¡La tierra corría hacia ellos a una velocidad vertiginosa! Volaban en picado…
10:40 PM
Hospital General de Manhattan, Nueva York
Terese Hagen intentó tragar saliva, pero era difícil; tenía la boca seca y acartonada. Al cabo de unos minutos parpadeó y abrió los ojos. Por unos momentos se sintió desorientada.
Cuando comprendió que se encontraba en una sala de recuperación quirúrgica, lo recordó todo de golpe.
El problema había empezado inesperadamente aquella noche, cuando Matthew y ella se disponían a cenar fuera.
No sintió dolor alguno. Sólo percibió una sensación húmeda en la entrepierna. En el cuarto de baño comprobó, consternada, que tenía una pérdida de sangre. No se trataba de una simple mancha. Era una hemorragia en toda regla. Estaba en el quinto mes de gestación y comprendió que aquello significaba problemas.
A partir de ahí los acontecimientos se precipitaron. Consiguió ponerse en contacto con su médico, la doctora Carol Glanz, quien se ofreció a visitarla inmediatamente en el departamento de urgencias del Hospital General de Manhattan. Una vez allí, se confirmaron los temores de Terese y se decidió la intervención. La doctora explicó que, al parecer, el embrión se había implantado en una de sus trompas en lugar de hacerlo en el útero: un embarazo ectópico.
Apenas habían transcurrido unos minutos desde que había recobrado la conciencia, cuando una de las enfermeras de la sala de recuperación acudió a su lado y le aseguró que todo iba bien.
—¿Y mi bebé? —preguntó Terese. Notaba un voluminoso vendaje sobre su abdomen preocupantemente plano.
—Eso tendrá que preguntárselo a su médico —dijo la enfermera—. Voy a comunicarle que ya se ha despertado. Me dijo que quería hablar con usted.
Antes de que la enfermera se marchara, Terese se quejó de que tenía la boca seca. La enfermera le proporcionó unos trozos de hielo, que fueron como un regalo del cielo para Terese.
Cerró los ojos y, sin duda, quedó dormida, porque al volver a abrirlos la doctora Carol Glanz la estaba llamando por su nombre.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó.
Terese le aseguró que se encontraba bien gracias a los trozos de hielo. Entonces le preguntó por el bebé.
La doctora Glanz respiró hondo y apoyó la mano sobre el hombro de Terese.
—Me temo que tengo que darte malas noticias —dijo.
Terese notó que sus músculos se tensaban.
—Era un embarazo ectópico —explicó la doctora Glanz, recurriendo a la terminología médica para facilitar su difícil tarea—. Tuvimos que interrumpir el embarazo, y el bebé no sobrevivió.
Terese asintió con la cabeza, con una ostensible falta de emoción. Era exactamente lo que se había imaginado, y había intentado prepararse. Para lo que no estaba preparada era para lo que la doctora Glanz dijo a continuación.
—Desgraciadamente la operación no fue sencilla. Hubo algunas complicaciones, que son la causa de que sangraras tanto cuando llegaste a la sala de urgencias. Tuvimos que sacrificar el útero. Tuvimos que practicarte una histerectomía.
En un primer momento el cerebro de Terese no pudo asimilar lo que acababa de oír. Asintió con la cabeza y se quedó mirando a la doctora como si esperara alguna otra información.
—Comprendo que esto te resultará muy duro —añadió la doctora Glanz—. Quiero que sepas que hicimos todo lo que estuvo en nuestras manos para evitar este desgraciado resultado.
De pronto Terese comprendió lo que la doctora le estaba diciendo. Su silenciada voz se libró de sus ataduras y gritó:
—¡No!
La doctora Glanz le apretó el hombro con cariño.
—Era tu primer embarazo y sé lo que significa para ti —dijo—. Lo lamento muchísimo.
Terese emitió un gruñido. La noticia era tan terrible que ni siquiera podía llorar. Estaba paralizada. Siempre había dado por hecho que tendría hijos. Era una parte de su identidad. No resultaba fácil aceptar la idea de que ya no sería posible.
—¿Y mi marido? —consiguió preguntar—. ¿Lo sabe?
—Sí —contestó la doctora—. Hablé con él en cuanto terminó la operación. Está abajo, en tu habitación, adonde te llevarán enseguida.
Habló un rato más con la doctora Glanz, pero Terese no recordaba el resto. La doble noticia de que había perdido a su hijo y de que nunca podría tener otro era devastadora.
Al cabo de un cuarto de hora llegó un enfermero para llevarla en la camilla hasta su habitación. El traslado fue rápido; Terese no prestó atención a lo que la rodeaba. Estaba sumida en la confusión; necesitaba apoyo y consuelo.
Cuando llegó a la habitación vio a Matthew hablando por su teléfono portátil. Era agente de bolsa, y aquel aparato era su compañero inseparable.
Las enfermeras de la planta colocaron hábilmente a Terese en su cama y colgaron la bolsa de suero. Tras asegurarse de que todo estaba en orden y animarla a que llamara si necesitaba algo, se marcharon.
Terese miró a Matthew, que había apartado la mirada mientras acababa su llamada. Temía su reacción ante aquella catástrofe. Sólo llevaban tres meses casados.
Matthew cerró definitivamente el teléfono y lo guardó en el bolsillo de su chaqueta. Se volvió hacia Terese y la contempló unos instantes. Llevaba la corbata aflojada y el cuello de la camisa desabrochado.
Intentó descifrar la expresión de su marido, pero no lo consiguió. Matthew se mordía el interior de la mejilla.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó por fin, con muy poca emoción.
—Ya puedes imaginártelo —fue todo lo que pudo contestar ella. Deseaba desesperadamente que él se le acercara y la abrazara, pero Matthew se mantuvo a distancia.
—La situación ha dado un giro extraño —comentó él.
—No sé exactamente qué quieres decir —repuso Terese.
—Pues que la razón principal por la que nos casamos se acaba de evaporar, sencillamente —dijo Matthew—. Al parecer tus planes han salido mal.
Terese abrió lentamente la boca. Perpleja, tuvo que luchar para recobrar la voz.
—No me gusta lo que insinúas. No me quedé embarazada a propósito.
—Bueno, tú tienes tu punto de vista y yo tengo el mío —repuso Matthew—. El problema es: ¿qué vamos a hacer ahora?
Terese cerró los ojos. No podía contestar. Era como si Matthew le hubiera clavado un puñal en el corazón. En ese momento comprendió que no lo amaba. Es más, lo odiaba…