Jueves 28 de abril de 1996, 07:45 PM
Ciudad de Nueva York
El partido era a once puntos y estaba empatado a diez. Las normas dictaban que había que ganar por una diferencia de dos puntos, de modo que una canasta de un punto no podía sentenciarlo, pero sí una canasta doble desde más allá de la línea. Eso iba pensando Jack mientras subía por la pista, dribleando. Lo marcaba sin piedad un agresivo jugador de nombre Flash que era más rápido que Jack.
Era un partido muy disputado. Los jugadores que estaban en las bandas esperando su turno para jugar apoyaban ruidosamente al otro equipo, pese a que por norma general siempre adoptaban una actitud de calculada indiferencia. El revuelo se debía a que el equipo de Jack llevaba toda la noche ganando, debido sobre todo a que incluía jugadores especialmente buenos, como Warren y Spit.
Jack no solía llevar la pelota hasta el fondo de la pista. Ésa era tarea de Warren. Pero en la jugada anterior, desgraciadamente, Flash había anotado el punto que había empatado el partido, y tras pasar por la canasta la pelota había ido a parar a las manos de Jack. Spit se puso en la banda para sacar la pelota cuanto antes; Jack le pasó la pelota y Spit se la devolvió.
Mientras Jack se acercaba a la canasta contraria, Warren fingió echar a correr en una dirección, pero luego se dirigió hacia la canasta. Jack vio su maniobra con el rabillo del ojo y se preparó para pasarle la pelota a Warren.
Flash se percató de las intenciones de Jack y se le acercó para interceptar el pase. De pronto Jack se encontró solo y decidió no pasar la pelota. Lanzó uno de sus tiros que solían ser infalibles. Desgraciadamente la pelota dio en el aro, rebotó y fue directamente a las atentas manos de Flash.
Los jugadores echaron a correr hacia el otro extremo del campo, con gran júbilo por parte de los espectadores.
Flash llevó rápidamente la pelota hasta el otro campo. Jack quería impedirle que repitiera su lanzamiento, pero sin darse cuenta le dejó demasiado espacio libre. Para sorpresa de Jack, pues Flash no era un gran tirador desde más allá de la línea, Flash lanzó sin pensárselo.
La pelota pasó por la canasta sin siquiera tocar el aro. Los jugadores de las bandas se pusieron a aplaudir. Los presuntos perdedores habían ganado el partido.
Flash echó a correr por el campo con los brazos extendidos y las palmas hacia arriba. Todos sus compañeros de equipo entrechocaron las palmas con él en un rito de felicitación, y lo mismo hicieron varios espectadores.
Warren se acercó a Jack con cara de disgusto.
—Tendrías que haberme pasado la pelota —dijo Warren.
—Lo siento —dijo Jack.
Estaba avergonzado. Había cometido tres errores seguidos.
—Mierda —se quejó Warren—. Con estas zapatillas nuevas pensé que no podría perder.
Jack miró las relucientes Nike de Warren y luego se miró sus zapatillas, unas Fila viejas y raídas.
—Me parece que yo también necesito unas zapatillas nuevas.
—¡Jack! ¡Eh, Jack! —gritó una voz femenina—. ¡Hola!
Jack miró a través de la valla de tela metálica que separaba el patio de la acera. Era Laurie.
—¡Oye, tío! —dijo Warren a Jack—. Veo que tu parienta ha decidido venir a verte jugar.
Los vítores se interrumpieron y todos los ojos se posaron en Laurie. Las novias y las esposas nunca iban al campo de baloncesto. Jack no sabía si eso se debía a que no les gustaba el baloncesto o a que lo tenían prohibido, pero la infracción de la inesperada llegada de Laurie le hizo sentirse incómodo. Siempre había hecho todo lo posible por acatar las normas tácitas del patio.
—Me parece que quiere hablar contigo —dijo Warren.
Laurie le estaba haciendo señas a Jack.
—Yo no la he invitado —explicó Jack—. Habíamos quedado más tarde.
—No pasa nada —repuso Warren—. Está muy buena. Debes de ser mejor en la cama que en el campo de baloncesto.
Jack se rió y luego se acercó a donde estaba Laurie. Oyó que las celebraciones se iniciaban de nuevo a sus espaldas y se relajó un poco.
—Ahora sé que todo lo que cuentan es verdad —dijo Laurie—. No creía que jugaras al baloncesto.
—Espero que no hayas visto las tres últimas jugadas —dijo Jack—. Si las hubieras visto no me tendrías por muy buen jugador.
—Ya sé que habíamos quedado a las nueve, pero estaba impaciente por hablar contigo —explicó Laurie.
—¿Qué ha pasado?
—Te ha llamado Nicole Marquette, del Centro de Control de Enfermedades. Al parecer le sentó tan mal no poder hablar contigo que pidió a Marjorie, la operadora, que le pasara conmigo. Nicole me ha pedido que te diera un mensaje.
—¿Y bien?
—El centro ha suspendido el programa de vacunaciones —dijo Laurie—. Hace dos semanas que no aparece ningún nuevo caso de gripe de la cepa de Alaska. La cuarentena ha surtido efecto. Parece que el brote se ha contenido, como pasó con la fiebre porcina del setenta y seis.
—¡Es una noticia estupenda! —exclamó Jack.
Llevaba toda una semana rezando para que aquello se cumpliera y Laurie lo sabía. Tras 52 casos y 34 muertes, había habido una tregua. Todas las personas implicadas estaban a la espera de lo que pudiera pasar.
—¿Te ha dado alguna explicación de por qué creen que ha pasado? —preguntó Jack.
—Sí —afirmó Laurie—. Los estudios han revelado que el virus es extremadamente inestable fuera de un huésped. Creen que la temperatura debió de haber variado en la cabaña esquimal enterrada y que quizás hasta se descongelara en algún momento. Eso dista mucho de los diez grados bajo cero a los que generalmente se almacenan los virus.
—Lástima que eso no afectara también a su virulencia.
—Pero por lo menos hizo que la cuarentena diseñada por el centro funcionara —dijo Laurie—, y todo el mundo sabe que eso no es lo habitual con la gripe. Al parecer los contactos con la cepa de Alaska tenían que haber sido muy estrechos para que se produjera el contagio.
—Creo que todos hemos tenido mucha suerte —comentó Jack—. La industria farmacéutica también merece un gran reconocimiento. Consiguieron reunir toda la rimantadina necesaria en un tiempo récord.
—¿Has terminado de jugar a baloncesto? —preguntó Laurie. Miró por encima del hombro de Jack y vio que había empezado otro partido.
—Me temo que sí —dijo Jack—. Mi equipo ha perdido por culpa mía.
—Ése que estaba hablando contigo cuando he llegado, ¿es Warren?
—Sí, así es.
—Es tal como lo describiste —dijo Laurie—. Francamente imponente. Pero hay una cosa que no entiendo. ¿Cómo se le aguantan los pantalones? Son enormes, y él tiene unas caderas tan estrechas.
Jack soltó una risotada. Se giró y miró a Warren, que lanzaba distraídamente como una máquina. Lo gracioso era que Laurie tenía razón: los pantalones de Warren desafiaban la ley de la gravedad de Newton. Jack estaba tan acostumbrado a verlo que nunca se lo había planteado.
—Creo que para mí también es un misterio —dijo Jack—. Tendrás que preguntárselo tú misma.
—Muy bien —accedió Laurie—. Precisamente estaba deseando conocerle.
Jack miró a Laurie, desconcertado.
—En serio —dijo ella—. Me encantaría conocer a ese tipo al que tanto admiras y que te salvó la vida.
—No le digas nada de los pantalones —la previno Jack, pues no sabía cómo podría caerle eso a Warren.
—¡Por favor! —dijo Laurie—. No soy tan poco diplomática como tú.
Jack llamó a Warren y le hizo señas para que se acercara. Warren se acercó a la valla dribleando con la pelota. Jack no estaba seguro de aquella situación y no sabía qué podía pasar. Presentó a sus dos amigos y, sorprendentemente, se cayeron bien.
—Seguramente no soy nadie para decir esto… —empezó Laurie cuando llevaban un rato charlando— y puede que Jack hubiera preferido que no dijera nada, pero… —Jack se encogió, acobardado. No tenía ni idea de lo que Laurie iba a decir— quiero darte las gracias personalmente por lo que hiciste por Jack.
—Si hubiera sabido que esta noche no iba a pasarme la pelota, quizá no habría subido hasta allí arriba —repuso Warren encogiéndose de hombros.
Jack cerró el puño y le dio un porrazo en la coronilla a Warren.
Warren retrocedió y se apartó de ellos.
—Me alegro de conocerte, Laurie —dijo—. Y me alegro de que hayas pasado por aquí. Mis amigos y yo estábamos un poco preocupados por este tío. Es un alivio saber que por lo menos tiene parienta.
—¿Parienta? —preguntó Laurie.
—Novia —tradujo Jack.
—Vuelve cuando quieras, Laurie —dijo Warren—. Eres más guapa que éste. —Le dio una palmada a Jack y luego volvió a donde había estado lanzando.
—¿«Parienta» significa novia? —preguntó Laurie.
—En argot —dijo Jack—. Es uno de los términos más lisonjeros. Pero no te lo tomes como nada personal.
—¡No te asustes! No me he sentido ofendida. Mira, por qué no le preguntas a Warren si quiere traer a su parienta a cenar con nosotros. Me gustaría conocerlo mejor.
Jack se encogió de hombros y miró a Warren.
—No es mala idea —dijo—. No sé si aceptará la invitación.
—Si no se lo preguntas, nunca lo sabrás —dijo ella.
—En eso tienes razón.
—Supongo que tendrá novia.
—Si quieres que te diga la verdad, no lo sé —dijo Jack.
—¿Me estás diciendo que has pasado una semana de cuarentena con él y ni siquiera sabes si tiene novia? —preguntó Laurie—. ¿Pero se puede saber de qué habláis los hombres entre vosotros?
—No me acuerdo —repuso Jack—. Espera. Vuelvo enseguida.
Jack se acercó a Warren y le preguntó si quería ir a cenar con ellos y llevar a su parienta.
—Si es que la tienes, claro —añadió Jack.
—Pues claro que la tengo —dijo Warren. Miró fijamente a Jack y luego miró a Laurie—. ¿Ha sido idea de ella?
—Sí —admitió Jack—. Pero a mí me ha parecido buena idea. Antes nunca te lo había preguntado porque siempre pensé que no aceptarías.
—¿Dónde?
—En un restaurante que se llama Elios, en el East Side —dijo Jack—. A las nueve. Invito yo.
—Muy bien —dijo Warren—. ¿Cómo vais hasta allí?
—Supongo que cogeremos un taxi desde aquí —dijo Jack.
—No hace falta —dijo Warren—. Tengo mi coche. Os recogeré a las nueve menos cuarto.
—Entonces, hasta luego —dijo Jack. Se dio la vuelta y echó a andar hacia Laurie.
—Eso no significa que ya no esté cabreado porque no me has pasado la pelota —gritó Warren desde lejos.
Jack sonrió y le hizo una seña con la mano. Cuando se reunió con Laurie le dijo que Warren había aceptado la invitación.
—Perfecto —dijo ella.
—A mí también me lo parece —dijo Jack—. Cenaré con dos de las cuatro personas que me han salvado la vida.
—¿Dónde están las otras dos? —preguntó Laurie.
—Desgraciadamente, Slam ya no está con nosotros —dijo Jack con pesar. Eso todavía no te lo he contado. Spit es ese que está en la banda, el del chándal rojo.
—¿Por qué no le preguntas si quiere venir también? —sugirió Laurie.
—Otro día —dijo Jack—. Prefiero que esto no se convierta en una fiesta. Me interesa charlar. Tú has averiguado más cosas sobre Warren en dos minutos que yo en varios meses.
—Nunca entenderé de qué habláis los hombres cuando estáis solos —dijo Laurie.
—Mira, tengo que ducharme y vestirme —dijo Jack—. ¿Te importa subir a mi apartamento?
—No, claro que no. La verdad es que siento cierta curiosidad.
—No es muy bonito —la previno Jack.
—¡Vamos!
Jack se alegró de ver que no había ningún mendigo en la portería de su casa, pero sin embargo la eterna pelea del segundo piso estaba en su punto culminante. De todos modos, a Laurie no pareció importarle, y no hizo ningún comentario hasta que estuvieron a salvo en el apartamento de Jack. Una vez dentro, Laurie echó un vistazo y dijo que era acogedor, como un oasis.
—Sólo tardaré unos minutos en arreglarme —comentó Jack—. ¿Quieres tomar algo? La verdad es que no tengo muchas cosas. ¿Te apetece una cerveza?
Laurie declinó la invitación y dijo a Jack que fuera a ducharse. Jack buscó a Laurie algo para leer, pero ella también lo rechazó.
—No tengo televisor —se disculpó Jack.
—Ya me he fijado —dijo Laurie—. ¿Por qué?
—Porque un televisor es demasiada tentación —explicó Jack—. No tardaría mucho en desaparecer.
—Hablando de televisores, ¿has visto esos anuncios de National Health de que habla todo el mundo, los de la puntualidad?
—No, no los he visto.
—Pues tendrías que verlos —dijo Laurie—. Son increíblemente eficaces. Hay uno que se ha convertido en un clásico. El del eslogan «Nosotros lo esperamos a usted, no usted a nosotros». Es muy inteligente. Parece mentira, pero hasta ha hecho subir las acciones del National Health.
—¿Te importa que hablemos de otra cosa?
—No, claro que no —dijo Laurie, y ladeó la cabeza—. ¿Qué pasa? ¿He dicho algo malo?
—No, es un problema mío —dijo Jack—. A veces soy excesivamente sensible. La publicidad médica siempre ha sido un motivo de enfado para mí, y últimamente más. Pero no te preocupes, ya te lo explicaré más tarde.