Miércoles 20 de marzo de 1996, 10:15 PM
Chet resultó ser extraordinariamente tozudo. Sin hacer caso de las negativas de Jack, insistió en que aquella noche tenían que cenar juntos. Finalmente Jack cedió, y a las ocho atravesó el Central Park con su bicicleta para reunirse con Chet en un restaurante italiano de la Segunda Avenida.
Concluida la cena, Chet se mostró igualmente insistente en su empeño de que Jack lo acompañara a tomar una copa. Aunque estaba muy agradecido con su colega, pues Chet había insistido en pagar la cena, deseaba irse a su casa. Llevaba varios años acostándose a las diez y levantándose a las cinco de la mañana. Ya eran las diez y cuarto y, después de media botella de vino, sentía que se derrumbaría en cualquier momento.
—No me apetece demasiado la idea —dijo Jack.
—Pero si ya estamos, hombre —se quejó Chet—. Entremos un momento. Sólo una cerveza y luego nos vamos.
Jack se echó hacia atrás para examinar la fachada del bar. No vio ningún nombre.
—¿Cómo se llama este local? —preguntó.
—Auction House. No lo pienses tanto —dijo mientras sujetaba la puerta.
Finalmente, entraron. El lugar le recordó vagamente a Jack el salón de la casa de su abuela en Des Moines, Iowa; lo único que sobraba era la barra de caoba. El mobiliario con consistía en un extraño revoltijo de piezas victorianas. Las cortinas eran largas y lánguidas. El techo, alto, estaba decorado con vivos colores.
—¿Nos sentamos aquí? —propuso Chet señalando hacia una pequeña mesa junto a una ventana que daba a la calle Ochenta y nueve.
Jack accedió. Desde donde se hallaba, tenía una buena panorámica del local. Reparó en que el suelo era de parqué lustroso, algo poco corriente en un bar. Había unas cincuenta personas, de pie en la barra o sentadas en los sofás. Todos estaban bien vestidos y tenían un aire profesional, y no vio un solo cliente con gorra de béisbol colocada al revés. Había aproximadamente el mismo número de hombres que de mujeres.
Jack pensó que quizá Chet había hecho bien animándolo a salir. Hacía varios años que Jack no estaba en un ambiente social «normal» como aquél. A lo mejor le sentaba bien. El hecho de haberse convertido en un solitario tenía sus inconvenientes. Se preguntaba qué estarían diciéndose aquellas atractivas gentes cuyas animadas conversaciones le llegaban vagamente en forma de murmullo. El problema era que no tenía ni pizca de confianza en que él pudiera participar en alguna de aquellas discusiones.
Jack dirigió su mirada hacia Chet, que estaba en la barra pidiendo un par de cervezas. Observó que hablaba con una rubia de cabello largo, bien dotada, vestida con una sudadera y tejanos ceñidos. La acompañaba una mujer esbelta con un traje de chaqueta oscuro y sencillo, muy ceñido, con una cabellera rizada; no participaba en la conversación, sino que prefería concentrarse en su copa de vino.
Por un momento Jack envidió el carácter extravertido de Chet y la facilidad con que se relacionaba socialmente. Durante la cena le había hablado de sí mismo con una facilidad sorprendente. Entre otras cosas Jack se enteró de que Chet había puesto fin hacía poco a una larga relación con una pediatra y que por lo tanto estaba, según sus palabras «en un intermedio» y disponible.
Mientras Jack contemplaba a su compañero de trabajo, Chet se volvió hacia él. Las dos mujeres hicieron lo mismo casi simultáneamente y luego los tres rieron. Jack notó que se ruborizaba, pues era evidente que estaban hablando de él.
Chet se apartó de la barra y se dirigió hacia donde estaba Jack. Jack no supo si echar a correr hacia la puerta o clavar las uñas en la mesa. Era evidente lo que iba a pasar.
—Oye, tú —susurró Chet, y se colocó deliberadamente entre Jack y las mujeres—. ¿Has visto a esas dos chicas de la barra? —Se señaló el abdomen para impedir que ellas vieran el gesto—. ¿Qué te parece? No están nada mal, ¿verdad? Son las dos maravillosas y ¿sabes qué? Quieren conocerte.
—Chet, lo he pasado muy bien, pero… —se defendió Jack.
—Ni lo sueñes —lo atajó Chet—. Ahora no puedes dejarme en la estacada. Yo voy por la de la sudadera.
Comprendiendo que la resistencia habría requerido mucha más energía que la capitulación, Jack se dejó arrastrar hasta la barra. Chet se encargó de las presentaciones.
Jack comprendió inmediatamente qué había visto Chet en Colleen. La muchacha era tan vivaracha como Chet. Terese, en cambio, era completamente diferente. Tras las presentaciones de rigor, echó una ojeada a Jack con sus ojos de color azul pálido y luego se giró hacia la barra y volvió a dedicarse a su copa de vino.
Chet y Colleen se enzarzaron en una animada conversación. Jack se quedó mirando la nuca de Terese y se preguntó qué demonios hacía allí. Estaba deseando volver a su casa y meterse en la cama y, en cambio, se estaba dejando maltratar por una mujer tan insociable como él.
—Chet —dijo Jack al cabo de unos minutos—. Estamos perdiendo el tiempo.
Terese se volvió bruscamente.
—¿Perdiendo el tiempo? ¿Quién está perdiendo el tiempo?
—Yo —contestó Jack.
Contempló con curiosidad a la mujer de rostro huesudo pero con labios sensuales que tenía plantada delante y le impresionó su vehemencia.
—¿Y yo qué? —soltó Terese—. ¿Crees que resulta muy reconfortante verse acosada por un par de ligones?
—¡Un momento! —exclamó Jack, enfurecido—. No seas tan engreída. Yo no he venido aquí a ligar, eso te lo aseguro. Y si fuera así, puedes estar segura de que no…
—Oye, Jack —intervino Chet—, cálmate.
—Y tú también, Terese —dijo Colleen—. Relájate. Hemos salido para divertirnos un rato.
—Yo no le he dicho ni pío a esta señora, y ella se me ha echado encima como una fiera —se explicó Jack.
—No hacía falta que dijeras nada —dijo Terese.
—¿Queréis tranquilizaros? —dijo Chet interponiéndose entre Jack y Terese, pero mirando a Jack—. Estamos aquí para relacionarnos con toda normalidad con nuestros congéneres.
—Mirad, creo que me voy a casa —dijo Terese.
—Tú no te mueves de aquí —ordenó Colleen y, dirigiéndose a Chet, añadió—: Está más tensa que una cuerda de piano. Por eso he insistido en que saliera conmigo, para ver si se relajaba un poco. El trabajo la consume.
—A Jack le pasa lo mismo —comentó Chet—. Y tiene unas tendencias marcadamente antisociales.
Chet y Colleen hablaban como si Terese y Jack no los oyeran, aunque se hallaban junto a ellos, mirando hacia otro lado. Ambos estaban irritados, pero se sentían estúpidos al mismo tiempo.
Chet y Colleen pidieron otra ronda de bebidas y siguieron hablando de sus respectivos amigos.
—La vida social de Jack se limitaba en vivir en un barrio lleno de traficantes de crack y jugar al baloncesto con una pandilla de asesinos —explicó Chet.
—Terese, al menos, tiene vida social —dijo Colleen—. Vive en una urbanización con un puñado de octogenarios. La mayor diversión del domingo por la tarde es sacar la basura.
Chet y Colleen se rieron a carcajadas, bebieron largos tragos de sus respectivas cervezas y luego se enfrascaron en una conversación sobre una obra de teatro que los dos habían visto en Broadway.
Jack y Terese se atrevieron a lanzarse unas cuantas miradas fugaces mientras acariciaban sus vasos.
—Chet ha comentado que eres médico. ¿A qué especialidad te dedicas? —preguntó Terese, por fin. Su tono de voz se había suavizado considerablemente.
Jack le contó que era anatomopatólogo forense. Al oír a su amigo, Chet intervino en la conversación.
—Nos encontramos ante uno de los grandes científicos del futuro. Mi amigo Jack ha hecho un espléndido diagnóstico esta mañana. Contra todo pronóstico, ha diagnosticado un caso de peste.
—¿Aquí en Nueva York? —preguntó Colleen, alarmada.
—En el Hospital General de Manhattan —especificó Chet.
—¡Dios mío! —exclamó Terese—. Una vez estuve ingresada en ese hospital. La peste es muy rara, ¿no es así?
—Desde luego —confirmó Jack—. Cada año se detectan unos cuantos casos en los Estados Unidos, pero generalmente se producen en los desiertos del oeste, y durante los meses de verano.
—¿Y no es terriblemente contagiosa? —preguntó Colleen.
—Puede serlo —contestó Jack—, sobre todo la forma neumónica, que es la que padecía este paciente.
—¿Y no te preocupa haberte contagiado? —preguntó Terese.
Colleen y ella, inconscientemente, habían retrocedido un paso.
—No —repuso Jack—. Y aunque me hubiera contagiado, no podría transmitirla hasta que hubiera contraído neumonía. O sea que no hace falta que os vayáis a la otra punta del bar.
Abochornadas, las dos mujeres volvieron a su posición inicial.
—¿Hay alguna posibilidad de que se produzca una epidemia en la ciudad? —preguntó Terese.
—Si la bacteria de la peste ha infectado a la población urbana de roedores, en particular las ratas, y existen las pulgas de rata adecuadas, puede convertirse en un problema en las zonas más deprimidas de la ciudad —explicó Jack—. Pero seguramente la enfermedad se limitaría por sí misma. El último brote real de peste que hubo en los Estados Unidos se produjo en el año 1919, y sólo se registraron doce casos. Y eso ocurrió antes de la era de los antibióticos. Es improbable que se produzca una epidemia, sobre todo teniendo en cuenta que el Hospital General de Manhattan está tratando este caso con extrema seriedad.
—Supongo que habrás hablado con los medios de comunicación sobre este caso de peste —dijo Terese.
—Yo no —negó Jack—. No es mi trabajo.
—¿No debería estar prevenida la población? —preguntó Terese.
—No lo creo —dijo Jack—. La prensa podría empeorar las cosas si tratara el tema con sensacionalismo. La sola mención de la palabra «peste» podría desatar el pánico, y el pánico sería contraproducente.
—Es posible —admitió Terese—, pero seguro que la gente se sentiría más tranquila si supiera que es posible evitar el contagio.
—Bueno, se trata de una cuestión bizantina —dijo Jack—. Es inevitable que la prensa se entere de esto. Confía en mí: no tardará en salir en las noticias.
—Cambiemos de tema —propuso Chet—. ¿Y vosotras? ¿A qué os dedicáis?
—Somos directoras artísticas de una agencia relativamente importante —contestó Colleen—. Bueno, yo soy directora artística, y Terese lo era. Ahora forma parte del equipo directivo. Es la directora creativa.
—Impresionante —dijo Chet.
—Y, es curioso, porque ahora estamos indirectamente relacionadas con la medicina —añadió Colleen.
—¿Qué quieres decir con eso de que estáis relacionadas con la medicina? —preguntó Jack.
—El National Health es uno de nuestros clientes más importantes —explicó Terese—. Supongo que habréis oído hablar de ello.
—Sí, desgraciadamente —dijo Jack con tono inexpresivo.
—¿Tienes algún problema con eso? —preguntó Terese.
—Algo así —repuso Jack.
—¿Puedo preguntarte por qué?
—Estoy en contra de la publicidad en la medicina y, sobre todo, de la clase de publicidad que hacen esas grandes compañías sanitarias.
—¿Y eso por qué? —preguntó Terese.
—En primer lugar, los anuncios no tienen otra función legítima que incrementar los beneficios aumentando el número de asociados. No son más que exageraciones, medias verdades o el elogio de comodidades superficiales. No tienen nada que ver con la calidad de la atención sanitaria. Además, la publicidad cuesta un montón de dinero, es un agujero sin fondo para esas empresas. Ése es el verdadero crimen: que la publicidad se lleva el dinero que debería dedicarse a la atención de los pacientes.
—¿Has acabado? —preguntó Terese.
—Si lo pensara un poco seguramente se me ocurrirían otras razones —contestó Jack.
—Pues yo no estoy de acuerdo contigo —dijo Terese con un fervor semejante al de Jack—. Creo que la publicidad, en general, establece distinciones y fomenta un ambiente competitivo que a la larga beneficia a los usuarios.
—Eso es pura teoría —dijo Jack.
—Ya basta, chicos —intervino Chet colocándose por segunda vez entre Jack y Terese—. Estáis perdiendo las riendas otra vez. Cambiemos de tema de conversación. ¿Por qué no hablamos de algo neutral, como el sexo y la religión?
Colleen se rió y le dio un suave golpe a Chet en el hombro, bromeando.
—En serio —dijo Chet riéndose con Colleen—. Hablemos de religión. ¿No sabíais que se ha puesto de moda hablar de religión en los bares? A ver, que cada uno diga en qué religión ha sido educado. Empezaré yo…
Y, efectivamente, se pasaron media hora hablando de religión, y Jack y Terese olvidaron sus respectivos enardecimientos. Hasta rieron con ganas, pues Chet tenía mucha gracia conversando.
A las once y cuarto Jack miró su reloj por casualidad y se llevó una sorpresa. No podía creer que fuera tan tarde.
—Lo siento —dijo, interrumpiendo la conversación—. Tengo que irme, me espera un buen paseo en bicicleta.
—¿En bicicleta? —preguntó Terese—. ¿Vas en bicicleta por la ciudad?
—Es un poco masoquista —dijo Chet.
—¿Dónde vives? —preguntó Terese.
—En el Upper Westside —contestó Jack.
—Pregúntale en qué calle —sugirió Chet.
—¿Dónde exactamente? —preguntó Terese.
—En la calle Ciento seis, para ser exactos —dijo Jack.
—Pero si eso es Harlem —observó Colleen.
—Ya os he dicho que es un poco masoquista —dijo Chet.
—No me dirás que vas a cruzar el parque en bicicleta a estas horas de la noche —dijo Terese, incrédula.
—Voy bastante deprisa —indicó Jack.
—No sé, lo encuentro un poco arriesgado —dijo Terese. Se inclinó y recogió su maletín, que había dejado en el suelo, junto a sus pies—. Yo no tengo bicicleta, pero sí una cita con mi cama.
—Un momento, chicos —dijo Chet—. Colleen y yo estamos al mando, ¿verdad, Colleen? —preguntó, abrazándola distraídamente por los hombros.
—¡Claro que sí! —contestó Colleen para mostrar su conformidad.
—Hemos decidido —dijo Chet fingiendo autoridad— que vosotros dos no podéis iros a casa a menos que accedáis a cenar con nosotros mañana.
—Me temo que no podrá ser —dijo Colleen meneando la cabeza y soltándose de Chet—. Estamos trabajando contra reloj y vamos a tener que hacer muchas horas extras.
—¿Dónde pensabais cenar? —preguntó Terese.
Colleen miró a su amiga, sorprendida.
—¿Qué os parece Elaine’s? —propuso Chet—. Hacia las ocho de la tarde. Es posible que incluso veamos a uno o dos famosos.
—Creo que no podré… —empezó a decir Jack.
—No pienso aceptar una excusa —lo interrumpió Chet—. Ya jugarás a baloncesto con esa pandilla de locos otra noche. Mañana vienes a cenar con nosotros.
Jack estaba tan cansado que ni siquiera podía pensar, así que se limitó a encogerse de hombros.
—¿Hecho? —preguntó Chet.
Todos asintieron con la cabeza. Ya fuera del bar las mujeres decidieron coger un taxi. Se ofrecieron para llevar a Chet hasta su casa, pero él dijo que vivía muy cerca de allí.
—¿Estás seguro de que no quieres dejar la bicicleta aquí? —preguntó Terese a Jack, una vez que éste hubo retirado toda la panoplia de candados.
—Seguro, de verdad —repuso Jack. Se montó en la bicicleta y empezó a pedalear por la Segunda Avenida, saludando con la mano sin mirar atrás.
Terese indicó al taxista la dirección, y el taxi giró por la Segunda Avenida y aceleró con rumbo sur. Colleen, que se había quedado mirando a Chet por la ventanilla trasera, se volvió para mirar a su amiga.
—Qué sorpresa —dijo—. Imagínate, conocer a dos hombres decentes en un bar. Siempre ocurre cuando menos te lo esperas.
—Eran simpáticos —reconoció Terese—. Supongo que me equivoqué al pensar que eran un par de ligones. Gracias a Dios que no se han puesto a perorar sobre deportes ni sobre la bolsa. Es de lo único que saben hablar los hombres de esta ciudad.
—Pensar que mi madre siempre me ha animado para que saliera con un médico —comentó Colleen sonriendo.
—No creo que ninguno de los dos sea un médico corriente —dijo Terese—. Sobre todo Jack. Tiene un carácter extraño. Parece estar amargado por algo, y es también un poco temerario. ¿Puedes creer que vaya en bicicleta por esta ciudad?
—Más difícil me resulta concebir el trabajo que hacen. ¿Puedes creer que se pasen el día entre muertos?
—No sé —dijo Terese—. No debe de ser muy diferente que trabajar con ejecutivos de cuentas.
—He de reconocer que me has sorprendido cuando has accedido a cenar con ellos mañana —dijo Colleen—. Sobre todo con el percal que se nos ha organizado con el Nacional Health.
—Por eso precisamente he accedido —reconoció Terese lanzando una sonrisa de complicidad a Colleen—. Aunque te cueste creerlo, Jack Stapleton me ha dado una excelente idea para la nueva campaña publicitaria del Nacional Health. No sé cómo reaccionaría si lo supiera. Con esa actitud tan filistea que tiene ante la publicidad, seguramente le daría un infarto.
—¿Y de qué idea se trata? —preguntó Colleen con curiosidad.
—Está relacionada con ese asunto de la peste —explicó Terese—. Dado que AmeriCare es el único rival real del National Health, nuestra campaña publicitaria debe aprovecharse del caso de peste producido en un hospital de AmeriCare. Con una situación tan escabrosa, la gente se pasará en manada a National Health.
—Pero no podemos utilizar la peste —dijo Colleen, desconcertada.
—No, mujer, no estoy pensando en utilizar la peste explícitamente —aclaró Terese—. Se trata de hacer hincapié en que el hospital del National Health es nuevo y limpio; con lo cual se deduce lo contrario del hospital de AmeriCare, y será el público el que hará la asociación con este brote de peste. Conozco el Hospital General de Manhattan, porque he estado ingresada allí. Es posible que lo hayan renovado, pero sigue siendo un edificio viejo. El hospital del Nacional Health es la antítesis. Me imagino anuncios donde la gente come del suelo en el National Health, para sugerir una limpieza impoluta. Mira, a la gente le gusta pensar que su hospital es nuevo y limpio, sobre todo ahora, con todo el jaleo sobre las bacterias que se han hecho resistentes a los antibióticos.
—Estoy de acuerdo contigo —convino Colleen—. Si eso no hace aumentar el número de socios del Nacional Health Care en detrimento de AmeriCare, nada lo hará aumentar.
—Hasta he pensado en el eslogan —dijo Terese con suficiencia—. Escucha: «Merecemos su confianza: la Salud es nuestro apellido».
—Excelente, me encanta. Pondría trabajar a todo el equipo en cuanto llegue al despacho.
Cuando el taxi se detuvo frente al apartamento de Terese, las dos mujeres entrechocaron las palmas.
Terese se apeó del taxi y, antes de marcharse, se apoyó con la mano en el coche y dijo a su amiga:
—Gracias por obligarme a salir esta noche. Fue una gran idea, por muchos motivos.
—De nada —dijo Colleen, y le hizo la señal de triunfo con el pulgar extendido hacia arriba.