Miércoles 20 de marzo de 1996, 04:35 PM
Jack sorteó con su bicicleta de montaña las dos furgonetas de la Health and Hospital Corporation aparcadas en la zona de carga del Instituto Forense y entró directamente en el depósito de cadáveres. En circunstancias normales se habría bajado allí y habría seguido andando y arrastrando la bicicleta, pero hoy estaba de muy buen humor.
Aparcó su bicicleta junto a los ataúdes Hart Island, la ató con el candado y echó a andar, silbando, hacia los ascensores. Saludó a Sal D’Ambrosio con la mano al pasar junto a la oficina del depósito de cadáveres.
—Chet, amigo mío, ¿cómo estás? —preguntó Jack al entrar en el despacho de la quinta planta que compartían.
Chet dejó su bolígrafo en la mesa y se volvió para mirar a su colega.
—Te busca todo el mundo. ¿Qué has estado haciendo?
—Dándome un gustazo —contestó Jack. Se quitó la chaqueta de piel y la colgó en el respaldo de su silla antes de sentarse. Examinó la hilera de carpetas, indeciso acerca de cuál atacar primero. Su cesto de entradas contenía un montón de resultados de laboratorio e informes de los ayudantes técnicos.
—Yo en tu lugar no me pondría demasiado cómodo —dijo Chet—. Uno de los que andaba buscándote era Bingham en persona. Me dijo que fueras directamente a su despacho.
—Qué amable —ironizó Jack—. Temí que se olvidara de mí.
—Yo no me emocionaría tanto —advirtió Chet—. Bingham no estaba muy contento. También ha pasado Calvin y dijo que quería verte. Le salía humo por las orejas.
—Seguro que está impaciente por pagarme mis diez dólares —dijo Jack. Se levantó de la mesa y le dio unas palmadas en el hombro a Chet—. No sufras por mí. Tengo un fuerte instinto de supervivencia.
—No me digas —repuso Chet.
Mientras bajaba en el ascensor, Jack se preguntó cómo abordaría Bingham la situación que se le planteaba. Desde que empezó a trabajar en el Instituto Forense, Jack sólo había tenido contactos esporádicos con el jefe. Calvin se encargaba de solucionar todos los problemas administrativos cotidianos.
—Ya puede pasar —dijo la señora Sanford sin levantar siquiera la vista del teclado de su ordenador.
Jack se preguntó cómo había sabido que era él.
—Cierre la puerta —ordenó Harold Bingham.
Jack obedeció. El despacho de Bingham era muy espacioso, con una gran mesa junto a unas altas ventanas cubiertas con antiguas persianas venecianas. En el extremo opuesto de la habitación había una mesa de biblioteca con un microscopio. Una estantería con puertas de cristal cubría la pared del fondo.
—Siéntese —dijo Bingham.
Jack se sentó obedientemente.
—Me parece que no le entiendo —dijo Bingham con su voz ronca y profunda—. Al parecer, hoy ha realizado usted un excelente diagnóstico de peste y a continuación, incomprensiblemente, ha decidido llamar a mi superiora, la comisaria de sanidad. O bien es usted una criatura completamente apolítica o tiene tendencias autodestructivas.
—Seguramente se trata de una combinación de ambas cosas —concedió Jack.
—Y además es un impertinente —añadió Bingham.
—Eso forma parte de las tendencias autodestructivas —aclaró Jack—. Pero en contrapartida, soy sincero —agregó sonriente.
Bingham meneó la cabeza. Jack estaba poniendo a prueba su capacidad de autodominio.
—A ver si lo entiendo —dijo mientras entrelazaba los dedos de sus gigantescas manos—, ¿no creyó que a mí me parecería inapropiado que llamara a la comisaria sin hablar antes conmigo?
—Precisamente Chet McGovern me lo sugirió —admitió Jack—. Pero yo estaba más preocupado por la necesidad de dar el aviso. Es mejor prevenir que curar, sobre todo si se trata de una posible epidemia.
Hubo un momento de silencio, durante el cual Bingham reflexionó sobre las palabras de Jack; había que reconocer que tenían cierta validez.
—También quería hablar con usted sobre su visita al Hospital General de Manhattan. Francamente, su decisión de ir allí me sorprende. Me consta que durante su fase de entrenamiento se le indicó que nuestra política consiste en confiar a nuestros excelentes ayudantes técnicos las visitas periciales. Lo recuerda, ¿verdad?
—Sí, lo recuerdo, desde luego —aceptó Jack—, pero pensé que el brote de peste era lo bastante excepcional para requerir una respuesta excepcional. Además, sentía curiosidad.
—¡Curiosidad! —exclamó Bingham con enfado, perdiendo el control por unos instantes—. Es la excusa más infantil que he oído jamás para saltarse las normas establecidas.
—Bueno, había algo más —admitió Jack—. Como sabía que era un hospital de AmeriCare, quise acercarme allí y hurgar un poco. No me gusta AmeriCare.
—¿Se puede saber qué demonios tiene usted en contra de AmeriCare? —preguntó Bingham.
—Es una cuestión personal —repuso Jack.
—¿Le importaría explicarse mejor?
—Preferiría no hacerlo —dijo Jack—. Es una historia muy larga.
—Como usted quiera —dijo Bingham notablemente irritado—. Pero no voy a permitir que vuelva al hospital exhibiendo su placa de forense para llevar a cabo una venganza personal. Eso es un abuso de la autoridad oficial.
—Creía que nuestra obligación era investigar cualquier cosa que pudiera afectar a la salud pública —dijo Jack—, y sin duda un caso de peste entra dentro de esa categoría.
—Desde luego —declaró Bingham—. Pero usted ya había alertado a la comisaria de sanidad, y ella a su vez avisó a la Junta Municipal de Salud, que inmediatamente envió al jefe de epidemiología. Usted no pintaba nada allí, y menos aún para causar problemas.
—¿Qué problema he causado? —preguntó Jack.
—Consiguió molestar tanto al administrador del hospital como al jefe de epidemiología —rugió Bingham—. Los dos se disgustaron lo suficiente para presentar una reclamación oficial. El administrador llamó al despacho del alcalde, y el epidemiólogo llamó a la comisaria. Esos dos funcionarios pueden considerarse mis jefes, y ninguno de los dos estaba contento, y los dos me lo hicieron saber.
—Sólo pretendía ayudar —se excusó Jack con tono inocente.
—Pues bien, hágame el favor de no volver a intentarlo —repuso Bingham fríamente—. Quiero que se quede aquí, en el lugar que le corresponde, y que haga el trabajo para el que fue contratado. Calvin me ha comunicado que tiene usted un montón de casos pendientes.
—¿Algo más? —preguntó Jack aprovechando una pausa de Bingham.
—De momento no —dijo Bingham.
Jack se levantó y se dirigió hacia la puerta.
—Una cosa más. Recuerde que está usted a prueba durante el primer año —advirtió Bingham.
—No lo olvidaré.
Al salir del despacho de Bingham, Jack pasó por delante de la mesa de la señora Sanford y se dirigió directamente al despacho de Calvin Washington. La puerta estaba entreabierta. Calvin estaba trabajando en el microscopio.
—Disculpa —dijo Jack—. Creo que me estabas buscando.
Calvin se giró y miró a Jack.
—¿Ya has ido a ver al jefe? —gruñó.
—Vengo de allí —repuso Jack—. Resulta agradable estar tan solicitado.
—Ahórrate tus ingeniosos comentarios —dijo Calvin—. ¿Qué te ha dicho el doctor Bingham?
Jack resumió a Calvin su conversación con el jefe y su advertencia final de que aún estaba a prueba.
—Exacto —dijo Calvin—. Mejor será que te comportes, o tendrás que empezar a buscar trabajo.
—Mientras tanto, tengo una petición —anunció Jack.
—¿De qué se trata? —preguntó Calvin.
—De los diez dólares que me debes —dijo Jack.
Calvin miró fijamente a Jack, admirado de que en aquellas circunstancias Jack tuviera valor para pedirle el dinero. Calvin se sacó la cartera del bolsillo del pantalón y extrajo un billete de diez dólares.
—Ya los recuperaré —le aseguró Calvin.
—Seguro que sí —replicó Jack mientras cogía el billete.
Jack regresó a su despacho, satisfecho y con el dinero en el bolsillo. Al entrar le sorprendió encontrar a Laurie apoyada en la mesa de Chet. Ambos observaron a Jack, preocupados y expectantes.
—¿Y bien? —preguntó Chet.
—¿Qué? —dijo Jack.
Pasó entre sus dos compañeros y se dejó caer en su silla.
—¿Todavía trabajas aquí? —quiso saber Chet.
—Eso parece —contestó Jack. Se puso a revisar los informes de laboratorio que había en su cesta.
—Será mejor que tengas cuidado —le aconsejó Laurie mientras iba hacia la puerta—. Durante el primer año te pueden despedir cuando se les antoje.
—Eso mismo me ha recordado Bingham —comentó Jack.
Laurie se detuvo en el umbral y se giró para mirar a Jack.
—A mí casi me despidieron el primer año —admitió.
—¿Qué pasó? —preguntó Jack levantando la vista hacia ella.
—Tuvo que ver con los casos de sobredosis tan interesantes que te mencioné esta mañana —explicó Laurie—. Desgraciadamente, mientras los investigaba me enemisté con Bingham.
—¿Forma eso parte de la larga historia que mencionaste? —preguntó Jack.
—Exacto —dijo Laurie—. Me fue de un pelo que no me despidieran, y todo por no tomar en serio las amenazas de Bingham. No cometas tú el mismo error.
Cuando Laurie se hubo marchado, Chet exigió a su colega un relato detallado del encuentro con Bingham. Jack le contó todo lo que pudo recordar, incluida la parte sobre el alcalde y la comisaria de sanidad, que habían llamado a Bingham para quejarse de su conducta.
—¿Las quejas iban dirigidas específicamente a ti? —preguntó Chet.
—Por lo visto, sí —dijo Jack—. Cuando lo único que he hecho es el papel de buen samaritano.
—Pero ¿qué demonios has hecho? —preguntó Chet.
—Simplemente, ser tan diplomático como siempre —contestó Jack—. Formular preguntas y hacer sugerencias.
—Estás loco —declaró Chet—. Han estado a punto de despedirte, y total, ¿para qué?, ¿qué intentabas demostrar?
—No intentaba demostrar nada —dijo Jack.
—No te entiendo.
—Por lo visto ésa es una opinión universal.
—Lo único que sé de ti es que antes eras oftalmólogo y que ahora vives en Harlem porque allí puedes jugar al baloncesto en la calle. ¿Qué otra cosa haces?
—Creo que nada más. Aparte de trabajar aquí, claro.
—¿Y qué haces para divertirte? —preguntó Chet—. ¿Qué clase de vida social llevas? No quiero parecer indiscreto, pero ¿tienes novia?
—No, la verdad es que no —dijo Jack.
—¿Eres homosexual?
—No. Digamos que llevo un tiempo fuera de servicio.
—Claro, eso explica que tu comportamiento sea tan extraño. Te diré lo que vamos a hacer: esta noche saldremos. Iremos a cenar y, quizá, a tomar unas copas. En el barrio donde vivo hay un bar muy acogedor. Así tendremos ocasión para hablar un poco.
—La verdad es que no me gusta demasiado hablar de mí —reconoció Jack.
—Como quieras; si lo prefieres, no hables, pero de salir conmigo no te libras. Creo que necesitas un poco de contacto humano normal.
—¿Y qué es normal? —inquirió Jack.