Miércoles 20 de marzo de 1996, 02:50 PM
El cielo estaba nublado y amenazaba lluvia, pero a Jack no le importaba. A pesar del mal tiempo, aquel vigoroso paseo en bicicleta por la ciudad hasta el Hospital General era un placer para él, después de haberse pasado toda la mañana en la sala de autopsias encerrado dentro de su traje de astronauta.
Jack halló un lugar seguro donde atar su bicicleta, cerca de la entrada principal del hospital; ató también el casco y la cazadora con otro candado metálico, asegurando así el asiento.
De pie en la sombra que proyectaba el edificio del hospital, Jack alzó la mirada para contemplar su altísima fachada. En el pasado había sido un viejo y reputado hospital, afiliado a la universidad y privado. AmeriCare lo había engullido debido a las dificultades fiscales que el gobierno había originado involuntariamente a principios de los años noventa. Jack sabía que la venganza distaba mucho de ser una emoción noble, pero paladeaba la idea de que estaba a punto de entregar a AmeriCare una bomba de relojería de las relaciones públicas.
Una vez dentro del hospital, Jack se dirigió al mostrador de información y preguntó por el doctor Wainwright. Se trataba de un internista de AmeriCare que tenía su despacho en un edificio de consultorios adyacente. La recepcionista indicó meticulosamente el camino a Jack.
Al cabo de un cuarto de hora, Jack estaba en la sala de espera del doctor Wainwright. Tras mostrar su placa de médico forense, que parecía, a todos los efectos y deliberadamente, una placa policial, la recepcionista se apresuró a comunicar al doctor Wainwright su presencia. Inmediatamente condujeron a Jack al despacho privado del médico, y éste apareció en escasos minutos.
El doctor Carl Wainwright tenía canas prematuras y la espalda también prematuramente encorvada. Su rostro, en cambio, era juvenil, con unos brillantes ojos azules. Estrechó la mano de Jack y le pidió que se sentara.
—No todos los días recibimos una visita del Instituto Forense —dijo el doctor Wainwright.
—Si así fuera, sería muy preocupante —observó Jack.
El doctor Wainwright dio muestras de desconcierto, hasta que comprendió que Jack estaba bromeando. El doctor Wainwright se rió con timidez y dijo:
—Tiene usted razón.
—He venido a verlo en relación con un paciente suyo, un tal Donald Nodelman —dijo Jack, abordando el tema directamente—. Tenemos un presunto diagnóstico de peste.
El doctor Wainwright se quedó con la boca abierta.
—Es imposible —dijo por fin, cuando recuperó el aliento.
—Me temo que no —respondió Jack encogiéndose de hombros—. Los anticuerpos con fluoresceína para la peste son bastante fiables. Aunque todavía no lo hemos cultivado, por supuesto.
—Dios mío —dijo el doctor Wainwright con un hilo de voz. Se pasó, nervioso, la palma de la mano por la cara—. Vaya noticia.
—Es sorprendente —coincidió Jack—, sobre todo teniendo en cuenta que el paciente llevaba cinco días internado en el hospital antes de que empezaran a aparecer los síntomas de la enfermedad.
—Nunca he oído hablar de peste hospitalaria —dijo el doctor Wainwright.
—Yo tampoco —reconoció Jack—. Pero era peste neumónica, no bubónica, y como usted sabe el período de incubación de la forma neumónica es más corto, sólo dos o tres días, seguramente.
—Sigo sin poder creerlo —dijo el doctor Wainwright—. La peste nunca me pasó por la cabeza.
—¿Hay algún otro enfermo con síntomas parecidos?
—No, que yo sepa —repuso el doctor Wainwright—, pero puede estar seguro de que lo averiguaremos inmediatamente.
—Siento curiosidad acerca del modo de vida de ese hombre —señaló Jack—. Su esposa aseguró que no había viajado recientemente ni había recibido visitas de zonas donde la peste es endémica. También negó que hubiera estado en contacto con animales salvajes. ¿Coincide eso con sus informaciones?
—El paciente trabajaba en el distrito Garment —informó el doctor Wainwright—. Era contable. Nunca viajaba. No era aficionado a la caza. Llevaba un mes visitándolo a menudo, intentando controlar su diabetes.
—¿En qué parte del hospital estaba? —preguntó Jack.
—En el departamento de medicina interna, en la séptima planta —dijo el doctor Wainwright—. Habitación siete cero siete. Recuerdo perfectamente el número.
—¿Es una habitación individual? —preguntó Jack.
—Todas las habitaciones del hospital son individuales —declaró el doctor Wainwright.
—Es una suerte. ¿Puedo ver la habitación?
—Por supuesto. Pero creo que debería avisar a la doctora Mary Zimmerman, nuestra directora del servicio de control de infecciones. Tiene que saber lo que ha pasado inmediatamente.
—Sí, de acuerdo —aceptó Jack—. Mientras tanto, ¿le importa que suba a la séptima planta y eche un vistazo?
—Por favor —dijo el doctor Wainwright mientras señalaba hacia la puerta—. Llamaré a la doctora Zimmerman y nos reuniremos con usted arriba. —Cogió el auricular y marcó un número.
Jack volvió sobre sus pasos hasta el edificio principal del hospital. Subió en ascensor a la séptima planta, que estaba dividida en dos alas por los ascensores. El ala norte albergaba el departamento de medicina interna, mientras que el ala sur estaba reservada a obstetricia y ginecología. Jack abrió las puertas que conducían a la zona de medicina interna.
En cuanto la puerta de batiente se cerró tras él, Jack comprendió que ya se había extendido la noticia del contagio. Había un nervioso bullicio y todo el personal llevaba mascarillas recién distribuidas. Era evidente que el doctor Wainwright no había perdido el tiempo.
Nadie prestó atención a Jack, que recorrió los pasillos hasta llegar a la habitación 707. Se detuvo ante la puerta y vio cómo dos enfermeros provistos de mascarillas sacaban a un aturdido paciente, que también llevaba mascarilla, sujetando sus pertenencias; aparentemente lo trasladaban a otra habitación. Jack entró en cuanto se hubieron marchado.
La habitación 707 era una típica habitación de hospital de diseño moderno; el interior del viejo hospital había sido renovado en un pasado no demasiado lejano. Los muebles, metálicos, eran también los típicos de hospital: una cama, una cómoda, una butaca forrada de vinilo, una mesilla de noche y una mesa de altura regulable. Había un televisor sobre un brazo extensible colgado del techo.
Jack se acercó al aparato de aire acondicionado, que se hallaba debajo de la ventana, levantó la tapa y miró en su interior. Una tubería de agua caliente y otra de agua fría atravesaban el suelo de cemento y entraban en un ventilador con termostato que hacía circular el aire de la habitación. Jack no detectó orificio alguno por el que hubiera podido trepar una rata.
Entró en el cuarto de baño y examinó el lavabo, el retrete y la ducha. La habitación había sido embaldosada recientemente. En el techo había un pequeño ventilador. Jack se agachó y abrió el armario que había debajo del lavabo; tampoco vio ningún agujero por donde hubiera podido entrar una rata.
Oyó voces en la habitación y salió del cuarto de baño. Era el doctor Wainwright, que llevaba una mascarilla en la cara, acompañado de dos mujeres y un hombre, todos ellos con mascarilla. Las mujeres iban ataviadas con las largas y profesorales batas blancas que Jack asociaba con los profesores de la facultad de medicina.
Tras entregar una mascarilla a Jack, el doctor Wainwright hizo las presentaciones. La más alta de las dos mujeres era la doctora Mary Zimmerman, directora del servicio de control de infecciones del hospital y jefe del Comité de Control de Infecciones. Jack tuvo la impresión de que era una mujer seria que, dadas las circunstancias, había adoptado una actitud defensiva. Cuando los presentaron la doctora le informó que era médico internista con una segunda especialidad en enfermedades infecciosas.
Sin saber cómo reaccionar ante aquella revelación, Jack la felicitó.
—No tuve ocasión de examinar al señor Nodelman —explicó la doctora Zimmerman.
—Estoy seguro de que si lo hubiera hecho habría emitido el diagnóstico inmediatamente —dijo Jack haciendo lo imposible por eliminar el sarcasmo de su voz.
—Sin duda —dijo ella.
La otra mujer era Kathy McBane, y Jack se alegró de desviar su atención hacia ella, cuyo aspecto parecía mucho más agradable que el de la directora. Era jefa de enfermeras y miembro del Comité de Control de Infecciones.
El hombre, vestido con un grueso uniforme azul de algodón, era George Eversharp. Como Jack había sospechado, era el supervisor del departamento de mantenimiento y también formaba parte del comité.
—No cabe duda de que estamos en deuda con el doctor Stapleton por su rápido diagnóstico —dijo el doctor Wainwright en un intento de aliviar la tensión.
—No fue más que suerte —dijo Jack.
—Ya hemos empezado a actuar —anunció la doctora Zimmerman con voz inexpresiva—. He encargado la redacción de una lista de posibles contactos para iniciar la quimioprofilaxis.
—Me parece muy sensato —dijo Jack.
—Y hemos iniciado la búsqueda en nuestra base de datos del ordenador de pacientes con síntomas que puedan sugerir peste —continuó la doctora.
—Muy bien —dijo Jack.
—Mientras tanto tenemos que descubrir el origen del caso que ha desatado la alarma —añadió ella.
—Comparto su opinión —manifestó Jack.
—Le aconsejo que se ponga la mascarilla —dijo la doctora.
—De acuerdo —accedió Jack, y se la puso.
—Por favor, —dijo la doctora Zimmerman dirigiéndose al señor Eversharp— continúe con lo que estaba diciendo sobre el flujo de aire.
Jack escuchó con atención la explicación del ingeniero.
El sistema de ventilación del hospital estaba diseñado de modo que hubiera un flujo desde el pasillo hacia cada una de las habitaciones y su correspondiente cuarto de baño. Luego el aire se filtraba. También explicó que en varias habitaciones podía invertirse el flujo de aire, para pacientes con el sistema inmunológico debilitado.
—¿Es ésta una de esas habitaciones? —preguntó la doctora Zimmerman.
—No —contestó el señor Eversharp.
—Así pues, no hay forma de que la bacteria de la peste se haya introducido en el sistema de ventilación infectando únicamente esta habitación, ¿correcto? —preguntó la doctora Zimmerman.
—Correcto —admitió el señor Eversharp. El aire del pasillo entra en todas las habitaciones por igual.
—Y las probabilidades de que una bacteria salga por el aire de esta habitación hacia el pasillo deben de ser escasas —prosiguió la doctora.
—Escasas no, inexistentes —corrigió el señor Eversharp. Sólo podría salir de la habitación mediante un vector.
—Disculpen —dijo una voz. Todos se giraron y vieron a una enfermera de pie en el umbral. También ella llevaba una mascarilla—. El señor Kelley les agradecería que se reunieran con él en la enfermería de esta planta.
Todos salieron obedientemente de la habitación. Al pasar Kathy McBane por delante de Jack, él le preguntó:
—¿Quién es el señor Kelley?
—Es el presidente del hospital —contestó la señorita McBane.
Jack asintió con la cabeza. Mientras caminaba con los demás hacia la enfermería, recordó con nostalgia los tiempos en que el responsable de un hospital se llamaba administrador, quien a menudo tenía estudios de medicina. Pero eran otras épocas, cuando lo más importante era el paciente. Ahora que lo primordial era el negocio, y el principal objetivo, los beneficios, habían cambiado aquel nombre por el de «presidente».
Jack estaba deseando conocer al señor Kelley. El presidente del hospital era el representante directo de AmeriCare, y procurarle un dolor de cabeza equivalía a procurárselo a AmeriCare.
En la enfermería se respiraba una atmósfera tensa. La noticia del caso de peste se había extendido como el fuego. Todos los empleados que trabajaban en esa planta e incluso algunos de los pacientes que no estaban ingresados sabían ya que habían estado potencialmente expuestos al contagio. Charles Kelley estaba haciendo todo lo posible por tranquilizarlos. Les aseguró que no corrían riesgo alguno y que la situación estaba bajo control.
—¡Ya! —se burló Jack por lo bajo.
Miró con desprecio a aquel hombre que tenía valor para pronunciar semejantes afirmaciones, evidentemente falsas. Su estatura era intimidante, pues superaba en más de veinte centímetros a Jack, que medía un metro ochenta. Su rostro, atractivo, estaba bronceado, y el cabello, castaño claro, salpicado de mechas de un dorado intenso, como si acabara de regresar de unas vacaciones en el Caribe. En opinión de Jack, el aspecto físico y la forma de hablar de aquel hombre se parecían más a los de un zalamero vendedor de coches que a los del alto ejecutivo que era en realidad.
En cuanto vio acercarse a Jack y los demás, Kelley les hizo señas para que lo siguieran. Interrumpió su tranquilizador discurso y se encaminó directamente hacia una salita que había detrás de la enfermería.
Al entrar, detrás de Kathy McBane, Jack advirtió que Kelley no estaba solo. Lo acompañaba un hombre bajito de rostro chupado y calva incipiente. En contraste con la elegancia de Kelley, este segundo individuo iba ataviado con una americana barata y raída y unos pantalones que parecían no haberse planchado nunca.
—¡Qué jaleo, Dios mío! —exclamó Kelley, en tono irritado, sin dirigirse a nadie en particular. Su actitud se había transformado inmediatamente y había pasado de ser un zalamero vendedor a un sardónico administrador. Cogió un pañuelo de papel y se secó la sudorosa frente—. ¡Esto no le conviene nada al hospital! —Arrugó el pañuelo y lo arrojó a una papelera. Se volvió hacia la doctora Zimmerman y, contradiciendo su reciente discurso a los empleados de la enfermería, le preguntó si corrían algún riesgo por estar en aquella planta.
—La verdad es que lo dudo —dijo la doctora Zimmerman—, pero tendremos que asegurarnos.
—En cuanto me comunicaron este desastre me enteré de que usted ya estaba al corriente —dijo Kelley dirigiéndose al doctor Wainwright—. ¿Por qué no me informó directamente?
El doctor Wainwright le explicó que acababa de enterarse a través de Jack y que no había tenido tiempo para comunicarle la noticia. Había creído más importante poner sobre aviso a la doctora Zimmerman para aplicar medidas preventivas inmediatas. A continuación le presentó a Jack.
Jack avanzó unos pasos y levantó una mano a modo de saludo. Le resultó imposible evitar una sonrisilla. Aquél era el momento que sabía que iba a saborear.
Kelley observó atentamente la camisa informal, la corbata de punto y los tejanos negros de Jack. No tenían nada que ver con el traje de seda de Valentino que él llevaba.
—Me parece recordar que la comisaria de sanidad mencionó su nombre cuando me telefoneó —dijo Kelley—. Estaba impresionada por la rapidez de su diagnóstico.
—Nosotros los funcionarios siempre nos alegramos de ser de utilidad —declaró Jack.
Kelley soltó una risa corta y burlona.
—Tal vez se alegre entonces de conocer a uno de sus entregados colegas funcionarios —dijo Kelley—. Le presento al doctor Clint Abelard. Es el epidemiólogo de la Junta Municipal de Salud de Nueva York.
Jack saludó con un movimiento de cabeza a su tímido colega, pero el epidemiólogo no le devolvió el saludo. Jack tuvo la impresión de que su presencia no le resultaba muy agradable. La rivalidad entre los diferentes departamentos era una de las facetas de la vida burocrática de la que empezaba a percatarse.
Kelley se aclaró la garganta y luego se dirigió a Wainwright y a Zimmerman.
—Quiero que este episodio sea tratado con la más absoluta discreción. Cuanto menor sea su repercusión en los medios de comunicación, mejor. Si algún periodista intenta hablar con ustedes, envíenmelo a mí. Voy a alertar al departamento de relaciones públicas para que tome las medidas de defensa adecuadas.
—Disculpe —intervino Jack, que se sentía incapaz de contenerse—. Dejando a un lado los intereses empresariales, creo que deberían concentrar sus esfuerzos en la prevención. Eso significa someter a tratamiento a todos los contactos y averiguar el origen de la bacteria de la peste. Creo que se enfrentan ustedes con un verdadero misterio y, hasta que lo resuelvan, los medios de comunicación se cebarán con ustedes, por muchas medidas de precaución que tomen.
—Perdone, pero que yo sepa nadie le ha pedido su opinión —repuso Kelley con sarcasmo.
—Pensé que no le vendría mal un consejo —replicó Jack—. Me pareció que andaba un poco perdido.
Kelley se ruborizó y meneó la cabeza, incrédulo.
—Está bien —dijo haciendo lo posible por dominarse—. Supongo que usted, que es tan clarividente, ya debe de tener alguna idea acerca de su origen.
—Yo apostaría por las ratas —dijo Jack—. Estoy seguro de que por aquí hay montones de ratas. —Llevaba rato esperando la ocasión de pronunciar aquel comentario, que tan buenos efectos había tenido con Calvin aquella mañana.
—En el Hospital General de Manhattan no hay ratas —repuso Kelley secamente—. Y si me entero de que usted ha dicho algo parecido a los medios de comunicación, prepárese, porque tendrá que vérselas conmigo.
—Las ratas son el reservorio habitual de la peste —explicó Jack—. Estoy seguro de que andan por aquí aunque usted no las reconozca, quiero decir, no las vea.
—¿Cree usted que las ratas pueden estar relacionadas con este caso de peste? —inquirió Kelley volviéndose hacia Clint Abelard.
—Todavía tengo que iniciar mi investigación —respondió el doctor Abelard—. No me gusta hacer conjeturas, pero me cuesta creer que las ratas estén implicadas. Estamos en la séptima planta.
—Les sugiero que empiecen a cazar ratas —intervino Jack—. Empiecen por las calles del barrio. Lo primero que hay que averiguar es si la peste se ha infiltrado en la población urbana de roedores.
—Si no les importa, desearía cambiar de tema —repuso Kelley—. Me gustaría oír sus opiniones acerca de lo que hay que hacer con las personas que estuvieron en contacto directo con la víctima.
—Eso corresponde a mi departamento —dijo la doctora Zimmerman—. Lo que yo propongo es…
Mientras la doctora Zimmerman hablaba, Clint Abelard hizo señas a Jack para que lo acompañara fuera de la enfermería.
—Yo soy el epidemiólogo —dijo Clint con un intenso y furioso susurro.
—Nunca lo he puesto en duda —replicó Jack. Estaba sorprendido y desconcertado por la vehemencia de la reacción de Clint.
—Soy especialista en el origen de las enfermedades que afectan a la comunidad humana —añadió Clint—. Éste es mi trabajo. Usted, en cambio, es médico de juzgado.
—Permítame que lo corrija —lo interrumpió Jack—. Soy médico forense especializado en anatomía patológica. Usted, como médico, debería saberlo.
—Médico forense, médico de juzgado o como quiera llamarlo, me tiene sin cuidado el término que utilice —respondió Clint.
—Hombre, pues a mí no —dijo Jack.
—El caso es que su preparación y su responsabilidad se refieren a los muertos, y no al origen de las enfermedades.
—Se equivoca otra vez —advirtió Jack—. Nosotros trabajamos con los muertos para que nos hablen de los vivos. Nuestro objetivo es evitar muertes.
—Mire, no sé en qué idioma quiere que se lo explique —dijo Clint, exasperado—. Usted nos ha comunicado que un hombre ha muerto a causa de peste. Se lo agradecemos y no hemos interferido en su trabajo. Ahora me toca a mí averiguar cómo contrajo la enfermedad.
—Sólo intentaba ayudar.
—Muchas gracias, pero si necesito ayuda ya se la pediré —dijo Clint, y echó a andar a grandes zancadas hacia la habitación 707.
Jack se quedó mirando a Clint que se alejaba, cuando unos movimientos a sus espaldas atrajeron de nuevo su atención. Kelley había salido de la salita e inmediatamente la gente con que había estado hablando antes lo asedió. Jack quedó impresionado por la rapidez con que su sonrisa de plástico volvía a iluminar su rostro y por la habilidad con que esquivaba todas las preguntas. En cuestión de segundos Kelley echó a andar por el pasillo hacia los ascensores y hacia la seguridad que le proporcionaban las oficinas administrativas.
La doctora Zimmerman y el doctor Wainwright salieron de la salita enfrascados en una conversación. Jack vio salir sola a Kathy McBane y se dirigió hacia ella.
—Lamento haber sido el encargado de transmitir la mala noticia —comentó Jack.
—No te lamentes —dijo Kathy—. Desde mi punto de vista, te debemos un gran favor.
—Bueno, se trata de un problema desafortunado.
—Creo que es el peor que se ha presentado desde que pertenezco al Comité de Control de Infecciones —admitió ella—. El brote de hepatitis B que hubo el año pasado me pareció malo. Nunca pensé que pudiéramos enfrentarnos a un caso de peste.
—¿Qué experiencia tiene el Hospital General de Manhattan con las infecciones hospitalarias? —preguntó Jack.
Kathy se encogió de hombros.
—La misma que cualquier otro gran hospital. Hemos tenido algún caso de estafilococo resistente a la meticilina, pero es un problema habitual, por supuesto. Incluso tuvimos una infección por Klebsiella originada en un bote de jabón de quirófano, hace un año. Eso provocó una serie de infecciones postoperatorias de heridas, hasta que lo descubrimos.
—¿Y neumonías? —preguntó Jack—. Como en este caso.
—Ah, sí, también hemos tenido varias —reconoció Kathy con un suspiro— la mayoría por Pseudomonas, pero hace dos años hubo un brote por Legionella.
—¿Ah, sí? No lo sabía.
—No se enteró casi nadie —explicó Kathy—. Afortunadamente no hubo muertes. Claro que no puedo decir lo mismo sobre el problema que tuvimos hace sólo cinco meses en la unidad de cuidados intensivos. Perdimos a tres pacientes afectados de neumonía por enterobacterias. Tuvimos que cerrar la unidad hasta que descubrimos que algunos de los nebulizadores se habían contaminado.
—¡Kathy! —exclamó bruscamente una voz.
Jack y Kathy se dieron la vuelta, sobresaltados, y vieron a la doctora Zimmerman detrás de ellos.
—Esa información es confidencial —amonestó la doctora Zimmerman.
Kathy estuvo a punto de contestar, pero permaneció callada.
—Tenemos mucho trabajo, Kathy —dijo la doctora Zimmerman—. Vamos a mi despacho.
Jack, súbitamente abandonado, reflexionó sobre lo que podía hacer. Pensó en volver a la habitación 707 pero, después de la bravata de Clint, creyó que era conveniente dejar en paz a aquel hombre. Al fin y al cabo, a quien quería provocar era a Kelley, y no a Clint. Entonces se le ocurrió una idea: quizá resultara interesante visitar el laboratorio. Por la actitud defensiva con que había reaccionado la doctora Zimmerman, Jack creyó que era el laboratorio el que iba a recibir las reprimendas. Eran ellos los que se habían equivocado en el diagnóstico.
Tras preguntar sobre la ubicación del laboratorio, Jack bajó a la segunda planta en ascensor. Mostró su placa de médico forense y obtuvo los mismos resultados inmediatos que antes. El doctor Martin Cheveau, director del laboratorio, lo recibió y lo invitó a pasar a su despacho. Era un tipo de escasa estatura con una tupida cabellera oscura y un bigote delgadísimo.
—¿Se ha enterado del caso de peste? —preguntó Jack una vez que estuvieron sentados.
—No, ¿dónde ha sido? —preguntó Martin.
—Aquí, en el Hospital General —repuso Jack—. En la habitación 707. He recibido al paciente esta mañana.
—¡Oh, no! —se lamentó Martin, y exhaló un profundo suspiro—. Esto no es nada bueno. ¿Cómo se llamaba el paciente?
—Donald Nodelman.
Martin hizo girar la silla y se puso a teclear en su ordenador. La pantalla le proporcionó todos los resultados de laboratorio de Nodelman obtenidos durante sus días de hospitalización. Martin fue pasando las páginas hasta que llegó al informe de microbiología.
—La tinción de Gram del esputo reveló una discreta presencia de bacilos gramnegativos —dijo Martin—. También se realizó cultivo, que aún era negativo a las treinta y seis horas. Supongo que eso nos habría proporcionado algún dato, sobre todo si había sospechas de Pseudomonas, porque las habríamos detectado en mucho menos de treinta y seis horas.
—Habría sido útil practicar una tinción de Giemsa o de Wayson —dijo Jack—. Así se habría podido establecer el diagnóstico.
—Exactamente —acordó Martin. Se giró y miró a Jack—. Esto es terrible. Estoy abochornado. Desgraciadamente, es un ejemplo de las cosas que pasarán cada vez más a menudo. La administración del hospital nos está obligando a rebajar costes y a reducir personal a pesar de que cada vez tenemos más trabajo. Es una combinación mortal, y este caso de peste lo demuestra. Está pasando lo mismo en todo el país.
—¿Ha tenido que reducir el personal? —preguntó Jack—. Creía que los laboratorios clínicos eran uno de los sitios donde los hospitales obtenían beneficios.
—Alrededor del veinte por ciento de la plantilla —reveló Martin—. A otros hemos tenido que bajarlos de categoría. En microbiología ya no tenemos supervisor; si lo tuviéramos, probablemente habría detectado este caso de peste. Pero, con el presupuesto operativo que nos han asignado, no podemos permitírnoslo. Nuestro anterior supervisor ha pasado a ser jefe de técnicos. Es desalentador. Antes éramos nosotros los que nos esforzábamos por conseguir resultados excelentes en el laboratorio, mientras que ahora nos contentamos con resultados «adecuados», que ni siquiera sé qué quiere decir.
—¿Figura en el informe quién fue el técnico que realizó la tinción de Gram? —preguntó Jack—. Por lo menos podríamos convertir este episodio en una experiencia educativa.
—Buena idea —dijo Martin. Volvió a concentrarse en la pantalla y buscó los datos. La identidad del técnico aparecía codificada. De pronto Martin se volvió hacia Jack—. Acabo de recordar una cosa. Precisamente ayer, el jefe de técnicos sugirió la posibilidad de peste en un paciente y me preguntó qué opinaba yo. Me temo que le quité la idea de la cabeza diciéndole que la probabilidad era de una entre mil millones.
Jack se animó con aquella información.
—¿Y qué sería lo que le hizo pensar en la peste?
—No lo sé —dijo Martin. Cogió su intercomunicador y llamó a Richard Overstreet. Mientras esperaban que llegara, Martin identificó al técnico que había realizado la primera tinción de Gram. Se trataba de Nancy Wiggens, a la que también llamó a su despacho.
Richard Overstreet sólo tardó unos minutos en llegar. Era un individuo de aspecto deportivo y juvenil con una melena castaña que le caía sobre la frente. El pelo le cubría los ojos continuamente, y Richard se lo apartaba una y otra vez con la mano o con una sacudida de la cabeza. Sobre el mono de trabajo llevaba una chaqueta blanca, cuyos bolsillos estaban llenos de tubos de ensayo, torniquetes, gasas y jeringuillas.
Martin presentó a Jack y a Richard, y luego le recordó a éste la breve conversación que habían mantenido sobre la peste el día anterior.
Richard se mostró abochornado.
—Sólo fue mi imaginación —dijo, sonriendo.
—Pero ¿qué fue lo que te hizo pensar en la peste? —insistió Martin.
Richard se apartó el pelo de la cara y dejó la mano posada sobre su cabeza unos momentos, mientras reflexionaba.
—Ah, ya me acuerdo —dijo—. Nancy Wiggens había subido a buscar un cultivo de esputo y a extraerle sangre al paciente. Me comentó que estaba muy enfermo y que al parecer tenía un poco de gangrena en la punta de los dedos. Dijo que tenía los dedos negros. —Richard se encogió de hombros—. Eso me hizo pensar en la muerte negra.
Jack estaba sorprendido:
—¿Hiciste algún seguimiento? —preguntó Martin.
—No —confesó Richard—. No, por lo que tú me dijiste acerca de las escasas probabilidades de que se tratara verdaderamente de peste. Con el trabajo atrasado que tenemos en el laboratorio, no tuve tiempo siquiera para planteármelo. Todos estamos haciendo extracciones de sangre, incluido yo. ¿Qué pasa? ¿Hay algún problema? —preguntó Richard.
—Sí, un problema muy grave —afirmó Martin—. Aquel hombre tenía peste. Y no sólo eso, sino que ya ha muerto.
—¡Dios mío! —exclamó Richard, tambaleándose.
—Espero que sus auxiliares estén acostumbrados a seguir las normas de seguridad —comentó Jack.
—Desde luego que sí —dijo Richard recobrando la compostura—. Tenemos equipos de seguridad, de los tipos dos y tres. Siempre intento animar a mis auxiliares a que los utilicen, sobre todo en casos de infecciones graves evidentes. A mí, personalmente, me gusta el tipo tres, pero hay quien encuentra demasiado incómodo trabajar con esos guantes de goma tan gruesos.
En ese momento apareció Nancy Wiggens. Era una chica tímida que parecía más una quinceañera que una licenciada en medicina. Mientras le presentaba a Jack, apenas pudo mirarlo directamente a los ojos. Llevaba el cabello oscuro peinado con raya al medio y se le caía continuamente sobre los ojos, como le ocurría a su superior inmediato.
Martin le explicó lo que había pasado. Se quedó tan perpleja como Richard. Martin le aseguró que nadie la hacía responsable a ella, pero que todos debían intentar sacar provecho de aquella experiencia.
—¿Qué tengo que hacer, puesto que he estado expuesta? —preguntó—. Yo fui quien obtuvo la muestra y la procesó.
—Seguramente le administrarán tetraciclina oral o estreptomicina intramuscular —intervino Jack—. Los responsables de control de infecciones del hospital ya se están encargando de las medidas profilácticas.
—¡Oh! —dijo Martin por lo bajo, pero lo bastante alto para que los otros lo oyeran—. Ahí llegan nuestro intrépido presidente y el jefe del personal médico, y los dos parecen muy contrariados.
Kelley irrumpió en la habitación como un general furioso tras una derrota militar. Se plantó delante de Martin con las manos apoyadas en las caderas, el cuello estirado y la cara enrojecida.
—Doctor Cheveau —dijo con tono sarcástico—, el doctor Arnold dice que usted debería haber hecho este diagnóstico antes de que…
Kelley se interrumpió en mitad de la frase. Aunque le traían sin cuidado los dos auxiliares de microbiología, Jack era un tema aparte.
—¿Qué demonios hace usted aquí? —preguntó.
—Ayudando un poco —contestó Jack.
—¿No le parece que está sobrepasando sus competencias? —sugirió Kelley fogosamente.
—Nos gusta ser meticulosos en nuestras investigaciones —replicó Jack.
—Creo que ya ha agotado de sobra su obligación oficial —declaró Kelley bruscamente—. Márchese de aquí inmediatamente. Al fin y al cabo, ésta es una institución privada.
Jack se levantó, intentando en vano mirar a los ojos del gigantesco Kelley.
—Ya que AmeriCare cree que puede apañárselas sin mí, me marcharé.
Kelley se puso de color granate. Estuvo a punto de decir algo, pero cambió de opinión. En lugar de hablar se limitó a señalar la puerta con el dedo.
Jack sonrió y saludó a los otros con la mano antes de salir. Estaba satisfecho con su visita al hospital. Por lo que a él se refería, no habría podido ir mejor.