Miércoles 20 de marzo de 1996, 02:05 PM
—Sabes que Laurie tiene razón —dijo Chet McGovern.
Chet y Jack estaban sentados en el estrecho despacho que compartían en el quinto piso del edificio del Instituto Forense. Los dos tenían los pies apoyados en sus respectivos escritorios de metal gris. Ya habían terminado las autopsias que tenían asignadas y ahora se suponía que estaban haciendo el papeleo.
—Claro que tiene razón —reconoció Jack.
—Y si lo sabes, ¿por qué provocas continuamente a Calvin? No es lógico. Eso no te beneficia en absoluto; al contrario, perjudicará tu ascenso.
—No tengo el menor interés en ascender —repuso Jack.
—¿Cómo dices? —preguntó Chet. En el gran sistema de la medicina, no querer progresar se consideraba herejía.
Jack bajó los pies del escritorio y los dejó caer pesadamente en el suelo. Se levantó, se estiró y bostezó ostentosamente. Jack era un hombre robusto de un metro ochenta, acostumbrado a una intensa actividad física. Había comprobado que las horas que pasaba de pie en la sala de autopsias y sentado en su despacho le provocaban calambres en los músculos, sobre todo en los cuádriceps.
—Me contento con ser un simple subordinado —dijo Jack, e hizo crujir sus nudillos.
—¿No quieres conseguir un buen cargo? —preguntó Chet con sorpresa.
—Hombre, claro que quiero conseguir un buen cargo —dijo Jack—. Pero eso es otro asunto. Lo de los ascensos es una cuestión personal. A mí no me interesa tener demasiadas responsabilidades. Lo único que quiero es practicar la medicina forense. Al diablo con la burocracia y los secretismos.
—Madre mía —observó Chet, y bajó también él los pies del escritorio—. Cada vez que empiezo a conocerte un poco, me lanzas una bola con efecto. Mira, hace casi cinco meses que compartimos este despacho, y sigues siendo un misterio para mí. Ni siquiera sé dónde demonios vives.
—No sabía que eso te importara —bromeó Jack.
—Vamos, Jack —dijo Chet—. Ya sabes a qué me refiero.
—Vivo en el Upper Westside —dijo Jack—. No es ningún secreto.
—¿A qué altura? ¿Setenta? —preguntó Chet.
—Un poco más arriba —dijo Jack.
—¿Ochenta?
—Más arriba.
—No me dirás que vives más arriba de la calle Noventa, ¿verdad? —preguntó Chet.
—Un poco —contestó Jack—. Vivo en la calle Ciento seis.
—Dios mío —exclamó Chet—. Pero si eso es Harlem.
Jack se encogió de hombros. Se sentó ante el escritorio y sacó uno de sus informes incompletos.
—¿Qué importa cómo se llame?
—Pero ¿por qué vives en Harlem? Con todos los sitios bonitos para vivir que hay en la ciudad y en los alrededores, ¿por qué tenías que elegir Harlem? No me irás a decir que es un barrio agradable. Además, debe de ser peligroso.
—Yo no lo veo así —repuso Jack—. Además, en esa zona hay muchos patios, y uno particularmente bueno justo al lado de mi casa. Soy una especie de adicto del baloncesto callejero.
—Vaya, ahora ya no tengo la menor duda de que estás loco —dijo Chet—. Esos patios y esos partidos callejeros los controlan las bandas de barrio. Lo tuyo es masoquismo. No me extrañaría que te viéramos en una de las mesas de ahí abajo, incluso sin tus hazañas con la bicicleta de montaña.
—Nunca he tenido problemas —dijo Jack—. Al fin y al cabo, pago los tableros y los focos nuevos y siempre compro las pelotas. En realidad, la banda del barrio es bastante agradecida y hasta solícita.
Chet miró a su compañero con asombro. Intentó imaginarse a Jack correteando por un patio de barrio de Harlem, entre afroamericanos. Sin duda Jack destacaría racialmente, con su cabello castaño claro y su peinado greñoso al estilo Julio César. Chet se preguntaba si los otros jugadores sabrían algo de Jack, como por ejemplo que era médico. Pero tuvo que reconocer que tampoco él sabía gran cosa más.
—¿Qué hacías antes de entrar en la facultad de medicina? —preguntó Chet.
—Iba al instituto —contestó Jack—. Como la mayoría de la gente que iba a la facultad de medicina. No me digas que tú no fuiste al instituto.
—Claro que fui al instituto —respondió Chet—. Calvin tiene razón: eres un sabiondo. Ya sabes a qué me refiero. Si acabas de terminar tu residencia de anatomía patológica, ¿qué hiciste entretanto?
Hacía meses que Chet quería formular aquella pregunta, pero nunca había habido un momento oportuno.
—Estudié oftalmología —repuso Jack—. Tenía incluso una consulta propia en Champaign, Illinois. Era un ciudadano clásico y conservador.
—Sí, claro, y yo era monje budista —dijo Chet riéndose—. Hombre, puedo imaginarte ejerciendo de oftalmólogo. Al fin y al cabo, yo fui médico de urgencias durante años, hasta que vi la luz. Pero ¿conservador? ¿Tú? De ninguna manera.
—Lo era —insistió Jack—. Y no me llamaba Jack, sino John. Aunque no me habrías reconocido, por supuesto. Llevaba el pelo más largo que ahora y me peinaba con raya a la derecha, como cuando iba al instituto. En cuanto a la ropa, me gustaban los trajes de cuadros escoceses.
—¿Y qué te pasó? —preguntó Chet mientras observaba los tejanos negros, la camisa deportiva y la corbata oscura de punto de Jack.
Unos golpes en la jamba de la puerta distrajeron la atención de Jack y Chet. Se volvieron y vieron a Agnes Finn, jefe del laboratorio de microbiología, plantada en el umbral. Era una mujer menuda, seria, con gafas gruesas y cabello crespo.
—Hemos encontrado algo un poco sorprendente —dijo a Jack, agitando la hoja de papel que llevaba en la mano.
Permaneció, vacilante, sin moverse del umbral ni cambiar su severa expresión.
—¿Qué quieres? ¿Qué lo adivinemos? —preguntó Jack.
Sentía curiosidad, pues Agnes no solía molestarse en entregar los resultados del laboratorio personalmente.
Agnes se ajustó las gafas al puente de la nariz y entregó el papel a Jack.
—Es la prueba de anticuerpos con fluoresceína de Nodelman que solicitaste.
—Madre mía —dijo Jack tras echar un vistazo a la hoja, y a continuación se la pasó a Chet.
Chet leyó el papel y se puso en pie.
—¡Santo cielo! —exclamó—. ¡Nodelman tenía peste!
—El resultado nos ha dejado estupefactos, obviamente —dijo Agnes con su voz monótona habitual—. ¿Quieres que hagamos algo más?
Jack se mordió el labio inferior mientras reflexionaba.
—Intentaremos hacer un cultivo de los abscesos incipientes —repuso—. Y también probaremos las tinciones habituales. ¿Cuáles son las más indicadas para la peste?
—La de Giemsa o la Wayson —contestó Agnes—. Generalmente permiten ver la morfología típica bipolar.
—Muy bien, lo probaremos —dijo Jack—. Lo más importante, por supuesto, es cultivar microorganismos. Mientras no lo consigamos, el caso no es más que presunta peste.
—Entendido —contestó Agnes, y se dispuso a salir de la habitación.
—Supongo que no hace falta que te advierta que tengas mucho cuidado —dijo Jack.
—No —le aseguró Agnes—. Tenemos una campana de clase tres, y pienso utilizarla.
—Esto es increíble —dijo Chet cuando volvieron a quedarse solos—. ¿Cómo demonios lo supiste?
—No lo sabía —dijo Jack—. Calvin me obligó a efectuar un diagnóstico. La verdad es que lo encontré gracioso. Todos los síntomas coincidían, es cierto, pero de todos modos no creía que tuviera la más remota posibilidad de tener razón. Pero ahora que se ha demostrado que la tenía, no me resulta gracioso. El único aspecto positivo es que he ganado esos diez dólares de Calvin.
—Te va a odiar por eso —dijo Chet.
—Eso es lo que menos me preocupa de todo —dijo Jack—. Estoy asombrado. ¡Un caso de peste neumónica en el mes de marzo en Nueva York, y presuntamente contraída en un hospital! No puede ser verdad, a menos que el Hospital General de Manhattan albergue una horda de ratas infectadas con sus correspondientes pulgas. Nodelman tuvo que tener contacto con algún animal infectado. Apuesto algo a que había hecho algún viaje recientemente. —Jack cogió el teléfono.
—¿A quién llamas? —preguntó Chet.
—A Bingham, por supuesto —repuso Jack mientras marcaba los números—. No podemos perder el tiempo. Quiero sacarme este muerto de encima cuanto antes.
La señora Sanford contestó la llamada, pero comunicó a Jack que el doctor Bingham estaría todo el día en el ayuntamiento. Había dejado instrucciones concretas de que no le molestaran, porque estaría reunido con el alcalde.
—Lo siento por el jefe —dijo Jack y, sin colgar el auricular, marcó el número de Calvin. Pero tampoco tuvo suerte: la secretaria de Calvin le informó que el doctor se había marchado y no volvería hasta el día siguiente, porque lo habían llamado de su casa diciéndole que alguien se encontraba enfermo.
Jack colgó el auricular y golpeó la superficie del escritorio con los dedos.
—¿No has tenido suerte? —preguntó Chet.
—Toda la plana mayor se encuentra indispuesta. Nos han dejado solos a los subalternos. —Jack se levantó y retiró la silla, y salió apresuradamente del despacho.
Chet se levantó de un salto de la silla y lo siguió.
—¿Adónde vas? —preguntó, corriendo para alcanzar a Jack.
—Abajo, a hablar con Bart Arnold —contestó Jack. Se detuvo frente a la puerta del ascensor y apretó el botón de bajada—. Necesito más información. Alguien tiene que averiguar de dónde ha salido este brote de peste; si no, la ciudad tendrá problemas graves.
—¿No es mejor que esperes a Bingham? —preguntó Chet—. Me inquieta esa mirada tuya.
—No sabía que fuera tan transparente —dijo Jack, sonriendo—. Supongo que este incidente ha captado mi interés. Estoy emocionado.
La puerta del ascensor se abrió y Jack entró. Chet puso la mano para impedir que la puerta se cerrara.
—Jack, hazme un favor: ten cuidado. Me gusta compartir el despacho contigo. No cometas una imprudencia.
—¿Yo? —dijo Jack con tono inocente—. Pero si soy la diplomacia personificada.
—Y yo soy Gadafi —repuso Chet. Soltó la puerta del ascensor, dejando que se cerrara.
Jack se puso a canturrear una melodía alegre mientras bajaba en el ascensor. No cabía duda de que estaba emocionado y entusiasmado. Sonrió al recordar lo que le había dicho a Laurie: que esperaba la confirmación de que Nodelman padecía una afección que tuviera graves repercusiones institucionales, como la enfermedad de los legionarios, para fastidiar a AmeriCare. La peste era diez veces mejor. Además de poder acusar a AmeriCare, tendría el placer de cobrar los diez dólares de la apuesta que había hecho con Calvin.
Jack se bajó en el primer piso y se dirigió directamente al despacho de Bart Arnold, el jefe de los investigadores forenses. Jack se alegró de encontrarlo sentado en su escritorio.
—Tenemos un presunto diagnóstico de peste. Necesito hablar con Janice Jaeger inmediatamente —anunció Jack.
—Debe de estar durmiendo —dijo Bart—. ¿No puede esperar?
—No —contestó Jack.
—¿Lo saben Bingham o Calvin? —preguntó Bart.
—Los dos están fuera y no sé cuándo volverán —dijo Jack.
Tras un momento de duda, Bart abrió el cajón lateral de su escritorio, buscó el número de Janice e hizo la llamada. Cuando Janice contestó, Bart se disculpó por haberla despertado y le explicó que el doctor Stapleton necesitaba hablar con ella. Luego le pasó el auricular a Jack.
Jack se disculpó también y luego la puso al corriente de los resultados sobre Nodelman. Cualquier signo de somnolencia de la voz de Janice desapareció al instante.
—¿Qué puedo hacer para ayudarte? —preguntó.
—¿Había alguna referencia a un viaje en los informes del hospital? —preguntó Jack.
—No, que yo recuerde —contestó Janice.
—¿Alguna referencia a contacto con animales domésticos o salvajes? —prosiguió Jack.
—No, tampoco —dijo Janice—. Pero puedo volver esta noche. Esas preguntas no se formulan sistemáticamente.
Jack agradeció su oferta y le dijo que ya se enteraría él mismo. Devolvió el auricular a Bart, le dio las gracias y corrió hacia su despacho.
Chet levantó la vista cuando Jack entró.
—¿Has averiguado algo?
—Nada —respondió Jack alegremente.
Cogió la carpeta del caso Nodelman y pasó las páginas rápidamente hasta dar con la hoja de identificación debidamente cumplimentada. Allí figuraban los números de teléfono de los familiares más cercanos. Jack señaló con el índice el número de la esposa de Nodelman e hizo la llamada. Era una centralita del Bronx.
La señora Nodelman contestó al segundo timbrazo.
—Soy el doctor Stapleton —se presentó Jack—. Trabajo en el Instituto Forense de Nueva York.
A continuación Jack tuvo que explicar el papel de los médicos forenses, porque la señora Nodelman ni siquiera conocía el antiguo término «médico de juzgado».
—Me gustaría hacerle unas cuantas preguntas —dijo Jack una vez que la señora Nodelman hubo comprendido quién era.
—Fue todo tan repentino —dijo la señora Nodelman, echándose a llorar—. Tenía diabetes, eso es verdad. Pero no estaba tan grave para morir.
—La acompaño en el sentimiento, señora —dijo Jack—. Dígame, ¿había hecho su marido algún viaje recientemente?
—Estuvo en Nueva Jersey hace una semana aproximadamente —contestó la señora Nodelman. Jack oyó cómo se sonaba la nariz.
—Me refería a un viaje al extranjero —aclaró Jack—. Como el sudeste asiático o quizá la India.
—No, mi marido sólo iba a Manhattan, cada día —explicó la señora Nodelman.
—¿No habrá recibido tal vez una visita procedente de algún país exótico? —preguntó Jack.
—La tía de Herman nos visitó en diciembre —dijo la señora Nodelman.
—¿Y de dónde es?
—De Queens —repuso la señora Nodelman.
—De Queens —repitió Jack—. No, no era eso lo que estaba pensando. ¿Tuvo contacto con animales salvajes, como conejos, por ejemplo?
—No —dijo la señora Nodelman—. Herman detestaba los conejos.
—¿Y animales domésticos? —insistió Jack.
—Tenemos una gata.
—¿Está enferma la gata? ¿O ha llevado a su casa algún roedor?
—La gata está perfectamente —repuso la señora Nodelman—. Es una gata casera que nunca sale a la calle.
—¿Y ratas? —preguntó Jack—. ¿Suele haber ratas en su vecindario? ¿Ha visto alguna muerta últimamente?
—No, aquí no hay ratas —replicó la señora Nodelman, indignada—. Vivimos en un apartamento limpio y decente.
Jack reflexionó, pensando qué más podía preguntar, pero no se le ocurría nada.
—Señora Nodelman, ha sido usted muy amable. La razón por la que le hago estas preguntas es que tenemos motivos para creer que su marido murió a causa de una grave enfermedad infecciosa. Creemos que murió de peste.
Hubo un breve silencio.
—¿Se refiere a la peste bubónica, como la que hubo en Europa hace tiempo? —preguntó la señora Nodelman.
—Algo parecido —dijo Jack—. La peste se presenta en dos formas clínicas, bubónica y neumónica. Al parecer su marido padeció la forma neumónica, que es precisamente la más contagiosa. Le recomiendo que vaya a ver a su médico y le comunique su posible exposición a la enfermedad. Seguramente él le aconsejará que tome antibióticos, como medida preventiva. También sería conveniente que llevara a su gata al veterinario y le explicara la situación.
—Entonces… ¿es grave? —preguntó la señora Nodelman.
—Sí, muy grave. —Antes de despedirse, Jack le dio su número de teléfono por si más tarde quería hacerle alguna pregunta y le pidió que le telefoneara si el veterinario encontraba algo sospechoso en la gata.
Jack colgó el auricular y se volvió hacia Chet.
—Esto se pone cada vez más misterioso. —Hizo una pausa y en tono animado añadió—: AmeriCare va a tener una buena indigestión con este asunto.
—Otra vez esa expresión en tu cara que tanto me asusta —observó Chet, provocando una sonrisa en el rostro de Jack. Al ver que éste se levantaba y se dirigía a la puerta preguntó, nervioso: ¿Y ahora adónde vas?
—A explicarle a Laurie Montgomery lo que está pasando —contestó Jack—. Se supone que hoy es nuestra supervisora. Hay que informarle enseguida.
Jack regresó al cabo de unos minutos.
—¿Qué ha dicho Laurie? —preguntó Chet.
—Se ha quedado tan pasmada como nosotros —contestó Jack. Cogió el listín telefónico, se sentó y se puso a pasar páginas.
—¿Te ha pedido que hicieras algo concreto? —preguntó Chet.
—No. Me ha dicho que espere hasta que Bingham esté informado. De hecho, ha intentado llamar a nuestro ilustre jefe, pero Bingham sigue reunido e incomunicado con el alcalde.
Jack descolgó el auricular y marcó.
—¿Y ahora a quién llamas? —preguntó su compañero.
—A la comisaria de sanidad, Patricia Markham —dijo Jack—. No pienso esperar.
—¡Por todos los santos! —exclamó Chet abriendo los ojos—. ¿No crees que sería mejor que lo hiciera Bingham? Vas a llamar a su jefe sin que él lo sepa.
Jack no contestó, pues estaba ocupado dando su nombre a la secretaria de la comisaria. Cuando ésta le dijo que esperara, tapó el micrófono con la mano y susurró a Chet:
—¡Sorpresa! ¡Está en el despacho!
—Te aseguro que a Bingham no le gustará nada lo que estás haciendo —contestó Chet, también con un susurro.
Jack levantó la mano para hacer callar a Chet.
—Hola, señora comisaria. ¿Cómo va todo? Soy Jack Stapleton, del Instituto Forense.
Chet hizo una mueca de disgusto ante la alegre informalidad de Jack.
—Lamento estropearle el día —continuó Jack—, pero me pareció que debía llamarla. El doctor Bingham y el doctor Washington no están disponibles, y se nos ha presentado una situación de la que creí oportuno informarla inmediatamente. Acabamos de hacer un presunto diagnóstico de peste en un paciente del Hospital General de Manhattan.
—¡Dios mío! —exclamó la doctora Markham, tan alto que hasta Chet pudo oírla—. Es espantoso, pero espero que se trate de un solo caso.
—Así es, de momento.
—Muy bien, alertaré a la Junta Municipal de Salud —dijo la doctora Markham—. Ellos se encargarán de ponerse en contacto con el Centro de Control de Enfermedades. Gracias por avisarme. ¿Puede repetirme su nombre?
—Stapleton —dijo Jack—. Jack Stapleton.
Jack colgó con una sonrisa de satisfacción en los labios.
—Quizá deberías liberarte de tus acciones de AmeriCare —dijo a Chet—. La comisaria parecía preocupada.
—Y tú será mejor que desempolves tu currículum vital —replicó Chet—, porque Bingham se va a cabrear.
Jack se puso a silbar mientras hojeaba la historia médica de Nodelman, hasta que llegó al informe de investigación. En cuanto localizó el nombre del médico que lo había atendido, lo anotó: doctor Carl Wainwright. Luego se levantó y se puso su cazadora de piel.
—Oh, oh —dijo Chet—. ¿Y ahora qué?
—Me voy al Hospital General —dijo Jack—. Creo que haré una visita pericial. Este caso es demasiado importante para dejarlo en manos de los jefazos.
Chet hizo girar su silla mientras Jack salía por la puerta.
—Supongo que sabes perfectamente que Bingham no aprueba que nosotros, los médicos forenses, hagamos visitas periciales —alertó Chet—. Con lo que vas a hacer echarás más leña al fuego.
—Estoy dispuesto a correr el riesgo —declaró Jack—. Me han enseñado que es una obligación.
—Bingham opina que eso les corresponde a los investigadores forenses. Nos lo ha dicho cientos de veces.
—Este caso es demasiado interesante para que lo deje pasar —repitió Jack desde el pasillo—. Tú quédate al mando. No tardaré.