Jueves 28 de marzo de 1996, 08:15 AM
Montes Catskills, Nueva York
Las horas habían transcurrido lenta y tristemente. No había podido conciliar de nuevo el sueño. Y como no paraba de temblar, tampoco había encontrado una postura cómoda. Cuando al fin Richard entró en la sala, con el cabello erizado, Jack casi se alegró de verlo.
—Tengo que ir al cuarto de baño —dijo Jack.
—Tendrás que esperar a que se levante Terese —dijo Richard, y se puso a avivar el fuego.
Unos minutos más tarde, Terese atravesaba la puerta de su dormitorio. Llevaba una bata vieja y no tenía mejor aspecto que su hermano. Su luminosa melena de rizos había quedado reducida a una greñosa pelambrera. No llevaba maquillaje, y el contraste con su aspecto habitual la hacía parecer extraordinariamente pálida.
—Todavía me duele la cabeza —se quejó Terese—. Y he dormido muy mal.
—A mí también me duele —dijo Richard—. Es del estrés. Además, anoche no cenamos nada.
—Pues no tengo hambre —comentó Terese—. No lo entiendo.
—Tengo que ir al cuarto de baño —repitió Jack—. Llevo horas esperando.
—Coge la pistola —dijo Terese a Richard—. Yo le desataré las esposas.
Terese entró en la cocina y se agachó para soltar las esposas con la llave.
—Lamento que no hayas dormido bien —dijo Jack—. Tendrías que haber venido a hacerme compañía. Aquí se estaba de maravilla.
—No quiero ni oírte —le amonestó Terese—. No estoy de humor.
Las esposas se abrieron y Jack se frotó las doloridas muñecas y se puso en pie con dificultad. Al levantarse le dio un mareo y tuvo que sujetarse de la mesa de la cocina. Terese se apresuró a atarle las esposas a la mano que había quedado libre. Jack no habría sido capaz de resistirse aunque lo hubiera pretendido.
—¡Adelante! —dijo Richard apuntando a Jack con el revólver.
—Enseguida voy —dijo Jack. La habitación todavía le daba vueltas.
—¡Nada de trucos! —le avisó Terese, y se apartó de él.
Tan pronto como pudo, Jack echó a andar hacia el cuarto de baño, con piernas temblorosas. Lo primero que hizo fue orinar. Después se tomó una dosis de rimantadina con un largo trago de agua. Luego se atrevió a mirarse al espejo, y lo que vio le sorprendió bastante. Apenas pudo reconocerse. Parecía un mendigo. Tenía los ojos enrojecidos y ligeramente hinchados. Un hilo de sangre seca le recorría el lado izquierdo de la cara y continuaba en el hombro de la camisa, al parecer producto del golpe que Richard le había pegado en el coche al llegar al peaje. Tenía el labio partido e hinchado, y mocos secos pegados en la incipiente barba.
—Date prisa —dijo Terese desde el otro lado de la puerta.
Jack abrió el grifo y se lavó la cara. Se limpió los dientes con el dedo índice. Luego se pasó un poco de agua por el pelo.
—Ya era hora —dijo Terese cuando Jack salió del cuarto de baño.
Jack contuvo el impulso de soltar algún sarcasmo. Tenía la impresión de que con aquellos dos estaba caminando por la cuerda floja y no quería correr riesgos innecesarios. Pensó que quizá no volverían a atarlo al desagüe del fregadero, pero se equivocó. Lo llevaron directamente a la cocina y lo ataron al mismo sitio.
—Tendríamos que comer algo —propuso Richard.
—Anoche compré cereales —dijo Terese.
—Perfecto —dijo él.
Se sentaron a la mesa, apenas a un metro de distancia de Jack. Terese comió muy poco y volvió a comentar que no tenía hambre. A Jack no le ofrecieron nada.
—¿Has pensado qué vamos a hacer? —preguntó Richard a su hermana.
—¿Qué me dices de esos tipos que tenían que matar a Jack en la ciudad? ¿Quiénes eran?
—Una banda de mi barrio —dijo Richard.
—¿Cómo te pones en contacto con ellos?
—Generalmente los llamo por teléfono o voy a un edificio que han ocupado —dijo Richard—. El tipo con el que trato se llama Twin.
—Bueno, pues hazlo venir aquí —dijo Terese.
—Puede que venga, si le pagamos bien.
—Llámale —ordenó ella—. ¿Cuánto ibas a pagarles?
—Quinientos.
—Si es necesario, ofrécele mil. Pero dile que es urgente y que tiene que venir hoy mismo.
Richard retiró su silla y se fue al salón a buscar el teléfono. Lo llevó a la mesa de la cocina para que Terese escuchara la conversación, por si tenían que elevar el precio. No sabía cómo reaccionaría Twin ante la idea de trasladarse hasta los Castkills.
Richard marcó un número de teléfono y, al otro lado, Twin contestó. Richard le dijo que quería volver a hablar de liquidar al médico.
—Mira, tío, no me interesa —repuso Twin.
—Ya sé que las otras veces has tenido problemas —dijo Richard—. Pero esta vez será chupado. Lo tenemos esposado y escondido fuera de la ciudad.
—Entonces no nos necesitas para nada —dijo Twin.
—¡Espera! —se apresuró a decir Richard, pues le había parecido que Twin estaba a punto de colgar el teléfono—. Te necesitamos. Mira, te pagaremos el doble por la molestia de trasladarte hasta aquí.
—¿Mil dólares? —preguntó Twin.
—Sí.
—No vengas, Twin —gritó Jack—. ¡Es una trampa!
—¡Mierda! —bramó Richard. Dijo a Twin que esperara un momento y, furioso, le propinó un golpe a Jack con la culata del revólver.
Jack cerró los ojos con tal fuerza que le brotaron lágrimas. El dolor era muy fuerte. Una vez más notó que le corría sangre por la cara.
—¿Era el médico? —preguntó Twin.
—Sí, era el médico —confirmó Richard con enojo.
—¿Qué ha querido decir con eso de la trampa?
—Nada —dijo Richard—. Sólo dice estupideces. Lo tenemos esposado al desagüe del fregadero.
—A ver si lo he entendido bien. ¿Nos vas a pagar mil dólares por ir y liquidar a un tipo que está esposado a un desagüe?
—Será un blanco fácil —le aseguró Richard.
—¿Dónde estáis? —preguntó Twin.
—A unos ciento sesenta kilómetros al norte de la ciudad. En los Catskills. —Hubo una pausa—. ¿Qué me dices? Es un buen dinero.
—¿Por qué no lo haces tú mismo? —inquirió Twin.
—Eso es asunto mío.
—Está bien —dijo Twin—. Dime dónde es exactamente. Pero te advierto que si hay algo raro, te arrepentirás.
Richard le indicó cómo llegar a la granja y dijo a Twin que lo estarían esperando.
Luego colgó lentamente el auricular mientras miraba a Terese con aire triunfal.
—¡Por fin, gracias a Dios! —exclamó Terese.
—Será mejor que llame al trabajo —dijo Richard, y volvió a descolgar el auricular. Ya debería haber entrado.
Una vez que Richard concluyó su llamada, Terese hizo una parecida a Colleen y luego fue a ducharse. Richard fue a buscar más leña.
Abatido por el dolor, Jack se sentó en el suelo. Por lo menos había dejado de sangrar. La intervención de los Black Kings en aquel enredo significaba el final. Por propia experiencia sabía que los miembros de aquella banda no tendrían el menor reparo en matarlo, por muy atado que estuviera.
Por unos instantes Jack perdió por completo el control. Tiró de las esposas con desespero, como un niño con una rabieta, y sólo consiguió cortarse las muñecas y tirar al suelo varias botellas de detergente. Era imposible romper la cañería o las esposas.
Cuando se le pasó el ataque, Jack se desmoronó y comenzó a llorar. Pero eso tampoco duró mucho. Se secó la cara con la manga, suspiró y se incorporó. Sabía que tendría que huir de allí. La próxima vez que fuera al cuarto de baño tendría que intentar algo. Era su única escapatoria y no tenía mucho tiempo.
Tres cuartos de hora más tarde Terese reapareció, vestida. Se arrastró hasta el sofá y se dejó caer en él. Richard estaba sentado en el otro sofá, hojeando una revista Life de 1950.
—No me encuentro nada bien —dijo Terese—. Me duele muchísimo la cabeza. Me parece que he pillado un resfriado.
—Yo también —convino Richard sin levantar la vista.
—Tengo que ir otra vez al lavabo —anunció Jack.
—¡Déjame en paz! —dijo Terese, los ojos en blanco.
Nadie se movió ni dijo nada durante cinco minutos.
—Bueno, supongo que puedo orinarme aquí mismo —dijo Jack, rompiendo el silencio.
Terese suspiró y bajó las piernas del sofá.
—Venga, valiente —dijo con desprecio a su hermano.
Emplearon el mismo método que antes. Terese desató las esposas mientras Richard apuntaba a Jack con el revólver.
—¿Es imprescindible que tengas las esposas puestas mientras estoy en el cuarto de baño? —preguntó Jack cuando Terese fue a cerrárselas.
—Sí —dijo ella, tajante.
Una vez dentro, Jack se tomó otra tableta de rimantadina y bebió un largo trago de agua. Luego, mientras dejaba que corriera el agua, se subió al retrete, agarró el marco de la ventana con ambas manos y empezó a tirar de ella. Apretó más fuerte intentando soltar el marco.
Pero entonces se abrió la puerta.
—¡Baja de ahí ahora mismo! —bramó Terese.
Jack bajó del retrete y se encogió. Temía que Richard le golpeara nuevamente en la cabeza. Pero Richard se limitó a entrar en el cuarto de baño, empuñando el revólver, que estaba amartillado.
—¿Quieres que te dispare? —susurró.
Los tres permanecieron quietos unos momentos. Luego Terese ordenó a Jack que volviera a la cocina.
—¿No se te ocurre ningún otro sitio? —preguntó Jack—. Me estoy hartando de la vista.
—No me provoques —lo amenazó Terese.
Con el revólver apuntándole a tan corta distancia; Jack no podía hacer nada. En cuestión de segundos estaba otra vez esposado al desagüe.
Media hora más tarde Terese decidió ir a la tienda a comprar aspirinas y unas sopas. Preguntó a Richard si quería algo. Su hermano le pidió que comprara helado, pues creía que le iría bien para la garganta.
Cuando Terese salió de la casa, Jack dijo a Richard que tenía que volver al cuarto de baño.
—Ya —repuso Richard sin moverse del sofá.
—De verdad —insistió Jack—. La última vez no he hecho nada.
Richard se rió.
—Mala suerte. Ha sido culpa tuya.
—Venga. Será sólo un momento.
—¡Escúchame! —gritó Richard—. Si entro ahí será para darte otra vez en la cabeza. ¿Entendido?
Jack lo entendía perfectamente.
Al cabo de veinte minutos Jack oyó el inconfundible ruido de un coche que se acercaba por el camino de grava.
Notó una subida de adrenalina. ¿Serían los Black Kings?
Volvió a invadirlo el pánico y contempló, desconsolado, el inquebrantable desagüe.
Cuando se abrió la puerta, Jack vio, aliviado, que era Terese. Ésta dejó la bolsa de la compra encima de la mesa de la cocina, volvió al sofá, se tendió y cerró los ojos. Dijo a Richard que guardara la compra.
Richard se levantó sin entusiasmo. Puso en la nevera lo que había que conservar en frío, y el helado en el congelador. Luego guardó las latas de sopa en el armario. En el fondo de la bolsa encontró las aspirinas y varios paquetes de celofán de galletas de manteca de cacahuete.
—Puedes darle unas galletas a Jack —sugirió Terese.
—¿Quieres? —preguntó Richard a Jack.
Jack asintió con la cabeza. Aunque todavía se encontraba mal, había recobrado el apetito. Lo último que había comido era lo que había comprado en la tienda antes de meterse en la furgoneta.
Richard le metió las galletas enteras en la boca, como un pájaro alimentando a sus crías que esperan con la boca abierta. Jack devoró cinco galletas y luego pidió agua.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Richard. Le fastidiaba que le hubiera tocado hacer aquello.
—Dásela —dijo Terese.
Richard obedeció de mala gana. Jack bebió un buen trago y le dio las gracias. Richard le dijo que no le diera las gracias a él, sino a Terese.
—Tráeme un par de aspirinas y un vaso de agua —dijo Terese.
—¿Quién te has creído que soy? ¿El criado?
—Haz lo que te digo —dijo Terese, malhumorada.
Tres cuartos de hora más tarde oyeron otro coche que subía por el camino.
—Por fin —dijo Richard dejando a un lado la revista y levantándose del sofá—. Deben de haber venido por Filadelfia, como mínimo. —Se dirigió hacia la puerta mientras Terese se incorporaba y se sentaba.
Jack tragó saliva, nervioso. Notaba el pulso en las sienes. Comprendió que había llegado su hora.
Richard abrió la puerta y al instante gritó:
—¡Mierda!
—¿Qué pasa? —preguntó Terese sobresaltada.
—¡Es Henry, el maldito guarda! —gruñó—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—¡Encárgate de que no vea a Jack! —gritó Terese, angustiada—. Yo hablaré con Henry. —Se levantó y se tambaleó un momento, aturdida por un breve mareo. Luego caminó hasta la puerta.
Richard corrió hacia Jack. En el camino cogió la pistola y la sostuvo por el cañón, como si fuera un hacha.
—Si dices una sola palabra te destrozo la cabeza —lo amenazó.
Jack levantó la vista hacia Richard y comprendió que estaba decidido a cumplir su palabra. Oyó un coche que se paraba y luego la voz de Terese.
Jack se enfrentaba a un dilema absurdo. Podía gritar, pero no creía que pudiera hacer mucho ruido antes de que Richard lo dejara inconsciente. Sin embargo, si no lo intentaba, pronto tendría que enfrentarse a los Black Kings y a una muerte segura. Decidió intentarlo.
Jack echó la cabeza hacia atrás y se puso a gritar pidiendo ayuda. Como era de esperar, Richard lo golpeó con el arma en la frente. El grito de Jack quedó interrumpido sin que hubiera podido formar ni una palabra. Medió una misericordiosa oscuridad, tan repentina como la de una lámpara que se apaga.
Jack recobró la conciencia progresivamente. Lo primero que notó fue que no podía abrir los ojos. Tras varios esfuerzos logró abrir el derecho y poco después también el izquierdo. Se frotó la cara con la manga y se percató de que era sangre coagulada lo que le había pegado los párpados.
Se tocó la frente con el antebrazo y comprobó que tenía un bulto considerable en el centro de la línea de crecimiento del cabello. Sabía que era un buen sitio donde recibir un golpe fuerte, pues era la parte más gruesa del cráneo.
Parpadeó para aclarar la visión y consultó su reloj. Eran poco más de las cuatro, un hecho que confirmaba la pálida luz que entraba por la ventana situada encima del fregadero.
Jack echó un vistazo al salón, que veía por debajo de la mesa de la cocina. El fuego se había reducido considerablemente. Terese y Richard estaban repantingados en sus respectivos sofás.
Jack cambió de postura y al hacerlo volcó una botella de limpiacristales.
—¿Y ahora qué hace? —preguntó Richard.
—¿Qué más da? —dijo Terese—. ¿Qué hora es?
—Más de las cuatro —contestó Richard.
—¿Dónde se han metido esos amigos tuyos? —inquirió Terese—. ¿Acaso vienen en bicicleta?
—¿Quieres que llame?
—No, tranquilo, podemos esperar una semana más —dijo Terese, irritada.
Richard se puso el teléfono sobre el pecho y marcó un número. Cuando contestaron preguntó por Twin. Esperó un buen rato y finalmente Twin se puso al teléfono.
—¿Por qué demonios no has venido? —protestó Richard—. Llevamos todo el día esperando.
—No voy a ir, tío —dijo Twin.
—Pero dijiste que sí —replicó Richard.
—No puedo, tío —dijo Twin—. No puedo ir.
—¿Ni siquiera por mil dólares?
—No.
—Pero ¿por qué?
—Porque he dado mi palabra —contestó Twin.
—¿Que has dado tu palabra? ¿Qué significa eso? —inquirió Richard.
—Lo que te digo. ¿Acaso hablo chino?
—Pero esto es ridículo —dijo Richard.
—Mira, es tu fiesta —dijo Twin—. Tendrás que encargarte tú.
Richard se quedó con el teléfono, mudo, en la mano. Colgó el auricular bruscamente.
—Vaya desgraciado —dijo con desprecio—. No quiere venir. No puedo creerlo.
—Pues sí que era buena la idea. —Terese se incorporó—. Ahora estamos igual que al principio.
—A mí no me mires. No pienso hacerlo —dijo Richard, malhumorado. Ya te lo he dejado bien claro. Es asunto tuyo, hermanita. Todo esto lo hemos hecho para beneficio tuyo, no mío.
—Probablemente —replicó ella—, pero tú encontraste un perverso placer en ello. Por fin pudiste utilizar esos bichos con que te has pasado toda la vida jugando. Sin embargo, ahora no puedes hacer una cosa mucho más sencilla. Eres una especie de… —Buscó la palabra adecuada y finalmente dijo: ¡Degenerado!
—De acuerdo, pero tú tampoco eres Blancanieves, precisamente —gritó Richard—. No me extraña que tu marido te abandonara.
Terese se ruborizó. Abrió la boca, pero no articuló palabra. De pronto se lanzó sobre la pistola.
Richard dio un paso atrás. Advirtió que se había pasado mencionando lo que no se debía mencionar. Por un momento pensó que Terese estaba a punto de dispararle a él, pero vio que se precipitaba hacia la cocina, amartillando el arma por el camino. Se paró al lado de Jack y le apuntó a la ensangrentada cara.
—¡Date la vuelta! —le ordenó.
Jack tuvo la impresión de que se le paraba el corazón. Contempló el tembloroso cañón del revólver y los gélidos ojos azules de Terese. Estaba paralizado, era incapaz de obedecer sus órdenes.
—¡Maldito seas! —dijo Terese, y de pronto se echó a llorar.
Desmontó el arma, la guardó y luego volvió corriendo al sofá, donde se sentó con la cabeza entre las manos, sin cesar de sollozar.
Richard se sintió culpable, porque sabía muy bien que no debía haber dicho lo que había dicho. El talón de Aquiles de su hermana era haber perdido a su hijo y luego a su marido. Arrepentido, se acercó a ella y se sentó a su lado, en el borde del sofá.
—No debería haberlo hecho —dijo Richard acariciándole suavemente la espalda a Terese—. Se me ha escapado. Compréndelo, estoy fuera de mí.
—Yo también estoy fuera de mí. —Terese se incorporó y se secó los ojos—. Fíjate, estoy llorando. Estoy hecha un desastre. Y me encuentro mal. Ahora me duele la garganta.
—¿Quieres tomarte otra aspirina? —preguntó Richard.
Terese meneó la cabeza.
—¿Qué crees que ha querido decir Twin con eso de que ha dado su palabra? —preguntó.
—No lo sé —contestó Richard—. Por eso se lo he preguntado.
—¿Por qué no le has ofrecido más dinero?
—No me ha dado la oportunidad —dijo Richard—. Ha colgado.
—Pues llámalo otra vez. Tenemos que salir de aquí.
—¿Cuánto dinero quieres que le ofrezca? Yo no tengo tanto dinero como tú.
—El que haga falta —dijo ella—. En la situación en que estamos, el dinero no debería ser un factor determinante.
Richard descolgó el auricular y marcó un número de teléfono. Esta vez, cuando preguntó por Twin le dijeron que había salido y que no volvería hasta una hora más tarde. Richard colgó.
—Tenemos que esperar —dijo.
—Vaya novedad —comentó su hermana.
Terese se echó en el sofá y se tapó con una colcha de punto. Estaba temblando.
—¿Hace frío o soy yo? —preguntó.
—Yo también tengo un poco de frío —dijo Richard. Se acercó a la chimenea y echó más troncos al fuego. Luego fue a su dormitorio a buscar una manta y se tendió en el sofá. Intentó leer un poco, pero no consiguió concentrarse. Tenía temblores, a pesar de estar tapado con la manta—. Se me acaba de ocurrir una preocupación más.
—¿Qué? —preguntó Terese, que tenía los ojos cerrados.
—Jack no ha parado de toser y estornudar. ¿Crees que ha podido exponerse a mi cepa de gripe, la que puse en el humidificador?
Richard se levantó, se envolvió con la manta, entró en la cocina y le formuló la misma pregunta a Jack, pero éste no contestó.
—Vamos, Doc —lo exhortó Richard—. No quiero tener que pegarte otra vez.
—¿Y eso qué importancia tiene? —preguntó Terese desde el sofá.
—Tiene mucha importancia —explicó Richard—. Hay muchas posibilidades de que mi cepa sea la misma que causó la gran epidemia de gripe de 1918. La conseguí en Alaska, de un par de esquimales congelados que murieron de neumonía. Las fechas coincidían.
—Esto sí que me preocupa —dijo Terese mientras se dirigía a la cocina—. ¿Crees que Jack la tiene y que nos ha contagiado?
—Es posible —repuso Richard.
—¡Esto es espantoso! —Terese miró a Jack—. ¿Y bien? —inquirió—. ¿Has estado expuesto a esa gripe?
Jack no estaba seguro de si debía admitir su exposición o no. No sabía qué los enfurecería más, la verdad o el silencio.
—No me gusta nada que no conteste —dijo Richard.
—Es médico forense —observó su hermana—. Tiene que haber estado expuesto a la fuerza. Fue a él al que le llevaron los muertos. Me lo dijo por teléfono.
—Eso no me preocupa —dijo Richard—. Lo arriesgado sería tener contacto con una persona viva, que respira, estornuda y tose, y no con un cadáver.
—Los médicos forenses no se ocupan de los vivos —dijo Terese—. Sus pacientes están todos muertos.
—Eso es verdad —reconoció Richard.
—Además —añadió Terese—, Jack no está muy enfermo. Está resfriado, de acuerdo. ¿No estaría mucho peor si hubiera contraído esa gripe tuya?
—Tienes razón —admitió Richard—. No sé en qué estaba pensando; si tuviera la gripe de 1918, a estas alturas ya estaría muerto.
Los dos hermanos volvieron a los sofás.
—No lo voy a soportar mucho rato más —dijo Terese—. Sobre todo con lo mal que me encuentro.
A las cinco y cuarto, cuando había transcurrido exactamente una hora desde la anterior llamada, Richard telefoneó otra vez a Twin. Esta vez el propio Twin contestó el teléfono.
—¿Se puede saber por qué no me dejas en paz? —preguntó.
—Quiero ofrecerte más dinero —repuso Richard—. Es evidente que mil dólares no son suficientes. Lo comprendo, esto queda bastante lejos. ¿Cuánto quieres?
—No me has entendido, ¿verdad que no? —dijo Twin, irritado—. Te he dicho que no puedo hacerlo. No insistas más.
—Dos mil —dijo Richard, y miró a Terese, que asintió con la cabeza.
—Oye, tío, ¿estás sordo o qué te pasa? ¿Cuántas veces quieres que te diga que…?
—Tres mil —dijo Richard, y Terese volvió a asentir.
—¿Tres mil dólares? —repitió Twin.
—Eso es —confirmó Richard.
—Por lo visto estás desesperado.
—Estamos dispuestos a pagar tres mil dólares. Piensa lo que quieras.
—Hummm —murmuró Twin—. ¿Y dices que tienes al médico esposado?
—Exacto —dijo Richard—. Será pan comido.
—Mira, ¿sabes qué? Te enviaré a alguien mañana por la mañana.
—No pensarás hacer lo mismo que esta mañana, ¿verdad? —preguntó Richard.
—No —contestó Twin—. Te garantizo que mañana te enviaré a alguien para que se encargue de todo.
—Tres mil dólares —concluyó Richard. Quería asegurarse de que se habían entendido.
—Tres mil, de acuerdo.
Richard colgó el auricular y miró a Terese.
—¿Confías en él? —preguntó ella.
—Esta vez me lo ha garantizado. Y cuando Twin te garantiza algo, se cumple. Vendrá mañana por la mañana. Estoy seguro.
—Gracias a Dios —dijo Terese tras exhalar un suspiro.
Jack no estaba tan aliviado como ella. Su pánico se reavivó, y decidió que tenía que encontrar una forma de escapar aquella noche, porque la mañana siguiente traería el apocalipsis.
La tarde dio paso a la noche. Terese y Richard se quedaron dormidos. El fuego se apagó, pues nadie lo vigilaba. Al oscurecer empezó a hacer más frío. Jack se exprimió el cerebro buscando ideas para huir, pero a menos que consiguiera soltarse del desagüe, no tendría posibilidades de escapar.
Hacia las siete Richard y Terese empezaron a toser mientras dormían. Al principio parecía que sólo se estaban aclarando la garganta, pero pronto la tos seca se volvió más fuerte y más productiva. Jack consideró revelador aquel cambio, pues confirmaba las sospechas que había empezado a albergar cuando sus captores comenzaron a quejarse de escalofríos: como Richard suponía, Jack les había contagiado aquella temible gripe.
Jack recordó el largo viaje en coche desde la ciudad y se dio cuenta de que era casi imposible que no hubieran contraído la enfermedad. Durante el trayecto los síntomas de Jack alcanzaron el punto culminante, y éste solía coincidir, en el caso de la gripe, con el momento de máxima producción de virus. Sin duda cada tos y cada estornudo de Jack había soltado millones de partículas infecciosas en el limitado espacio del coche.
Sin embargo, Jack no estaba seguro. Además, su mayor preocupación era tener que vérselas con los Black Kings por la mañana. Tenía otros problemas más apremiantes que la salud de sus captores.
Jack tiró inútilmente del desagüe con la corta cadena que unía las dos esposas. Lo único que consiguió fue hacer ruido y lastimarse aún más las muñecas.
—¡Cállate! —gritó Richard, que se había despertado con el ruido. Encendió una lámpara de mesa, e inmediatamente sufrió un ataque de tos.
—¿Qué pasa? —preguntó Terese, adormilada.
—El animal está inquieto —dijo Richard con voz ronca—. Madre mía, necesito un poco de agua. —Se incorporó, esperó un momento, y luego se puso en pie—. Estoy mareado. Creo que tengo fiebre.
Caminó con paso vacilante hasta la cocina y cogió un vaso. Mientras lo llenaba, Jack pensó ponerle la zancadilla, pero decidió que con eso sólo conseguiría ganarse otro porrazo en la cabeza.
—Tengo que ir al cuarto de baño —dijo Jack.
—Cállate —dijo Richard.
—Ha pasado mucho rato —protestó Jack—. No te estoy pidiendo que me dejes ir a dar un paseo por el jardín. Y si no voy al baño, esto va a apestar.
Richard meneó la cabeza con resignación. Bebió un poco de agua y dijo a Terese que la necesitaba. Luego cogió la pistola de la mesa de la cocina.
Jack oyó cómo Richard amartillaba la pistola. Aquello limitaba sus opciones.
Terese llegó con la llave. Jack advirtió que tenía los ojos vidriosos, febriles. Terese se agachó junto a Jack y soltó un extremo de las esposas sin pronunciar ni una sola palabra. Jack se levantó y ella retrocedió. Jack tuvo la impresión de que la habitación oscilaba, igual que antes. «El rey de la evasión», pensó con cinismo. Se sentía débil a causa de la falta de alimentos, sueño y líquidos. Terese volvió a atarle las esposas.
Richard se colocó detrás de Jack, empuñando el revólver. Jack no podía hacer nada. Cuando llegó al cuarto de baño intentó cerrar la puerta.
—Lo siento —dijo Terese, trabando la puerta con el pie—. Has perdido ese privilegio.
Jack los miró a los dos y comprendió que era inútil discutir. Se encogió de hombros y se dio la vuelta para orinar. Cuando hubo terminado, señaló el lavabo.
—¿Puedo lavarme la cara? —preguntó.
—Si quieres —dijo Terese. Tosió, pero se interrumpió enseguida. Era evidente que le dolía la garganta.
Jack se dirigió al lavabo, que quedaba fuera del campo de visión de Terese. Abrió el grifo, sacó disimuladamente el frasco de rimantadina y se tomó una tableta. Con las prisas estuvo a punto de caérsele el frasco cuando iba a metérselo en el bolsillo.
Se miró en el espejo y se asustó. Su aspecto había empeorado mucho desde aquella mañana, gracias a la nueva herida que tenía en la frente. Estaba muy abierta y, si no se la cosía, iba a dejarle una buena cicatriz. Jack se rió de sí mismo. ¡Cómo si fuera momento oportuno para preocuparse de la estética!
Durante el regreso a la cocina no se produjo ningún incidente. Por unos instantes Jack estuvo tentado de intentar algo, pero le faltó valor. Volvieron a esposarlo bajo el fregadero, y Jack se sintió decepcionado de sí mismo y desanimado. Tenía la descorazonadora impresión de que acababa de desaprovechar su última posibilidad de huir.
—¿Quieres un poco de sopa? —preguntó Terese a Richard.
—La verdad es que no tengo ni pizca de hambre. Lo único que quiero es un par de aspirinas. Me siento como si me hubiera atropellado una locomotora.
—Yo tampoco tengo hambre —dijo Terese—. Esto no es un simple resfriado. Estoy convencida de que tengo fiebre. ¿Crees que es preocupante?
—Es evidente que tenemos lo mismo que Jack —aseguró Richard—. Lo que pasa es que él es más estoico, supongo. Pero no te preocupes; mañana, después de la visita de Twin, si es necesario, podemos ir al médico. Quien sabe, quizá sólo necesitamos unas cuantas horas de sueño.
—Yo también me tomaré un par de aspirinas —dijo Terese.
Después de tomarse los analgésicos, Terese y Richard volvieron al salón. Richard avivó el fuego, que había disminuido bastante. Terese se echó en el sofá y se puso tan cómoda como pudo. Richard no tardó en imitarla. Los dos parecían agotados.
Jack cada vez tenía menos dudas de que sus dos captores habían contraído aquella gripe mortal. No sabía qué le dictaba su ética. El problema era la rimantadina, que seguramente podría detener el avance de la enfermedad. Jack reflexionó en silencio sobre si debía decirles que habían estado expuestos a la gripe y convencerlos para que tomaran la medicina, que quizá pudiera salvarles la vida. Estaban completamente decididos a acabar con él y eran responsables de la muerte de otras víctimas inocentes. ¿Merecían Terese y Richard su compasión pese a su fría indiferencia? ¿Debía prevalecer su juramento médico?
A Jack no le consolaba en absoluto la idea de que se hiciera una justicia poética. Sin embargo, si compartía con ellos la rimantadina, quizá le impedirían a él tomarla. Al fin y al cabo, no les importaba mucho de qué forma muriera, mientras no tuvieran que hacerlo ellos con sus propias manos.
Jack suspiró. Era una decisión imposible. No podía elegir. Pero si no tomaba una decisión, de hecho la estaría tomando. Jack comprendía las consecuencias.
A las nueve en punto la respiración de Terese y Richard se había vuelto estertórea y ambos sufrían ataques de tos. Terese parecía estar peor que Richard. Hacia las diez de la noche un violento acceso de tos despertó a Terese, que llamó débilmente a su hermano.
—¿Qué te pasa? —preguntó él, aletargado.
—Me encuentro peor. Necesito un poco de agua y otra aspirina.
Richard se levantó y fue hasta la cocina con andar vacilante. Propinó una ligera patada a Jack para que se apartara de en medio. Jack, que no tenía intención de plantar cara, se arrastró hacia un lado, hasta donde le permitieron las esposas. Richard llenó un vaso de agua y volvió junto a Terese.
Terese se incorporó para tomarse la aspirina y el agua. Cuando hubo terminado de beber le devolvió el vaso a Richard y se secó la boca con el dorso de la mano. Sus movimientos eran espasmódicos.
—Me encuentro muy mal —dijo—. ¿No crees que deberíamos regresar a la ciudad esta misma noche?
—Tenemos que esperar hasta mañana —repuso Richard—. Nos iremos en cuanto llegue Twin. De todas formas, ahora tengo tanto sueño que no podría conducir.
—Tienes razón —dijo Terese mientras volvía a tenderse—. Creo que tal como estoy, yo tampoco soportaría el viaje. Con esa tos que tengo… Hasta me cuesta respirar.
—Lo mejor será que duermas —propuso Richard—. Te dejaré el agua aquí al lado. —Dejó el vaso sobre la mesa de café.
—Gracias —murmuró Terese.
Richard volvió a su sofá y se dejó caer en él. Se tapó con la manta hasta la barbilla y suspiró profundamente.
El tiempo transcurría lentamente, y la congestionada respiración de Terese y Richard fue empeorando poco a poco.
A las diez y media Jack advirtió que Terese respiraba con dificultad. Incluso desde la cocina pudo ver que se le habían amoratado los labios. Le sorprendió que no se hubiera despertado, y supuso que la aspirina debía de haberle bajado la fiebre. A pesar de su ambivalencia, finalmente Jack decidió decir algo. Llamó a Richard y le dijo que Terese no tenía buen aspecto.
—¡Cállate! —gritó Richard, entre toses.
Jack permaneció media hora callado. Transcurrido ese tiempo se convenció de que oía unos débiles ruidos, como taponazos, al final de cada una de las inspiraciones de Terese, que parecían estertores. Si lo eran, aquél era un signo funesto que hacía sospechar a Jack que Terese empezaba a padecer una insuficiencia respiratoria aguda.
—¡Richard! —gritó Jack, pese a las advertencias de Richard—. Terese está peor.
No obtuvo respuesta.
—¡Richard! —gritó Jack, más fuerte.
—¿Qué? —contestó Richard, adormilado.
—Creo que deberías llevar a tu hermana a una unidad de cuidados intensivos —dijo Jack.
Richard no dijo nada.
—Te lo advierto —dijo Jack—. Después de todo, soy médico, y entiendo un poco de estas cosas. Si no haces algo, será culpa tuya.
Jack había tocado su punto débil y, sorprendido, vio que Richard se levantaba del sofá hecho una fiera.
—¿Culpa mía? —bramó—. ¡La culpa es tuya, por habernos contagiado eso que tienes! —Buscó desesperadamente el arma, pero no recordó qué había hecho con ella tras la última visita de Jack al cuarto de baño.
La búsqueda de la pistola sólo duró unos segundos. De pronto Richard se cogió la cabeza con ambas manos y se quejó del dolor de cabeza, se tambaleó y se derrumbó de nuevo en el sofá.
Jack suspiró aliviado. No se había imaginado que provocaría la ira de Richard. Intentó no pensar en lo que podría haber pasado si hubiera encontrado la pistola.
Jack se resignó a contemplar el espectáculo de cómo una gripe sumamente agresiva causaba sus estragos ante él. La situación clínica de Terese y Richard le hizo recordar historias que le habían contado sobre la epidemia de 1918 y 1919. Decían que algunas personas que habían tomado el metro en Brooklyn con síntomas leves, ya estaban muertas antes de llegar a destino en Manhattan.
Al oír aquellas historias, Jack había pensado que eran exageraciones. Tras presenciar el rápido deterioro de Terese y Richard ya no opinaba lo mismo. Era una terrible demostración del poder del contagio.
A la una de la madrugada la respiración de Richard era tan trabajosa como había sido la de Terese. Terese estaba ya completamente cianótica y apenas respiraba. A las cuatro Richard estaba cianótico, y Terese estaba muerta. A las seis de la mañana Richard emitió unos breves gorjeos y dejó de respirar.