Miércoles 27 de marzo de 1996, 07:45 PM
—¡Imbécil! —gritó Terese—. ¿Quién te mandó meterte donde no te llamaban? ¡Tú y tu condenada testarudez! ¡Ahora que las cosas empezaban a funcionar bien, vas tú y lo jodes todo!
Jack estaba anonadado. Escrutó los ojos azules de Terese, que hasta entonces había considerado tan dulces, y le parecieron más duros que dos zafiros. Su boca ya no era sensual. Los labios, pálidos, dibujaban una línea siniestra.
—¡Terese! —gritó Richard—. No pierdas el tiempo intentado hablar con él. Tenemos que decidir qué vamos a hacer. ¿Y si alguien sabe que está aquí?
—¿Dónde tienes esos estúpidos cultivos? —preguntó Terese apartando su feroz mirada de Jack y clavándola en Richard—. ¿Aquí, en este laboratorio?
—Pues claro que están aquí —contestó Richard.
—Deshazte de ellos —dijo Terese—. Tíralos por el retrete.
—¡Pero Terese! —gritó Richard.
—No me vengas con historias. He dicho que te deshagas de ellos. ¡Ahora mismo!
—¿De la gripe también? —preguntó Richard.
—¡De la gripe sobre todo! —bramó ella.
Richard se dirigió de mala gana hasta el congelador, lo abrió y empezó a buscar en su interior.
—¿Qué voy a hacer contigo? —dijo Terese, pensando en voz alta.
—De momento podrías quitarme estas esposas —propuso Jack—. Luego podríamos ir a cenar al Positano, un sitio muy tranquilo, y tú puedes decir a tus amigos que nos encontrarán allí.
—¡Cállate! —gritó Terese—. Ya estoy harta de tus agudezas.
Terese dejó a Jack y se fue a donde estaba Richard. Vio que cogía una serie de frascos congelados.
—¡Todos! ¡Ahora mismo! —le advirtió—. No podemos dejar ninguna prueba, ¿entendido?
—El día que decidí ayudarte cometí la mayor estupidez de mi vida —se lamentó Richard. Cuando hubo cogido todos los frascos se dirigió al lavabo.
—¿Qué tienes tú que ver en todo esto? —preguntó Jack a Terese cuando perdió de vista a Richard.
Terese no contestó y se alejó hacia el salón. Jack oyó la cadena del retrete y no quiso ni pensar en lo que acababan de arrojar a las cloacas de la ciudad para infectar a las ratas.
Richard regresó y se fue con Terese. Jack no los veía, pero como el techo era muy alto y no había interferencias, los oía como si estuvieran a su lado.
—Tenemos que sacarlo de aquí cuanto antes —dijo Terese.
—¿Y luego qué? —preguntó Richard, malhumorado—. ¿Lo arrojamos al East River?
—No, creo que lo mejor será que desaparezca, sencillamente. ¿Qué te parece si lo llevamos a la granja que papá y mamá tienen en las Catskills?
—No se me había ocurrido —dijo Richard con cierto entusiasmo—. Sí, creo que es una idea excelente.
—¿Cómo lo llevamos hasta allí? —preguntó Terese.
—Traeré mi Explorer.
—El problema será meterlo dentro y luego hacer que se esté callado —dijo Terese.
—Tengo ketamina.
—¿Qué es eso?
—Un anestésico —explicó Richard—. Se utiliza mucho en veterinaria. También puede suministrarse a las personas, pero puede producir alucinaciones.
—No me importa que produzca alucinaciones —dijo Terese—. Lo que me interesa es que lo deje dormido. De hecho, sería mejor que sólo lo tranquilizara.
—Lo único que tengo es ketamina —dijo Richard—. Puedo conseguirla porque no se lleva registro cuando se vende. La utilizo con los animales.
—No quiero que me expliques nada —replicó Terese—. ¿Podemos darle la cantidad justa para que quede un poco atontado?
—No lo sé con seguridad —dijo Richard—. Pero lo intentaré.
—¿Cómo se la darás?
—Con una inyección. Pero el efecto no dura mucho, así que tendremos que ponerle varias.
—Vamos a probarlo.
Cuando Terese y Richard volvieron del salón Jack sudaba profusamente. No sabía si era a causa de la fiebre o del miedo por la conversación que acababa de oír. No le atraía en absoluto la idea de convertirse en un sujeto experimental involuntario con un potente anestésico.
Richard sacó varias jeringuillas de un armario, y el medicamento, contenido en un frasco de vidrio con tapón de goma, de otro. Luego se dispuso a calcular la dosis.
—¿Cuánto dirías que pesa? —preguntó, como si Jack fuera un animal y no pudiera hablar.
—Unos noventa kilos, más o menos —aventuró Terese.
Richard hizo varios cálculos sencillos y luego llenó una de las jeringuillas. Al aproximarse a Jack, éste tuvo que dominar su miedo. Le habría gustado gritar, pero no lo hizo. En cuanto Richard le inyectó la ketamina en el brazo derecho, notó una intensa quemazón e hizo una mueca de dolor.
Terese asintió con la cabeza. Richard cogió su anorak de esquí y se lo puso. Desde la puerta le dijo a Terese que tardaría unos diez minutos.
—Así que se trata de un negocio entre hermanos —dijo Jack.
—No me lo recuerdes —repuso Terese, meneando la cabeza. Empezó a pasearse por la sala, como Richard había hecho antes.
El primer efecto que notó Jack fue un zumbido en los oídos. Luego vio a Terese haciendo cosas raras. Jack parpadeó y sacudió la cabeza. Era como si una nube de aire denso estuviera cayendo encima de él, y él lo viera desde lejos. A continuación apareció Terese en el extremo de un largo túnel y su cara se amplió hasta un tamaño descomunal. Hablaba, pero los sonidos resonaban interminablemente. Sus palabras eran indescifrables.
Cuando recuperó la conciencia, se dio cuenta de que estaba andando. Pero era un andar extraño, no coordinado, pues no tenía noción de dónde estaban las diferentes partes de su cuerpo. Tuvo que mirar hacia abajo para comprobar que sus pies se arrastraban hasta su zona de visión periférica y luego se plantaban. Cuando intentó mirar adónde iba, vio una imagen fragmentada de formas coloreadas y líneas rectas que se movían continuamente.
De pronto sintió náuseas, pero sacudió la cabeza y esa sensación desapareció. Parpadeó y las formas coloreadas se juntaron y se mezclaron hasta formar un objeto grande y reluciente. Una mano apareció en su campo de visión y tocó aquel objeto. Entonces Jack cayó en la cuenta de que la mano era la suya y de que el objeto era un coche.
Reconoció otros elementos que tenía alrededor. Había luces y un edificio. Entonces advirtió que alguien lo sujetaba a cada lado. Estaban hablando, pero sus voces tenían un sonido profundo y mecánico, como si estuvieran sintetizadas.
Jack notó que se caía, pero no pudo hacer nada para impedirlo. Tuvo la sensación de que se caía durante varios minutos antes de aterrizar sobre una superficie dura. Ya sólo veía formas oscuras. Estaba tendido sobre una superficie alfombrada, y un objeto duro le presionaba el estómago. Intentó moverse, pero tenía las muñecas atadas.
El tiempo transcurrió. Jack no supo cuánto rato pasó. Podían ser minutos u horas. Pero al menos había recobrado el sentido de la orientación y ya no tenía alucinaciones. Comprendió que estaba en el suelo de la parte trasera de un coche en marcha y tenía las manos esposadas al bastidor del asiento delantero. Supuso que debían de ir hacia las Catskills.
Para aliviar las molestias que le producía aquella intensa presión en el estómago, Jack subió las rodillas y adoptó una posición acuclillada. Distaba mucho de ser la ideal, pero estaba más cómodo que antes. Las molestias no se debían sólo a la fastidiosa postura. Los síntomas de la gripe habían empeorado y, combinados con los efectos secundarios de la ketamina, hacían que Jack se sintiera peor de lo que recordaba haberse sentido jamás.
Jack estornudó violentamente varias veces, y Terese, que iba sentada en el asiento delantero, se giró.
—¡Madre mía! —exclamó Terese.
—¿Dónde estamos? —preguntó Jack con la voz ronca.
El esfuerzo que hizo para hablar lo hizo toser repetidamente. Le goteaba la nariz, pero con las manos atadas no podía hacer nada.
—Será mejor que te calles o te vas a ahogar —advirtió Richard.
—Esa tos y esos estornudos, ¿se deben a la inyección que le has puesto? —preguntó Terese a Richard.
—¿Cómo demonios quieres que lo sepa? Es la primera vez que administro ketamina a una persona.
—Bueno, no es tan disparatado pensar que puedas saberlo —replicó Terese—. La utilizas con esos pobres animales.
—Y me resiento de hacerlo —repuso Richard con indignación—. Ya sabes que trato a esos animales como mis mascotas. Por eso tengo ketamina precisamente.
Jack se percató de que los nervios que Terese y Richard habían manifestado antes en su presencia se habían transformado en irritación. Por su forma de hablar parecía que se la dirigían el uno al otro.
—Mira, todo este asunto fue idea tuya, no mía —dijo Richard tras un breve silencio.
—¡Ah, no! —exclamó Terese—. No voy a permitir que te excuses con ese argumento. Fuiste tú el que sugirió perjudicar a AmeriCare con una infección hospitalaria. A mí jamás se me habría pasado por la cabeza.
—Sólo lo sugerí después de que tú te quejaras amargamente de que AmeriCare le estaba robando el mercado al National Health pese a tu estúpida campaña publicitaria —dijo Richard—. Tú me suplicaste que te ayudara.
—Quería que me dieras ideas —dijo Terese—. Algo que pudiera utilizar en los anuncios.
—¡Y un cuerno! —repuso Richard—. Cuando quieres comprar carne no vas a la frutería. Yo no sé nada de publicidad. Sabes perfectamente que mi especialidad es la microbiología. Sabías lo que te sugeriría. Era lo que estabas deseando.
—Jamás lo pensé hasta que tú lo mencionaste —insistió Terese—. Además, lo único que dijiste fue que podías hacer que AmeriCare tuviera un poco de mala prensa provocando alguna infección sin importancia. Pensé que te referías a resfriados, diarreas o la gripe.
—Y utilicé la gripe.
—Sí, utilizaste la gripe —afirmó Terese—. ¿Pero era una gripe normal y corriente? No, elegiste una cosa rara que tiene a todo el mundo en guardia, incluido nuestro amigo el detective médico del asiento de atrás. Creí que ibas a utilizar enfermedades comunes, y no la peste, por amor de Dios. O las otras. Ni siquiera recuerdo sus nombres.
—Pues no te quejaste cuando la prensa empezó a cebarse con los brotes infecciosos y el mercado comenzó a cambiar de orientación rápidamente. Estabas muy contenta.
—Estaba horrorizada —reconoció Terese—. Y asustada. Lo que pasa es que no te lo dije.
—¡Eres una mentirosa! —dijo Richard acaloradamente—. Hablé contigo al día siguiente de que se descubriera el brote de peste. Ni siquiera lo mencionaste. Hasta me sentí ofendido, después del esfuerzo que tuve que hacer.
—Me daba miedo hablar del asunto —dijo Terese—. No quería implicarme para nada. A pesar de su gravedad, creí que se acabaría. No sabía que planeabas otras infecciones.
—No puedo creer lo que estoy oyendo —dijo Richard.
Jack notó que estaban aminorando la marcha. Levantó la cabeza todo lo que pudo. Un resplandor de luz artificial entró en el coche. Llevaban un rato conduciendo por la oscuridad.
De pronto Jack percibió unas luces intensas. Se habían detenido bajo un alero. Jack oyó que se bajaba la ventanilla del lado del conductor y comprendió que estaban en un peaje. Se puso a gritar pidiendo ayuda, pero tenía la voz muy débil y ronca.
Richard reaccionó rápidamente; se giró y golpeó a Jack con un objeto contundente en la cabeza. Jack se derrumbó en el suelo.
—No le pegues tan fuerte —dijo Terese—. No nos interesa que el coche se manche de sangre.
—Pensé que era más importante que se estuviera callado —repuso Richard. Echó un puñado de monedas en la cesta de la barrera automática.
El golpe aumentó el dolor de cabeza de Jack. Cerró los ojos e intentó buscar la postura más cómoda, pero no tenía muchas opciones. Por fortuna, finalmente se quedó dormido, pese a que se zarandeaba de un lado para otro, porque después del peaje tomaron una carretera muy sinuosa.
Cuando se despertó, habían vuelto a pararse. Jack levantó la cabeza con cuidado. Vio luces, otra vez, provenientes del exterior.
—Ni se te ocurra —advirtió Richard, que tenía el revólver en la mano.
—¿Dónde estamos? —preguntó Jack, atontado.
—En una tienda. Terese quería comprar unas cuantas cosas.
Terese volvió al coche con una bolsa de supermercado.
—¿Se ha movido? —preguntó a Richard al subir.
—Sí, está despierto —dijo Richard.
—¿Ha intentado gritar?
—No. No se ha atrevido.
Siguieron viajando una hora más, durante la cual Terese y Richard no dejaron de reñir sobre quién tenía la culpa de aquel desastre. Ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder.
Finalmente abandonaron la carretera asfaltada y tomaron otra de grava, llena de baches. Jack hizo una mueca de dolor mientras su maltrecho cuerpo golpeaba contra el suelo del coche.
Finalmente giraron a la izquierda y el coche se detuvo. Después de parar el motor, Richard y Terese se bajaron.
Jack se quedó solo en el coche. Levantó la cabeza todo lo que pudo y sólo consiguió ver un trozo de cielo nocturno. Estaba muy oscuro.
Se sentó y miró si podía soltar las esposas de debajo del asiento. Era imposible, pues las esposas estaban atadas a una pieza de acero.
Se dejó caer y se resignó a esperar. Richard y Terese tardaron más de media hora en ir a buscarlo. Abrieron las dos puertas del lado del acompañante.
Terese soltó un extremo de las esposas.
—¡Baja del coche! —ordenó Richard, apuntando a Jack en la cabeza.
Jack obedeció. Entonces Terese avanzó rápidamente y volvió a sujetarle la mano que tenía libre con las esposas.
Jack echó a andar con las piernas temblorosas por la hierba húmeda. Hacía más frío que en la ciudad y podía ver el vapor de su respiración. Ante ellos, en la oscuridad, se perfilaba una granja blanca. Había luces en las ventanas que daban al porche y salía humo por la chimenea.
Al llegar al porche, Jack miró alrededor. A la izquierda vislumbró la oscura silueta de un granero y, detrás, un campo. Más allá estaban las montañas. No se veía luz alguna a lo lejos; era un escondite aislado y privado.
—¡Vamos! —gritó Richard golpeando a Jack en las costillas con el cañón del revólver—. Entra.
Era una casa de veraneo y de fines de semana decorada al estilo rústico inglés. Había dos sofás de calicó a juego, situados uno frente al otro, ante una enorme chimenea de piedra en la que ardían unos troncos recién encendidos. Una alfombra oriental cubría casi todo el suelo de tablones de madera.
Tras una gran arcada había una cocina rústica con una mesa y sillas de respaldo de barrotes horizontales en el centro. Detrás de la mesa había una cocina Franklin, y en la pared del fondo un gran fregadero de porcelana antiguo.
Richard llevó a Jack a la cocina y lo hizo sentarse sobre la esterilla que había delante del fregadero. Jack intuyó que iban a atarlo al desagüe y pidió permiso para ir al lavabo.
La petición de Jack desencadenó otra discusión entre los hermanos. Terese pretendía que Richard entrara en el cuarto de baño con Jack, pero aquél se negó rotundamente y propuso que entrara ella si ése era su deseo, sugerencia que Terese rechazó por considerar que no le correspondía a ella hacerlo. Finalmente decidieron dejar que Jack entrara solo, porque el cuarto de baño de los invitados sólo tenía una ventana demasiado pequeña para que Jack pudiera escapar por ella.
Una vez solo, Jack sacó la rimantadina y se tomó una tableta. Lo había desanimado comprobar que la medicina no había impedido que se contagiara, pero creía que estaba deteniendo el avance de la gripe. Sin duda los síntomas habrían sido mucho peores si no la hubiera tomado.
Cuando salió del cuarto de baño, Richard lo llevó de nuevo a la cocina y, como Jack se había imaginado, ató las esposas al desagüe del fregadero. Mientras Terese y Richard se retiraron a los sofás, delante del fuego, Jack examinó las tuberías para ver si podía escapar. El problema era que las cañerías eran muy antiguas. No eran ni de PVC ni de cobre, sino de latón y hierro colado. Jack intentó ejercer presión sobre ellas, pero no cedieron ni un ápice.
Momentáneamente resignado, Jack adoptó la postura que le resultaba más cómoda. Se tendió boca arriba sobre la esterilla. Escuchó a Terese y a Richard, que habían desistido de echarse mutuamente la culpa de aquella catástrofe y se mostraban más razonables, pues sabían que tenían que tomar algunas decisiones.
Al echarse boca arriba, la secreción nasal de Jack corrió garganta abajo. Volvió a toser y a estornudar violentamente. Cuando se calmó, se encontró mirando las caras de Terese y Richard.
—Tenemos que saber cómo descubriste los Laboratorios Frazer —dijo Richard empuñando de nuevo el revólver.
Jack comprendió que si se enteraban de que era el único que conocía la existencia de los Laboratorios Frazer, seguramente le matarían allí mismo.
—Fue muy fácil —dijo.
—A ver, explícanoslo —dijo Terese.
—Llamé al Instituto Nacional de Biología y pregunté si alguien había pedido bacterias de peste últimamente. Me dijeron que las habían pedido los Laboratorio Frazer.
Terese reaccionó como si le hubieran dado una bofetada. Se volvió hacia Richard, enfurecida.
—No me digas que encargaste esos bichos —dijo, incrédula—. Creía que los tenías en tu colección.
—De peste no tenía —repuso Richard—, y pensé que la peste causaría más impacto a la prensa. Pero ¿qué más da? No pueden averiguar de dónde procedía la bacteria.
—Ahí es donde te equivocas —intervino Jack—. El Instituto Nacional de Biología marca todos los cultivos. En el Instituto Forense nos enteramos cuando hicimos la autopsia.
—¡Idiota! —gritó Terese—. Has dejado una pista que conduce directamente hasta tu puerta.
—No sabía que marcaban los cultivos —se defendió Richard.
—¡Madre mía! —dijo Terese, poniendo los ojos en blanco—. Eso significa que en el Instituto Forense todos saben que el episodio de peste fue provocado.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Richard, nervioso.
—Espera un momento —dijo Terese, y miró a Jack—. No estoy segura de que diga la verdad. Me parece que esto no encaja con lo que me contó Colleen. Espera, voy a llamarla.
La conversación entre Terese y Colleen fue breve. Terese dijo a su subordinada que estaba preocupada por Jack y le pidió que telefoneara a Chet y le preguntara qué pasaba con la teoría de la conspiración de Jack. Terese quería saber si la apoyaba alguien más en el Instituto Forense. Concluyó diciendo a Colleen que volvería a llamarla al cabo de un cuarto de hora, porque ella no estaba localizable.
Entretanto Terese y Richard no hablaron demasiado. Terese sólo preguntó a su hermano si estaba seguro de que se había deshecho de todos los cultivos. Richard le confirmó que los había tirado todos por el retrete.
Cuando transcurrieron los quince minutos, Terese volvió a marcar el número de Colleen. Al final de su breve conversación, Terese dio las gracias a Colleen y colgó.
—Es la primera buena noticia que me dan esta noche —dijo Terese a Richard—. En el Instituto Forense no hay nadie más que apoye la teoría de Jack. Chet le ha dicho a Colleen que todos la atribuyen a la manía que tiene Jack a AmeriCare.
—Eso significa que nadie más sabe lo de los Laboratorios Frazer ni lo de las bacterias marcadas —dijo Richard.
—Exacto —confirmó Terese—. Y eso simplifica muchísimo las cosas. Ahora lo único que tenemos que hacer es librarnos de Jack.
—¿Y cómo lo haremos? —preguntó Richard.
—Primero vas a salir y vas a cavar un hoyo —indicó Terese—. Creo que el sitio más indicado es al otro lado del granero, junto a los arándanos.
—¿Ahora? —preguntó Richard.
—No es algo que podamos posponer alegremente, imbécil —dijo Terese.
—La tierra debe de estar congelada —protestó Richard—. Será como cavar en el granito.
—Haberlo pensado antes, cuando maquinaste todo esto —repuso Terese—. Sal y ponte a trabajar. En el granero debe de haber una pala y un pico.
Refunfuñando, Richard se puso el anorak, cogió la linterna y salió por la puerta.
—Terese —dijo Jack—. ¿No crees que has ido demasiado lejos?
Terese se levantó del sofá y entró en la cocina. Se apoyó en el armario y miró a Jack.
—No intentes que me apiade de ti —dijo—. No me dirás que no te advertí un montón de veces que no te metieras en este asunto. El único culpable eres tú.
—No puedo creer que tu carrera sea tan importante para ti —replicó Jack—. Ha muerto gente, y aún morirá más. No sólo yo.
—No era mi intención que muriera nadie —protestó Terese—. Eso ha sido culpa del retrasado mental de mi hermano, que está enamorado de los microbios desde que iba al instituto. Se ha pasado la vida coleccionando bacterias, como quien colecciona armas de fuego. Le excitaba tenerlas; supongo que le daban sensación de poder. Quizá debí imaginarme que algún día cometería alguna locura; no lo sé. Ahora lo único que intento es salir de este lío.
—Ahora razonas —dijo Jack—. Eres su cómplice, y eres tan culpable como él.
—¿Sabes una cosa, Jack? —inquirió Terese—. En estos momentos me importa un rábano lo que pienses.
Terese volvió junto a la chimenea. Jack oyó que echaba más troncos al fuego. Apoyó la cabeza en su antebrazo y cerró los ojos. Estaba desesperado; se encontraba mal y tenía miedo. Se sentía como un condenado que espera en vano el indulto.
Al cabo de un rato la puerta se abrió de golpe y Jack se sobresaltó. Había vuelto a quedarse dormido. También percibió un nuevo síntoma: ahora le dolían los ojos cuando miraba de un lado a otro.
—Cavar el hoyo ha sido más fácil de lo que esperaba —dijo Richard quitándose el anorak—. El suelo no estaba helado. Esa zona debió de ser un pantano en su día, porque ni siquiera había piedras.
—Espero que lo hayas hecho lo bastante hondo —dijo Terese, dejando a un lado un libro que había cogido. No quiero más pifias, como que aparezca con las lluvias de primavera.
—No te preocupes, es muy profundo —aseguró Richard, y entró en el cuarto de baño para lavarse las manos. Cuando salió, Terese se estaba poniendo el abrigo—. ¿Adónde vas?
—Fuera —dijo Terese, y se dirigió hacia la puerta—. Voy a dar un paseo mientras tú matas a Jack.
—Espera un momento. ¿Por qué tengo que hacerlo yo?
—Tú eres el hombre —dijo Terese con una sonrisa burlona—. Eso es cosa de hombres.
—¡Y un cuerno! —exclamó Richard—. No pienso matarlo. Soy incapaz. No podría matar a un hombre esposado.
—No te creo —gritó Terese—. Sólo dices tonterías. No tuviste el menor reparo en meter unas bacterias mortales en los humidificadores de gente inocente. Sabías perfectamente que iban a morir.
—Fueron las bacterias las que los mataron —dijo Richard—. Era una lucha entre la bacteria y el sistema inmunológico de la víctima. Yo no los maté directamente. Tuvieron su oportunidad.
—¡Será posible! —gritó Terese, poniendo los ojos en blanco. Respiró hondo e intentó recobrar la compostura—. Está bien. Con los enfermos fueron las bacterias, y no tú. En este caso será la bala, y no tú. ¿Qué te parece? ¿Satisface eso tu ridículo sentido de la responsabilidad?
—Esto es diferente —dijo Richard—. No tiene nada que ver.
—Richard, no tenemos alternativa. Si no lo hacemos pasarás el resto de tus días en la cárcel.
Richard miró, titubeante, el revólver que había encima de la mesa de café.
—¡Cógelo ahora mismo! —ordenó Terese al ver que Richard contemplaba el arma.
Richard vaciló.
—Vamos, Richard —apremió Terese.
Richard se acercó a la mesa y cogió el revólver con indecisión. Lo sostuvo por el cañón y por la culata y lo amartilló.
—¡Estupendo! —exclamó Terese para animarlo—. Ahora sal fuera y hazlo.
—A lo mejor, si le quitamos las esposas e intenta huir, puedo… —empezó a decir Richard, pero se interrumpió al ver que Terese caminaba hacia él con paso decidido echando chispas por los ojos. Sin pensarlo dos veces, le dio una bofetada a su hermano, que retrocedió de golpe, indignado.
—No te atrevas a hablar así, inútil —lo amenazó Terese—. No vamos a arriesgarnos más. ¿Entendido?
Richard se llevó una mano a la cara y luego la miró, como si esperara ver sangre en ella. Su furia inicial se desvaneció rápidamente. Se dio cuenta de que Terese tenía razón. Asintió con la cabeza lentamente.
—Muy bien, manos a la obra. —Terese caminó hasta la puerta—. Estaré fuera. Hazlo rápido, pero hazlo bien —dijo, y salió de la casa.
La habitación quedó en silencio. Richard no se movió. Lo único que hizo fue darle la vuelta lentamente al revólver, como si estuviera inspeccionándolo.
—Yo no sé si le haría caso —se atrevió a decir Jack—. Quizá te metan en la cárcel por las infecciones, si es que pueden demostrar que fuiste tú el responsable, pero matarme así, a sangre fría, significa la pena de muerte aquí en Nueva York.
—Cállate —ordenó Richard, y se colocó detrás de Jack, apuntándolo con el revólver.
Transcurrió un minuto, que a Jack le pareció una hora. Contenía la respiración y, cuando no pudo más, soltó el aire e inmediatamente se puso a toser.
Cuando se recuperó del ataque, vio que Richard tiraba el arma sobre la mesa de la cocina y luego corría hacia la puerta. La abrió y gritó a la noche:
—¡No puedo!
Terese reapareció casi de inmediato.
—¡Maldito cobarde! —dijo.
—¿Por qué no lo haces tú? —replicó su hermano.
Terese iba a contestar, pero en lugar de hacerlo caminó a grandes zancadas hasta la mesa de la cocina, cogió el revólver y se volvió hacia Jack. Le apuntó a la cara sosteniendo el arma con ambas manos. Jack la miró fijamente a los ojos.
La punta del cañón de la pistola empezó a oscilar; Terese soltó una sarta de blasfemias y tiró el revólver sobre la mesa.
—Hombre, la dama de hierro no es tan dura como parece —se mofó Richard.
—Cierra el pico —dijo Terese. Volvió al sofá y se sentó. Richard se sentó frente a ella. Se miraron airadamente.
—Esto se está convirtiendo en una pesadilla —dijo ella.
—Creo que estamos todos muy nerviosos —comentó Richard.
—Vaya, creo que es lo primero que dices con un poco de sentido —dijo Terese—. Estoy agotada. ¿Qué hora es?
—Más de medianoche —contestó Richard.
—Claro —dijo Terese—. Me duele la cabeza.
—Yo tampoco me encuentro muy bien —admitió Richard.
—Vamos a acostarnos —propuso Terese—. Ya nos encargaremos de esto mañana por la mañana. Ahora ni siquiera puedo pensar.
Jack se despertó a las cuatro y media de la madrugada, temblando. El fuego se había apagado y la habitación estaba helada. La esterilla era lo único que le proporcionaba un poco de calor. Jack consiguió echársela por encima.
La habitación estaba casi completamente a oscuras. Terese y Richard no habían dejado ninguna lámpara encendida al retirarse a sus respectivos dormitorios. La única luz que había entraba por la ventana situada encima del fregadero y apenas permitía percibir vagamente la silueta de los muebles.
Jack no sabía qué era lo que le hacía sentirse peor: el miedo o la gripe. Por lo menos la tos no había empeorado. Por lo visto la rimantadina había impedido que se desarrollara la neumonía.
Jack se permitió el lujo de considerar por unos minutos la posibilidad de que lo rescataran. Lo malo era que sus esperanzas eran mínimas. La única persona que sabía que el análisis de las sondas del Instituto Nacional de Biología había dado positivo para el cultivo de peste era Ted Lynch, pero Ted no podía saber lo que eso significaba. Agnes quizá sí, pero Ted no tenía motivo alguno para contarle a Agnes lo que había descubierto.
Dado que el rescate no era una posibilidad viable, tendría que ingeniárselas para escapar. Con los dedos entumecidos, Jack palpó el desagüe al que lo habían atado. Buscó alguna imperfección, pero no encontró nada. Colocó las esposas a diferentes alturas y, apoyando los pies en las tuberías, empujó hasta que las esposas se le clavaron en la piel. Las tuberías no se movían.
Si quería escapar, tendría que hacerlo cuando lo dejaran ir al cuarto de baño. Pero no sabía cómo iba a hacerlo. Su única esperanza era que sus captores cometieran algún descuido.
Jack se estremeció al pensar lo que le traería el nuevo día. Un buen sueño no haría más que endurecer la resolución de Terese. No lo tranquilizaba excesivamente el hecho de que ni Terese ni su hermano hubieran sido capaces de dispararle a sangre fría. Teniendo en cuenta el egocentrismo de ambos, no podía contar con que aquella actitud se mantuviera indefinidamente.
Utilizando las piernas, Jack consiguió echarse otra vez la esterilla por encima. Se puso lo más cómodo que pudo e intentó descansar. Si se le presentaba una oportunidad de huir, quería estar lo mejor preparado físicamente para aprovecharla.