Miércoles 27 de marzo de 1996, 05:45 PM
Jack se sentía incómodo. Estaba embotado y le dolían todos los músculos. Ya había perdido la cuenta de las horas que llevaba sentado en la furgoneta, observando a los clientes que entraban y salían de la tienda de empeños. La tienda nunca había llegado a llenarse, pero no dejaba de entrar y de salir gente, la mayoría bastante desaliñada. A Jack se le ocurrió que quizás en la tienda se llevaban a cabo actividades ilegales, como apuestas o tráfico de drogas.
En cuanto llegó, por la mañana, se dio cuenta de que no era un barrio muy bueno. Al oscurecer confirmó su impresión, cuando alguien intentó forzar la puerta de la furgoneta mientras Jack se encontraba dentro. El individuo se acercó a la puerta del acompañante con una barra plana, que procedió a insertar entre el cristal y el marco de la puerta. Jack tuvo que dar unos golpes en el cristal y hacerle señas al hombre para que se fijara en él. En cuanto lo vio, echó a correr.
Jack había agotado prácticamente las pastillas para la garganta que había comprado, pero el dolor persistía. Para colmo, había empezado a toser. La tos no era intensa, pero sí muy seca, lo que le irritaba aún más la garganta y aumentaba sus temores de que Gloria Hernández le hubiera contagiado la gripe. Aunque la dosis recomendada de rimantadina era de dos tabletas diarias, Jack se tomó una tercera tableta cuando empezó a tener tos.
Cuando empezaba a temer que su astuto plan del paquete fuera un fracaso, su paciencia se vio recompensada. Al principio el individuo no le llamó la atención. Había llegado a pie, cosa que Jack no esperaba. Llevaba un viejo anorak de esquí con capucha, como muchas de las personas que le habían precedido. Pero al salir llevaba el paquete. Pese a la escasa luz y a la distancia, Jack consiguió ver las etiquetas de «urgente» y «producto biológico» adheridas al papel de embalar.
Tuvo que tomar rápidamente una decisión, pues el hombre caminaba a paso ligero hacia el Bowery. No había contado con que tendría que seguir a un peatón, y no sabía si bajarse de la furgoneta y seguirlo a pie o quedarse en ella y arrancar.
Pensó que una furgoneta circulando a poca velocidad resultaría más sospechosa que un peatón y se bajó del vehículo. Siguió al hombre manteniendo cierta distancia, hasta que giró a la derecha por Eldridge Street. Entonces Jack echó a correr hasta llegar a la esquina.
Se asomó justo a tiempo para ver al hombre entrar en un edificio que había al otro lado de la calle, hacia la mitad de la manzana.
Jack avanzó rápidamente hacia el edificio, que tenía cinco pisos, como los edificios contiguos. En cada piso había dos ventanas grandes con ventanas de guillotina más pequeñas a ambos lados. Por el lado izquierdo de la fachada bajaba zigzagueando una escalera de incendios, que terminaba en una escalerilla con contrapeso que quedaba colgando a unos tres metros de la acera. El espacio comercial de la planta baja estaba vacante y un letrero en la parte interior del cristal rezaba «En alquiler».
Sólo había luces en las ventanas del segundo piso. Desde donde estaba Jack parecía un apartamento, pero no estaba seguro. No había cortinas ni alguna otra cosa que sugiriera un ambiente doméstico.
Mientras Jack contemplaba el edificio, intentando decidir qué hacía, se encendieron las luces del quinto piso. Observó que alguien abría una de las ventanas de guillotina de la izquierda. Jack no consiguió ver si había sido el hombre al que había seguido, pero sospechaba que sí.
Tras asegurarse de que nadie miraba, Jack se dirigió a la puerta por donde había entrado el hombre. Estaba abierta. Traspasó el umbral y entró en un pequeño vestíbulo. En la pared de la izquierda había cuatro buzones, y sólo dos de ellos tenían un nombre. El segundo piso lo ocupaba G. Heilbrunn. El inquilino del quinto piso era R. Overstreet. Los Laboratorios Frazer no figuraban por ninguna parte.
Había cuatro timbres alrededor de una pequeña rejilla que Jack supuso que debía de cubrir un altavoz. Por un momento pensó en llamar al quinto piso, pero no se le ocurrió qué podía decir. Se quedó un rato allí plantado, pensando, pero no se le ocurrió nada. Entonces cayó en la cuenta de que el buzón del quinto piso no estaba cerrado con llave.
Cuando estaba a punto de abrir el buzón, se abrió la puerta interior de la portería. Jack se sobresaltó y dio un respingo, pero tuvo la frialdad suficiente para girarse, de modo que la persona que saliera del edificio no le viera la cara. El individuo pasó al lado de Jack a toda prisa, visiblemente agitado. Jack consiguió ver por el rabillo del ojo el mismo anorak de nylon del hombre al que había seguido. Un segundo más tarde el hombre había desaparecido.
Jack reaccionó rápidamente; antes de que la puerta se cerrara metió el pie. Cuando se convenció de que el hombre no iba a regresar inmediatamente, entró en el edificio y dejó que la puerta se cerrara tras él. Una escalera subía rodeando un amplio ascensor con un armazón de acero cubierto con una gruesa malla metálica. Jack dedujo que se trataba de un montacargas, no sólo por su tamaño, sino también porque las puertas se cerraban de arriba hacia abajo, en lugar de hacerlo de lado a lado, y porque el suelo era de bastos tablones.
Se montó en el ascensor y apretó el botón del quinto piso. El ascensor era ruidoso, traqueteante y lento, pero lo condujo al quinto piso. Jack se bajó y se encontró ante una puerta gruesa y simple. No había nombre ni timbre. Llamó a la puerta, confiando en que el apartamento estuviera vacío. Como nadie contestó, ni siquiera después de llamar más fuerte por segunda vez, probó si la puerta se abría, pero estaba cerrada.
Había un tramo más de escaleras, y Jack subió para ver si era posible llegar al tejado. Pudo abrir la puerta, pero se dio cuenta de que ésta quedaría cerrada una vez que él estuviera fuera. Antes de arriesgarse a salir al tejado tenía que colocar algo entre la puerta y el marco para poder salir después. En cuanto echó una ojeada vio una pieza que supuso que estaba allí precisamente para aquel propósito.
Una vez atrancada la puerta, Jack salió al oscuro tejado y avanzó con cautela hacia la fachada del edificio. Delante de él vio la barandilla de la escalera de incendios, que destacaba contra el cielo nocturno.
Llegó al antepecho, se sujetó a la barandilla y miró hacia abajo. Aquella visión de la calle le produjo vértigo, y sintió un breve mareo al imaginarse que tendría que saltar la barandilla para bajar. Sin embargo, sólo tres metros más abajo estaba el rellano del quinto piso de la escalera de incendios, generosamente iluminado por la luz procedente del interior del apartamento.
Pese a su fobia, Jack sabía que no podía dejar pasar aquella oportunidad. Como mínimo tenía que echar un vistazo por la ventana.
Se sentó en el antepecho, mirando hacia la parte trasera del edificio y, luego, sujetándose a la barandilla, se levantó. Bajó aquel corto tramo de la escalera, clavando la mirada en cada uno de los peldaños. Avanzó lentamente y poniendo mucha atención, hasta que pisó la rejilla del rellano. No miró hacia abajo ni una sola vez.
Sin soltarse de la escalera, se inclinó y miró por la ventana. Era un apartamento, como Jack se había imaginado, pero estaba dividido con mamparas de un metro y medio de altura. Justo delante de él había una zona destinada a vivienda, con una cama a la derecha y una pequeña cocina a la izquierda. En una mesa redonda estaban los restos del paquete enviado por Jack. El tope de puerta y las hojas de periódico arrugadas estaban esparcidos por el suelo.
Lo que más le interesaba a Jack era lo que ya distinguía por encima de la mampara divisoria: era la parte superior de un artefacto de acero inoxidable que no encajaba en un apartamento.
La ventana que tenía delante estaba abierta y Jack no pudo resistir la tentación de entrar en el apartamento para inspeccionarlo con más detalle. Además, reflexionó, así podría salir por la escalera y no tendría que volver a trepar por la escalera de incendios.
Aunque seguía sin mirar hacia abajo, Jack tardó un momento en convencerse de que podía soltar la escalerilla. Cuando ya se había colado en el apartamento, metiendo primero la cabeza, advirtió que estaba empapado de sudor.
Jack recobró el dominio de sí mismo rápidamente. Una vez dentro, con los pies en suelo firme, no tuvo reparos en asomarse por la ventana y mirar hacia la calle. Quería asegurarse de que el hombre del anorak de nylon no había vuelto, por lo menos de momento.
Satisfecho, Jack empezó a inspeccionar el apartamento. Pasó de la cocina-dormitorio a un salón dominado por un gran ventanal. Había dos sofás colocados uno delante del otro y una mesa de café sobre una pequeña alfombra. Las paredes de las mamparas divisorias estaban decoradas con pósters de congresos internacionales de microbiología. Todas las revistas que había sobre la mesa de café eran de microbiología.
Jack estaba muy animado. Quizás hubiera dado con los Laboratorios Frazer, después de todo. Pero también había algo que le inquietaba. En el tabique del fondo había un gran armario con las puertas de cristal, lleno de pistolas. Al hombre del anorak no le interesaban sólo las bacterias: también era aficionado a las armas de fuego.
Jack recorrió rápidamente el salón con intención de localizar la puerta que conducía a la escalera. Pero en cuanto dejó atrás el tabique del salón, se paró en seco. Todo el resto del enorme loft, lleno de columnas, lo ocupaba un laboratorio. El artefacto de acero inoxidable que había visto desde la escalera de incendios era parecido a la incubadora que había visto en el laboratorio del Hospital General. En el rincón del fondo de la derecha había una campana de seguridad de nivel III cuyo tubo de ventilación iba a parar a una de las ventanas de guillotina.
Al colarse por la ventana, Jack ya había sospechado que encontraría un laboratorio privado, pero el tamaño del que había descubierto le sorprendió. Sabía que aquellos materiales no eran precisamente baratos, y la combinación de vivienda y laboratorio era, como mínimo, poco corriente.
Le llamó la atención un enorme congelador industrial, junto al cual había varios cilindros de nitrógeno condensado. El congelador había sido manipulado para utilizar nitrógeno líquido como refrigerante, haciendo posible que la temperatura interior se mantuviera por debajo de los -10 grados centígrados.
Jack intentó abrir la nevera, pero estaba cerrada con llave. Oyó un débil ruido que parecía un ladrido y se apartó del congelador. Volvió a oír el mismo ruido y advirtió que procedía del fondo del laboratorio, donde había un cobertizo de unos seis metros cuadrados. Se acercó para examinar aquella extraña estructura. En la parte trasera había un conducto de ventilación que salía por la parte superior de una de las ventanas del fondo.
Jack entreabrió la puerta y percibió un olor muy intenso, junto con unos ladridos. Abrió la puerta y distinguió los bordes de unas jaulas metálicas. Al encender la luz pudo ver que había varios perros y gatos, pero sobre todo la habitación estaba llena de ratas y ratones. Los animales lo miraron con expresión vacía. Unos cuantos perros menearon la cola, expectantes.
Jack cerró la puerta. El hombre del anorak se estaba convirtiendo en una especie de diabólico fanático de la microbiología. Jack no quería imaginar la clase de experimentos que se estarían llevando a cabo con los animales que acababa de descubrir.
De pronto un lejano pero intenso zumbido de maquinaria eléctrica hizo que a Jack le diera un vuelco el corazón. Supo al instante de qué se trataba: ¡el ascensor!
Presa de pánico, Jack buscó desesperadamente la puerta que conducía al exterior. El espectáculo del laboratorio lo había distraído y se había olvidado de localizarla. No tardó en encontrarla pero cuando llegó junto a ella, pensó que el ascensor ya debía de estar acercándose al quinto piso.
Consideró la posibilidad de subir por la escalera hasta el tejado y luego abandonar el edificio, después de que el hombre del anorak hubiera entrado en su apartamento. Pero el ascensor se acercaba a toda prisa y Jack pensó que lo descubrirían. La única alternativa que tenía era salir del apartamento por el mismo sitio por donde había entrado. Pero entonces el motor del ascensor se paró y las puertas metálicas se abrieron. Comprendió que ya era tarde.
Tenía que esconderse enseguida, si era posible cerca de la puerta de entrada. A unos tres metros había otra puerta. Jack corrió hacia ella y la abrió. Era un cuarto de baño. Se metió dentro y cerró la puerta. Esperaba que el hombre del anorak tuviera intención de hacer cualquier otra cosa menos ir al retrete o lavarse las manos.
En cuanto cerró la puerta del cuarto de baño, oyó unas llaves girando en la cerradura de la puerta del apartamento. El hombre entró, cerró la puerta tras él y luego se alejó a paso ligero. El ruido de sus pasos se fue apagando hasta desaparecer.
Jack vaciló un momento. Calculó cuánto tiempo necesitaba para llegar a la puerta de entrada y abrirla. Confiaba en que una vez que estuviera en la escalera podría huir del hombre del anorak. Con todos los partidos de baloncesto que jugaba, Jack estaba en muy buena forma.
Procurando hacer el menor ruido posible, abrió la puerta del cuarto de baño una rendija, lo justo para escuchar. No oyó nada. Abrió más la puerta, lentamente, para asomarse.
Desde su privilegiada situación Jack podía ver gran parte del laboratorio, pero no vio al hombre del anorak. Abrió un poco más la puerta y miró hacia la puerta de entrada. Unos centímetros más arriba del pomo había un cerrojo.
Volvió a echar un vistazo al laboratorio, salió del cuarto de baño y corrió sin hacer ruido hacia la puerta de entrada. Asió el pomo con la mano izquierda mientras manipulaba el cerrojo con la derecha. Pero entonces tropezó con un problema terrible: el cerrojo no tenía tirador y hacía falta la llave para abrirlo y cerrarlo tanto desde dentro como desde fuera. ¡Había quedado atrapado!
Aterrorizado, Jack regresó al cuarto de baño. Estaba desesperado y se sentía como uno de aquellos pobres animales que había encerrados en el cobertizo. Su única esperanza era que el hombre del anorak saliera del apartamento sin utilizar el cuarto de baño. Pero no tuvo tanta suerte. Cuando sólo habían pasado unos pocos pero terribles minutos, la puerta del cuarto de baño se abrió de par en par el hombre, ahora sin el anorak, hizo ademán de entrar, pero tropezó con Jack. Los dos se quedaron boquiabiertos.
Jack iba a hacer algún comentario gracioso, pero el hombre retrocedió y dio un portazo tan fuerte que la cortina de la ducha cayó al suelo con barra y todo.
Jack asió inmediatamente el pomo de la puerta, por miedo a que lo encerraran dentro, y empujó la puerta con el hombro. La puerta se abrió sin impedimentos. Jack salió del cuarto de baño dando tumbos y estuvo a punto de caer al suelo. Cuando hubo recobrado el equilibrio, recorrió el apartamento con la mirada. El hombre había desaparecido.
Jack se dirigió hacia la cocina con la intención de llegar hasta la ventana que estaba abierta. No tenía otra alternativa. Pero no pasó del salón, porque el hombre también había corrido hacia allí para sacar un enorme revólver de un cajón de la mesa de café. Al ver aparecer a Jack, el hombre le apuntó con el arma y le dijo que se quedara quieto.
Jack obedeció al instante y hasta levantó las manos. Ante aquel inmenso revólver apuntándole, estaba dispuesto a brindar toda su colaboración.
—¿Qué demonios haces aquí? —preguntó el hombre con enojo. El pelo le tapaba la frente y tuvo que sacudir la cabeza para apartárselo de los ojos.
Fue aquel gesto, más que ninguna otra cosa, lo que hizo que Jack lo reconociera. Era Richard, el jefe de técnicos del laboratorio del Hospital General de Manhattan.
—¡Contéstame! —gritó Richard.
Jack levantó más las manos, con la esperanza de que eso tranquilizara a Richard, mientras buscaba desesperadamente una explicación razonable de por qué se encontraba allí. Pero no se le ocurrió nada. En aquella situación, ni siquiera se le ocurría una salida inteligente.
Jack mantenía la mirada clavada en el cañón del revólver, que ahora estaba apenas a un metro de su nariz. Advirtió que la punta del cañón temblaba, lo cual indicaba que Richard estaba no sólo enojado, sino también muy nervioso. A Jack le pareció que aquella combinación podía resultar particularmente peligrosa.
—Si no me contestas te disparo ahora mismo —amenazó Richard.
—Soy médico forense —balbuceó Jack—. Estoy investigando.
—¡Y un cuerno! —gritó Richard—. Los médicos forenses no van por ahí forzando los apartamentos de la gente.
—Yo no he forzado nada —explicó Jack—. La ventana estaba abierta.
—Cállate —dijo Richard—. Da lo mismo. Has entrado ilegalmente.
—Lo siento. ¿No podríamos hablar de esto como dos personas civilizadas?
—¿Fuiste tú el que me envió el falso paquete? —inquirió Richard.
—¿Qué paquete? —dijo Jack con inocencia.
Richard lo miró de arriba abajo y luego clavó la mirada en sus ojos.
—Hasta vas disfrazado de mensajero —observó—. Eso significa premeditación.
—Pero ¿qué dices? —preguntó Jack—. Siempre voy vestido así cuando no estoy en el depósito de cadáveres.
—¡Y un cuerno! —repitió Richard. Señaló uno de los sofás con la punta del revólver y bramó: ¡Siéntate!
—Está bien, está bien. No hace falta que grites. —Jack empezaba a superar la conmoción inicial y estaba recobrando su ingenio. Se sentó donde Richard le había mencionado.
Richard caminó de espaldas hasta el armario de las armas sin quitarle los ojos de encima a Jack. Buscó unas llaves en su bolsillo y luego intentó abrir el armario sin mirar lo que estaba haciendo.
—¿Quieres que te eche una mano? —se ofreció Jack.
—¡Cállate! —gritó Richard.
Hasta la mano con que cogía la llave le temblaba. Cuando consiguió abrir la puerta de cristal, metió la mano en el armario y sacó unas esposas.
—Hombre, mira, una cosa que es muy útil tener siempre en casa —comentó Jack.
Con las esposas en la mano, Richard se acercó de nuevo a Jack, sin dejar de apuntarle a la cara.
—¿Sabes qué podemos hacer? —propuso Jack—. Llamar a la policía. Lo confesaré todo y me llevarán a la comisaría. Así te librarás de mí.
—Cállate —ordenó Richard. Hizo señas a Jack para que se levantara del sofá. Él obedeció y volvió a levantar las manos—. ¡Muévete! —exclamó Richard, señalando hacia la parte central del laboratorio.
Jack retrocedió. Temía apartar la vista del arma. Richard avanzaba hacia él, con las esposas colgando de la mano izquierda.
—Ponte contra la columna —ordenó Richard.
Jack se apoyó contra la columna, que tenía unos cuarenta centímetros de diámetro.
—De cara a la columna —ordenó Richard.
Jack se dio la vuelta.
—Rodéala con los brazos y cógete las manos.
Cuando hizo lo que Richard le pedía, Jack notó que las esposas se cerraban alrededor de sus muñecas. Ahora estaba atado a la columna.
—¿Te importa que me siente?
Sin molestarse en contestar, Richard volvió a toda prisa a la zona destinada a la vivienda. Jack se sentó en el suelo y rodeó la columna con las piernas. Esta postura le resultaba más cómoda.
Jack oyó que Richard marcaba un número de teléfono. Pensó en ponerse a gritar pidiendo ayuda cuando Richard iniciara la conversación, pero inmediatamente consideró que era una idea suicida, teniendo en cuenta lo nervioso que estaba Richard. Además, lo más probable era que al interlocutor de Richard le importaran un rábano los lamentos de Jack.
—¡Jack Stapleton está aquí! —gritó Richard sin más preámbulo—. Me lo he encontrado en el cuarto de baño. Sabe lo de los Laboratorios Frazer y ha estado fisgando por aquí. Estoy seguro. Igual que Beth Holderness en el laboratorio del hospital.
A Jack se le erizaron los pelos de la nuca al oír que Richard mencionaba a Beth.
—¡No me digas que me tranquilice! —gritó Richard—. Esto es una emergencia. No debí meterme en este asunto. Será mejor que vengas aquí enseguida. Este problema es tan tuyo como mío.
Jack oyó que Richard colgaba el auricular de un porrazo. Ahora parecía incluso más nervioso. Pocos minutos después reapareció Richard, esta vez sin el revólver.
Se acercó a Jack y lo miró con aire amenazador. A Richard le temblaban los labios.
—¿Cómo descubriste los Laboratorios Frazer? —preguntó—. Sé que fuiste tú el que envió el paquete falso, así que no me mientas.
Jack levantó la vista. Richard tenía las pupilas muy dilatadas. Parecía medio loco.
Sin aviso previo, le dio una bofetada y le partió el labio. Unas gotas de sangre aparecieron en la comisura de los labios de Jack.
—Será mejor que empieces a hablar —dijo Richard.
Jack se tocó suavemente la herida del labio con la lengua. Se le había quedado la boca entumecida. Notó el gusto salado de la sangre.
—¿No sería mejor que esperáramos a tu amigo? —dijo Jack por decir algo. Su intuición le hacía sospechar que no tardaría en ver a Martin Cheveau o a Kelley o quizás incluso a la doctora Zimmerman.
Richard debió de lastimarse la mano al golpear a Jack, porque abrió y cerró la mano varias veces y luego regresó al salón. A Jack le pareció oír que abría el congelador y luego vaciaba una bandeja de cubitos de hielo. Al cabo de unos minutos Richard regresó y miró con odio a Jack. Llevaba la mano envuelta en un trapo. Se puso a pasear por la sala, deteniéndose de tanto en tanto para consultar su reloj.
El tiempo iba pasando. A Jack le habría gustado tomar una pastilla para la garganta, pero era imposible. También notó que su tos iba en aumento. Se sentía decididamente enfermo y, al parecer, tenía fiebre.
Tenía la cabeza apoyada contra la columna, cuando oyó el estridente ruido del ascensor. Jack se irguió y se percató de que no habían llamado al timbre; eso significaba que la persona que estaba subiendo tenía su propia llave.
Al oír el motor del ascensor, Richard se dirigió a la puerta, la abrió y se quedó esperando en el rellano.
Jack oyó que el ascensor llegaba y se detenía con un ruido sordo. El motor se paró y se abrió la puerta del ascensor.
—¿Dónde está? —dijo una voz irritada.
Jack, que estaba de espaldas a la puerta, oyó que Richard y su visitante entraban en el apartamento. Oyó también que la puerta se cerraba y echaban el cerrojo.
—Allí —dijo Richard, furioso. Lo he esposado a la columna.
Jack inspiró hondo y giró la cabeza al oír que los pasos se acercaban a él. Cuando vio quién era se quedó boquiabierto.