Miércoles 27 de marzo de 1996, 06:15 AM
El primer síntoma fue un súbito sarpullido en los antebrazos. Mientras lo examinaba, el sarpullido se extendió rápidamente por el pecho y el abdomen. Estiró con los dedos la piel en una de las zonas afectadas para ver si se reducía con la presión, pero comprobó que la mancha no sólo no se reducía sino que su color se intensificaba.
De pronto, con la misma rapidez con que había aparecido la erupción, la piel empezó a picarle. Al principio Jack intentó no prestar atención a aquella sensación, pero el picor fue aumentando de intensidad hasta el punto que tuvo que rascarse. Al hacerlo el sarpullido empezó a sangrarle. Las manchas se transformaron en llagas abiertas.
Después de las hemorragias y las llagas apareció la fiebre. Empezó a subirle lentamente, pero en cuanto pasó de treinta y siete grados centígrados se disparó. En cuestión de segundos la frente se cubrió de sudor.
Al mirarse en el espejo comprobó que tenía el rostro sonrojado y cubierto de llagas abiertas. Se quedó horrorizado. Poco después empezó a experimentar dificultad para respirar. Le faltaba el aire, a pesar de que inspiraba profundamente.
Entonces empezó a retumbarle la cabeza al ritmo de los latidos del corazón. No sabía de qué enfermedad se trataba, pero evidentemente era grave. Jack comprendió que disponía de poco tiempo para hacer el diagnóstico y prescribir un tratamiento.
Pero había un problema. Para hacer el diagnóstico necesitaba una muestra de sangre, pero no tenía una aguja. Quizá pudiera obtener una muestra con un cuchillo. Era un método un poco chapucero, pero quizá funcionara. ¿De dónde podía sacar un cuchillo?
Jack parpadeó y abrió los ojos. Palpó la mesilla de noche en busca de un cuchillo, pero entonces se detuvo. Estaba desorientado. Oyó un insistente ruido metálico que no lograba situar. Levantó el brazo y se miró el sarpullido, pero éste había desaparecido. Entonces Jack se dio cuenta de dónde estaba y de que había tenido una pesadilla.
Jack calculó que la temperatura de la habitación del hotel debía de ser de unos treinta grados. Apartó las sábanas con fuerza. Estaba empapado de sudor. Se incorporó y bajó las piernas de la cama. El ruido metálico procedía del radiador, que estaba hirviendo y humeando. Sonaba como si alguien estuviera golpeando el tubo con un martillo.
Jack se acercó a la ventana e intentó abrirla, pero estaba atrancada. Era como si la hubieran cerrado con clavos. Se dio por vencido y se acercó al radiador, que estaba tan caliente que le fue imposible tocar la válvula. Cogió una toalla del cuarto de baño, pero entonces vio que la válvula estaba atascada.
Consiguió abrir una ventana empañada del cuarto de baño, y una refrescante brisa entró en la habitación. Se quedó quieto unos minutos. Le agradaba el tacto de las baldosas frías en los pies. Se apoyó en el lavabo y al recordar la pesadilla que había tenido retrocedió. Había sido un sueño espantosamente real. Hasta se miró los brazos y el abdomen para asegurarse de que no presentaban un sarpullido. Afortunadamente no vio nada anormal. Pero el dolor de cabeza era real y lo atribuyó a la elevada temperatura. Pensó que era extraño que no se hubiera despertado antes.
Se miró en el espejo y vio que tenía los ojos enrojecidos. Además, necesitaba urgentemente afeitarse. Confiaba en que hubiera una tienda en el vestíbulo del hotel, porque Jack no tenía ningún artículo de tocador.
Volvió al dormitorio. El radiador ya había dejado de hacer ruido y la temperatura de la habitación había bajado hasta un nivel tolerable, gracias al aire fresco que entraba por el cuarto de baño.
Jack empezó a vestirse para poder bajar. Mientras lo hacía recordó los sucesos de la noche anterior. La imagen del cañón de aquella pistola volvió a su mente con una claridad aterradora. Se estremeció. Una milésima de segundo más y habría estado muerto.
Había estado al borde de la muerte tres veces en poco más de veinticuatro horas. Cada uno de aquellos episodios le hizo darse cuenta de lo mucho que deseaba vivir. Por primera vez empezó a preguntarse si su reacción al dolor por la pérdida de su esposa y sus hijas, aquel comportamiento imprudente, no perjudicaría la memoria de su familia.
Abajo, en el sórdido vestíbulo, pudo comprarse una maquinilla de afeitar desechable y un tubo de pasta de dientes en miniatura con su correspondiente cepillo. Mientras esperaba el ascensor para volver a su habitación divisó un montón de periódicos atados junto a un quiosco que todavía estaba cerrado. Sobre los sensacionalistas titulares del Daily News leyó: «¡Forense del depósito de cadáveres se salva de un tiroteo en un restaurante de moda! Página 3».
Jack dejó sus compras un momento e intentó sacar un periódico, pero no lo consiguió. La cinta de seguridad con que estaban atados no se lo permitió.
Volvió al mostrador de recepción y convenció al perezoso recepcionista de noche para que saliera de detrás del mostrador y cortara la cinta con una hoja de afeitar. Jack pagó el periódico y vio que el recepcionista se metía el dinero en el bolsillo.
Mientras subía en el ascensor, a Jack le sorprendió ver una fotografía suya en la página tres, saliendo del Positano con Shawn Magoginal sosteniéndole por el brazo. Jack no recordaba que le hubieran tomado una fotografía. El pie de foto rezaba: «El doctor Jack Stapleton, médico forense de Nueva York, sale acompañado del agente de paisano Shawn Magoginal del escenario del asesinato frustrado del médico. Un miembro de una banda urbana resultó muerto en el incidente».
Jack leyó todo el artículo, que no era demasiado largo, y ya lo había terminado cuando llegó a su habitación. El periodista se había enterado, no sabía cómo, de que Jack había tenido problemas con la misma banda en el pasado. Aquello era indiscutiblemente una insinuación de escándalo. Jack tiró el periódico. Le molestaba aquel protagonismo inesperado y le preocupaba que pusiera trabas a su causa. Le esperaba un día muy ajetreado y no deseaba que aquella notoriedad involuntaria produjera interferencias.
Jack se duchó, se afeitó y se lavó los dientes. Se sentía mucho mejor que en el momento de despertar, pero todavía no estaba completamente en forma. El dolor de cabeza no había desaparecido y le dolían los músculos de las piernas y la zona lumbar. No pudo evitar pensar que empezaba a manifestar síntomas de gripe. No se olvidó de tomar la rimantadina.
Cuando llegó al Instituto Forense, hizo que el taxista lo dejara en la zona de carga del depósito de cadáveres para evitar a los periodistas que quizá se hubieran congregado en la puerta principal.
Subió directamente al sector de programación. Estaba impaciente por saber qué había ocurrido durante la noche. En cuanto entró en la habitación Vinnie bajó el periódico que estaba leyendo.
—Hola, Doc —lo saludó Vinnie—. ¿Sabes una cosa? Sales en los periódicos.
Jack no le prestó atención y se acercó a George.
—¿No quieres verlo? —preguntó Vinnie—. ¡Hasta hay una fotografía tuya!
—Ya la he visto. Pero me cogieron mi lado malo.
—Cuéntame qué pasó —exigió Vinnie—. Es como una película o algo así. ¿Por qué quería matarte aquel tipo?
—Fue un caso de confusión de identidad —dijo Jack.
—¡Oh, no! —dijo Vinnie, decepcionado. ¿Quieres decir que te confundió con otra persona?
—Algo así —repuso Jack, y luego, dirigiéndose a George, preguntó—: ¿Ha habido más víctimas de gripe?
—Pero ¿llegó a dispararte? —inquirió George, pasando por alto la pregunta de Jack. Sentía la misma curiosidad que Vinnie. Los desastres padecidos por otros tenían un atractivo universal.
—Cuarenta o cincuenta veces —dijo Jack—. Pero afortunadamente con una de esas pistolas que disparan pelotas de pingpong. Las que no logré esquivar rebotaron inofensivamente.
—Me parece que no quieres hablar de este tema —dijo George.
—Muy inteligente, George —reconoció Jack—. Y ahora dime, ¿ha habido alguna víctima más de gripe?
—Cuatro —contestó George.
—¿Dónde están? —preguntó Jack, sintiendo que el pulso se le aceleraba.
George dio unos golpecitos sobre uno de sus montones de carpetas.
—Te asignaría un par de casos, pero Calvin ya me ha llamado para decirme que no quiere que practiques ninguna autopsia hoy. Creo que también él ha visto el periódico. De hecho, ni siquiera sabía si vendrías a trabajar.
Jack no dijo nada. Con todo el trabajo que tenía pensado hacer, quizá fuera una suerte que le hubiera tocado hacer papeleo. Jack abrió las carpetas un momento para leer los nombres. Habría podido adivinar la identidad de las cuatro víctimas, pero aun así se quedó conmocionado. Kim Spensor, George Haselton, Gloria Hernández y un tal William Pearson, el técnico de laboratorio nocturno, habían muerto durante la noche anterior con síndrome de insuficiencia respiratoria aguda. La incógnita de si se trataba de una cepa de gripe extremadamente agresiva se había resuelto: lo era, sin la menor duda. Aquellas víctimas eran todas personas jóvenes y sanas que habían muerto a las veinticuatro horas del contagio.
La angustia volvió a apoderarse de Jack. Sus temores de que se produjera una verdadera epidemia iban en aumento. Su única esperanza era que si se confirmaban sus sospechas y los humidificadores eran la causa, todos aquellos casos podían considerarse originales porque todos se habían expuesto al humidificador infectado. Por lo tanto, ninguna de las muertes constituía un contagio de una persona a otra, que era el elemento clave de la epidemia que tanto temía.
Jack salió a toda prisa de la habitación, sin contestar las preguntas de Vinnie. No sabía qué hacer primero. Recordando lo que había pasado con el caso de peste, pensó que debía esperar a hablar con Bingham y a que él llamara a las autoridades municipales y estatales. Sin embargo, ahora que los temores de Jack de que se produjera una verdadera epidemia habían aumentado, detestaba la idea de perder tiempo.
—Doctor Stapleton —dijo Marjorie Zankowski, la operadora nocturna de comunicaciones—. Hay varios mensajes en su contestador, pero aquí tiene una lista. Pensaba subírselos a su despacho, pero ya que ha pasado por aquí… —Le acercó un montón de mensajes telefónicos a Jack, que los cogió y siguió su camino.
Jack revisó los mensajes mientras subía en el ascensor. Terese había llamado varias veces, la última vez a las cuatro en punto de la madrugada. El hecho de que hubiera llamado tantas veces lo hizo sentirse culpable. Debió haberla llamado desde el hotel, pero la verdad era que no le había apetecido hablar con nadie.
Descubrió, con sorpresa, que también había mensajes de Clint Abelard y Mary Zimmerman. Lo primero que pensó fue que Kathy McBane les había contado todo lo que él le había dicho. Si ése era el caso, los mensajes de Clint y de Mary serían desagradables. Había llamado primero él y luego ella poco después de las seis de la mañana.
Las más intrigantes y preocupantes de todas las llamadas eran dos de Nicole Marquette, del Centro de Control de Enfermedades, una sobre la medianoche y la otra a las seis menos cuarto.
Jack corrió a su oficina, se quitó la chaqueta, se sentó a su mesa y telefoneó a Nicole. Cuando contestó, Nicole parecía agotada.
—Ha sido una noche muy larga —explicó—. Le he llamado muchas veces, al trabajo y a su casa.
—Lo siento —dijo Jack—. Debí llamarla para darle otro número de teléfono.
—Una de las veces que llamé a su casa contestó un individuo que dijo llamarse Warren. Espero que sea amigo suyo, porque no me pareció muy simpático.
—Sí, es amigo mío —dijo Jack, pero aquella noticia le alteró. No iba a ser fácil enfrentarse a Warren.
—Bueno, no sé muy bien por dónde empezar —dijo Nicole—. Lo que sí puedo asegurarle es que por su culpa hay mucha gente que no ha podido pegar ojo en toda la noche. La muestra de gripe que nos envió ha causado un gran revuelo aquí. La pasamos por nuestra batería de antisueros para compararla con todas las cepas conocidas y no reaccionó de manera clara con ninguna de ellas. En otras palabras: tenía que ser una cepa completamente nueva o que no se hubiera visto en todos los años que hace que guardamos los antisueros.
—No es una buena noticia, ¿verdad? —dijo Jack.
—No —confirmó Nicole—. Es una noticia muy alarmante, sobre todo tratándose de una cepa tan patógena. Si no me equivoco ya ha habido cinco muertes.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Jack—. Yo acabo de enterarme de que anoche hubo cuatro víctimas más.
—Esta noche ya nos hemos puesto en contacto con las autoridades locales y estatales —explicó Nicole—. Ésa era una de las razones por que me interesaba tanto hablar con usted. Consideramos que estamos ante una emergencia epidemiológica, no quería dejarlo a usted al margen. Verá, finalmente encontramos algo que sí reaccionó con el virus. Se trata de una muestra de suero congelado que tenemos y que sospechamos que contiene antisuero de la cepa de gripe que causó la gran epidemia de 1918 y 1919.
—¡Dios mío! —exclamó Jack.
—En cuanto lo supe, avisé inmediatamente a mi jefe, el doctor Hirose Nakano —prosiguió Nicole—. Él, a su vez, avisó al director del Centro de Control de Enfermedades, que ha hablado por teléfono con todo el mundo, hasta con el ministro de sanidad. Nos estamos movilizando para ir a la guerra. Necesitamos una vacuna ya. Esto será peor que la fiebre porcina del año setenta y seis.
—¿Puedo hacer algo? —preguntó Jack, aunque ya conocía la respuesta.
—De momento, no —dijo Nicole—. Estamos en deuda con usted por alertarnos sobre el problema con tanta rapidez. Ya se lo he dicho al director. No me extrañaría que él le telefoneara personalmente.
—¿Y ya se lo han notificado al hospital? —preguntó Jack.
—Sí, por supuesto —contestó Nicole—. Un equipo del centro se trasladará hoy mismo al hospital para ayudar en lo que pueda, incluso colaborando con el jefe de epidemiología. No hace falta que le diga que nos encantaría averiguar de dónde ha salido este virus. Uno de los misterios de la gripe es dónde están las reservas latentes. Se sospecha que pueda ser en los pájaros, en particular en los patos, y también en los cerdos, pero nadie lo sabe con certeza. Es asombroso que una cepa que no se ha visto durante setenta y cinco años vuelva a amenazarnos ahora.
Pocos minutos después Jack colgó el auricular. Estaba perplejo, pero en cierto modo también un poco aliviado. Por lo menos habían hecho caso de sus advertencias sobre la aparición de una verdadera epidemia, y las autoridades pertinentes se habían movilizado. Si había que combatir una epidemia, las únicas personas que podían conseguirlo ya estaban trabajando.
Pero todavía quedaba una cuestión por resolver: el origen de aquellos agentes infecciosos. Jack no creía que se tratara de una fuente natural, como un pájaro u otro animal. Estaba convencido de que había una persona o una organización detrás, y ahora podría concentrarse en ese tema.
Antes de hacer cualquier otra cosa, telefoneó a Terese. La encontró en su casa. Terese sintió un gran alivio al oír la voz de Jack.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó—. Estaba muy preocupada.
—He pasado la noche en un hotel.
—¿Por qué no me llamaste, como me dijiste que harías? Te he telefoneado a tu apartamento un montón de veces.
—Lo siento —se disculpó Jack—. Debí llamarte. Pero cuando salí de la comisaría de policía y encontré un hotel, ya no tenía muchas ganas de hablar con nadie. No te imaginas el estrés que he sufrido en las últimas veinticuatro horas. Me parece que no sé dónde estoy.
—Ya te entiendo —dijo Terese—. Después del horrible incidente de anoche, me sorprende que estés en el trabajo. ¿No te planteaste tomarte un día de fiesta? Creo que es lo que yo habría hecho.
—Estoy demasiado enredado en todo lo que está pasando.
—Eso es precisamente lo que me temía. Escúchame, Jack. El otro día te dieron una paliza, y ahora han estado a punto de matarte. ¿No te parece que ya va siendo hora de que te sustituya otra persona y de que tú vuelvas a tu trabajo normal?
—Hasta cierto punto, eso ya está pasando —repuso Jack—. Los técnicos del Centro de Control de Enfermedades ya vienen hacia aquí para controlar este brote de gripe. Lo único que tengo que hacer es resistir el día de hoy.
—¿Y eso qué significa?
—Si esta noche no he conseguido resolver este misterio, abandonaré —dijo Jack—. Se lo prometí a la policía.
—Me encanta oírlo. ¿Cuándo podemos vernos? Tengo muy buenas noticias.
—Después de lo que pasó anoche, pensé que te parecería demasiado peligroso acercarte a mí.
—Supongo que en cuanto abandones esa cruzada tuya la gente te dejará en paz.
—Ya te llamaré —dijo Jack—. Todavía no sé cómo se va a presentar el día.
—Anoche también me prometiste que me llamarías y no lo hiciste —se quejó Terese—. ¿Cómo quieres que confíe en ti?
—Tendrás que darme otra oportunidad. Y ahora tengo que irme a trabajar.
—¿No me preguntas cuáles son la buenas noticias?
—Pensé que me lo contarías si querías.
—El National Health ha cancelado la presentación de la campaña —anunció Terese.
—¿Y eso es bueno?
—Por supuesto —dijo Terese—. La han cancelado porque están convencidos de que les gustará nuestra campaña sobre la puntualidad que les filtré ayer. De modo que en lugar de tener que preparar de cualquier forma la presentación, tenemos todo un mes para hacerlo como corresponde.
—Es fabuloso. Me alegro mucho por ti.
—Y no se acaba ahí —añadió Terese—. Taylor Heath me llamó a su despacho para felicitarme. Me dijo que se había enterado de las intenciones de Robert Barker y que, por lo tanto, quedaba fuera de juego. Taylor me aseguró, prácticamente, que seré la próxima presidenta de Willow y Heath.
—Eso merece una celebración —dijo Jack.
—Exacto. Podríamos celebrarlo almorzando juntos en el Four Seasons.
—Eres increíblemente tenaz.
—Es inevitable, soy una mujer de negocios —dijo Terese.
—No puedo quedar para almorzar. Pero a lo mejor podemos cenar juntos —dijo Jack—. Si no estoy en la cárcel, claro.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Terese.
—Es demasiado largo de explicar. Ya te llamaré más tarde. Adiós, Terese.
Jack colgó antes de que Terese pudiera seguir hablando. Con lo obstinada que era, temía que lo tuviera al teléfono hasta salirse con la suya.
Estaba a punto de salir del despacho para dirigirse al laboratorio de ADN cuando Laurie se asomó por la puerta.
—No sabes cuánto me alegro de verte —saludó Laurie.
—Y yo tengo que darte las gracias de que esté aquí —repuso Jack—. Hace unos días habría pensado que interferías en mis asuntos, pero ahora no. Te agradezco que hablaras con el teniente Soldano, porque me ha salvado la vida.
—Anoche me llamó y me contó lo que había pasado —dijo Laurie—. Te telefoneé a tu apartamento varias veces.
—No fuiste la única. Si quieres que te diga la verdad, me dio miedo volver a casa.
—Lou también me dijo que te estabas arriesgando mucho relacionándote con esas bandas —añadió Laurie—. Personalmente, creo que deberías dejar eso que te llevas entre manos.
—Bueno, opinas igual que la mayoría, si eso te sirve de consuelo. Y estoy seguro de que mi madre te daría la razón si la llamaras a South Bend, Indiana, y le pidieras su opinión.
—No entiendo cómo puedes ser tan frívolo con todo lo que está pasando. Lou quiere que me asegure de que entiendes que él no puede protegerte las veinticuatro horas del día. No tiene medios para eso. Estás solo, Jack.
—Por lo menos trabajaré con alguien con quien he pasado muchas horas.
—¡Eres increíble! —exclamó Laurie—. Cuando no quieres hablar sobre algo, te escondes detrás de tu habilidad para la réplica. Creo que deberías contárselo todo a Lou. Cuéntale lo de tu teoría sobre el terrorista y que se encargue él de resolver el misterio. Deja que Lou lo investigue. Es su trabajo y lo hace muy bien.
—No lo dudo —repuso Jack—, pero esta situación es muy peculiar. Creo que requiere unos conocimientos que Lou no tiene. Además, tengo la impresión de que si sigo hasta el final ganaré mucha confianza en mí mismo. No sé si se nota o no, pero mi ego ha sido muy maltratado los cinco últimos años.
—Eres un misterio y muy tozudo —señaló Laurie—. No te conozco lo suficiente para saber cuándo bromeas y cuándo hablas en serio. Pero prométeme que tendrás más cuidado del que has tenido hasta ahora.
—Te propongo un trato. Te lo prometo si aceptas tomar rimantadina.
—Ya he visto que había más víctimas de gripe abajo. ¿Crees que es aconsejable tomar rimantadina?
—Sí —dijo Jack—. El Centro de Control de Enfermedades está dando mucha importancia a este brote, y tú también deberías tomártelo muy en serio. Creen que podría tratarse de la misma cepa que causó el desastroso brote de gripe de 18 y 19. Yo ya he empezado a medicarme.
—¿Cómo va a ser la misma cepa? Esa cepa ya no existe.
—La gripe tiene sus escondites —repuso Jack—. Eso es lo que más intriga al centro.
—Bueno, si se confirma que se trata de esa cepa, se desmontará tu teoría del terrorista —razonó Laurie—. Es imposible que alguien propague deliberadamente algo que existe sólo en una reserva natural desconocida.
Jack miró fijamente a Laurie. Tenía razón, y se preguntó cómo no se le había ocurrido pensarlo.
—No quisiera estropearte la fiesta —dijo Laurie.
—No pasa nada —dijo Jack, preocupado.
Se preguntaba si era posible que el episodio de gripe fuera un fenómeno natural, y los otros brotes, intencionados. El problema de aquel planteamiento era que violaba una norma básica del diagnóstico médico: incluso a los casos aparentemente disparatados hay que buscarles explicaciones simples.
—Sin embargo, es evidente que la amenaza de gripe es real —agregó Laurie—; así pues, tomaré la rimantadina, pero para estar segura de que tú cumples tu parte del trato, quiero que estés en contacto conmigo. Dado que Calvin no te ha asignado autopsias, si sales de tu despacho tendrás que llamarme con intervalos regulares.
—Empiezo a sospechar que ya has hablado con mi madre —dijo Jack—. Tus órdenes se parecen muchísimo a las que me dio ella durante mi primera semana en la universidad.
—¿Lo tomas o lo dejas?
—De acuerdo.
Cuando Laurie se marchó, Jack se dirigió al laboratorio de ADN para hablar con Ted Lynch. Se alegró de salir de su despacho, pues pese a que todos tenían buenas intenciones, estaba harto de que la gente le diera consejos. Chet no tardaría en llegar y, sin duda, le expresaría las mismas preocupaciones que acababa de manifestar Laurie.
Mientras subía por las escaleras Jack reflexionó sobre el comentario de Laurie acerca del origen de la gripe. No podía creer que no se le hubiera ocurrido pensarlo, y eso debilitó su seguridad en sí mismo. También revelaba lo mucho que dependía de un resultado positivo del análisis de las sondas que había enviado al Instituto Nacional de Biología. Si todas daban negativas, apenas le quedaría esperanza de poder demostrar su teoría. Su única posibilidad residiría en los precarios cultivos que esperaba que Kathy McBane hubiera obtenido del desagüe del fregadero del almacén de suministros.
Al ver a Jack, Ted Lynch fingió que se escondía debajo de su mesa.
—Oh, no, me has encontrado —bromeó Ted cuando Jack se le acercó—. Confiaba en que no te vería hasta esta tarde.
—Hoy no es tu día de suerte —replicó Jack—. Ni siquiera tengo que hacer autopsias, de modo que he decidido acampar aquí, en tu laboratorio. Supongo que no habrás tenido ocasión de analizar las sondas…
—Pues mira, anoche me quedé hasta muy tarde y esta mañana he venido más temprano de lo habitual para preparar las nucleoproteínas. Ahora ya puedo analizar las sondas. Creo que dentro de una hora aproximadamente ya tendré algunos resultados.
—¿Tienes los cuatro cultivos?
—Sí, claro. Agnes estuvo muy atenta, como siempre.
—Volveré más tarde —se despidió Jack.
Como le sobraba tiempo, Jack bajó al depósito de cadáveres y se puso el traje protector para entrar en la sala de autopsias.
La jornada de trabajo ya se había iniciado. En seis de las ocho mesas estaban practicando autopsias. Jack recorrió la sala hasta que reconoció a una de las víctimas. Era Gloria Hernández. Contempló unos instantes su pálido rostro e intentó comprender la realidad de la muerte. Había hablado con aquella mujer en su departamento el día anterior, y aquel tránsito parecía inconcebible.
Riva Mehta, la compañera de despacho de Laurie, le estaba practicando la autopsia. Era una mujer menuda de origen hindú que tenía que subirse a un taburete para trabajar. En ese momento empezaba a abrir el pecho. Cuando Riva retiró los pulmones, Jack le pidió que le enseñara la superficie abierta. Era idéntica a la de Kevin Carpenter y presentaba exactamente las mismas hemorragias. No cabía duda de que se trataba de neumonía primaria por gripe.
Jack siguió caminando y vio a Chet, que estaba practicando la autopsia del enfermero, George Haselton. Jack se llevó una sorpresa, porque Chet siempre subía al despacho antes de empezar a realizar autopsias.
—¿Por qué no contestaste el teléfono anoche? —preguntó Chet, enojado, al ver a Jack.
—Porque no estaba en casa —dijo Jack.
—Colleen me llamó para contarme lo que había pasado —añadió Chet—. Creo que este asunto ya ha ido demasiado lejos.
—Chet, en lugar de hablar, ¿por qué no me enseñas los pulmones?
Chet le mostró los pulmones a Jack. Eran idénticos a los de Gloria Hernández y a los de Kevin Carpenter. Chet se puso a hablar otra vez y Jack se limitó a seguir su camino. Se quedó en la sala de autopsias hasta que hubo visto por encima todos los casos de gripe. No descubrió nada sorprendente. Todos estaban impresionados por la agresividad del virus.
Se puso otra vez la ropa de calle y fue directamente al laboratorio de ADN. Esta vez Ted se alegró de verlo.
—No sé exactamente qué resultado esperabas —dijo Ted—. Pero de los cuatro, dos han dado positivo.
—¿Sólo dos? —preguntó Jack. Esperaba que todos fueran positivos o todos negativos. Como todo lo relacionado con aquellos brotes, ese resultado era sorprendente.
—Si quieres puedo falsear los resultados —bromeó Ted—. ¿Cuántos quieres que sean positivos?
—Creía que yo era el más gracioso de por aquí —dijo Jack.
—Dime, ¿te desmontan estos resultados alguna teoría?
—Todavía no estoy seguro. ¿Cuáles han dado positivo?
—La peste y la tularemia —repuso Ted.
Jack volvió a su despacho mientras cavilaba sobre aquella información. Se sentó a la mesa y decidió que no tenía importancia cuántos cultivos hubieran dado positivo. El hecho de que alguno fuera positivo confirmaba su teoría. A menos que uno fuera empleado de un laboratorio, sería muy difícil conseguir un cultivo de bacterias artificialmente propagado.
Se acercó el teléfono y llamó al Instituto Nacional de Biología. Preguntó por Igor Krasnyansky, pues el joven había sido muy amable enviándole las sondas.
Jack volvió a presentarse.
—Me acuerdo de usted —dijo Igor. ¿Ha tenido suerte con las sondas?
—Sí —contestó Jack—. Gracias de nuevo por enviármelas. Pero ahora me gustaría hacerle unas preguntas.
—Intentaré contestarlas.
—¿Venden ustedes también cultivos de gripe?
—Sí, claro —aseguró Igor—. Los virus son una parte importante de nuestro negocio, y entre ellos el de la gripe. Tenemos muchas cepas, sobre todo del tipo A.
—¿Tienen la cepa que causó la epidemia de 1918? —preguntó Jack. Sólo quería asegurarse totalmente.
—¡Ojalá! —exclamó Igor—. Seguro que esa cepa tendría mucho éxito entre los investigadores. No, no la tenemos, pero tenemos otras que seguramente son similares, como la cepa de la fiebre porcina del setenta y seis. Se cree que la cepa del dieciocho era una mutación del H1N1, pero nadie sabe exactamente qué.
—La siguiente pregunta se refiere a la peste y la tularemia —prosiguió Jack.
—Tenemos las dos —confirmó Igor.
—Sí, ya lo sé. Lo que quisiera saber es quién ha encargado alguno de esos dos cultivos en los últimos meses.
—Lo lamento, pero esa información no solemos facilitarla —dijo Igor.
—Lo comprendo —replicó Jack. Por un momento pensó que tendría que hacer intervenir a Lou Soldano sólo para obtener la información que quería. Pero entonces se le ocurrió que quizá pudiera convencer a Igor de que se la diera. Al fin y al cabo, Igor había dicho que no «solían» facilitar esa información.
—Si quiere puede hablar con nuestro presidente —sugirió Igor.
—Déjeme que le explique por qué quiero saberlo —dijo Jack—. Soy médico forense, y en los últimos días he visto un par de muertes producidas por esos agentes patógenos. Lo único que queremos saber es a qué laboratorios tenemos que prevenir. Nuestro objetivo es impedir que se produzcan más accidentes.
—¿Y esas muertes las provocaron cultivos nuestros? —preguntó Igor.
—Por eso quería las sondas —explicó Jack—. Lo sospechábamos, pero necesitábamos pruebas.
—Hummm —murmuró Igor—. No sé si eso justifica que le dé la información que me pide.
—Es sencillamente una cuestión de seguridad —añadió Jack.
—Bueno, parece razonable. En realidad no es un secreto. Compartimos nuestra cartera de clientes con varios fabricantes de materiales. Déjeme ver si lo encuentro en el ordenador.
—Para ahorrar tiempo podría reducir la búsqueda a los laboratorios de la zona metropolitana de Nueva York —propuso Jack.
—Muy bien —dijo Igor. Jack oyó cómo manipulaba el teclado de su ordenador—. Primero buscaremos la tularemia. A ver. —Hubo una pausa—. Aquí está —anunció Igor—. Hemos enviado tularemia al National Health y al Hospital General de Manhattan. Y a ningún otro sitio, por lo menos en los dos últimos meses.
Jack se irguió en el asiento, pues el National Health era el principal competidor de AmeriCare.
—¿Puede decirme la fecha en que se enviaron esos cultivos?
—Creo que sí —dijo Igor, y Jack oyó que volvía a teclear. Sí, aquí lo tengo. El envío al National Health salió el 22 de este mes, y el del Hospital General de Manhattan el día 15.
El entusiasmo de Jack disminuyó ligeramente. Antes del día 22 ya había hecho el diagnóstico de tularemia de Susanne Hard. De momento eso eliminaba al National Health.
—¿Figura el nombre del destinatario del envío al Hospital General de Manhattan? —preguntó Jack—. ¿O era sencillamente el laboratorio?
—Un momento —repuso Igor, y de nuevo buscó la información—. El destinatario era un tal doctor Martin Cheveau.
A Jack se le aceleró el pulso. Estaba consiguiendo una información que muy pocas personas sabían que podía obtenerse. Hasta dudaba de que el propio Martin Cheveau estuviera enterado de que el Instituto Nacional de Biología marcaba sus cultivos.
—¿Y qué hay de la peste? —preguntó Jack.
—Un momento —dijo Igor mientras apretaba las teclas correspondientes. Hubo otra pausa. Jack oía la respiración de Igor—. Sí, ya lo tengo. La peste no es un artículo que se encargue con mucha frecuencia en la costa este, con excepción de algunos laboratorios de referencia o universitarios. Pero figura un envío que salió el día 8. El destinatario era Laboratorios Frazer.
—Nunca había oído ese nombre —comentó Jack—. ¿Tiene usted alguna dirección?
—550 Broome Street —contestó Igor.
—¿Y el nombre del destinatario? —preguntó Jack mientras anotaba la dirección.
—Sólo el laboratorio.
—¿Trabajan mucho con ese laboratorio? —inquirió Jack.
—No lo sé —dijo Igor, y volvió a buscar en el ordenador—. Nos envían pedidos de vez en cuando. Debe de ser un laboratorio de diagnóstico pequeño. Pero hay un dato extraño.
—¿De qué se trata?
—Siempre pagan con un talón —indicó Igor—. Es la primera vez que lo veo. Es correcto, desde luego, pero la mayoría de nuestros clientes tienen establecido crédito.
—¿Hay algún número de teléfono? —preguntó Jack.
—No, sólo la dirección —dijo Igor, y se la repitió.
Jack dio las gracias a Igor por su ayuda y colgó el teléfono. Sacó el listín telefónico y buscó Laboratorios Frazer.
No aparecía. Llamó a información, pero tampoco tuvo suerte.
Jack se inclinó en la silla. Había obtenido, una vez más, una información que no esperaba conseguir. Ahora tenía dos fuentes de las bacterias infecciosas. Como ya disponía de suficientes datos sobre el laboratorio del Hospital General de Manhattan, decidió que sería mejor visitar los Laboratorios Frazer. Si conseguía establecer alguna relación entre los dos laboratorios o con el propio Martin Cheveau, lo dejaría todo en manos de Lou Soldano.
El primer problema que tuvo que considerar fue la posibilidad de que lo siguieran. La noche anterior creyó que lo había hecho muy bien, pero Shawn Magoginal lo había descubierto. Sin embargo, aún tenía cierto mérito, porque Shawn era un experto. En cambio, los Black Kings no lo eran, pero en contrapartida eran unos salvajes, lo que compensaba su falta de experiencia. Jack comprendió que tendría que deshacerse rápidamente de cualquier posible perseguidor, porque los Black Kings ya habían demostrado su total falta de escrúpulos para atacar a Jack en público.
Había otro problema: Warren y su banda. Jack no sabía qué pensar sobre ellos. Ignoraba cuál sería el humor de Warren, pero tarde o temprano tendría que enfrentarse con aquella cuestión.
Para despistar a cualquier posible perseguidor, Jack necesitaba un escenario concurrido con varias entradas y salidas. Inmediatamente pensó en la estación central y en la terminal de autobuses Port Authority y, tras sopesar las dos opciones, se decidió por la primera, porque quedaba más cerca.
Jack pensó que habría sido estupendo que hubiera forma de ir hasta el Hospital Universitario en metro, pues eso le habría ayudado a alejarse de su despacho, pero no la había. No podía hacer otra cosa que pedir un taxi por teléfono. Indicó a la operadora que el taxi lo recogería en la zona de carga del depósito de cadáveres.
Todo parecía funcionar a la perfección. El taxi no tardó en llegar y Jack se montó en la zona de carga. Además, el semáforo de la Primera Avenida estaba en verde, de modo que el taxi no estuvo parado en la calle en ningún momento, con Jack a la vista de todo el mundo. No obstante, Jack se agachó en el asiento para no ser visto desde fuera, cosa que pareció incomodar al taxista, que no dejaba de mirarlo disimuladamente por el espejo retrovisor.
Mientras subían por la Primera Avenida, Jack se incorporó para mirar por el cristal trasero, pero no vio nada que pareciera sospechoso. Ningún coche se incorporó al tráfico bruscamente. Nadie corrió hacia la calzada para llamar un taxi.
Giraron a la izquierda por la calle Cuarenta y dos. Jack pidió al taxista que parara el coche justo delante de la estación central. En cuanto el taxi se detuvo, Jack saltó del vehículo y echó a correr. Entró a toda velocidad por la puerta y se mezcló rápidamente con la multitud. Para estar completamente seguro de que no lo seguían, bajó al metro y se subió en el tren de la calle Cuarenta y dos.
Cuando el tren estaba a punto de salir y las puertas empezaron a cerrarse, Jack saltó del tren. Subió de nuevo a la estación y salió a la calle Cuarenta y dos por una puerta diferente a la que había usado para entrar.
Una vez en la calle, ya más seguro de sí mismo, Jack paró un taxi. Se subió al coche e indicó al taxista que lo llevara al World Trade Center. Durante el trayecto por la Quinta Avenida miró hacia atrás para comprobar si lo seguía algún coche, taxi o camión. Al no ver nada anómalo, dijo al taxista que lo llevara al número 550 de Broome Street.
Finalmente Jack empezó a relajarse. Se reclinó en el asiento del taxi y se tocó las sienes. El dolor de cabeza con que se había despertado en la sofocante habitación del hotel todavía no había desaparecido por completo. Había atribuido aquellas persistentes punzadas a la ansiedad, pero ahora tenía nuevos síntomas. Le dolía un poco la garganta y notaba cierta congestión nasal. Todavía cabía la posibilidad de que fuera un cuadro psicosomático, pero aun así estaba preocupado.
Tras dar la vuelta a Washington Square, el taxista condujo en dirección sur por Broadway antes de girar hacia el este por Houston Street. Al llegar a Eldridge giró hacia la derecha.
Jack observó el lugar a través de la ventanilla. Hasta entonces no sabía dónde estaba Broome Street, aunque se había imaginado que sería al sur de Houston. Aquella zona de la ciudad era una de las muchas de Nueva York que todavía no había explorado y había muchas calles con nombres desconocidos para él.
El taxi giró hacia la izquierda desde Eldridge y Jack leyó el letrero de la calle. Habían llegado a Broome Street. Contempló los edificios, de cinco y seis pisos. Muchos estaban abandonados y tenían las ventanas y las puertas tapiadas. No parecía el lugar idóneo para instalar un laboratorio médico.
Al llegar a la siguiente esquina el barrio mejoraba ligeramente. Había una tienda de artículos de fontanería con gruesas rejas que cubrían las ventanas. En el resto de la manzana había otras tiendas de materiales de construcción. En los pisos de encima de las tiendas había unos cuantos lofts; el resto parecía espacio comercial vacante.
A la mitad de la siguiente manzana el taxista se paró junto a la acera. El número 550 de Broome Street no correspondía a los Laboratorios Frazer. Era una extraña combinación de agencia de cambio de moneda, alquiler de buzones y casa de empeños, flanqueada por un almacén de embalaje y una tienda de reparación de calzado.
Jack titubeó un momento. Su primera reacción fue suponer que se había equivocado de dirección, pero no era probable. La había escrito en un papel y, además, Igor se la había dicho dos veces. Jack pagó al taxista y se bajó del taxi.
Igual que las restantes tiendas de la zona, aquel establecimiento tenía una reja de hierro que por la noche podía cerrarse. En el escaparate había una variada mezcla de objetos, entre los que se contaban una guitarra eléctrica, varias cámaras fotográficas y un montón de bisutería. Sobre la puerta había un letrero que rezaba: BUZONES PERSONALES, y en la puerta de cristal, con letras pintadas se leía: SE COBRAN CHEQUES.
Jack se acercó al escaparate y se paró a la altura de la guitarra eléctrica, desde donde pudo ver el interior de la tienda. Había un mostrador con tablero de vidrio que recorría todo el lado derecho. Detrás del mostrador había un hombre con bigote y peinado al estilo punkrock. Llevaba pantalones militares de camuflaje. En el fondo de la tienda había una cabina de plexiglás que parecía una ventanilla de banco. En la parte izquierda de la tienda había una hilera de buzones.
Jack estaba intrigado. El hecho de que los Laboratorios Frazer utilizaran aquella desastrosa tienda como apartado de correos era, desde luego, sospechoso. Al principio estuvo tentado de entrar y preguntar, pero lo pensó mejor. Si lo hacía, seguramente perdería la ocasión de averiguarlo por otros métodos. Sabía que los establecimientos de buzones personales como aquél eran muy reacios a revelar cualquier información, porque la discreción era la principal razón por la que la gente alquilaba aquellos buzones.
En realidad, Jack quería no sólo averiguar si los Laboratorios Frazer tenían un buzón allí, sino hacer que algún representante de los laboratorios acudiera a la tienda. Lentamente Jack empezó a tramar un complicado plan.
Se alejó de allí rápidamente, cuidando de que el empleado de la tienda no lo viera. Lo primero que necesitaba era un listín telefónico. Como los alrededores de la tienda de empeños estaban relativamente desiertos, se dirigió hacia Canal Street, donde encontró un drugstore.
Copió cuatro direcciones del listín telefónico: una tienda de uniformes, una agencia de alquiler de furgonetas, una tienda de artículos de oficina y una oficina de Federal Express, todas ellas cercanas. Como la tienda de uniformes era la que quedaba más cerca, Jack se dirigió allí en primer lugar.
Cuando ya estaba en la tienda, Jack se dio cuenta de que no recordaba cómo eran los uniformes de los mensajeros de Federal Express. Su preocupación al respecto desapareció al razonar que si él no se acordaba, seguramente el empleado de la tienda de empeños tampoco. Compró unos pantalones azules de algodón y una camisa blanca con bolsillos y charreteras, un sencillo cinturón negro y una corbata azul.
—¿Le importa que me cambie aquí mismo? —preguntó Jack al dependiente.
—Claro que no —contestó el hombre, y condujo a Jack a un probador.
Los pantalones eran un poco largos, pero por lo demás Jack quedó satisfecho. Se miró en el espejo y decidió que le faltaba algo. Completó su atuendo con una gorra con visera azul. Pagó la ropa y el dependiente hizo un paquete con la ropa que Jack llevaba al entrar en la tienda. Antes de que cerrara el paquete, Jack se acordó de la rimantadina y la rescató. Con los síntomas que estaba notando, no quería saltarse ninguna toma.
La siguiente parada fue la tienda de material de oficina, donde Jack eligió papel de embalar, cinta adhesiva, una caja mediana, cuerda y un paquete de etiquetas con la inscripción «urgente». Sorprendido, vio que también tenían etiquetas con la inscripción «producto biológico»; cogió un paquete y lo metió también en el carrito. En otra sección de la tienda encontró un sujetapapeles y un bloc de recibos. Cuando tuvo todo lo necesario, se acercó a la caja y pagó.
La siguiente parada fue la oficina de Federal Express. Cogió varias etiquetas de dirección con los sobres de plástico transparentes utilizados para engancharlas a los paquetes.
El último destino era una agencia de alquiler de coches, donde Jack alquiló una furgoneta. Esto le llevó más tiempo, porque tuvo que esperar a que un empleado fuera a buscar la furgoneta a otro local. Jack aprovechó la ocasión para preparar el paquete. Primero cogió la caja. Quería que pareciera que contenía algo, observó que había un trozo de madera triangular en el suelo, cerca de la puerta. Supuso que sería un tope de puerta.
Cuando nadie lo miraba, Jack cogió el trozo de madera y lo metió en la caja. Luego arrugó varias hojas de un New York Post que encontró en la sala de espera. Cogió la caja con ambas manos y la sacudió. Satisfecho, la cerró con cinta adhesiva.
A continuación envolvió la caja con papel de embalar, la ató con la cuerda y puso las etiquetas «urgente» y «producto biológico».
El toque final era la etiqueta de Federal Express, que Jack rellenó cuidadosamente, dirigiéndola a Laboratorios Frazer. En el apartado del remitente Jack anotó la dirección del Instituto Nacional de Biología. Tiró la copia original, introdujo una de las copias de papel de carbón en el sobre de plástico y la enganchó en la parte delantera de la caja. Estaba muy satisfecho. El paquete parecía oficial y, con la etiqueta «urgente» esperaba que surtiera el efecto deseado.
Cuando llegó la furgoneta Jack salió a la calle y puso el paquete, los restos del material que había utilizado y el paquete con su ropa en la parte de atrás. Se sentó al volante y arrancó.
Antes de volver a la tienda de empeños hizo dos paradas. Pasó por el drugstore donde había consultado el listín telefónico y se compró unas pastillas para la garganta, que cada vez tenía más irritada. También pasó por una tienda de comida y compró algunos alimentos. No tenía hambre, pero ya era tarde, y no había probado bocado en todo el día. Además, no sabía cuánto tiempo tendría que esperar después de entregar el paquete.
Mientras conducía hacia Broome Street abrió uno de los zumos de naranja que había comprado y se tomó otra dosis de rimantadina. Quería conservar una alta concentración del medicamento en la sangre, porque sus síntomas estaban empeorando.
Aparcó justo delante de la tienda de empeños y dejó el motor en marcha y las luces de emergencia encendidas. Cogió el sujetapapeles, bajó de la furgoneta y fue a la parte trasera del vehículo para recoger el paquete. Entonces entró en la tienda.
Unas campanillas colgadas en la parte superior de la puerta anunciaron con un estridente tañido la entrada de Jack. Al igual que antes, no había ningún cliente en la tienda. El hombre del bigote y los pantalones de camuflaje levantó la mirada de la revista que estaba leyendo. Llevaba el cabello de punta, lo que le daba un aire de perpetua sorpresa.
—Traigo un envío urgente para Laboratorios Frazer —dijo Jack. Depositó el paquete sobre el mostrador de vidrio y puso el sujetapapeles al dependiente debajo de la nariz—. Firma aquí abajo —añadió mientras le ofrecía su bolígrafo.
El dependiente cogió el bolígrafo, pero vaciló y miró la caja.
—Es esta dirección, ¿no? —preguntó Jack.
—Supongo —dijo el hombre. Se tocó el bigote y miró a Jack—. ¿A qué viene tanta prisa?
—Me han dicho que dentro hay hielo seco —dijo Jack. Se inclinó, como si fuera a desvelar un secreto, y añadió—: Mi jefe sospecha que se trata de un envío de bacterias vivas. Ya sabes, para investigación y esas cosas.
El hombre asintió con la cabeza.
—Me sorprendió que no me pidieran que lo llevara directamente al laboratorio —añadió Jack—. No puede quedarse por ahí en cualquier sitio. No creo que vaya a salirse; vaya, no sé, pero no lo creo. Pero lo que hay dentro podría morirse y entonces ya no serviría para nada. Supongo que tendrás forma de ponerte en contacto con tus clientes, ¿no?
—Supongo —repitió el dependiente.
—Te aconsejo que lo hagas —dijo Jack—. Ahora, firma y habremos terminado.
El hombre firmó con su nombre. Desde el otro lado del mostrador, Jack leyó «Tex Hartmann». Tex le devolvió el sujetapapeles a Jack, que se lo metió debajo del brazo.
—Qué contento estoy de haber sacado ese paquete de mi furgoneta —dijo—. Nunca me han gustado demasiado las bacterias y los virus. ¿Te has enterado de esos casos de peste que hubo en la ciudad la semana pasada? A mí esas cosas me dan pánico.
El dependiente volvió a asentir con la cabeza.
—Que vaya bien —dijo Jack saludando con la mano.
Salió de la tienda y subió a la furgoneta. Le habría gustado que Tex hubiera sido un poco más sociable. No estaba seguro de si llamaría a los Laboratorios Frazer. Pero cuando estaba soltando el freno de mano, vio a Tex a través del escaparate marcando un número de teléfono.
Satisfecho con su actuación, Jack recorrió un trozo de Broome Street, dio media vuelta y volvió. Aparcó a media manzana de la tienda de empeños y paró el motor. Cerró las puertas por dentro y sacó la comida que había comprado. Iba a comer un poco, tanto si tenía hambre como si no.
—¿Estás seguro de que hacemos bien? —preguntó BJ.
—Sí, tío, estoy seguro —contestó Twin. Estaba dando vueltas con su Cadillac a Washington Square, buscando un sitio donde aparcar. No iba a ser fácil. El parque estaba lleno de gente realizando diversas actividades. Unos iban en monopatín, otros con patines en línea; otros jugaban con discos de playa, bailaban break, jugaban al ajedrez o vendían droga. El parque estaba salpicado de cochecitos de bebé. Era una atmósfera carnavalesca, y por eso precisamente Twin había sugerido aquel parque para celebrar la reunión.
—Mierda, tío, sin armas me siento como desnudo. No hay derecho.
—Cierra el pico, BJ, y ayúdame a buscar un sitio para aparcar —ordenó Twin—. Esto será una reunión de hermanos. No hacen falta armas de fuego.
—¿Y si ellos van armados? —preguntó BJ.
—Oye, tío, ¿acaso no confías en nadie? —dijo Twin. Y entonces vio una furgoneta que se marchaba y dejaba un espacio libre. Mira, hemos tenido suerte.
Twin maniobró hábilmente, aparcó el coche y echó el freno de mano.
—Dice sólo para vehículos comerciales —observó BJ, con la cara pegada al cristal para ver el letrero.
—Con todo el crack que hemos vendido este año, creo que cumplimos los requisitos —dijo Twin, sonriendo. Vamos, mueve el culo, tío.
Se apearon del coche y cruzaron la calle para entrar en el parque. Twin consultó su reloj. Habían llegado demasiado pronto, pese a los problemas que habían tenido para aparcar. A Twin le gustaba llegar temprano a las reuniones como aquélla, porque así tenía ocasión de sondear el lugar. No es que no confiara en los otros hermanos, pero le gustaba ser prudente.
Pero Twin se llevó una sorpresa. Cuando recorrió con la mirada la zona donde habían acordado celebrar la reunión, se encontró con uno de los hombres más imponentes físicamente que jamás había visto y que lo miraba fijamente.
—Vaya —dijo Twin por lo bajo.
—¿Qué pasa? —preguntó BJ, poniéndose en guardia al instante.
—Los hermanos se nos han adelantado.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó BJ. Recorrió el parque con la mirada hasta que también él divisó al hombre que había llamado la atención de Twin.
—Nada —contestó Twin—. Sigue caminando.
—Parece muy tranquilo —comentó BJ—. Eso me preocupa.
—¡Cállate! —le ordenó Twin.
Twin caminó directamente hacia el hombre cuyos penetrantes ojos no habían dejado de seguirlo. Twin puso la mano derecha en forma de pistola y señaló al hombre, al tiempo que decía:
—¡Warren!
—Exacto —contestó Warren—. ¿Cómo va?
—Bien —respondió Twin. Luego, siguiendo el ritmo, levantó la mano derecha hasta la altura de su cabeza y Warren lo imitó. A continuación entrechocaron las palmas. Era un ademán mecánico, equivalente al apretón de manos que se dan dos banqueros rivales.
—Éste es David —dijo Warren señalando a su acompañante.
—Y éste es BJ —dijo Twin imitando a Warren.
David y BJ se miraron, pero no se movieron ni dijeron nada.
—Mira, tío —dijo Twin—. Déjame decirte una cosa de entrada. No sabíamos que ese médico vivía en vuestro barrio. No sé, quizá deberíamos haberlo sabido, pero como era blanco no se nos ocurrió.
—¿Qué relación teníais con ese médico? —preguntó Warren.
—¿Relación? —inquirió Twin—. Ninguna relación.
—Entonces, ¿por qué queríais liquidarlo? —preguntó Warren.
—Sólo por un poco de calderilla —explicó Twin—. Un blanco que vive cerca de nuestro barrio nos ofreció dinero a cambio de que advirtiéramos al médico sobre algo que estaba haciendo. Como el médico no hizo caso de nuestras advertencias, el tipo nos ofreció más para que nos lo cargáramos.
—¿Me estás diciendo que el médico no tenía negocios con vosotros? —preguntó Warren.
—Claro que no —dijo Twin, con una risa burlona—. Nosotros no necesitamos a un médico blanco para nuestros negocios.
—Debiste haberme consultado antes —repuso Warren—. Te habríamos prevenido sobre el médico. Lleva cuatro o cinco meses jugando al baloncesto con nosotros, y no es malo, por cierto. Mira, siento mucho lo de Reginald. Si hubiéramos hablado, no habría pasado.
—Yo también lamento lo del chico —replicó Twin—. Eso tampoco habría pasado. Lo malo es que nos cabreó mucho lo de Reginald. No podíamos creer que un hermano hubiera muerto por culpa de un médico blanco.
—Así, estamos en paces —concluyó Warren—. Sin contar lo que pasó anoche, pero en eso nosotros no tuvimos nada que ver.
—Lo sé —dijo Twin—. Ese médico es increíble. Es como un gato con siete vidas. ¿Cómo demonios pudo ser tan rápido aquel policía? ¿Y qué hacía en el restaurante? Debe de creerse Wyatt Earp o algo así.
—El caso es que ahora hemos pactado una tregua —dijo Warren.
—Sí —afirmó Twin—. Nada de matarnos entre nosotros. Ya tenemos demasiados problemas.
—Pero la tregua incluye que dejéis en paz al médico —añadió Warren.
—¿Tanto te interesa lo que pueda pasarle a ese tipo?
—Sí —contestó Warren.
—De acuerdo, como quieras. De todas formas, tampoco nos iban a pagar una fortuna.
Warren tendió una mano con la palma hacia arriba, y Twin le dio una palmada. Luego fue Warren el que dio una palmada a Twin.
—Pórtate bien —advirtió Warren.
—Lo mismo digo —replicó Twin.
Warren hizo una seña a David para indicar que se marchaban. Echaron a andar hacia el Washington Arch, al principio de la Quinta Avenida.
—No ha estado mal —dijo David.
Warren se encogió de hombros.
—¿Lo crees? —preguntó David.
—Sí, le creo —contestó Warren—. Puede que trafique con drogas, pero no es estúpido. Si esto siguiera así, todos saldríamos perdiendo.