Miércoles 20 de marzo de 1996, 11:15 AM
A Susanne Hard nunca le habían gustado los hospitales. Se había pasado la vida entrando y saliendo de ellos, desde niña, por culpa de su escoliosis. Los hospitales la ponían nerviosa. Odiaba aquella sensación de no controlar la situación y de estar rodeada de enfermos y moribundos.
Susanne creía a pies juntillas en el dicho de que si algo puede salir mal, siempre sale mal, sobre todo en relación con los hospitales. Y tenía razón, pues en su último ingreso la habían trasladado al servicio de urología para someterla a un espantoso tratamiento hasta que por fin consiguió convencer al desconfiado médico de que leyera el nombre de la cinta de identificación que llevaba en la muñeca. Se habían equivocado de paciente.
Esta vez su ingreso no se debía a una enfermedad. La noche anterior había empezado el parto de su segundo hijo. Además de los problemas habituales de espalda, se le había desencajado la pelvis, con lo cual quedaba descartado el parto vaginal normal. Tuvieron que practicarle una cesárea, igual que con su primer hijo.
Como acababa de someterse a una operación de cirugía abdominal, su médico insistió en que se quedara en el hospital al menos unos días. A pesar de sus protestas, Susanne no consiguió persuadir al doctor de su idea.
Intentó relajarse pensando en cómo sería aquel niño al que acababa de dar a luz. ¿Sería como su hermano, Allen, un bebé maravilloso? Allen durmió toda la noche de un tirón casi desde el primer día. Era un encanto, y ahora que tenía tres años y que ya empezaba a ejercer su independencia, Susanne estaba deseando tener otro bebé al que cuidar. Se consideraba una madraza.
Susanne se despertó sobresaltada. Una figura vestida de blanco manipulaba la bolsa de suero intravenoso que colgaba del palo junto a la cabecera de su cama.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Susanne. La sacaba de quicio cualquiera que hiciera algo de lo que ella no estuviera enterada.
—Perdone que la haya despertado, señora Hard —se disculpó la enfermera—. Sólo estaba colgando una bolsa nueva de suero. La otra se estaba acabando.
Susanne echó un vistazo al tubo que serpenteaba hasta el dorso de su mano. Como experta paciente hospitalaria, comentó que le parecía que ya no necesitaba más suero.
—Voy a comprobarlo —dijo la enfermera, y salió de la habitación.
Susanne volvió la cabeza y miró la bolsa de suero para ver qué contenía. Estaba boca abajo, por lo que no pudo leer la etiqueta.
Quiso darle la vuelta, pero un intenso dolor le recordó que tenía una herida recién suturada. Decidió seguir echada boca abajo.
Respiró profundamente, con cautela. No notó molestia alguna hasta el final de la inspiración.
Susanne cerró los ojos y una vez más intentó tranquilizarse. Sabía que todavía llevaba una gran cantidad de medicamentos «a bordo» a causa de la anestesia, de modo que no le costaría dormirse. El problema era que no sabía si quería dormir cuando había tanta gente entrando y saliendo de su habitación.
Un ruido muy leve de plástico contra plástico destacó sobre el bullicio de fondo del hospital y atrajo la atención de Susanne. Abrió los ojos y vio a un enfermero junto a la cómoda.
—Disculpe —lo llamó Susanne.
El hombre se volvió. Era un tipo atractivo que llevaba una chaqueta blanca sobre el pijama de trabajo. Desde su cama Susanne no pudo leer el nombre de su insignia. El enfermero pareció sorprendido de que Susanne le dirigiera la palabra.
—Espero no haberla molestado, señora —dijo el joven.
—Me están molestando continuamente —dijo Susanne sin malicia—. Esto parece la estación central.
—Lo lamento muchísimo —se disculpó el joven—. Si lo desea puedo volver más tarde.
—¿Qué estaba haciendo? —preguntó Susanne.
—Estaba llenando su humidificador —contestó el enfermero.
—¿Y para qué necesito el humidificador? —dijo Susanne—. Cuando me hicieron la otra cesárea no me lo pusieron.
—Los anestesiólogos suelen recomendarlo en esta época del año —explicó el hombre—. Después de una operación, los pacientes suelen tener la garganta irritada a causa del tubo endotraqueal. Es útil emplear un humidificador durante el primer día o incluso sólo las primeras horas. ¿En qué mes le hicieron la otra cesárea?
—En mayo —repuso Susanne.
—Seguramente por eso no se lo pusieron —dijo el hombre—. ¿Quiere que vuelva más tarde?
—Haga lo que tenga que hacer —dijo Susanne.
En cuanto se marchó el enfermero, regresó la primera enfermera.
—Tenía usted razón —anunció—. Las instrucciones del médico eran que le retiraran el suero intravenoso en cuanto se acabara la bolsa.
Susanne se limitó a asentir con la cabeza. Tuvo la tentación de preguntar a la enfermera si tenía por costumbre prescindir de las instrucciones de los médicos. Suspiró. Estaba deseando marcharse de allí.
Cuando la enfermera le hubo retirado la vía, Susanne consiguió tranquilizarse y volver a conciliar el sueño. Pero no durmió mucho rato: la despertó alguien que le tocaba el brazo.
Susanne abrió los ojos y se encontró con el rostro sonriente de otra enfermera, que blandía en su mano una jeringuilla de cinco mililitros.
—Le he traído una cosita —dijo la enfermera como si Susanne fuera un bebé y la jeringuilla un caramelo.
—¿Qué es? —inquirió Susanne. Se apartó instintivamente.
—Es el analgésico que ha pedido —dijo la enfermera—. Dése la vuelta para que se lo ponga.
—Yo no he pedido ningún analgésico —se quejó Susanne.
—Claro que sí —dijo la enfermera.
—Le digo que no —insistió Susanne.
El rostro de la enfermera adoptó una expresión de exasperación, como una nube que pasa tapando momentáneamente el sol.
—Bueno, pues son las instrucciones del médico. Hay que ponerle un analgésico cada seis horas.
—Pero si no me duele demasiado —protestó Susanne—. Sólo cuando me muevo o cuando respiro hondo.
—Precisamente por eso —dijo la enfermera—. Tiene que respirar hondo, porque si no cogerá una neumonía. Vamos, sea buena chica.
Susanne caviló unos instantes. Por un lado quería oponerse, pero por otro quería que la cuidaran y los analgésicos no tenían nada intrínsecamente malo. Quizás hasta la ayudaran a dormir mejor.
—Está bien —cedió Susanne.
Apretó los dientes y consiguió colocarse de lado, mientras la enfermera le destapaba las nalgas.