Martes 26 de marzo de 1996, 01:30 PM
El teniente Lou Soldano entró con su Chevy Caprice sin distintivos policiales en el aparcamiento de la zona de carga del Instituto Forense, aparcó detrás del coche oficial del doctor Harold Bingham y sacó las llaves del contacto. Lou visitaba con frecuencia el depósito de cadáveres, aunque hacía más de un mes que no pasaba por allí.
Subió al ascensor y apretó el botón del quinto piso. Iba al despacho de Laurie. Había recibido un mensaje, pero no había podido contestar la llamada hasta hacía pocos minutos, mientras cruzaba el puente Queensboro. Había estado en Queens supervisando la investigación del homicidio de un famoso banquero.
Por teléfono Laurie había comenzado a hablarle de uno de los médicos forenses, pero Lou la había interrumpido para decirle que estaba en el barrio y que podía pasar un momento. Ella había aceptado de buen grado y le había dicho que lo esperaría en su despacho.
Lou salió del ascensor y echó a andar por el pasillo. Aquello le traía muchos recuerdos. Hubo un tiempo en que creía que Laurie y él podrían labrarse un futuro juntos. Pero no había funcionado, debido, según Lou, a que ambos procedían de mundos muy diferentes.
—Hola, Laur —saludó Lou al verla trabajando en su mesa. Cada vez que la veía la encontraba más guapa. Su cabello castaño cayéndole sobre los hombros le recordaba un anuncio de champú. «Laur» era el apodo que el hijo de Lou le había puesto a Laurie el día que la conoció, y a partir de entonces así la llamaba.
Laurie se levantó y abrazó con fuerza a Lou.
—Estás fantástico —dijo Laurie.
—No me va mal —repuso Lou encogiéndose de hombros con timidez.
—¿Y los niños? —preguntó ella.
—¿Niños? Mi hija tiene dieciséis años y parece tener treinta. La llevan loca los chicos, y ella me está volviendo loco a mí.
Laurie retiró unas revistas de la butaca que sobraba en el despacho e indicó a Lou que se sentara.
—Me alegro mucho de verte, Laurie —dijo el detective.
—Yo también —coincidió ella—. No deberíamos pasar tanto tiempo sin vernos.
—A ver, ¿cuál es ese grave problema del que querías hablar conmigo? —preguntó Lou, que quería desviar la conversación de temas potencialmente dolorosos.
—No sé si es muy grave. —Laurie se levantó y cerró la puerta del despacho—. Uno de los médicos nuevos quiere hablar contigo extraoficialmente. Le comenté que tú y yo éramos amigos. En este momento no está aquí, desgraciadamente. Lo comprobé cuando me dijiste que venías. De hecho, nadie sabe dónde está.
—¿Tienes idea de por dónde van los tiros? —preguntó Lou.
—Pues más o menos —admitió Laurie—. Pero estoy preocupada por él.
—¿Ah, sí? —dijo Lou, y se reclinó en la butaca.
—Esta mañana me ha pedido que practicara dos autopsias. Una de una mujer blanca de veintinueve años que era técnica de microbiología del Hospital General. La mataron anoche de un disparo en su apartamento. La segunda víctima era un afroamericano de veinticinco años al que habían matado de un disparo en Central Park. Antes de que empezara a trabajar me sugirió que intentara ver si había algo que los relacionaba: pelo, tejido, sangre…
—¿Y?
—En la chaqueta del chico encontré sangre que en principio corresponde a la de ella —dijo Laurie—. Pero sólo por serología. Todavía no tengo los resultados de los análisis del ADN. Pero no es un grupo sanguíneo muy corriente: B negativo.
—Y ese médico forense —Lou enarcó las cejas— ¿te ha dado alguna explicación con respecto a sus sospechas?
—Dijo que era una corazonada —explicó Laurie—. Pero hay algo más. Sé que hace poco los miembros de una banda le dieron por lo menos una paliza, y quizá dos. Y esta mañana al verlo llegar me pareció que le habían pegado otra, pero él lo negó.
—¿Y por qué le agredieron?
—Se supone que era un aviso para que no volviera por el Hospital General de Manhattan —dijo Laurie.
—¿Cómo? ¿De qué me estás hablando?
—No conozco los detalles —dijo Laurie—. Pero sé que ha molestado a varias personas del hospital, y también de aquí. El doctor Bingham ha estado a punto de despedirlo varias veces.
—¿Y qué ha hecho para molestarlos?
—Se le ha metido en la cabeza que una serie de enfermedades infecciosas que se han producido en el Hospital General han sido propagadas intencionadamente.
—¿Que las ha provocado un terrorista o algo así? —preguntó el detective.
—Supongo.
—Esto me recuerda algo —comentó Lou.
Laurie asintió con la cabeza.
—Recuerdo lo que pensaba yo sobre aquella serie de sobredosis, hace cinco años, y recuerdo que nadie me creía.
—¿Qué opinas tú de la teoría de tu amigo? —preguntó Lou. ¿Cómo se llama, por cierto?
Jack Stapleton —contestó Laurie—. En cuanto a su teoría, no tengo datos suficientes para opinar sobre ella.
—Venga, Laurie. No me vengas con ésas, que te conozco. Dime lo que opinas.
—Creo que se está imaginando una conspiración porque quiere imaginársela —dijo Laurie—. Su compañero de despacho me dijo que está muy resentido con el gigante de la sanidad, AmeriCare, que es la empresa propietaria del Hospital General de Manhattan.
—Pero aun así, eso no explica lo de la banda ni el hecho de que él estuviera enterado del asesinato de esa mujer. ¿Cómo se llaman las víctimas de los homicidios?
—Elizabeth Holderness y Reginald Winthrope —dijo Laurie. Lou anotó los dos nombres en el pequeño bloc de notas negro que llevaba—. No se realizó una investigación criminológica profunda en ninguno de los dos casos —añadió Laurie.
—Sabes mejor que nadie la escasez de personal que sufrimos —dijo Lou—. ¿Se sabe el móvil del asesinato de la mujer?
—Robo —dijo Laurie.
—¿La violaron?
—No.
—¿Y ese tal Winthrope? —preguntó Lou.
—Era miembro de una banda —explicó Laurie—. Le dispararon en la cabeza a una distancia relativamente corta.
—Un caso bastante corriente, por desgracia —dijo Lou—. No perdemos mucho tiempo investigando casos como ése. ¿Revelaron algo las autopsias?
—Nada fuera de lo normal.
—¿Crees que tu amigo, el doctor Stapleton, es consciente de lo peligrosas que son esas bandas? —preguntó Lou—. Me da la impresión de que se está arriesgando demasiado.
—No sé mucho acerca de él —repuso Laurie—. Pero no es de Nueva York. Es del Medio Oeste.
—Ah, ya. Creo que será mejor que le cuente un par de cosas sobre la vida en la gran ciudad, y cuanto antes mejor. No quisiera llegar tarde.
—No digas eso —lo reprendió Laurie.
—¿Tienes algún interés especial por él, aparte de lo profesional?
—Mira, prefiero no hablar de esas cosas —dijo Laurie—. Pero la respuesta es no.
—No te enfades, es que me gusta saber qué terreno piso. —Lou se levantó y añadió—: Bueno, intentaré ayudar a ese tipo, que por lo que dices necesita ayuda.
—Gracias, Lou —dijo Laurie. Se levantó también y volvió a abrazar al detective—. Le diré que te telefonee.
—De acuerdo.
Lou salió del despacho de Laurie y bajó al primer piso en ascensor. Al pasar por la zona de comunicaciones se paró para saludar al sargento Murphy, que tenía destino fijo en el Instituto Forense. Hablaron un rato sobre las posibilidades de los Yankees y de los Mets en la próxima temporada de béisbol, y después Lou se sentó y puso los pies en la esquina de la mesa del sargento.
—Dime una cosa, Murph —dijo Lou—. ¿Qué opinas de ese médico nuevo, el doctor Jack Stapleton?
Tras escapar del drugstore, Jack salió corriendo por el callejón y siguió corriendo otras cuatro manzanas sin parar. La carrera lo dejó exhausto. Entre jadeo y jadeo oía las ondulantes sirenas de los coches de policía. Supuso que la policía iba hacia el drugstore y confió en que Slam hubiera salido tan bien parado como él.
Siguió caminando hasta que su pulso y su respiración volvieron a la normalidad. Pero todavía estaba temblando. La experiencia que acababa de vivir en el drugstore lo había desconcertado tanto como la aventura del parque, aunque el episodio de la tienda sólo había durado unos segundos. Era inquietante saber que una vez más lo habían estado siguiendo con intención de matarlo.
Ahora se oían muchas más sirenas de lo que era normal en la ciudad, y Jack se preguntó si debía volver al drugstore para hablar con la policía, y quizás ayudar si alguien había resultado herido. Pero entonces recordó la prohibición de Warren de hablar con la policía sobre las bandas. Al fin y al cabo, Warren no se había equivocado suponiendo que Jack iba a necesitar que lo protegieran. Jack tenía la impresión de que, de no haber sido por Slam, ahora ya estaría muerto.
Se estremeció. Hubo un tiempo, en un pasado no demasiado lejano, en que no le importaba demasiado vivir o morir. Pero ahora que había visto la muerte de cerca en dos ocasiones, pensaba de otra forma. Quería vivir, y ese deseo le hacía preguntarse por qué los Black Kings querían matarlo. ¿Quién les pagaba? ¿Creían que Jack sabía algo que en realidad no sabía o era sólo por sus sospechas en relación con los brotes infecciosos que se habían producido en el Hospital General de Manhattan?
No tenía respuestas para esas preguntas, pero aquella segunda agresión le hacía estar más seguro de que sus sospechas eran acertadas. Ahora sólo tenía que demostrarlas.
Mientras reflexionaba llegó frente a otro drugstore que, a diferencia del primero, era pequeño y de barrio. Jack entró y se acercó al farmacéutico, que era el único empleado en la tienda. La insignia que llevaba en la bata rezaba simplemente «Herman».
—¿Tiene rimantadina? —preguntó Jack.
—Si no recuerdo mal, sí —contestó Herman, sonriente—. Pero no se vende sin receta.
—Soy médico —aclaró Jack—. Tendrá que darme un formulario.
—¿Puede identificarse, por favor? —preguntó Herman.
Jack le mostró su licencia médica.
—¿Cuánta quiere?
—Por lo menos para un par de semanas. Mire, deme cincuenta tabletas. Prefiero que me sobren a que me falten.
—Eso es —dijo Herman, y empezó a buscar detrás del mostrador.
—¿Cuánto tardará? —preguntó Jack.
—¿Cuánto tarda usted en contar hasta cincuenta? —replicó Herman.
—Antes he estado en otra tienda y me han dicho que tardarían veinte minutos —explicó Jack.
—¿Era una tienda de una cadena comercial? —preguntó Herman.
Jack asintió con la cabeza.
—A esas cadenas les importa un rábano la atención al cliente —dijo Herman—. Es una vergüenza. Y pese a lo mal que atienden a sus clientes, nos ponen en apuros a los independientes. Es un tema que me pone furioso.
Jack asintió con la cabeza. Sabía muy bien lo que debía de sentir el farmacéutico; ningún ámbito de la medicina se libraba de la presión de los grandes imperios.
Herman salió de detrás del mostrador con un frasquito de plástico lleno de tabletas de color naranja y lo dejó junto a la caja registradora.
—¿Son para usted? —preguntó.
Jack volvió a asentir con la cabeza.
Herman recitó una lista de posibles efectos secundarios y contraindicaciones. Jack estaba impresionado. Después de pagar pidió a Herman un poco de agua. Herman se la sirvió en un vasito de papel y Jack se tomó una tableta.
—Vuelva cuando quiera —se despidió Herman.
Sintiéndose protegido con la rimantadina en el cuerpo, Jack decidió que había llegado el momento de visitar a Gloria Hernández, la empleada del almacén de suministros.
Se acercó a la calzada y paró un taxi. Al principio el taxista se mostraba reacio a llevarlo a Harlem, pero cedió después de que Jack le recordara las normas detalladas en un letrero colgado en el respaldo del asiento delantero.
Jack se acomodó en el taxi, que se dirigió primero hacia el norte y luego, tras dejar atrás Central Park, tomó Saint Nicholas Avenue para cruzar la ciudad. A través de la ventanilla observó cómo iba cambiando Harlem; los primeros eran barrios afroamericanos, y luego empezaban los hispanos. Al final todos los letreros estaban escritos en español.
Cuando el taxi llegó a destino, Jack pagó el importe y bajó a la calle, lleno de esperanza. Levantó la cabeza y contempló el edificio donde se disponía a entrar. En un tiempo había sido una casa unifamiliar decente y elegante en medio de un buen barrio, pero ahora dejaba mucho que desear, igual que el edificio en que vivía Jack.
Varias personas miraron a Jack con curiosidad al verlo subir los escalones de la casa y entrar en la portería. Al mosaico blanco y negro del suelo le faltaban varias piezas.
Jack consultó los nombres inscritos en los destartalados buzones y comprobó que la familia Hernández vivía en el tercer piso. Apretó el timbre del telefonillo, aunque tenía la impresión de que no funcionaba y, al ver que no respondían, empujó el portal. Como ocurría en su edificio, la cerradura del portal se había roto hacía mucho tiempo y nunca la habían reparado.
Jack subió por la escalera hasta el tercer piso y llamó a la puerta de los Hernández. Como nadie contestó, volvió a llamar, esta vez más fuerte. Finalmente oyó la voz de un niño preguntando quién era. Jack dijo que era médico y que quería hablar con Gloria Hernández.
Tras un breve diálogo que Jack oyó a través de la puerta, ésta se abrió un poco, pero con la cadena de seguridad puesta, y aparecieron dos rostros. El de arriba pertenecía a una mujer de mediana edad con el cabello teñido de rubio y despeinado, los ojos enrojecidos y profundas ojeras. Vestida con una bata, tosía intermitentemente y tenía los labios ligeramente amoratados.
El rostro inferior era el de un crío de aire angelical de unos nueve o diez años. Jack no supo determinar si se trataba de un niño o una niña. El pelo, negro como el carbón y peinado hacia atrás, le llegaba hasta los hombros.
—¿Señora Hernández? —preguntó Jack a la señora de cabello rubio.
Jack le mostró la placa de médico forense y explicó que venía del despacho de Kathy McBane, del Hospital General de Manhattan. La señora Hernández abrió la puerta y lo invitó a pasar.
El apartamento era pequeño y recargado, aunque se notaba que habían intentado decorarlo con colores llamativos y pósters de películas en español. Gloria volvió inmediatamente al sofá donde al parecer estaba descansando cuando llamó Jack. Se tapó con una manta hasta el cuello y se puso a temblar.
—Lamento verla tan enferma —dijo Jack.
—Es terrible —dijo Gloria.
Jack se alegró de que hablara inglés, pues su español era muy precario.
—No quisiera asustarla —advirtió Jack— pero, como ya sabe, últimamente varios empleados de su departamento han contraído enfermedades graves.
Gloria abrió mucho los ojos.
—Esto que tengo es sólo gripe, ¿no? —dijo, alarmada.
—Estoy seguro —repuso Jack—. Katherine Mueller, María López, Carmen Chávez e Imogene Philbertson tenían enfermedades diferentes a la suya, de eso no cabe duda.
—Gracias a Dios —dijo Gloria, y se santiguó con el dedo índice de la mano derecha—. Que Dios las tenga en su gloria.
—Lo que me preocupa —prosiguió Jack— es que anoche había un paciente llamado Kevin Carpenter en la planta de ortopedia que seguramente tenía una enfermedad parecida a la suya. ¿Le dice algo ese nombre? ¿Tuvo usted algún contacto con él?
—No —replicó Gloria—. Yo trabajo en el almacén de suministros.
—Sí, ya lo sé —dijo Jack—. Igual que las empleadas que acabo de mencionar. Pero en cada caso había habido un paciente con la misma enfermedad que contrajeron esas empleadas. Tiene que haber alguna relación y confío en que usted pueda ayudarme a encontrarla.
Gloria parecía aturdida. Se volvió hacia su hijo, al que llamó Juan. Juan se puso a hablar muy deprisa en español. Jack se imaginó que el niño estaba traduciendo; Gloria no había entendido bien lo que Jack había dicho.
Gloria asintió con la cabeza y dijo «sí» varias veces mientras Juan hablaba, pero en cuanto el niño terminó, Gloria miró a Jack, meneó la cabeza y dijo: «¡No!».
—¿No? —preguntó Jack. Después de tantos síes no se esperaba un no tan rotundo.
—Ninguna relación. Nosotros no vemos a los pacientes.
—¿Nunca van a las plantas de los pacientes? —preguntó Jack.
—No —contestó Gloria.
Jack se concentró e intentó pensar en algo más que pudiera preguntar a aquella mujer.
—¿Hizo usted algo fuera de lo normal anoche? —preguntó, por fin.
Gloria se encogió de hombros y volvió a decir que no.
—¿Se acuerda de qué hizo? —preguntó Jack—. Intente describirme su turno.
Gloria empezó a hablar, pero el esfuerzo le provocó un intenso ataque de tos, hasta el punto que Jack estuvo por darle unas palmadas en la espalda, pero ella levantó la mano para indicar que se encontraba bien. Juan le llevó un vaso de agua, que ella bebió con avidez.
En cuanto pudo hablar intentó recordar todo lo que había hecho la noche anterior. Mientras describía sus tareas, Jack intentaba pensar si alguna de sus actividades podía haberla puesto en contacto con el virus de Carpenter. Pero no se le ocurrió nada. Gloria insistió en que no había salido del almacén de suministros durante su turno.
Como a Jack ya no se le ocurrían más preguntas, pidió a la señora Hernández que le telefoneara si se le ocurría algo. Ella accedió. Luego Jack le recomendó con insistencia que llamara a la doctora Zimmerman y le hiciera saber que estaba muy enferma.
—¿Y qué puede hacer ella por mí? —preguntó Gloria.
—Es posible que quiera someterla a un tratamiento especial —explicó Jack—, y también a su familia.
Jack sabía que la rimantadina no sólo podía prevenir la gripe, sino que si se administraba a tiempo, una vez iniciada la enfermedad, podía reducir su duración y posiblemente la gravedad de los síntomas en un 50 por ciento. El problema era que la rimantadina era cara, y Jack sabía que AmeriCare era reacia a gastar dinero si no lo consideraba necesario.
Jack salió del apartamento de los Hernández y se dirigió hacia Broadway, donde creyó que podría coger un taxi. Además de estar conmocionado por la agresión que había sufrido, se sentía desanimado. Con la visita a Gloria no había conseguido otra cosa que exponerse a su gripe, que Jack temía era la misma que había matado a Kevin Carpenter.
El único consuelo que le quedaba era que él ya había empezado el tratamiento de rimantadina. El problema residía en que la rimantadina no era efectiva al ciento por ciento en la prevención de la enfermedad, sobre todo si se trataba de una cepa muy virulenta.
Cuando Jack se apeó ante el Instituto Forense era ya media tarde. Entró desanimado y nervioso. Al pasar por la zona de identificación, se quedó boquiabierto. En una de las salitas reservadas para los familiares que iban a identificar a los muertos, Jack vio a David. No sabía cuál era el apellido de David, pero era el mismo David que había acompañado en coche a Jack y a Spit tras el episodio del parque.
David también reconoció a Jack y, en el segundo que sus miradas se encontraron, Jack percibió ira y desprecio.
Jack dominó el impulso de acercarse a David y bajó inmediatamente al depósito de cadáveres. Rodeó los compartimientos frigoríficos, oyendo sus pasos que resonaban sobre el suelo de cemento y temiendo lo que iba a encontrar. En el pasillo había un ataúd con un cadáver reciente, debajo del intenso haz de luz de una lámpara de techo.
Las sábanas estaban dispuestas de modo que sólo se viera la cara. Habían puesto el cadáver así para tomarle una Polaroid; ése era el método habitual mediante el cual las familias identificaban a sus muertos. Consideraban que enseñarles una fotografía era mejor que hacer que las consternadas familias vieran los restos generalmente mutilados.
Jack contempló el plácido rostro de Slam y se le hizo un nudo en la garganta. Tenía los ojos cerrados y verdaderamente parecía dormido. Muerto aparentaba menos edad que vivo. Jack no le habría echado más de catorce años.
Completamente deprimido, Jack montó en el ascensor para subir a su despacho. Se alegró de que Chet no estuviera allí. Cerró la puerta de un golpe, se sentó a su mesa y se tapó la cabeza con las manos. Tenía ganas de llorar, pero no le salían las lágrimas. Sabía que, indirectamente, era responsable de la muerte de otra persona más.
Antes de que pudiera hundirse en su sentimiento de culpa, oyó que llamaban a la puerta. Al principio Jack no hizo caso, con la esperanza de que quienquiera que fuera desistiera y se marchara. Pero el visitante volvió a llamar. Finalmente Jack gritó, irritado, que pasaran.
Laurie abrió la puerta, vacilante.
—No quiero molestarte. —Inmediatamente percibió la agitación de Jack. Tenía una mirada feroz, sus ojos eran como dardos.
—¿Qué quieres? —preguntó Jack.
—Sólo decirte que ya he hablado con el detective Lou Soldano, como me pediste. —Entró en el despacho y dejó el número de teléfono de Lou en la esquina de la mesa de Jack—. Está esperando tu llamada.
—Gracias, Laurie —dijo Jack—. Pero creo que de momento no estoy de humor para hablar con nadie.
—Creo que él podría ayudarte —dijo Laurie—. De hecho…
—¡Laurie! —la interrumpió Jack secamente, pero luego, con tono más suave, dijo—: Déjame solo, por favor.
—Claro —repuso Laurie con paciencia.
Retrocedió hasta la puerta y la cerró al salir. Ya fuera, se quedó un momento contemplando aquella puerta. Su inquietud aumentaba vertiginosamente. Nunca había visto a Jack de aquella forma. Su actitud nada tenía que ver con su aire frívolo y sus modales irrespetuosos y aparentemente despreocupados.
Volvió rápidamente a su despacho y, una vez allí, cerró la puerta y telefoneó a Lou.
—El doctor Stapleton acaba de llegar hace un momento —dijo.
—Muy bien —dijo Lou—. Dile que me llame. No me moveré de aquí por lo menos hasta dentro de una hora.
—Me temo que no te va a llamar —dijo Laurie—. Está mucho peor de lo que lo estaba esta mañana. Le ha pasado algo, estoy segura.
—¿Y por qué no quiere llamarme? —preguntó Lou.
—No lo sé —dijo Laurie—. Ni siquiera quiere hablar conmigo. Y precisamente acabamos de recibir otra víctima de un enfrentamiento entre bandas. El tiroteo se produjo cerca del Hospital General de Manhattan.
—¿Crees que él puede haber tenido algo que ver?
—No sé qué pensar —admitió Laurie—. Pero estoy preocupada. Me temo que va a pasar algo terrible.
—Está bien, tranquilízate —le aconsejó Lou—. Déjalo en mis manos. Ya se me ocurrirá algo.
—¿Me lo prometes? —preguntó Laurie.
—¿Te he decepcionado alguna vez?
Jack se frotó los ojos enérgicamente y luego parpadeó varias veces. Echó un vistazo al montón de informes inacabados que llenaban su escritorio. No quería engañarse: se sentía incapaz de concentrarse para encargarse de ellos.
Entonces su mirada tropezó con dos sobres que le resultaban familiares. Uno era un gran sobre de manila, y el otro de tamaño normal. Jack abrió primero el sobre de manila, que contenía una copia de una historia hospitalaria. También había una nota de Bart Arnold en la que decía que él mismo se había encargado de hacer una copia de la historia de Kevin Carpenter y de añadirla a las otras que Jack había solicitado.
Jack estaba contento y sorprendido. Aquella iniciativa era encomiable, y decía mucho de todo el equipo de investigadores. Jack abrió la historia y le echó un vistazo. Kevin había ingresado para someterse a una intervención de la rodilla derecha que se realizó con éxito el lunes por la mañana.
Jack dejó de leer y reflexionó sobre el hecho de que Kevin estaba en pleno postoperatorio cuando empezó a manifestar los síntomas. Dejó la historia de Kevin a un lado, cogió la de Susanne Hard y confirmó que también ella estaba en el postoperatorio, pues acababan de practicarle una cesárea. Consultó la historia de Pacini y halló el mismo dato.
Jack se preguntó si el hecho de haberse sometido a una intervención quirúrgica tenía alguna relación con la adquisición de sus respectivas enfermedades. No parecía probable, pues ni Nodelman ni Lagenthorpe habían sido operados. Aun así, Jack creyó oportuno tener en cuenta aquella circunstancia.
Volvió a coger la historia de Kevin y se enteró de que los síntomas de gripe habían aparecido bruscamente a las seis de la tarde y se habían agravado rápidamente hasta poco después de las nueve de la noche. A esa hora la situación del paciente se consideró lo bastante grave para trasladarlo a una unidad de cuidados intensivos. Una vez allí desarrolló el síndrome de insuficiencia respiratoria que finalmente le provocó la muerte.
Jack cerró la historia y la dejó en el montón, junto con las demás. Abrió el otro sobre, el pequeño, dirigido simplemente al «Dr. Stapleton», y encontró un informe de ordenador con una notita de Kathy McBane. En la nota Kathy le daba las gracias una vez más por el interés que estaba demostrando por la situación en el Hospital General. En una breve posdata Kathy añadía que confiaba en que el material que le enviaba le resultara útil.
Jack abrió el informe. Era una copia de todo lo que habían enviado desde el almacén de suministros a un paciente llamado Broderick Humphrey. No se mencionaba el diagnóstico del paciente, pero sí la edad: cuarenta y ocho años.
La lista era tan extensa como las que Jack ya tenía de los casos iniciales de enfermedades infecciosas. Al igual que en las otras, parecía aleatoria. La lista no estaba en orden alfabético, y los productos y los materiales no estaban agrupados por categorías. Jack se imaginó que la lista se iba generando a medida que se encargaban los artículos. Esa idea estaba reforzada por el hecho de que las cinco listas empezaban de forma idéntica, posiblemente porque en el momento del ingreso todos los pacientes requerían ciertos elementos habituales.
El hecho de que las listas no estuvieran ordenadas dificultaba su comparación. El objetivo de Jack era determinar los elementos de la lista del paciente no relacionado con los casos infecciosos que diferían de los de las otras listas. Jack se pasó un cuarto de hora repasando las listas una y otra vez y finalmente decidió utilizar el ordenador.
Empezó por crear un archivo diferente para cada paciente. A continuación copió cada lista en cada uno de los archivos. Como no era el mejor mecanógrafo del mundo, la tarea le llevó un tiempo considerable.
Transcurrieron varias horas. Cuando iba por la mitad de su transcripción Laurie volvió a llamar a su puerta para decirle buenas noches y para preguntarle si podía ayudarle en algo. Jack estaba preocupado, pero le aseguró que se encontraba bien.
Una vez introducidos todos los datos, Jack pidió al ordenador un listado de los elementos de los casos infecciosos que no estaban incluidos en el caso control. El resultado fue desalentador: ¡otra larga lista! La examinó y se dio cuenta de cuál era el problema. A diferencia del caso control, los cinco casos infecciosos habían pasado por la unidad de cuidados intensivos. Además, los cinco pacientes con infecciones habían muerto, y el paciente control no.
Durante unos minutos Jack creyó que sus esmerados esfuerzos habían sido en vano, pero entonces se le ocurrió otra idea. Como había introducido las listas en el ordenador en el mismo orden que tenían originalmente, pidió al ordenador que realizara la comparación hasta antes del primer producto utilizado en la unidad de cuidados intensivos.
En cuanto Jack pulsó la tecla de ejecutar el ordenador le presentó la respuesta. La palabra «humidificador» apareció en la pantalla. Jack se quedó mirándola fijamente. Al parecer todos los pacientes de los casos infecciosos habían utilizado humidificadores procedentes del almacén de suministros, mientras que el caso control no. Pero ¿era significativa aquella diferencia? Jack recordó que cuando era pequeño su madre había colocado un humidificador en la habitación cuando padeció el crup. Recordaba aquel aparato como una pequeña caldera hirviente que humeaba y chisporroteaba junto a su cama, y no se imaginaba cómo un humidificador podía tener relación con la propagación de bacterias. A cien grados de temperatura, herviría las bacterias.
Pero entonces Jack recordó cómo eran los humidificadores modernos, ultrasónicos y fríos, y advirtió que la situación podía ser por completo diferente.
Jack cogió el teléfono y llamó al Hospital General. Cuando contestaron, pidió que le pasaran con el almacén de suministros. La señora Zarelli ya se había marchado, por lo que preguntó si podía hablar con la supervisora del turno de noche, una tal Darlene Springborn. Después de presentarse, le preguntó si el almacén de suministros se encargaba de repartir los humidificadores.
—Sí, desde luego —contestó Darlene—. Sobre todo durante los meses de invierno.
—¿Qué tipo de humidificadores utilizan en el hospital? —preguntó Jack—. ¿Los de vapor o los fríos?
—Los fríos, salvo raras excepciones.
—Cuando les devuelven un humidificador de una habitación, ¿qué hacen?
—Nos encargamos de él —contestó Darlene.
—¿Lo limpian? —preguntó Jack.
—Por supuesto. Y además los tenemos un rato en marcha para asegurarnos de que siguen funcionando correctamente. Luego los vaciamos y los limpiamos. ¿Por qué lo pregunta?
—¿Siempre los limpian en el mismo sitio? —preguntó Jack.
—Sí —dijo Darlene—. Los guardamos en un pequeño almacén que tiene su propio fregadero. ¿Ha habido algún problema con los humidificadores?
—No estoy seguro —dijo Jack—. Pero si así es, se lo haré saber a usted o a la señora Zarelli.
—Se lo agradeceré —dijo Darlene.
Jack cortó la comunicación, pero dejó el auricular sobre su hombro mientras buscaba el número de teléfono de Gloria Hernández. Marcó los números y esperó. Contestó un hombre que sólo hablaba español. Jack consiguió hacerse entender con unas cuantas frases mal pronunciadas, y el hombre dijo a Jack que esperara un momento.
Oyó entonces una voz más joven, que supuso debía de ser de Juan, y preguntó al chico si podía hablar con su madre.
—Está muy enferma. Tiene mucha tos y le cuesta mucho respirar.
—¿Ha llamado al hospital, como le recomendé? —preguntó Jack.
—No, no ha llamado —respondió Juan—. Dice que no quiere molestar a nadie.
—Voy a pedir una ambulancia para que vaya a buscarla —dijo Jack sin vacilar—. Díselo a tu madre, ¿de acuerdo?
—Sí —dijo Juan.
—Mientras tanto, hazme un favor —añadió Jack—. Pregúntale si anoche limpió algún humidificador. Sabes lo que es un humidificador, ¿verdad?
—Sí, lo sé —contestó Juan—. Espere un momento.
Mientras esperaba, nervioso, Jack daba golpecitos sobre la historia de Kevin Carpenter. Se sentía culpable por no haberse asegurado de que Gloria llamaba a la doctora Zimmerman. Juan se puso al teléfono.
—Dice que gracias por la ambulancia. Ella no quería llamar porque AmeriCare no se hace cargo de los gastos a no ser que lo autorice un médico.
—¿Qué te ha dicho de los humidificadores? —preguntó Jack, impaciente.
—Sí, dice que limpió dos o tres. No se acuerda exactamente.
Cuando Jack terminó de hablar con el chico de los Hernández y colgó, llamó al 911 y envió una ambulancia al domicilio de éstos. Dijo a la operadora que informara a los enfermeros que se trataba de un caso infeccioso y que, como mínimo, debían ponerse mascarillas. También le indicó que trasladaran a la paciente al Hospital General de Manhattan, y a ningún otro sitio.
Cada vez más emocionado, Jack llamó a Kathy McBane.
Era tan tarde que creyó que no la encontraría, pero se llevó una agradable sorpresa. Kathy todavía estaba en su despacho. Cuando Jack le preguntó cómo era que todavía estaba allí si eran más de las seis, ella respondió que seguramente tardaría en irse.
—¿Qué pasa? —preguntó Jack.
—Muchas cosas —dijo Kathy—. Kim Spensor ha ingresado en la unidad de cuidados intensivos con síntomas de insuficiencia respiratoria. George Haselton también se encuentra en el hospital y está empeorando. Sospecho que tus temores estaban bien fundados.
Jack se apresuró a añadir que Gloria Hernández no tardaría en llegar también a la sala de urgencias. También recomendó que todas las personas que hubieran tenido contacto con esos pacientes empezaran a tomar rimantadina inmediatamente.
—No sé si la doctora Zimmerman accederá a recetar rimantadina a las personas que se hayan expuesto —comentó Kathy—. Pero al menos la he convencido para que aísle a esos pacientes. Hemos preparado una sala especial.
—Quizás eso ayude. Vale la pena intentarlo, desde luego. ¿Qué sabes del técnico de microbiología?
—Viene hacia aquí —dijo Kathy.
—Espero que sea en ambulancia, y no en un medio de transporte público.
—Eso fue lo que le aconsejé —indicó Kathy—. Pero la doctora Zimmerman habló con él después. No sé qué decidieron finalmente.
—Esa lista que me has enviado ha sido de gran ayuda —dijo Jack, abordando por fin el tema que más le interesaba—. ¿Recuerdas que me comentaste que hace unos tres meses se contaminaron los nebulizadores de la unidad de cuidados intensivos? Creo que es posible que haya habido un problema parecido con los humidificadores del hospital.
Jack explicó a Kathy cómo había llegado a esa conclusión y le contó que Gloria Hernández había confirmado que la noche anterior había limpiado varios humidificadores.
—¿Qué puedo hacer? —dijo Kathy, alarmada.
—De momento no quiero que hagas nada.
—Pero por lo menos debería retirar todos los humidificadores, hasta que se compruebe que son seguros.
—El problema es que no quiero que te involucres en esto. Temo que pueda ser peligroso que lo hagas.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Kathy, enojada—. Ya estoy involucrada.
—No te enfades —la tranquilizó Jack—. Perdóname. Creo que no lo estoy haciendo nada bien.
Jack no había querido confesar sus sospechas a nadie más por temor a poner en peligro su seguridad, pero ahora le daba la impresión de que no le quedaba otra alternativa. Kathy tenía razón: había que retirar todos los humidificadores.
—Escúchame —dijo Jack, y procedió a explicarle, de la forma más resumida posible, su teoría sobre las últimas enfermedades que, según él, alguien había propagado intencionadamente. También le dijo que cabía la posibilidad de que Beth Holderness hubiera sido asesinada porque él le había pedido que revisara el laboratorio de microbiología para ver si encontraba los agentes responsables de las infecciones.
—Es una historia bastante inverosímil —dijo Kathy, dubitativa. Y luego añadió—: No es fácil de digerir, así, de golpe.
—No te estoy pidiendo que suscribas mi opinión —aclaró Jack—. Te lo cuento pensando sólo en tu seguridad. Hagas lo que hagas y digas lo que digas, ten en cuenta lo que te he contado, por favor. Y por amor de Dios, no menciones a nadie mi teoría. Aunque tuviera razón, no tengo ni idea de quién está detrás de todo esto.
—Bueno —dijo Kathy exhalando un suspiro. No sé qué decir, la verdad.
—No hace falta que digas nada —dijo Jack—. Pero si quieres ayudarme, hay una cosa que podrías hacer.
—¿De qué se trata? —preguntó Kathy con cautela.
—Consigue un medio de cultivo bacteriológico y un medio de transporte para virus del laboratorio de microbiología —indicó Jack—. Pero no digas a nadie para qué los quieres. Luego pide a alguien de mantenimiento que abra la tubería que hay debajo del fregadero del almacén donde guardan los humidificadores. Recoge muestras de agua de las paredes de la tubería, ponlas en los medios y envíalas al laboratorio de referencia municipal. Pídeles que intenten aislar alguno de los cinco agentes.
—¿Crees que esos microorganismos pueden seguir todavía allí? —preguntó Kathy.
—Cabe la posibilidad. Ya sé que parece improbable, pero estoy intentando obtener pruebas de donde sea. En cualquier caso, lo que te estoy proponiendo que hagas no puede perjudicar a nadie, salvo quizás a ti misma, si no vas con mucho cuidado.
—Lo tendré en cuenta.
—Lo haría yo mismo, si no fuera por el recibimiento que me brindan cada vez que voy al hospital —añadió Jack—. No tuve problemas para verte en tu despacho, pero intentar obtener muestras bacteriológicas de una tubería del almacén de suministros es otra cosa muy diferente.
—En eso tienes razón —dijo Kathy.
Después de colgar, Jack se preguntó cómo reaccionaría Kathy ante sus revelaciones. Desde el momento en que Jack expresó sus sospechas le pareció que ella adoptaba una actitud retraída, casi cautelosa. Jack se encogió de hombros. De momento no podía decirle nada para convencerla. Lo único que podía hacer era confiar en que haría caso de sus advertencias.
Debía hacer una llamada más. Mientras marcaba el número de llamada a larga distancia cruzó supersticiosamente los dedos índice y medio de la mano izquierda. Llamaba a Nicole Marquette, del Centro de Control de Enfermedades, y esperaba dos cosas: en primer lugar, que le dijera que la muestra había llegado y, en segundo lugar, que le dijera que la concentración era elevada, es decir que había suficientes partículas víricas para analizar sin necesidad de esperar a cultivarlas.
Mientras establecía comunicación Jack consultó su reloj. Eran casi las siete de la tarde. Lamentó no haber llamado antes, pues creyó que tendría que esperar al día siguiente para hablar con Nicole. Pero tras marcar la extensión de la unidad de gripes, Nicole contestó de inmediato.
—Llegó sin problema —contestó Nicole a la pregunta de Jack—. Tengo que reconocer que la embaló muy bien. El envase frigorífico y el conservante preservaron la muestra perfectamente.
—¿Y qué hay de la concentración? —preguntó Jack.
—Eso también me sorprendió —admitió Nicole—. ¿De dónde se extrajo la muestra?
—De los bronquiolos —contestó Jack.
Nicole soltó un breve silbido.
—Con esa concentración de virus, tiene que ser una cepa sumamente agresiva, o bien un paciente inmunodeprimido.
—Sí, se trata de una cepa virulenta —confirmó Jack—. La víctima era un hombre joven y sano. Además, una de las enfermeras que lo atendió ya está en la unidad de cuidados intensivos con insuficiencia respiratoria aguda, y no han transcurrido veinticuatro horas desde la exposición.
—¡Uf! Será mejor que redacte los resultados inmediatamente. De hecho, me quedaré aquí toda la noche. ¿Hay algún otro caso, además de la enfermera?
—Que yo sepa, tres —dijo Jack.
—Le telefonearé por la mañana —dijo Nicole, y colgó.
A Jack le sorprendió un poco la brusca interrupción de la conversación, pero se alegró de comprobar que al parecer Nicole estaba muy motivada.
Al colgar el auricular, Jack advirtió que le temblaba la mano. Inspiró hondo varias veces e intentó decidir qué podía hacer. No le atraía la idea de irse a su casa. Ignoraba cómo habría reaccionado Warren al enterarse de la muerte de Slam. Además, no sabía si habían enviado a otro asesino a perseguirlo.
El teléfono sonó inesperadamente e interrumpió sus pensamientos. Extendió el brazo, pero no descolgó el auricular intentando imaginar quién sería. Dado lo avanzado de la hora, descartó unas cuantas ideas irracionales, como que fuera el hombre que había intentado matarlo aquella tarde.
Finalmente Jack contestó el teléfono; para su alivio, era Terese.
—Me prometiste que me llamarías —dijo Terese con tono acusador—. Espero que no vayas a decirme que se te olvidó.
—He estado prendido del teléfono —se disculpó Jack—. De hecho, acabo de colgar en este mismo instante.
—Bueno, está bien —dijo Terese—. Pero hace una hora que espero para ir a cenar. ¿Por qué no vienes al restaurante directamente desde el trabajo?
—Oh, Terese, lo siento. Con todo lo ocurrido, se había olvidado por completo de los planes que habían hecho para cenar.
—No me digas que vas a darme un plantón —dijo Terese.
—He tenido un día espantoso.
—Yo también —replicó Terese—. Me lo prometiste, y como ya te dije esta mañana, tienes que comer. A ver, ¿has almorzado?
—No —admitió Jack.
—¿Lo ves? No puedes saltarte la cena además del almuerzo. ¡Venga! Si me dices que tienes que volver al despacho, lo entenderé. Es posible que yo también tenga que volver al mío.
Terese tenía razón. Jack necesitaba comer algo, aunque no tuviera apetito, y necesitaba relajarse. Además, sabiendo lo tozuda que era Terese, no esperaba que aceptara un no como respuesta, y Jack no tenía fuerzas para discutir con ella.
—¿Estás pensando, o qué? —dijo Terese con impaciencia—. ¡Jack, por favor! Llevo todo el día esperando verte. Podemos comparar nuestros relatos de guerra y hacer una votación para decidir quién ha tenido un día más espantoso.
Jack se estaba ablandando. De pronto la perspectiva de cenar con Terese le parecía sumamente atractiva. Temía ponerla en peligro por el mero hecho de estar cerca de él, pero no creía que todavía estuvieran siguiéndolo. Y, si aún lo seguían, no le resultaría demasiado difícil despistarlos de camino al restaurante.
—¿Cómo se llama el restaurante? —preguntó Jack por fin.
—Gracias —dijo Terese—. Sabía que cederías. Se llama Positano. Está en Madison, un poco más arriba de mi despacho. Te va a encantar. Es pequeño y hay una atmósfera muy relajante. Es muy poco neoyorquino.
—Estaré allí dentro de media hora.
—Perfecto. Estoy impaciente, de verdad. Llevo unos días muy estresantes.
—Yo también, te lo aseguro —dijo Jack.
Jack cerró la puerta de su despacho y bajó al primer piso. No sabía cómo asegurarse de que no lo seguían, pero pensó que como mínimo debía echar un vistazo por la puerta principal para ver si había algún sospechoso esperando. Al pasar por comunicaciones advirtió que el sargento Murphy todavía estaba en su cubículo, hablando con alguien a quien Jack no reconoció.
Jack y el sargento se saludaron con la mano. Jack entro en los grandes almacenes y salió a Lexington, donde cogió otro taxi. Esta vez se apeó a una manzana del Positano.
Para estar completamente seguro de que no corría peligro, Jack permaneció en la entrada de una zapatería otros cinco minutos. En Madison Avenue el tráfico era moderado, igual que el número de peatones. A diferencia de la zona en que estaba ubicado el Instituto Forense, todos iban elegantemente vestidos. Jack no vio a nadie que pareciera miembro de una banda.
Jack echó a andar hacia el restaurante, tranquilo y orgulloso de su ingenio. Lo que no sabía era que había dos hombres esperando dentro de un reluciente Cadillac negro que acababa de aparcar entre la zapatería y el Positano. Al pasar junto al coche Jack no vio su interior, porque los cristales estaban polarizados y parecían espejos.
Jack abrió la puerta del restaurante y entró en una especie de tienda de lona concebida para impedir que los clientes que se sentaran cerca de la puerta tuvieran frío.
Jack apartó la lona y se encontró en un ambiente cálido y acogedor. A su izquierda había una pequeña barra de caoba. Las mesas, agrupadas a la derecha, se extendían hacia el fondo del restaurante. Las paredes y el techo estaban recubiertos con una celosía blanca que sostenía una hiedra de seda que parecía natural. A Jack le pareció que había entrado en un restaurante al aire libre en Italia.
A juzgar por el sabroso aroma que impregnaba el establecimiento, el chef debía de respetar el ajo tanto como Jack. De pronto, Jack sintió que estaba muerto de hambre.
El restaurante estaba lleno, pero no había la atmósfera agitada de muchos restaurantes de Nueva York. La celosía del techo amortiguaba las conversaciones de los clientes y los ruidos de platos. Jack supuso que cuando Terese había dicho que era un sitio muy poco neoyorquino se había referido a aquella tranquilidad.
El maitre saludó a Jack y le preguntó si podía ayudarlo en algo. Jack dijo que buscaba a la señorita Hagen. Un camarero inclinó la cabeza y, tras indicarle que lo siguiera, lo condujo hasta una mesa situada junto a la pared, cerca de la barra.
Terese se levantó para abrazar a Jack; al verle la cara dio un leve respingo.
—¡Dios mío! —exclamó—. Tienes un aspecto espantoso.
—Es lo que me han dicho toda mi vida —dijo Jack con sarcasmo.
—Por favor, Jack, no bromees. Te lo digo en serio. ¿De verdad te encuentras bien?
—Si quieres que te diga la verdad —contestó Jack—, ya no me acordaba de lo de mi cara.
—Pues tiene el aspecto de dolerte mucho —dijo Terese—. Me gustaría darte un beso, pero no me atrevo.
—En los labios no tengo nada.
Terese meneó la cabeza, sonrió.
—Eres demasiado. Creía que yo tenía labia, hasta que te conocí.
Se sentaron.
—¿Qué te parece el restaurante? —preguntó Terese mientras volvía a colocarse la servilleta y apartaba sus papeles.
—Me gusta mucho. Es muy acogedor, cosa que no puede decirse de muchos restaurantes de esta ciudad. Yo nunca lo habría descubierto, pues el letrero de fuera es muy discreto.
—Es uno de mis restaurantes favoritos —comentó Terese.
—Gracias por insistir en que saliera. He de admitir que tenías razón: estoy muerto de hambre.
Durante los quince minutos siguientes leyeron sus respectivas cartas, escucharon la lista, considerablemente larga, de platos del día que les recitó el camarero, y pidieron sus platos.
—¿Te apetece un poco de vino? —preguntó Terese.
—¿Por qué no?
—¿Quieres elegirlo tú? —Terese le acercó la carta de vinos.
—Sospecho que tú elegirás mejor que yo —dijo Jack.
—¿Tinto o blanco?
—Como tú quieras.
Con la botella de vino abierta y dos copas servidas, Terese y Jack se reclinaron en las sillas e intentaron relajarse. Los dos estaban nerviosos, pero a Jack le pareció que Terese lo estaba más que él. La pilló consultando disimuladamente su reloj.
—Te he visto —dijo Jack.
—¿Qué has visto? —preguntó ella, inocente.
—Te he visto mirando el reloj. Pensaba que habíamos venido para relajarnos. Por eso no he querido preguntarte cómo te ha ido en el trabajo ni te he explicado cómo me ha ido a mí.
—Lo siento —se disculpó Terese—. Tienes razón. No debería haberlo hecho. Habrá sido un acto reflejo. Colleen y el resto del equipo siguen trabajando en el estudio y supongo que me siento culpable por estar aquí pasándolo bien.
—En fin, ¿cómo va la campaña? —preguntó Jack.
—Bastante bien —contestó ella—. Esta mañana estaba nerviosa y llamé a mi amiga del National Health, y comimos juntas. Cuando le hablé de la nueva campaña se emocionó mucho y me suplicó que le dejara filtrársela a su CEO. Esta tarde ha llamado para decirme que le había gustado tanto que se está planteando aumentar el presupuesto para publicidad en otro 20 por ciento.
Jack calculó mentalmente lo que suponía un aumento del 20 por ciento: eran millones; la sola idea lo exasperó, pues sabía que ese dinero procedería básicamente de fondos destinados a la atención a los pacientes. Como no quería estropear la velada, no comentó a Terese sus pensamientos y se limitó a felicitarla.
—Gracias —dijo ella.
—Pues no parece que hayas tenido un día muy duro —observó Jack.
—Verás, saber que al cliente le gusta la idea no es más que el principio. Ahora hay que organizar la presentación y luego realizar la campaña propiamente dicha. No tienes idea de la cantidad de problemas que surgen cuando haces un anuncio televisivo de treinta segundos.
Terese bebió un sorbo de vino. Al dejar la copa sobre la mesa volvió a consultar su reloj.
—¡Terese! —dijo Jack fingiendo enfado—. ¡Lo has hecho otra vez!
—¡Tienes razón! —dijo ella, y se dio una palmada en la frente—. No sé qué va a ser de mí. Soy una adicta al trabajo, no tengo remedio. Lo reconozco. ¡Espera! Ya sé qué puedo hacer. ¡Me lo voy a quitar! —Se desabrochó el reloj de pulsera y lo guardó en el bolso—. ¿Qué te parece?
—Así está mucho mejor —dijo Jack.
—El problema es que ese imbécil se piensa que es una especie de Superman o algo parecido —dijo Twin—. Seguro que les está diciendo a esos hermanos que no saben lo que hacen. De verdad, esto me está cabreando. Mira, ahora lo haría gratis.
—¿Entonces por qué no lo haces tú mismo? —preguntó Phil—. ¿Por qué tengo que hacerlo yo? —El sudor le cubría la frente.
Twin estaba apoyado en el volante de su Cadillac. Giró lentamente la cabeza para mirar a su heredero en la penumbra del interior del coche. Los faros de los coches que pasaban por su lado iluminaban intermitentemente el rostro de Phil.
—Tranquilo —le advirtió Twin—. Ya sabes que yo no puedo entrar ahí. El médico me reconocería inmediatamente y el juego se habría terminado. El factor sorpresa es muy importante.
—Pero yo también estuve en el apartamento del médico —protestó Phil.
—Pero ese imbécil no te miró a ti a la cara —dijo Twin—. Ni le diste un puñetazo. De ti no se acuerda. Confía en mí.
—Pero ¿por qué yo? —se lamentó Phil—. BJ estaba dispuesto a hacerlo, sobre todo después de que todo saliera mal en el drugstore. Le habría gustado que le dieras otra oportunidad.
—Esto es demasiado fácil para BJ —repuso Twin—. Además, también es una oportunidad para ti. Algunos hermanos se han quejado de que nunca has hecho nada así y opinan que no deberías ser el segundo de la banda. Confía en mí, sé muy bien lo que hago.
—Pero si a mí no se me dan bien estas cosas —se quejó Phil—. Nunca he matado a nadie.
—Mira, es muy fácil. —Dijo Twin—. A lo mejor la primera vez te cuesta un poco, pero es muy fácil. ¡Pam! Y ya está. En cierto modo es un poco decepcionante, porque te pones muy nervioso.
—Yo ya estoy nervioso —admitió Phil.
—Relájate —le aconsejó Twin—. Lo único que tienes que hacer es entrar ahí y no decir nada a nadie. Deja la pistola en el bolsillo y no la saques hasta que estés justo delante del médico. Entonces la sacas y ¡pam! Luego sacas tu negro culo de ahí y nos largamos. Es sencillísimo.
—¿Y si el médico se escapa? —preguntó Phil.
—No se escapará —aseguró Twin—. Estará tan sorprendido que no moverá ni un dedo. Cuando un tipo sospecha que le van a disparar, tiene alguna posibilidad, pero si uno lo coge completamente por sorpresa, no tiene escapatoria. Nadie se mueve. Lo he comprobado un montón de veces.
—De todas formas estoy muy nervioso —insistió Phil.
—Está bien, estás un poco nervioso —dijo Twin—. Déjame verte. —Twin alargó el brazo y cogió a Phil por el hombro—. ¿Y la corbata?
—Creo que está bien. —Phil se tocó el nudo de la corbata.
—Tienes un aspecto fenomenal —lo elogió Twin—. Parece que te hayas vestido para ir a la iglesia, tío. Pareces un maldito banquero o un abogado. —Twin se rió y dio varias palmadas en el hombro a Phil.
Phil hizo una mueca de dolor mientras recibía los golpes. Odiaba aquella situación. Era lo peor que había hecho jamás y se preguntaba si valía la pena. Pero sabía que a esas alturas no tenía alternativa. Era como subirse a la montaña rusa y remontar la primera cuesta.
—Vale, tío, ha llegado el momento de cargarse a ese capullo —dijo Twin. Dio una última palmada a Phil, y luego estiró el brazo para abrir la puerta del lado del acompañante.
Phil se bajó; le flaqueaban las piernas.
—Phil —dijo Twin.
Phil se agachó y asomó la cabeza dentro del coche.
—Recuerda —dijo Twin—. Treinta segundos desde el momento en que pases por la puerta. Yo me pararé delante del restaurante. Tú sales corriendo y te metes en el coche. ¿Entendido?
—Sí.
Phil se incorporó y echó a andar hacia el restaurante.
Sentía la pistola golpeándole el muslo. La llevaba en el bolsillo derecho del pantalón.
Cuando Jack conoció a Terese tuvo la impresión de que era tan seria que sería incapaz de hablar por hablar. Pero tenía que reconocer que se había equivocado. Cuando Jack empezó a martirizarla despiadadamente diciéndole que era incapaz de olvidarse del trabajo, ella no sólo soportó sus sarcasmos con entereza, sino que luego le devolvió el golpe con tanta destreza como él. Cuando iban por la segunda copa de vino ya se estaban riendo los dos a carcajadas.
—Te aseguro que esta mañana no habría podido imaginarme que fuera a reírme de esta forma —comentó Jack.
—Lo tomaré como un cumplido —replicó Terese.
—Y lo es —dijo Jack.
—Disculpa —dijo Terese mientras doblaba su servilleta—. Supongo que no tardarán en traernos los entrantes. Si no te importa, voy un momento al lavabo.
—Por supuesto —dijo Jack. Asió el borde de la mesa y tiró de ella para que Terese pudiera levantarse, pues no había mucho espacio entre mesa y mesa.
—Volveré enseguida —dijo Terese, y le dio un apretón en el hombro a Jack—. No te vayas —bromeó.
Jack la vio acercarse al maitre, que la escuchó y luego señaló hacia el fondo del restaurante. Jack siguió observándola mientras ella avanzaba con paso elegante por el restaurante. Llevaba un traje de chaqueta sencillo, como de costumbre, que estilizaba su esbelto cuerpo. A Jack no le costó imaginarse que Terese debía de entregarse al ejercicio físico con la misma devoción con que se entregaba a su carrera.
Cuando perdió de vista a Terese, Jack cogió su copa y bebió un sorbo de vino. Había leído en alguna parte que el vino podía matar los virus. Esa idea le hizo pensar a su vez en algo en que no había pensado pero que quizá debería haber tenido en cuenta. Jack se había expuesto a la gripe y, aunque estaba tranquilo porque había tomado medidas para proteger su salud, lo último que quería era exponer a otra persona, y mucho menos a Terese.
Al considerar esa posibilidad, Jack pensó que como no tenía síntomas, no podía estar produciendo virus. Por lo tanto, no podía transmitir la enfermedad. Por lo menos esperaba que así fuera. Al pensar en la gripe se acordó de la rimantadina. Se metió la mano en el bolsillo y extrajo el frasco de plástico; sacó una tableta naranja y se la tomó con un trago de agua.
Jack guardó las tabletas y recorrió el restaurante con la mirada. Le sorprendió que todas las mesas estuvieran ocupadas y que, sin embargo, los camareros se movieran lentamente. Lo atribuyó a una buena organización y un buen entrenamiento.
Miró hacia su derecha y vio varias parejas y algunos hombres solos bebiendo copas en la barra; seguramente esperaban que alguna mesa quedara libre. Entonces vio que se abría la cortina de lona de la entrada y un afroamericano elegantemente vestido entraba en el restaurante.
Jack no sabía muy bien por qué aquel individuo le había llamado la atención. Al principio pensó que debía de ser porque el hombre era alto y delgado y le recordaba a varios de los vecinos con que jugaba a baloncesto. Pero fuera cual fuere el motivo, Jack siguió observando a aquel hombre que vaciló un momento en la entrada y luego echó a andar por el pasillo central, al parecer buscando a alguien.
Su paso no era ligero, vivaz y desenvuelto como el de los negros del campo de baloncesto de su barrio, más bien arrastraba los pies al andar, como si llevara una carga a la espalda. Tenía la mano derecha metida en el bolsillo del pantalón, mientras que la izquierda colgaba, rígida, junto al costado. Jack advirtió que el brazo izquierdo no se balanceaba; parecía una prótesis en lugar de un brazo de verdad.
Cautivado por aquel individuo, Jack vio cómo giraba la cabeza de un lado a otro como si buscara a alguien. El hombre avanzó unos seis metros hasta que el maitre salió a su encuentro y se pusieron a hablar.
La conversación fue breve. El maitre inclinó la cabeza y señaló hacia el restaurante. El hombre echó a andar de nuevo, continuando su búsqueda.
Jack se llevó la copa a los labios y bebió un sorbo. Mientras lo hacía, el hombre se fijó en él. Sorprendido, Jack vio que iba directamente hacia su mesa. Dejó lentamente la copa sobre la mesa, y el hombre llegó junto a él.
Como si se tratara de un sueño, Jack vio que el hombre empezaba a levantar la mano derecha, en la que empuñaba una pistola. Antes de que Jack pudiera siquiera respirar, el cañón le estaba apuntando.
Dentro del pequeño restaurante, el sonido de la pistola pareció ensordecedor. En un acto reflejo, Jack agarró el borde del mantel y tiró de él como si pudiera ocultarse detrás. Al hacerlo derribó las copas y la botella de vino, que cayeron al suelo y se rompieron.
A la conmoción del disparo y el ruido de cristales rotos siguió un profundo silencio. A continuación el cuerpo cayó hacia delante y se desplomó sobre la mesa. La pistola cayó al suelo.
—Policía —gritó una voz. Un hombre corrió hacia el centro del restaurante, sosteniendo en alto una placa de policía. En la otra mano llevaba una pistola de calibre 38—. Que nadie se mueva. ¡Que no cunda el pánico!
Jack empujó con fuerza la mesa que lo aprisionaba contra la pared. Al hacerlo el hombre rodó hacia un costado y cayó pesadamente al suelo.
El policía enfundó su pistola, guardó la placa en el bolsillo y luego se arrodilló rápidamente junto al cuerpo inerte. Le buscó el pulso y luego gritó que alguien llamara al 911 y pidiera una ambulancia.
Entonces el restaurante se llenó de gritos y sollozos, y los aterrados clientes empezaron a levantarse de las mesas. Unos cuantos que había en la parte delantera de la sala salieron a toda prisa por la puerta.
—Quédense en sus asientos —ordenó el policía a los que quedaban—. La situación está bajo control.
Varias personas obedecieron las órdenes y se sentaron; otras se quedaron inmóviles, con los ojos como platos.
Jack, que había recobrado un poco la compostura, se agachó junto al policía.
—Soy médico —dijo.
—Sí, ya lo sé —dijo el policía—. Échele un vistazo. Me temo que está muerto.
Jack le buscó el pulso mientras se preguntaba cómo habría sabido el policía que era médico. No había pulso.
—No me ha dejado otra opción —se defendió el policía—. Todo ha sucedido tan deprisa, y había tanta gente alrededor, que le he disparado en la parte izquierda del pecho. Debo de haberle dado en el corazón.
Jack y el policía se levantaron.
—¿Se encuentra bien? —preguntó el policía a Jack mirándolo de arriba abajo.
Jack, sorprendido, se examinó. Quizá le habían disparado y todavía no se había dado cuenta.
—Sí, creo que sí.
El policía meneó la cabeza.
—Esta vez se ha salvado por los pelos —dijo—. Nunca pensé que pudiera pasarle nada aquí dentro.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Jack.
—Si tenía que haber jaleo, pensé que sería cuando saliera del restaurante —explicó el policía.
—No sé de qué me habla —repuso Jack—. Pero me alegro mucho de que se encontrara usted aquí.
—No me dé las gracias a mí —dijo el policía—. Déselas a Lou Soldano.
Terese salió del lavabo, desconcertada por el panorama que encontró. Corrió hacia la mesa y, al ver el cadáver, se llevó las manos a la cara para taparse la boca. Miró a Jack, boquiabierta.
—¿Qué ha pasado? —preguntó—. Estás blanco como el papel.
—Por lo menos estoy vivo —dijo Jack—. Gracias a este policía.
Aturdida, Terese se giró hacia el detective en busca de una explicación, pero empezaron a oírse sirenas que se acercaban al restaurante, y el policía se dispuso a dispersar a la gente y a instarles a que se sentaran.