Martes 26 de marzo de 1996, 10:30 AM
Phil entró por el portal del edificio abandonado que habían ocupado los Black Kings. La puerta era un trozo de madera contrachapada de dos centímetros de grosor montada en un marco de aluminio.
Cruzó la habitación principal, con la inevitable cortina de humo de cigarrillos y la interminable partida de cartas, y se dirigió directamente al despacho del fondo. Se alegró de ver que Twin estaba sentado a la mesa.
Phil esperó, impaciente, a que Twin resolviera un pago con uno de sus camellos, un chico de once años, y lo despidiera.
—Tenemos un problema —dijo Phil.
—Siempre tenemos algún problema —repuso Twin en tono filosófico mientras volvía a contar el sucio fajo de billetes que le había entregado el chico.
—No tan grave como éste —aseguró Phil—. Se han cargado a Reginald.
Twin levantó la cabeza. Parecía que acabaran de pegarle una bofetada.
—Pero ¿qué dices? ¿Quién te ha contado semejante tontería?
—Es verdad —insistió Phil.
Cogió una de las cochambrosas sillas que había junto a la pared y le dio la vuelta para sentarse en ella al revés. La postura que había adoptado armonizaba con la gorra de béisbol que siempre llevaba colocada del revés.
—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó Twin.
—Lo sabe todo el mundo —dijo Phil—. Emmett se lo ha oído decir a un camello de Times Square. Parece que al médico lo protegen los Gangster Hoods de Manhattan Valley, en el Upper Westside.
—¿Me estás diciendo que un Hood se ha cargado a Reginald? —preguntó Twin con incredulidad.
—Exacto —dijo Phil—. Le pegó un tiro en la frente.
Twin pegó una palmada sobre la mesa lo bastante fuerte para que el fajo de billetes saltara por los aires. Se levantó y empezó a pasearse por la habitación. Le pegó una fuerte patada a la papelera metálica.
—No puedo creerlo —dijo—. Pero ¿qué demonios está pasando aquí? No lo entiendo. Se cargan a un hermano para proteger a un médico blanco. No tiene sentido.
—Quizás el médico ése trabaja para ellos —sugirió Phil.
—Me importa un rábano para quién trabaje —dijo Twin, furioso. Se plantó delante de Phil, que se encogió. Phil era perfectamente consciente de que Twin podía ser despiadado e impredecible cuando estaba enojado y en aquel momento estaba francamente enojado.
Twin volvió a la mesa y la golpeó otra vez.
—No entiendo nada, pero de una cosa puedes estar seguro: no pienso permitirlo. ¡De ninguna forma! No puedo permitir que los Hoods se paseen por ahí matando Black Kings impunemente. Como mínimo tenemos que liquidar al médico, como acordamos.
—Dicen que los Hoods vigilan de cerca al médico —añadió Phil—. Todavía lo protegen.
—Es increíble —dijo Twin, y se sentó de nuevo a la mesa—. Pero eso facilita las cosas. Nos cargaremos al médico y a su guardaespaldas. Pero no lo haremos en el barrio de los Hoods, sino donde trabaja el médico. —Twin abrió el cajón central de su escritorio y revolvió su interior—. ¿Dónde demonios está esa hoja sobre el médico?
—En el cajón lateral —dijo Phil.
Twin lanzó una mirada de odio a Phil, que se encogió de hombros. No quería ofender a Twin, pero recordaba que había guardado la hoja en el cajón lateral.
—Muy bien —dijo Twin después de sacar la hoja y leerla rápidamente—. Ve a buscar a BJ. Está deseando un poco de acción.
Phil salió del despacho y regresó a los dos minutos con BJ, quien entró en la habitación con su presteza habitual.
Twin lo puso al corriente de la situación.
—¿Crees que podrás solucionarlo? —preguntó Twin.
—Ningún problema —aseguró BJ.
—¿Necesitas refuerzos?
—No, hombre, no —dijo BJ—. Esperaré a que los dos tipos estén juntos y entonces me los cargaré a los dos.
—Tendrás que seguir al médico hasta el trabajo —advirtió Twin—. No podemos arriesgarnos a entrar en el barrio de los Hoods, a menos que nos obliguen a hacerlo. ¿Entendido?
—Ningún problema —volvió a decir BJ.
—¿Tienes pistola automática? —preguntó Twin.
—No —contestó BJ.
Twin abrió el cajón inferior del escritorio y extrajo una Tec como la que le había dado a Reginald.
—No la pierdas —dijo—. Sólo tenemos unas cuantas.
—Ningún problema —repitió BJ. Cogió la pistola y la examinó con auténtica veneración.
—Bueno, ¿a qué esperas? —preguntó Twin.
—¿Ya has terminado? —preguntó BJ.
—Claro que he terminado —contestó Twin—. ¿Qué quieres? ¿Que te acompañe y te aguante la mano? Lárgate de aquí y cuando vuelvas que sea para darme buenas noticias.
Jack no lograba concentrarse en sus otros casos, por mucho que lo intentaba. Era casi mediodía y apenas había avanzado en su trabajo. No podía dejar de pensar en aquel caso de gripe ni de preguntarse qué le habría pasado a Beth Holderness. ¿Qué sería lo que Beth había averiguado?
Jack soltó el bolígrafo bruscamente. Estaba deseando ir al Hospital General y hacerles una visita a Cheveau y a su laboratorio, pero sabía que no podía hacerlo. Cheveau llamaría inmediatamente a los marines, como mínimo, y Jack perdería su empleo. Jack sabía que tenía que esperar a que llegaran los resultados de las sondas del Instituto Nacional de Biología, ya que sin eso no tenía armas para presentarse ante ninguna autoridad.
Desistió de seguir con su papeleo y, movido por un impulso, subió al laboratorio de ADN en el sexto piso. A diferencia del resto del edificio, dicho laboratorio estaba completamente modernizado. Lo habían renovado recientemente, equipándolo con el material más moderno. Hasta las batas blancas que llevaban los empleados parecían más nuevas y blancas que las de los empleados de los otros laboratorios.
Jack buscó al director, Ted Lynch, que justamente se iba a almorzar.
—¿Has recibido las sondas de Agnes? —preguntó Jack.
—Sí —repuso Ted—. Las tengo en mi despacho.
—Supongo que eso significa que todavía no hay ningún resultado —dijo Jack.
Ted se rió.
—Pero ¿qué dices? Ni siquiera hemos preparado los cultivos. Además, creo que no eres consciente de lo complicado que es el proceso. ¿Qué te has creído? ¿Que metemos las sondas en una sopa de bacterias? Tenemos que aislar la nucleoproteína y luego pasarla por la PCR para conseguir suficiente sustrato. De lo contrario no veríamos la fluorescencia aunque la sonda reaccionara. Llevará su tiempo.
Jack, que ya se sentía bastante martirizado, volvió a su despacho y se quedó contemplando la pared. Era la hora del almuerzo, pero no tenía hambre en absoluto.
Decidió llamar al jefe de epidemiología. Le interesaba conocer su opinión sobre aquel caso de gripe; pensó que podría dar al epidemiólogo una oportunidad de redención.
Jack buscó el número en el listín y realizó la llamada.
Contestó una secretaria, y Jack pidió por el doctor Abelard.
—¿De parte de quién? —preguntó la secretaria.
—Del doctor Stapleton —dijo Jack, resistiendo a la tentación de contestar con su humor más sarcástico. Conociendo el carácter de Abelard, le habría gustado decir que era el alcalde o el ministro de sanidad.
Mientras esperaba Jack se puso a retorcer distraídamente un sujetapapeles. Cuando volvieron a atender el teléfono, le sorprendió que lo hiciera de nuevo la secretaria.
—Lo siento —dijo la secretaria—, pero el doctor Abelard me ha dicho que le diga que no quiere hablar con usted.
—Dígale al bueno del doctor que me impresiona su madurez —replicó Jack.
Colgó bruscamente el auricular. Su primera impresión había sido correcta: aquel tipo era un imbécil. Ahora la ira se mezclaba con su nerviosismo, lo cual hacía que su inactividad resultara mucho más difícil de soportar. Se sentía como un león enjaulado. Tenía que hacer algo. Su deseo era ir al Hospital General pese a las advertencias de Bingham.
Pero si volvía al hospital, ¿con quién podría hablar? Jack repasó mentalmente la lista de personas que conocía en el hospital. De pronto se acordó de Kathy McBane. Se había mostrado simpática y colaboradora con él, y era miembro del Comité de Control de Infecciones.
Jack descolgó de nuevo el auricular del teléfono y volvió a llamar al Hospital General. Kathy no estaba en su despacho, de modo que tuvo que pedir que la buscaran. Kathy contestó desde la cafetería. Jack oía el típico murmullo de voces y de platos y cubiertos. Se identificó y se disculpó por haber interrumpido su almuerzo.
—No importa —repuso Kathy amablemente—. ¿En qué puedo ayudarte?
—¿Te acuerdas de mí? —preguntó Jack.
—Por supuesto. ¿Cómo iba a olvidarte, después de lo que hiciste enfadar al señor Kelley y a la doctora Zimmerman?
—Por lo visto no son los únicos a los que he ofendido en tu hospital —admitió Jack.
—Desde que aparecieron estas infecciones, todo el mundo anda muy nervioso —reconoció Kathy—. Yo no me lo tomaría demasiado a pecho.
—Mira —dijo Jack—, yo también estoy preocupado por esos casos, y me encantaría ir al hospital y hablar contigo en persona. ¿Te importa? Pero tendrá que quedar entre tú y yo. ¿Es pedir demasiado?
—No, claro que no —dijo Kathy—. ¿Cuándo pensabas venir? Me temo que tengo toda la tarde ocupada con reuniones.
—¿Qué te parece si voy ahora mismo? —propuso Jack—. Aprovecharé la hora del almuerzo.
—Eso sí que es dedicación —dijo Kathy—. ¿Cómo voy a negarme? Mi despacho está en administración, en el primer piso.
—Huy —dijo Jack—. ¿Corro el peligro de cruzarme con el señor Kelley?
—No lo creo —señaló Kathy—. Ha venido un grupo de jefazos de AmeriCare, y el señor Kelley se pasará todo el día reunido con ellos.
—Voy para allá.
Jack salió por la puerta principal, a la Primera Avenida. Distinguió a Slam, que estaba apoyado contra la pared de un edificio cercano y al ver a Jack se puso en guardia, pero Jack estaba demasiado preocupado para fijarse demasiado en él. Paró un taxi y subió, y vio que Slam se disponía a seguirlo.
Aunque había visto a Jack en la visita que los Black Kings hicieron a su apartamento, BJ no estaba seguro de que reconocería al médico, en cuanto Jack apareció por la puerta del Instituto Forense, BJ supo que era él.
Mientras esperaba, BJ había intentado descubrir quién era el que protegía a Jack. Había un tipo alto y robusto que estuvo un rato esperando en la esquina de la Primera Avenida y la calle Treinta, fumando y mirando de vez en cuando hacia la puerta del Instituto Forense, pero finalmente se había marchado. BJ se llevó una sorpresa cuando vio que Slam se ponía en guardia al ver aparecer a Jack.
—Pero si sólo es un crío —susurró BJ para sí. Estaba decepcionado; se había imaginado que su oponente sería más temible.
BJ asió la culata de su pistola automática, que llevaba en una pistolera debajo del chándal con capucha, y vio que primero Jack y luego Slam se montaban en sendos taxis. BJ soltó su pistola, se acercó a la calzada y llamó otro taxi.
—Hacia el norte —dijo BJ al taxista—. Pero rápido, tío.
El taxista paquistaní lanzó a BJ una mirada interrogativa, pero luego obedeció. BJ no perdía de vista el taxi de Slam, ayudado por el hecho de que tenía un piloto roto.
Jack se bajó del taxi, se dirigió corriendo hacia el Hospital General y entró en el vestíbulo. Como el temor de una epidemia de meningococo había pasado, ya no repartían mascarillas, de modo que Jack no pudo utilizar una para ocultarse. Temía que alguien lo reconociera y quería pasar el menor tiempo posible en las zonas públicas del hospital.
Traspasó las puertas de la zona de administración, con la esperanza de que Kathy no se hubiera equivocado y Kelley estuviera ocupado. Las puertas se cerraron detrás de él, y los ruidos del hospital se apagaron. Estaba en un pasillo enmoquetado y no vio a nadie que conociera.
Jack se dirigió a la primera secretaria que encontró y preguntó dónde estaba el despacho de Kathy McBane. Era la tercera puerta de la derecha. Sin perder tiempo, Jack corrió hacia allí y entró.
—Hola —saludó Jack tras cerrar la puerta—. Espero que no te importe que cierre la puerta. Ya sé que es un atrevimiento pero, como ya te he explicado, hay unas cuantas personas a las que preferiría no ver.
—No me importa, si eso hace que te sientas mejor —repuso Kathy—. Pasa y siéntate.
Jack tomó asiento en una de las butacas que había delante del escritorio. Era un despacho pequeño con apenas espacio para un escritorio, dos butacas y un archivador. En las paredes había una serie de diplomas y títulos que atestiguaban el impresionante currículum de Kathy. La decoración era sobria, pero acogedora. Sobre el escritorio había varias fotografías familiares.
Jack encontró a Kathy tal como la recordaba: simpática y abierta. Tenía un rostro redondo con facciones delicadas y sonreía con facilidad.
—Me tiene muy preocupado este caso reciente de neumonía por gripe —dijo Jack, sin perder el tiempo—. ¿Cómo ha reaccionado el Comité de Control de Infecciones?
—Todavía no nos hemos reunido —explicó Kathy—. Al fin y al cabo, el paciente murió anoche mismo.
—¿Has hablado de ello con algún otro miembro del comité? —preguntó Jack.
—No —contestó Kathy—. ¿Qué es lo que tanto te preocupa? Este año hemos visto muchos casos de gripe. Francamente, a mí este caso no me ha preocupado tanto como los otros, sobre todo el de meningococo.
—Me preocupa su forma de presentación, como una neumonía fulminante, al igual que las otras enfermedades más raras —repuso Jack—. La diferencia es que la gripe es mucho más contagiosa. No necesita un vector, sino que se transmite de persona a persona.
—Ya te entiendo —dijo Kathy—. Pero como ya te digo, llevamos todo el invierno viendo casos de gripe.
—¿Con neumonía primaria? —preguntó Jack.
—Bueno, no —reconoció Kathy.
—Esta mañana hemos telefoneado para saber si había algún otro caso parecido en el hospital —prosiguió Jack—. Dijeron que no. ¿Sabes si ahora hay alguno?
—No, que yo sepa no —contestó Kathy.
—¿Podrías comprobarlo?
Kathy consultó su ordenador y recibió la respuesta al instante. No había ningún caso de neumonía primaria por gripe.
—Muy bien —dijo Jack—. Probemos otra cosa. El paciente se llamaba Kevin Carpenter. ¿En qué zona estaba su habitación?
—Estaba en la planta de ortopedia —repuso Kathy.
—Los síntomas aparecieron a las seis de la tarde —dijo Jack—. Veamos si hay alguna enfermera de ortopedia del turno de noche que se haya puesto enferma.
Kathy vaciló un momento y luego empezó a teclear en su ordenador. Tardó varios minutos en obtener una lista con los números de teléfono.
—¿Quieres que las llame ahora mismo? —preguntó Kathy—. Su turno empieza dentro de un par de horas.
—Sí, si no te importa —dijo Jack.
Kathy empezó a hacer llamadas. La segunda enfermera una tal Kim Spensor, estaba enferma. De hecho, estaba a punto de telefonear al hospital para avisar. Dijo que tenía síntomas de gripe, con fiebre de casi cuarenta grados centígrados.
—¿Te importa que hable con ella? —inquirió Jack.
Kathy preguntó a Kim si tenía inconveniente en hablar con un médico que se encontraba en su despacho. Kim debió de aceptar, porque Kathy le pasó el auricular a Jack.
Jack se presentó, pero no dijo que era médico forense.
Tras decirle que sentía mucho que se encontrara mal, le preguntó qué síntomas tenía.
—Empezaron de golpe —explicó Kim—. Me encontraba perfectamente y de pronto sentí un intenso dolor de cabeza y temblores. También me duelen los músculos, sobre todo la zona lumbar. No es la primera vez que tengo la gripe, pero nunca me había encontrado tan mal.
—¿Tose? —preguntó Jack.
—Un poco. Pero cada vez más.
—¿Tiene dolor subesternal? —preguntó Jack—. ¿Molestias detrás del esternón al inspirar?
—Sí —confirmó Kim—. ¿Significa eso algo en particular?
—¿Tuvo usted contacto con un paciente llamado Carpenter?
—Sí —contestó Kim—. Y también el enfermero practicante, George Haselton. Cuando el señor Carpenter empezó a quejarse de dolor de cabeza y escalofríos, se puso muy exigente. No creerá que mi contacto con él pueda ser la causa de los síntomas que tengo, ¿verdad? Porque el período de incubación de la gripe es de más de veinticuatro horas.
—No soy especialista en enfermedades infecciosas —repuso Jack—. La verdad es que no lo sé. Pero yo le aconsejo que tome rimantadina.
—¿Cómo está el señor Carpenter? —preguntó Kim.
—Si me dice el nombre de su farmacia, llamaré para indicarles la receta —sugirió Jack, pasando por alto deliberadamente la pregunta de Kim. Al parecer Carpenter había empeorado después de que Kim terminara su turno.
En cuanto pudo, Jack puso fin a la conversación y le pasó el teléfono a Kathy.
—Esto no me gusta nada —comentó—. Es exactamente lo que me temía.
—¿No estás exagerando un poco? —preguntó Kim—. Yo diría que en estos momentos entre el 2 y el 3 por ciento del personal del hospital está de baja por gripe.
—Vamos a llamar a George Haselton —propuso Jack.
Resultó que George Haselton estaba mucho peor que Kim y ya había llamado a la supervisora de su planta para avisar. Jack dejó que Kathy hablara con él y se limitó a escuchar los comentarios de ésta.
—Ahora estás empezando a preocuparme —reconoció Kathy después de colgar lentamente el auricular.
Llamaron a los restantes empleados del turno de noche de la planta de ortopedia, incluida la secretaria del departamento. No había nadie más enfermo.
—Probemos en otro departamento —dijo Jack—. Alguien del laboratorio tuvo que haber entrado a ver a Carpenter. ¿Cómo podemos averiguarlo?
—Llamaré a Ginny Whalen, de personal —decidió Kathy y descolgó una vez más el auricular.
Media hora más tarde ya tenían un cuadro completo. Había cuatro personas con síntomas graves de gripe. Además del enfermero y la enfermera, uno de los técnicos de microbiología había presentado súbitamente dolor de cabeza y de garganta, sudor frío, dolores musculares, tos y molestias subesternales. Su contacto con Kevin Carpenter se había producido hacia las diez de la noche, cuando visitó al paciente para obtener unas muestras de esputo.
La otra persona que también presentaba los mismos síntomas era Gloria Hernández, empleada del almacén de suministros que no había tenido contacto alguno con Kevin Carpenter. Este hecho sorprendió mucho a Kathy, pero no a Jack.
—No puede tener ninguna relación con los otros casos —afirmó Kathy.
—Yo no estoy tan seguro —dijo Jack, y le recordó que en todos los brotes infecciosos recientes había muerto alguien del almacén de suministros. Me sorprende que el Comité de Control de Infecciones no haya hablado de este tema. Me consta que tanto la doctora Zimmerman como el doctor Abelard conocen esta conexión, porque fueron juntos al almacén de suministros para hablar con la supervisora, la señora Zarelli.
—El comité no ha celebrado ninguna reunión formal desde que se inició todo esto —explicó Kathy—. Nos reunimos el primer lunes de cada mes.
—Entonces, la doctora Zimmerman no te ha informado de lo que está pasando —aseguró Jack.
—No sería la primera vez que pasa —dijo Kathy—. Nunca nos hemos llevado demasiado bien.
—Por cierto, hablando de la señora Zarelli —dijo Jack—. Me prometió un listado de todos los artículos que el almacén de suministros había enviado a cada uno de los casos iniciales. ¿Podríamos preguntarle si ya lo tiene y, si es así, pedirle que nos lo baje?
Kathy, que se había contagiado del nerviosismo de Jack, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para ayudar. Habló brevemente con la señora Zarelli, que le confirmó que ya tenía el listado, y luego pidió a una de las secretarias de administración que subiera a recogerlo.
—Dame el teléfono de Gloria Hernández —pidió Jack—. Bueno, dame también la dirección. Esta conexión con el almacén de suministros es un misterio que no entiendo ni que me maten. No puede ser una coincidencia; es más, puede ser la clave que explique lo que está pasando.
Kathy buscó el teléfono de la enfermera en el ordenador, lo anotó y se lo dio a Jack.
—¿Qué medidas crees que deberíamos tomar en el hospital? —preguntó.
Jack suspiró y dijo:
—No lo sé. Supongo que tendrás que hablar con nuestra querida doctora Zimmerman, ya que ella es la experta. En términos generales, la cuarentena no es muy efectiva tratándose de gripe, porque la enfermedad se extiende muy deprisa. Pero si se trata de una cepa especial, quizá valdría la pena intentarlo. Yo haría venir a todos los empleados que están enfermos y los aislaría. En el peor de los casos, será una molestia, y en el mejor, puede ayudar a evitar un desastre.
—¿Y la rimantadina? —preguntó Kathy.
—Sí, desde luego —contestó Jack—. Creo que yo también voy a tomarla. Ya se ha utilizado en otras ocasiones para controlar gripes hospitalarias. Pero eso también tendrá que decidirlo la doctora Zimmerman.
—Me parece que voy a llamarla —dijo Kathy.
Jack permaneció en el despacho mientras Kathy hablaba con la doctora Zimmerman. Muy correcta pero firme, le planteó la posible conexión entre los empleados enfermos y el difunto Kevin Carpenter. Cuando terminó su exposición, se quedó callada, intercalando de vez en cuando algún «sí».
Finalmente Kathy colgó el auricular y puso los ojos en blanco.
—Esta mujer es imposible —declaró—. No está dispuesta a tomar ninguna medida extraordinaria porque, según ella, sólo hay un caso confirmado. Teme que el señor Kelley y los directivos de AmeriCare se opongan por razones de relaciones públicas, a no ser que estuviera claramente indicado.
—¿Y la rimantadina? —preguntó Jack.
—Sobre eso ha sido un poco más receptiva —repuso Kathy—. Dice que autorizará a la farmacia para que encargue una cantidad suficiente para el personal, pero no quiere recetarla todavía. Por lo menos me ha escuchado.
—Ya es algo —admitió Jack.
La secretaria llamó a la puerta y entró con los listados del almacén de suministros que Jack había pedido. Jack dio las gracias a la secretaria e inmediatamente se puso a examinarlos. Estaba sorprendido: era increíble la cantidad de cosas que utilizaba cada paciente. Las listas eran muy largas e incluían todo tipo de artículos, excepto medicamentos, comida y ropa.
—¿Ves algo interesante? —preguntó Kathy.
—Nada que me llame la atención. Sólo que las listas son muy parecidas. Pero ahora me doy cuenta de que tendría que haber pedido la lista de otro paciente cualquiera, para compararlas.
—No creo que eso sea difícil —contestó Kathy. Llamó a la señora Zarelli y le pidió que sacara la otra lista—. ¿Te esperas? —preguntó a Jack.
—Me parece que ya he abusado bastante de mi buena suerte. —Jack se levantó—. Lo ideal sería que me la enviaras al Instituto Forense. Como ya te he dicho, la conexión del almacén de suministros podría ser importante.
—Lo haré con mucho gusto —dijo Kathy.
Jack llegó hasta la puerta y echó un vistazo al pasillo. Se giró hacia Kathy y dijo:
—No es fácil acostumbrarse a actuar como un criminal.
—Creo que estamos en deuda contigo por tu perseverancia —dijo Kathy—. Te pido disculpas en nombre de los que han interpretado mal tus intenciones.
—Gracias —dijo Jack con sinceridad.
—¿Puedo hacerte una pregunta personal? —añadió Kathy.
—¿Muy personal?
—Es sobre tu cara. ¿Qué te ha pasado? Sea lo que fuere, debió de dolerte mucho.
—No es tan grave como parece —dijo Jack—. Sólo demuestra lo duro que resulta correr por el parque por la noche.
Jack salió a toda prisa de administración y cruzó el vestíbulo del hospital. En cuanto salió a la calle y percibió el radiante día de primavera sintió un gran alivio. Era la primera vez que visitaba el Hospital General sin provocar un alboroto.
Jack echó a andar hacia el este. En una de sus visitas anteriores al hospital se había fijado en que había un drugstore a dos manzanas del hospital; se dirigió directamente hacia allí. Le había parecido muy oportuna la sugerencia de Kathy de administrar rimantadina al personal del hospital y pensó que a él también le vendría bien, sobre todo si iba a visitar a Gloria Hernández.
Al pensar en ella Jack se metió la mano en el bolsillo para asegurarse de que no había perdido su dirección. La tenía. Desdobló el papel y la leyó: vivía en la calle Ciento cuarenta y cuatro oeste, a unas cuarenta manzanas de donde se encontraba en ese momento.
Jack llegó al drugstore, abrió la puerta y entró. Era una tienda enorme con un sorprendente surtido de productos: cosméticos, material escolar, productos de limpieza, de papelería, tarjetas de felicitación e incluso artículos de automóvil, distribuidos en estantes metálicos. La tienda tenía tantos pasillos que parecía un supermercado.
Jack tardó varios minutos en dar con la sección de farmacia, que ocupaba un pequeño espacio en el rincón del fondo de la tienda. Con el poco respeto que al parecer tenían allí por los productos farmacéuticos, a Jack le pareció un poco irónico que el establecimiento se llamara drugstore.
Jack esperó pacientemente para hablar con el farmacéutico y, cuando llegó su turno, le pidió un formulario de receta que rellenó rápidamente.
El farmacéutico llevaba una bata blanca sin cuello pasada de moda, con el último botón desabrochado. Leyó la receta y dijo a Jack que tardaría unos veinte minutos.
—¿Veinte minutos? —repitió—. ¿Por qué tanto? Si lo único que tiene que hacer es contar las tabletas.
—¿Las quiere o no las quiere? —dijo el farmacéutico con aspereza.
—Sí, las quiero —murmuró Jack.
Las instituciones médicas sabían cómo intimidar a la gente, y los médicos ya no estaban más protegidos que el resto de los ciudadanos.
Jack se dirigió a la parte central de la tienda. Tenía que esperar veinte minutos y, como no sabía qué hacer, se puso a pasear por el pasillo siete, que lo condujo ante una asombrosa variedad de preservativos.
A BJ le encantó la idea del drugstore en cuanto vio entrar en él a Jack. Era un escenario idóneo y, además, había una entrada de metro justo enfrente de la puerta. El metro era un sitio perfecto para esfumarse.
BJ echó un rápido vistazo a ambos lados de la calle, abrió la puerta del establecimiento y entró. Vio el despacho del dueño, con paredes de cristal, cerca de la entrada, pero sabía por experiencia que eso no constituía un problema. Quizá tuviera que pegar un par de tiros para hacer que todo el mundo agachara la cabeza en el momento de salir, pero nada más.
BJ dejó atrás el mostrador donde estaban los cajeros y empezó a recorrer los pasillos, en busca de Jack o de Slam. Sabía que si encontraba a uno no tardaría en encontrar al otro. Al llegar al pasillo siete se paró en seco. Jack estaba al final de todo, y Slam a escasos metros de él.
Avanzó rápidamente por el pasillo seis, se metió la mano debajo del chándal y asió la culata de su pistola Tec. Retiró el seguro con el pulgar. Al llegar a la intersección de los pasillos, en el centro de la tienda, aminoró la marcha, dio unos pasos lateralmente y se detuvo. Se ocultó detrás de un expositor de toallas de papel y sondeó el pasillo siete.
BJ notó que se le aceleraba el pulso. Jack no se había movido del sitio y Slam se le había acercado un poco más. Era perfecto.
BJ dio un respingo cuando notó que alguien le tocaba el hombro. Se dio la vuelta. Todavía tenía la mano debajo del chándal, sujetando la pistola Tec en su funda.
—¿Puedo ayudarle en algo? —le preguntó un hombre calvo.
La ira se apoderó de BJ, pues le habían interrumpido en el peor momento. Lanzó una mirada de odio al empleado y le entraron ganas de pegarle un tiro en la boca, pero decidió no prestarle atención, al menos, de momento. Ahora que tenía a Jack y a Slam tan juntos, no podía dejar escapar aquella oportunidad.
BJ se dio la vuelta, y mientras lo hacía extrajo la pistola automática. Se inclinó, consciente de que bastaba dar un paso para que todo el pasillo apareciera ante él.
Al empleado le sorprendió el brusco movimiento de BJ, pero no vio la pistola. Si la hubiera visto, no habría gritado «¡Eh!» como hizo.
Jack estaba nervioso e incómodo. No le gustaba aquella tienda, sobre todo después de la discusión con el farmacéutico. El hilo musical de fondo y el olor a cosmético barato no hacían más que aumentar su malestar. Quería salir de allí cuanto antes.
Estaba tan nervioso que en cuanto oyó gritar al empleado levantó rápidamente la cabeza y miró hacia el lugar de donde procedían las voces, justo a tiempo para ver a un corpulento afroamericano plantado en el centro del pasillo blandiendo una pistola automática.
Jack reaccionó por un acto reflejo: se arrojó contra el expositor de preservativos. Al golpear su cuerpo contra los estantes, una unidad entera se cayó con gran estruendo. Jack fue a parar al centro del pasillo ocho, sobre una montaña de artículos revueltos y estantes caídos.
Mientras Jack salía de allí, Slam se tiró al suelo y extrajo su pistola. Fue una maniobra muy hábil, que recordaba la serenidad y la experiencia de un Boina Verde.
BJ fue el primero en disparar. Como sostenía la pistola con una sola mano, la ráfaga de disparos se extendió por toda la tienda, abriendo brechas en el suelo de vinilo y agujeros en el techo. Pero la mayoría de los disparos iban dirigidos a la zona donde Jack y Slam se encontraban unos segundos antes y fueron a parar a la sección de vitaminas detrás del mostrador de la farmacia.
Slam también disparó una ráfaga. La mayoría de sus balas recorrieron el pasillo siete y finalmente destrozaron uno de los enormes escaparates que daban a la calle.
Al ver que había perdido el elemento sorpresa, BJ se apostó detrás de las toallitas de papel, intentando decidir qué hacía a continuación.
Las personas que se hallaban en la tienda, incluido el empleado que había tocado el hombro a BJ, gritaban y corrían hacia las puertas, en un intento de salir de allí con vida.
Jack se incorporó. Había oído la ráfaga de disparos de Slam, y ahora oía otra ráfaga de BJ. Quería salir de allí como fuera.
Agachó la cabeza y volvió corriendo a la sección de la farmacia. Vio una puerta con un letrero que rezaba «Reservado», y se dirigió hacia allí. Abrió la puerta y se encontró en un pequeño comedor. Había varios refrescos abiertos y unos pasteles a medio comer sobre la mesa, que revelaban que alguien acababa de estar allí.
Convencido de que tenía que haber una puerta trasera Jack empezó a abrir las puertas. La primera era la del lavabo, la segunda la del almacén.
Oyó más disparos y más gritos en la tienda.
Presa de pánico, Jack abrió la tercera puerta, que afortunadamente daba a un callejón donde había alineados varios cubos de basura. Vio a varias personas que corrían a lo lejos y distinguió la bata blanca del farmacéutico. Jack echó a correr tras ellos.