Martes 26 de marzo de 1996, 07:30 AM
Ciudad de Nueva York
En cuanto Jack se despertó, telefoneó a Beth Holderness. Al comprobar que seguía sin contestar, intentó ser optimista y se aferró a la idea de que Beth había ido a visitar a una amiga, pero con todo lo que había pasado, la imposibilidad de ponerse en contacto con ella resultaba cada vez más preocupante.
Como todavía seguía sin bicicleta, Jack tuvo que coger otra vez el metro para ir al trabajo. Pero no estuvo solo. Desde el momento en que Jack salió de su edificio uno de los miembros más jóvenes de la banda del barrio empezó a seguirlo. Se llamaba Slam, en honor a su habilidad con la pelota de baloncesto. Aunque medía lo mismo que Jack, cuando saltaba lo superaba al menos en treinta centímetros.
Jack y Slam no hablaron durante el trayecto en metro. Se sentaron frente a frente, y aunque Slam no intentó esquivar la mirada de Jack, tenía una expresión imperturbable de total indiferencia. Iba vestido como la mayoría de los jóvenes de color de la ciudad, con ropas muy holgadas. La camiseta que llevaba parecía una tienda de campaña, y Jack prefirió no imaginar qué llevaba Slam escondido debajo de ella. Jack no creía que Warren hubiera enviado a un chico tan joven a protegerlo sin ir considerablemente armado.
Jack cruzó la Primera Avenida y empezó a subir por la escalera del Instituto Forense. Se giró y vio que Slam se había parado en la acera, un poco desconcertado y sin saber qué hacer. Jack también vaciló. Le pasó por la cabeza la irreflexiva idea de invitarlo a entrar y proponerle que lo esperara en la cafetería de la segunda planta, pero evidentemente aquello estaba descartado.
Jack se encogió de hombros. Apreciaba el esfuerzo que Slam estaba haciendo por él, pero de todos modos era asunto suyo decidir qué iba a hacer el resto del día.
Jack siguió subiendo por la escalera y se preparó para la posibilidad de tener que enfrentarse con uno o más cuerpos en cuya muerte él había intervenido en cierto modo.
Hizo acopio de valor, abrió la puerta y entró.
Aunque según la programación aquel día le tocaba papeleo y no tenía que practicar autopsias, Jack quiso saber qué había entrado durante la noche. Le preocupaban no sólo Reginald y los vagabundos, sino también la posibilidad de que hubiera más casos de meningococo.
Jack pidió a Marlene que le abriera la puerta de la zona de identificación. Entró en la sala de programación y comprendió al instante que aquél no iba a ser un día normal. Vinnie no estaba sentado en su sitio de siempre, leyendo el periódico.
—¿Dónde está Vinnie? —preguntó Jack a George.
Sin levantar la vista, George le respondió que Vinnie ya estaba en el foso con Bingham.
A Jack se le aceleró el pulso. Como se sentía culpable por los acontecimientos de la noche anterior, se le ocurrió pensar que habían llamado a Bingham para hacer la autopsia de Reginald. A esas alturas de su carrera, Bingham raras veces practicaba autopsias, a menos que se tratara de alguna de importancia o interés especiales.
—¿Qué hace Bingham allí tan temprano? —preguntó Jack, intentando no mostrar particular interés.
—Esta noche ha habido mucho jaleo —explicó George—. Se produjo un nuevo caso infeccioso en el Hospital General. Al parecer están todos muy nerviosos. Durante la noche el jefe de epidemiología llamó a la comisaria de salud, que a su vez telefoneó a Bingham.
—¿Otro caso de meningococo? —preguntó Jack.
—No —respondió George—. Creen que es un caso de neumonía vírica.
Jack asintió con la cabeza y notó un escalofrío que le recorría la espalda. Pensó que podía tratarse de un Hantavirus. Sabía que había habido un caso en Long Island el año anterior, a principios de la primavera. El Hantavirus era una posibilidad terrible, aunque seguía siendo una enfermedad cuyo contagio interhumano no era fácil.
Jack vio que había más carpetas de las habituales sobre la mesa frente a George.
—¿Alguna otra cosa interesante? —preguntó, y se puso a examinar las carpetas en busca del nombre de Reginald.
—Oye —se quejó George—, esas carpetas están ordenadas. —Levantó la vista por primera vez y se quedó boquiabierto. ¿Qué demonios te ha pasado en la cara?
Jack se había olvidado del aspecto que ofrecía.
—Anoche tropecé mientras corría —dijo. No le gustaba mentir. Lo que había dicho era verdad, aunque no era la historia completa.
—¿Y dónde te caíste? —preguntó George—. ¿En una valla de alambre de espino?
—¿Ha habido alguna herida de bala esta noche? —preguntó Jack, para cambiar de tema.
—Ya lo creo —contestó George—. Una no, cuatro. Lástima que hoy te toque papeleo, si no te asignaría una.
—¿Dónde están? —preguntó Jack, y echó un vistazo a la mesa.
George golpeó con los dedos uno de los montones de carpetas.
Jack alargó el brazo y cogió la primera carpeta. La abrió y el corazón le dio un vuelco. Tuvo que sujetarse un momento de la mesa. El nombre era Beth Holderness.
—Dios mío, no —murmuró Jack.
—¿Qué te pasa? —preguntó George levantando la cabeza—. Oye, estás muy pálido. ¿Te encuentras bien?
Jack se sentó en una silla y apoyó la cabeza sobre las piernas. Estaba mareado.
—¿Es alguien que conocías? —preguntó George, preocupado.
Jack se incorporó. Se le había pasado el mareo. Respiró hondo y asintió con la cabeza.
—Sí, la conocía —repuso—. Y hablé con ella ayer mismo. —Jack meneó la cabeza y añadió—: No puedo creerlo.
George extendió el brazo, cogió la carpeta que Jack tenía en las manos y la abrió.
—Ah, sí —dijo—. Es la técnica de laboratorio del Hospital General. ¡Qué pena! Sólo tenía veintiocho años. Al parecer le dispararon un tiro en la frente para robarle el televisor y unas cuantas joyas baratas. Qué lástima.
—¿Dónde están los otros heridos de bala? —preguntó Jack, que seguía sentado.
—Hay un tal Héctor López —indicó George consultando su lista—, calle Ciento sesenta oeste, y un tal Mustafa Aboud, calle Diecinueve este. El otro es Reginald Winthrope, Central Park.
—Déjame ver la carpeta de Winthrope —dijo Jack.
George le entregó la carpeta y Jack la abrió. No buscaba nada en particular pero, como se sentía implicado, quería revisar el caso. Lo más curioso era que, de no haber sido por Spit, Jack habría estado representado con su propia carpeta en el escritorio de George. Se estremeció y le devolvió la carpeta a George.
—¿Ha llegado Laurie? —preguntó Jack.
—Sí, entró poco antes de que llegaras tú —contestó George—. Quería unas carpetas, pero le dije que todavía no había hecho el programa.
—¿Dónde está?
—Arriba, en su despacho, supongo. No lo sé.
—Asígnale a ella los casos Holderness y Winthrope —dijo Jack, y se levantó. Creía que volvería a marearse, pero no fue así.
—¿Por qué? —preguntó George.
—No hagas preguntas, George.
—Está bien, está bien. No te cabrees.
—Lo siento —se disculpó Jack—. No estoy cabreado. Sólo estoy preocupado.
Jack salió por el sector de comunicaciones. Pasó por delante del despacho de Janice, quien, como de costumbre, estaba haciendo horas extras. No quiso molestarla y, además, estaba demasiado sumido en sus propios pensamientos. La muerte de Beth Holderness lo había trastornado. Ya se sentía bastante culpable por haber contribuido a que perdiera su empleo, pero la idea de que pudiera haber muerto por su culpa era insoportable.
Jack llamó el ascensor y esperó. La agresión que había sufrido la noche previa había hecho aumentar sus sospechas. Alguien había intentado matarlo después de que no hiciera caso de las advertencias. Y aquella misma noche habían asesinado a Beth Holderness. ¿La habían matado en el transcurso de un robo que nada tenía que ver o la habían asesinado por culpa de Jack? ¿Y, en ese último caso, qué indicaba eso sobre Martin Cheveau? Jack no lo sabía. Lo que sí sabía era que no podía implicar a nadie más en aquel asunto, por temor a ponerlos en peligro. Jack era consciente de que a partir de ahora tenía que guardárselo todo para él.
Como George había supuesto, Laurie se hallaba en su despacho. Estaba aprovechando el tiempo mientras George asignaba los casos del día y trabajaba en algunos de sus casos incompletos. Al ver el aspecto de Jack se sobresaltó. Él repitió la explicación que le había dado a George, pero Laurie no quedó muy convencida.
—¿Te has enterado de que Bingham está en el foso? —preguntó Jack, para desviar la conversación de sus experiencias de la noche pasada.
—Sí —dijo Laurie—. Me ha sorprendido. No me pareció que hubiera ningún caso que requiriera su presencia, y mucho menos en la sala de autopsias.
—¿Sabes algo más sobre ese caso? —preguntó Jack.
—Sólo sé que es una neumonía atípica —repuso Laurie—. He hablado un momento con Janice. Dice que tienen la confirmación preliminar de que es gripe.
—¡Oh! —exclamó Jack.
—Ya sé qué estás pensando. —Laurie lo amenazó con el dedo—. La gripe es una de las enfermedades que dijiste que utilizarías si fueras un terrorista que quiere propagar una epidemia. Pero antes de que te pongas a dar saltos y utilices esto como confirmación de tu teoría, recuerda que estamos en temporada de gripe.
—La neumonía primaria por gripe no es muy corriente —observó Jack, intentando conservar la calma. El hecho de pronunciar la palabra «gripe» hizo que se le acelerara de nuevo el pulso.
—La vemos cada año —dijo Laurie.
—Puede ser —admitió Jack—. Pero mira, ¿por qué no llamamos a esa internista amiga tuya y le preguntamos si hay algún otro caso?
—¿Ahora mismo? —preguntó Laurie, y consultó su reloj.
—¿Por qué no? Seguramente estará haciendo la ronda de visitas. Podría utilizar la terminal de ordenador de una de las enfermerías.
Laurie se encogió de hombros y descolgó el auricular de su teléfono. Pocos minutos después tenía a su amiga al otro lado del teléfono. Le formuló la pregunta y luego esperó. Mientras aguardaba contempló a Jack. Estaba preocupada por él. Tenía la cara cubierta de arañazos y, además, ahora se había sonrojado.
—Ningún caso más —repitió Laurie cuando su amiga volvió a ponerse—. Gracias, Sue. Te lo agradezco mucho. Ya nos veremos. Adiós. —Laurie colgó el teléfono—. ¿Estás satisfecho?
—De momento sí —contestó Jack—. Mira, le he pedido a George que te asigne dos casos concretos esta mañana. Los nombres son Holderness y Winthrope.
—¿Por algún motivo especial? —preguntó Laurie, y comprobó que Jack estaba temblando.
—Es un favor que te pido —dijo Jack.
—Por supuesto.
—Me gustaría que investigaras si hay algún pelo o resto de tejido en el cuerpo de la chica, Holderness —dijo Jack—. Y averigua si los de homicidios enviaron a un criminólogo a la escena del crimen para hacer lo mismo. Si hay algún pelo, comprueba si el ADN encaja con Winthrope.
Laurie no dijo nada. Cuando recobró la voz preguntó:
—¿Crees que Winthrope mató a Holderness…? —Su voz reflejaba su incredulidad.
Jack apartó la mirada y suspiró.
—Cabe esa posibilidad.
—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó ella.
—Digamos que es una corazonada —repuso Jack. Le habría gustado contarle más cosas a Laurie, pero no lo hizo, debido al pacto que acababa de hacer consigo mismo. Estaba decidido a no poner a nadie más en peligro.
—Ahora sí que has despertado mi curiosidad —dijo Laurie.
—Quiero pedirte otro favor —añadió Jack—. Me comentaste que habías tenido una relación con un detective de la policía y que ahora sois amigos.
—Sí, así es.
—¿Puedes telefonearle? —pidió Jack—. Me gustaría hablar con él extraoficialmente.
—Me estás asustando —dijo Laurie—. ¿Te has metido en algún lío?
—Laurie, no me hagas más preguntas, por favor. Cuanto menos sepas, mejor. Pero creo que debería hablar con algún representante de la ley.
—¿Quieres que le telefonee ahora mismo?
—Cuando te parezca oportuno —dijo Jack.
Laurie apretó los labios, soltó un bufido y marcó el número de teléfono de Lou Soldano. Hacía varias semanas que no hablaba con él, y le resultaba un poco violento llamarle para hablar de una situación sobre la que sabía tan poco. Pero por otra parte estaba sinceramente preocupada por Jack y quería ayudarle.
Cuando contestaron en la comisaría, Laurie preguntó por Lou y le dijeron que el detective no se encontraba allí en aquel momento. Laurie dejó un mensaje pidiéndole que la telefoneara más tarde.
—No puedo hacer nada más —dijo Laurie al colgar el auricular—. Conozco a Lou, me llamará en cuanto pueda.
—Muchas gracias. —Jack le dio un suave apretón en el hombro. Tenía la grata impresión de que Laurie era una verdadera amiga.
Volvió a su despacho y tropezó con Chet, quien al ver la cara de Jack emitió un suave silbido.
—Dime, Jack, ¿cómo acabó el otro? —dijo Chet con tono bromista.
—No estoy de humor —respondió Jack. Se quitó la cazadora y la colgó en el respaldo de la silla.
—Espero que esto no tenga nada que ver con esos matones que te visitaron el viernes —dijo Chet.
Jack le dio la misma explicación que había dado a los demás.
—Ya, te caíste mientras corrías. —Chet esbozó una sonrisa irónica mientras metía su chaqueta en el archivador—. Y yo salgo con Julia Roberts. Pero mira, tío, no hace falta que me cuentes lo que pasó; yo sólo soy tu amigo.
De eso se trataba exactamente, caviló Jack. Comprobó que no tenía ningún mensaje telefónico y se dispuso a salir de nuevo del despacho.
—Anoche te perdiste una cena muy agradable —comentó Chet—. Terese vino con nosotros y estuvimos hablando de ti. Te admira profundamente, pero está tan preocupada como yo por tu monomanía acerca de estos casos infecciosos.
Jack ni siquiera se tomó la molestia de contestar a su compañero. Si Chet o Terese se enteraban de lo que en realidad le había pasado la noche anterior, estarían más que preocupados.
Jack regresó al primer piso y se asomó al despacho de Janice. Ahora quería preguntarle sobre el caso de gripe del que se estaba encargando Bingham, pero Janice se había marchado. Jack bajó al depósito de cadáveres y se puso el equipo aislante.
Entró en la sala de autopsias y se acercó a la única mesa en que estaban trabajando. Bingham estaba situado a la derecha del paciente, Calvin a la izquierda, y Vinnie a la cabeza. Casi habían terminado.
—Vaya, vaya —dijo Bingham al ver que Jack se les había unido—. Qué aparición tan oportuna, nuestro experto particular en casos infecciosos.
—Quizá nuestro experto quiera decirnos de qué se trata este caso —lo desafió Calvin.
—Ya me he enterado —respondió Jack—. Gripe.
—Lástima —dijo Bingham—. Habría sido interesante comprobar si verdaderamente tiene olfato para estas cosas. Cuando llegó el paciente, esta mañana a primera hora, todavía no teníamos ningún diagnóstico. La sospecha era una fiebre hemorrágica vírica. Nos puso a todos en guardia.
—¿Cuándo se ha sabido que era gripe? —preguntó Jack.
—Hace un par de horas —contestó Bingham—. Justo cuando íbamos a empezar. Pero es un caso grave. ¿Quiere ver los pulmones?
—Sí, por favor —aceptó Jack.
Bingham levantó los pulmones de la bandeja y le mostró la superficie cortada a Jack.
—¡Dios mío! ¡Pero si está afectado todo el pulmón! —exclamó Jack. Estaba impresionado. En algunas zonas la hemorragia era evidente.
—Hasta hay miocarditis —explicó Bingham. Dejó el pulmón en su sitio y levantó el corazón, para que Jack lo viera—. Cuando ves una inflamación así, no hay duda de que es extensiva.
—Parece una cepa muy virulenta —observó Jack.
—Y que lo diga —dijo Bingham—. Este paciente sólo tenía veintinueve años, y los primeros síntomas se presentaron hacia las seis de la tarde de ayer. Murió a las cuatro de la madrugada. Me recuerda un caso que hice cuando era residente, durante la epidemia del cincuenta y siete y cincuenta y ocho.
Vinnie puso los ojos en blanco. Bingham tenía la manía de comparar cada caso con otro con que se había encontrado a lo largo de su extensa carrera.
—También era un caso de neumonía primaria por gripe —continuó Bingham—. Los pulmones tenían el mismo aspecto. Tras el examen histológico nos sorprendió la gravedad de las lesiones. Aprendimos que ciertas cepas de gripe deben tratarse con mucho respeto.
—Este caso me preocupa —dijo Jack—. Sobre todo teniendo en cuenta los otros casos que han surgido últimamente.
—Bueno, no vayamos a tergiversar las cosas —le previno Bingham, recordando los comentarios de Jack del día anterior. Éste no es un caso extraordinario, como el de peste o incluso el de tularemia. Estamos en temporada de gripe. La neumonía primaria por gripe es una complicación poco corriente, pero en ocasiones se produce. De hecho, tuvimos un caso el mes pasado.
Jack escuchó con atención, pero las palabras de Bingham no lo hacían sentirse mejor. El paciente que tenían delante había padecido una infección mortal producida por un agente que tenía la capacidad de extenderse de un paciente a otro como el fuego. El único consuelo de Jack era la llamada que Laurie había hecho a su amiga la internista, según la cual no había otro caso en el hospital.
—¿Les importa que tome unas muestras? —preguntó Jack.
—Por supuesto que no —respondió Bingham—. Adelante, pero mucho cuidado con lo que hace con ellas.
—Claro que sí —dijo Jack.
Jack se llevó los pulmones a uno de los fregaderos y, con la ayuda de Vinnie, preparó unas cuantas muestras retirando algunos bronquiolos con una solución salina estéril. Luego esterilizó la parte externa del recipiente con éter.
Cuando Jack se disponía a salir Bingham le preguntó qué pensaba hacer con las muestras que acababa de tomar.
—Se las voy a subir a Agnes —repuso Jack—. Me gustaría saber de qué subtipo se trata.
Bingham se encogió de hombros y miró a Calvin.
—No es mala idea —comentó Calvin.
Jack hizo exactamente lo que había dicho, pero cuando le presentó las muestras a Agnes en el tercer piso se llevó un desengaño.
—Aquí no podemos determinar el subtipo —explicó Agnes.
—¿Quién se encarga de hacerlo? —preguntó Jack.
—El laboratorio de referencia municipal o estatal —contestó Agnes—. O incluso el laboratorio universitario. Pero el mejor sitio sería el Centro de Control de Enfermedades. Tienen un departamento dedicado a la gripe. Si dependiera de mí, se lo enviaría a ellos.
Jack le pidió a Agnes un medio para transporte de virus y trasladó las muestras allí. Luego subió a su despacho. Se sentó, llamó al Centro de Control de Enfermedades y pidió que le pasaran con la unidad de gripe. Contestó una mujer de voz agradable que se presentó como Nicole Marquette.
Jack le explicó lo que quería, y Nicole no puso inconvenientes. Dijo que se encargaría de que se determinaran el tipo y el subtipo de aquella gripe.
—Si consigo hacerle llegar las muestras hoy mismo —dijo Jack—, ¿cuánto tardarán en clasificarlas?
—No podemos hacerlo de un día para otro —respondió Nicole—, si es eso lo que estaba pensando.
—¿Por qué no? —preguntó Jack con impaciencia.
—Bueno, quizá podríamos —se corrigió Nicole—. Supongo que es posible si la muestra presenta suficiente concentración, es decir, suficientes partículas víricas. ¿Sabe usted cuál es la concentración?
—No tengo ni idea —dijo Jack—. Pero la muestra se ha obtenido directamente del pulmón de un paciente que falleció de una neumonía primaria por gripe. Evidentemente se trata de una cepa muy virulenta y me preocupa la posibilidad de una epidemia.
—Si es una cepa muy virulenta, entonces puede que la concentración sea elevada —explicó Nicole.
—Me encargaré de que la reciba hoy mismo —prometió Jack. Luego le dio a Nicole sus números de teléfono, el del despacho y el de su casa, y le pidió que le telefoneara en cuanto supiera algo.
—Haremos todo lo que podamos —le aseguró Nicole—. Pero tenga en cuenta que si la concentración es demasiado baja, quizá pasen semanas antes de que le telefonee.
—¿Semanas? —se quejó Jack—. ¿Por qué?
—Porque tendremos que cultivar el virus —explicó Nicole—. Generalmente utilizamos hurones, y se tarda más de dos semanas en obtener una reacción de anticuerpos adecuada que garantice que vamos a tener una buena cosecha de virus. Pero una vez que contemos con una buena cantidad de virus, podremos decirle muchas cosas más que el subtipo. De hecho, hasta podemos hacer la secuencia del genoma.
—Cruzaré los dedos para que mis muestras presenten una alta concentración —dijo Jack—. Otra pregunta más. ¿Qué subtipo cree usted que es el más virulento?
—¡Uf! —exclamó Nicole—. Ésa es una pregunta difícil. Intervienen muchos factores, sobre todo la inmunidad del individuo. Yo diría que el más virulento sería una cepa patógena completamente nueva o alguna que no se presente desde hace mucho tiempo. Supongo que el subtipo que provocó la epidemia de 1918 a 1919 y que mató a veinticinco millones de personas en todo el mundo debe de tener el dudoso honor de ser el más virulento de la historia.
—¿Qué subtipo era? —preguntó Jack.
—Nadie lo sabe con seguridad —repuso Nicole—. Ese subtipo no existe. Desapareció hace ya muchos años, quizá cuando se extinguió la epidemia. Hay gente que opina que se parecía al subtipo que produjo la fiebre porcina de 1976.
Jack dio las gracias a Nicole y volvió a asegurarle que le enviaría las muestras ese mismo día. Después de colgar volvió a llamar a Agnes y le preguntó qué opinaba del transporte. Agnes le dio el nombre del servicio de mensajeros que utilizaban, pero dijo que no sabía si hacían envíos a otros estados.
—Además —añadió Agnes—, te va a costar una pequeña fortuna, porque de un día para otro es una cosa, pero tú estás hablando del mismo día. Bingham jamás lo autorizaría.
—No me importa —replicó Jack—. Lo pagaré yo personalmente.
Jack llamó a la empresa de mensajeros. Estuvieron encantados con la solicitud de Jack y le pasaron con uno de los supervisores, Tony Liggio. Jack le explicó lo que quería y Tony dijo que no había inconveniente alguno.
—¿Pueden venir a recogerlo ahora mismo? —preguntó Jack, más animado.
—Sí, por supuesto. Enviaré a alguien enseguida —dijo Tony.
—Lo tendré preparado —dijo Jack.
Cuando estaba a punto de colgar Jack oyó que Tony añadía:
—¿No le interesa saber el precio? Se lo digo porque esto no es como enviar un paquete a Queens. Y también está el tema de la forma de pago.
—Pagaré con tarjeta de crédito —dijo Jack—. Si le parece bien.
—Sí, no hay problema —señaló Tony—. Pero tardaré un poco en saber la cifra exacta.
—Dígame un precio aproximado —pidió Jack.
—Calculo que entre mil y dos mil dólares —repuso Tony.
Jack hizo una mueca de dolor, pero no se quejó. Se limitó a dar a Tony el número de su tarjeta de crédito. Se había imaginado que le costaría entre doscientos y trescientos dólares, pero no había tenido en cuenta el hecho de que alguien tendría que trasladarse a Atlanta en avión y volver.
Mientras Jack le daba los datos de su tarjeta de crédito, una secretaria de la oficina central se asomó a la puerta de su despacho. Le entregó un paquete urgente de Federal Express y se marchó sin pronunciar una sola palabra. Jack colgó el auricular y vio que el paquete era del Instituto Nacional de Biología. Eran las sondas de ADN que había solicitado el día anterior.
Cogió las sondas y sus muestras víricas y volvió al despacho de Agnes. Una vez allí le contó lo que había acordado con el servicio de mensajeros.
—Estoy sorprendida —reconoció Agnes—. Pero no pienso preguntarte cuánto va a costarte.
—No me lo preguntes —le aconsejó Jack—. ¿Cómo debo embalar las muestras?
—Ya nos encargaremos nosotros —dijo ella. Llamó a la secretaria del departamento y le indicó que embalara las muestras con los recipientes y las etiquetas de seguridad adecuados.
—Veo que tienes algo más para mí —comentó Agnes al ver los frascos que contenían las sondas.
Jack le explicó qué eran y qué quería, es decir, que el laboratorio de ADN utilizara las sondas para ver si reaccionaban con las nucleoproteínas de los cultivos tomados de los cuatro casos de enfermedad infecciosa en que había estado trabajando. Lo que no le dijo fue por qué quería hacerlo.
—Lo único que necesito saber es si da positivo o no —explicó Jack—. No hace falta que sea cuantitativo.
—Tendré que encargarme personalmente de las rickettsias y de la tularemia —dijo Agnes—, porque no quiero que los manipule ningún técnico del laboratorio.
—Te lo agradezco mucho.
—Bueno, para eso estamos aquí —dijo ella, conforme.
Jack salió del laboratorio y bajó a la sala de programación, donde se sirvió una taza de café. Había estado tan ocupado desde que había llegado que no había tenido mucho tiempo para pensar. Ahora, mientras removía su café, cayó en la cuenta de que no habían llevado a ninguno de los vagabundos con los que había tropezado al escapar de Reginald. Eso significaba que estaban en algún hospital o bien que seguían en el parque.
Jack se llevó el café a su despacho y se sentó ante su mesa. Laurie y Chet estaban en la sala de autopsias, de modo que podía contar con un poco de tranquilidad.
Pero antes de que pudiera disfrutar de su soledad, lo interrumpió el teléfono. Era Terese.
—Estoy furiosa contigo —dijo Terese sin más preámbulo.
—Es maravilloso —repuso Jack con su sarcasmo habitual—. Era lo único que me faltaba.
—Estoy muy enfadada —insistió Terese, pero su tono de voz se había suavizado considerablemente—. Colleen acaba de hablar por teléfono con Chet, y le ha dicho que han vuelto a darte una paliza.
—Ésa es la interpretación personal de Chet —dijo Jack—. No me han pegado ninguna paliza.
—¿Ah, no?
—Ya le he dicho a Chet que me caí mientras corría.
—Pero él le ha dicho a Colleen…
—Terese —la interrumpió Jack, tajante—, no me han dado ninguna paliza. ¿Podemos hablar de otra cosa?
—Bueno, si no te han agredido, ¿por qué estás tan irritable?
—He tenido una mañana muy estresante —admitió Jack.
—¿Te molesta que hablemos de ello? Para eso están los amigos. Yo te cuento mis problemas.
—Ha habido otra muerte por una enfermedad infecciosa en el Hospital General —explicó Jack. Le habría gustado contarle lo que en realidad le preocupaba, el sentimiento de culpa que tenía por la muerte de Beth Holderness, pero no se atrevió.
—¡Es terrible! —exclamó Terese—. Pero ¿qué está pasando en ese hospital? ¿De qué se trata esta vez?
—Gripe. Un caso muy virulento. Es la clase de enfermedad que estaba temiendo que apareciera en cualquier momento.
—Pero si en esta época del año siempre hay mucha gripe —dijo Terese—. No sé por qué te sorprende tanto.
—Eso es lo que dicen todos —admitió Jack.
—¿Y tú no?
—Me preocupa, sobre todo si se confirma que se trata de una cepa poco corriente. La víctima era un paciente joven, sólo tenía veintinueve años. Después de ver lo que ha estado pasando en el Hospital General en los últimos días, me preocupa.
—¿Y tus colegas también están preocupados? —preguntó Terese.
—De momento estoy solo —reconoció Jack.
—Supongo que podemos considerarnos afortunados por tenerte a ti —dijo Terese—. Admiro tu abnegación.
—Muy amable de tu parte. La verdad es que espero estar equivocado.
—Pero no piensas desistir, ¿verdad?
—No hasta que tenga alguna prueba a favor o en contra —aseguró Jack—. Pero hablemos de ti. Espero que te vayan mejor las cosas que a mí.
—Agradezco tu interés por mí —dijo Terese—. Creo que estamos haciendo una buena campaña publicitaria, y en gran medida te lo debo a ti. Además, he conseguido hacer que retrasen la presentación hasta el jueves, de modo que tenemos otro día entero de margen. De momento las cosas van bastante bien, pero en el mundo de la publicidad, la situación cambia cuando menos te lo esperas.
—Te deseo buena suerte —dijo Jack, que quería acabar con la conversación.
—Podríamos cenar juntos esta noche —propuso Terese—. Me gustaría mucho. Hay un restaurante italiano estupendo cerca de aquí, en Madison.
—Puede ser —dijo Jack—. Depende de cómo vaya el día.
—Venga, Jack —se quejó Terese—. Tienes que comer. A los dos nos irá bien relajarnos un rato, y así nos haremos compañía. Se nota que estás muy nervioso; me temo que tendré que insistir.
—Está bien —cedió Jack—. Pero seguramente tendrá que ser una cena rápida. —Se daba cuenta de que Terese tenía parte de razón, aunque en ese momento le costaba pensar en la hora de cenar.
—Fantástico —se alegró Terese—. Llámame más tarde y quedaremos a una hora. Si no estoy aquí, me encontrarás en casa. ¿De acuerdo?
—Te llamaré —prometió Jack.
Se despidieron. Jack colgó el auricular y se quedó un momento contemplando el teléfono. Sabía que, según la sabiduría popular, hablar de los problemas ayudaba a liberar la tensión que producían, pero lo cierto era que su conversación con Terese sobre el caso de gripe sólo había conseguido ponerlo aún más nervioso. Por lo menos las muestras víricas ya estaban de camino al Centro de Control de Enfermedades, y el laboratorio de ADN estaba trabajando con las sondas del Instituto Nacional de Biología. Quizá pronto empezara a obtener alguna respuesta.