Lunes 25 de marzo de 1996, 06:00 PM
Beth Holderness se había quedado hasta tarde para dejar todas las muestras faríngeas de los empleados del hospital en cultivo. El personal del turno de noche había entrado a la hora habitual, pero ahora estaban abajo, cenando en la cafetería. También Richard había desaparecido, aunque Beth no estaba segura de si ya se había ido a su casa o no.
Como Beth estaba completamente sola en la sección de microbiología del laboratorio, pensó que si quería hacer indagaciones clandestinas aquél era el mejor momento. Se levantó del taburete y se dirigió a la puerta de la parte central del laboratorio. No vio a nadie, y eso la animó a continuar.
Volvió a microbiología y se acercó a las puertas aislantes. No estaba convencida de que estuviera bien hacer lo que estaba haciendo, pero como había dicho que lo haría se sentía un poco obligada. El doctor Jack Stapleton la desconcertaba, pero aún la desconcertaba más su propio jefe, el doctor Martin Cheveau. Siempre había sido un hombre muy temperamental, pero últimamente su malhumor había alcanzado unas proporciones verdaderamente escandalosas.
Aquella misma tarde el doctor Cheveau había entrado hecho un basilisco después de que el doctor Stapleton se hubiera marchado, y le había preguntado qué le había contado al médico forense. Beth había intentado explicarle que no le había dicho nada importante y que había intentado que se marchara, pero el doctor Cheveau no había querido escucharla. Hasta amenazó a Beth con despedirla por desobedecerle deliberadamente, y su perorata estuvo a punto de arrancarle lágrimas a la chica.
Cuando Cheveau se marchó, Beth recordó el comentario del doctor Stapleton de que mucha gente del hospital, incluido su jefe, estaban actuando a la defensiva. Teniendo en cuenta el comportamiento del doctor Cheveau, Beth pensó que quizás el doctor Stapleton tuviera razón. Eso la terminó de decidir a hacer lo que el doctor Stapleton le había pedido.
Beth se quedó de pie ante las dos puertas aislantes. La de la izquierda era la cámara frigorífica, y la otra era la incubadora. No sabía en cuál de ellas mirar primero. Como se había pasado todo el día entrando y saliendo de la incubadora con los cultivos, decidió probar ésa primero. Al fin y al cabo, en la incubadora sólo había una zona muy reducida cuyo contenido no conociera.
Beth abrió la puerta y entró. Un aire húmedo y cálido la envolvió inmediatamente. La temperatura de la incubadora se mantenía siempre próxima a la temperatura corporal, 37 grados centígrados, porque muchos virus y bacterias, sobre todo los que afectan al hombre, habían evolucionado, lógicamente, para desarrollarse mejor a la temperatura del cuerpo humano.
La puerta se cerró automáticamente una vez que Beth hubo entrado para impedir que se escapara el calor. El compartimiento medía 2,5 por 3 metros. La luz procedía de dos bombillas recubiertas de malla elástica situadas en el techo. Los estantes eran de acero inoxidable perforado, y cubrían por completo las paredes; había otra hilera de estantes en el centro, creando dos estrechos pasillos.
Beth se dirigió al fondo del compartimiento, donde había unas cajas de acero inoxidable que había visto en numerosas ocasiones pero que nunca había examinado.
Cogió una de aquellas cajas con ambas manos, la sacó del estante y la colocó en el suelo. La caja tenía el tamaño de una caja de zapatos. Al intentar abrirla se dio cuenta de que tenía un pestillo cerrado con un pequeño candado.
Aquello sorprendió a Beth, que inmediatamente empezó a sospechar. En el laboratorio había muy pocas cosas que se guardaran bajo llave. Beth levantó la caja y volvió a colocarla en su sitio. Siguió recorriendo aquel estante y examinó cada caja una por una. Todas tenían la misma clase de candado.
Beth se agachó e hizo lo mismo con las cajas del estante inferior. Descubrió que la quinta caja era diferente. Beth deslizó la mano en la parte de atrás y comprobó que el candado no estaba cerrado.
Introdujo los dedos entre la caja que no estaba cerrada y las que había a los lados y consiguió sacarla. Al levantarla advirtió que no pesaba tanto como la otra caja cerrada con candado y temió que estuviera vacía. Pero no lo estaba. Levantó la tapa y vio que dentro había varias placas de Petri. También se fijó en que las placas no llevaban la típica etiqueta que utilizaban en el laboratorio, sino que sólo tenía unas indicaciones alfanuméricas marcadas con rotulador.
Beth metió la mano en la caja con mucho cuidado y extrajo una placa de Petri con la inscripción Al 8. Levantó la tapa y vio unas colonias bacteriológicas en crecimiento. Eran transparentes y de textura mucosa y crecían en un medio que reconoció como agar chocolate.
Un agudo chasquido metálico, el ruido de la puerta aislante al cerrarse, sobresaltó a Beth. Se le aceleró el pulso. Como una niña a la que han descubierto haciendo algo prohibido, intentó desesperadamente meter de nuevo la placa de Petri en la caja y ésta en el estante antes de que quien fuera que acababa de entrar viera lo que estaba haciendo.
Pero desgraciadamente no tuvo tiempo y sólo pudo cerrar la caja y recogerla antes de encontrarse cara a cara con el doctor Martin Cheveau, que curiosamente en ese momento llevaba una caja idéntica a la que Beth tenía en las manos.
—¿Qué está haciendo? —gruñó Cheveau.
—Estaba… —murmuró Beth, pero no pudo decir nada más. En aquella situación tan comprometida no se le ocurría ninguna explicación.
El doctor Cheveau dejó bruscamente su caja en uno de los estantes y a continuación le quitó a Beth la suya y se quedó mirando el pestillo abierto.
—¿Dónde está el candado? —preguntó.
Beth extendió el brazo y abrió la mano. El candado abierto apareció en su palma. Martin lo cogió y lo examinó.
—¿Cómo lo ha abierto? —inquirió.
—Estaba abierto —contestó Beth.
—Eso es mentira —dijo Martin.
—No, no le miento —aseguró Beth—. En serio. La caja estaba abierta y sentí curiosidad.
—No me venga con historias —bramó Martin, y su voz resonó en aquel reducido espacio.
—No he alterado nada —le aseguró Beth.
—¿Y usted cómo sabe que no ha alterado nada? —dijo Martin. Abrió la caja y examinó su interior, y luego, aparentemente satisfecho, volvió a cerrarla y comprobó si el candado cerraba bien.
—Lo único que he hecho ha sido levantar la tapa y mirar uno de los discos de cultivo —explicó Beth, que empezaba a tranquilizarse un poco aunque todavía tenía el pulso acelerado.
Martin colocó la caja en su sitio y después contó las restantes. Luego ordenó a Beth que saliera de la incubadora.
—Lo siento —se disculpó Beth después de que Martin cerrara la puerta aislante—. No sabía que no debía tocar esas cajas.
En ese momento apareció Richard. Martin le ordenó que pasara y le explicó, furioso, que había pillado a Beth tocando los cultivos de su investigación.
Al enterarse, Richard se mostró tan enojado como Martin. Se volvió hacia Beth y le preguntó cómo se le había ocurrido hacer una cosa así y si acaso no tenía suficiente trabajo.
—Nadie me dijo que no tocara esas cajas —protestó Beth, que estaba a punto de llorar. Odiaba las regañinas, y hacía escasas horas ya había tenido que soportar otra.
—Tampoco te dijo nadie que las tocaras —replicó Richard.
—¿Seguro que el doctor Stapleton no tiene nada que ver con esto? —preguntó Martin.
Beth vaciló, sin saber qué contestar, y para Martin su titubeo fue revelador.
—Ya me lo imaginaba —dijo—. Seguramente hasta le ha contado esa absurda idea suya de que los recientes casos infecciosos los ha provocado alguien deliberadamente.
—Lo único que le dije fue que no estaba autorizada para hablar con él —gritó Beth.
—Pero él sí habló —dijo Martin—. Y usted lo escuchó, evidentemente. Bueno, pues no pienso tolerarlo. Está usted despedida, señorita Holderness. Recoja sus cosas y márchese. No quiero volver a verla por aquí.
Beth balbuceó una protesta, pero las lágrimas la interrumpieron.
—Llorando no va a conseguir nada —dijo Martin bruscamente—. Ni buscando pretextos. Usted tomó una decisión de modo que ahora aténgase a las consecuencias. Salga de aquí inmediatamente.
Twin se estiró por encima del viejo escritorio y colgó el auricular del teléfono. Su verdadero nombre era Marvin Thomas. Lo apodaban Twin porque había tenido un hermano idéntico. Nadie lograba distinguirlos, hasta que uno de ellos murió en una prolongada disputa entre los Black Kings y una banda del East Village acerca de los territorios del crack.
Twin miró a Phil, sentado al otro lado del escritorio. Phil era alto, delgado y no causaba gran impresión, pero era inteligente. Fue precisamente su inteligencia, y no su valor o sus músculos, lo que hizo que Twin lo elevara a número dos de la banda. Era la única persona que sabía qué hacer con el dinero procedente del tráfico de drogas que obtenían. Hasta que se les unió Phil, enterraban los billetes en tuberías de PVC en el sótano de la casa de Twin.
—No entiendo a estos tipos —comentó Twin—. Al parecer ese médico extravagante no captó nuestro mensaje y se ha dedicado a ir por ahí haciendo lo que le da la gana. ¿Te lo crees? Le di al muy imbécil todo lo fuerte que pude, y pasados tres días ya se está riendo de nosotros. Ese tipo no sabe lo que es el respeto.
—¿Y los otros quieren que volvamos a hablar con él? —preguntó Phil. Había estado en la visita al apartamento de Jack y había visto cómo Twin golpeaba a aquel tipo.
—Mejor aún —dijo Twin—. Quieren que liquidemos a ese capullo. Lo que no comprendo es por qué no nos pidieron que lo hiciéramos la primera vez. Nos ofrecen cinco de los grandes. —Twin se rió y añadió: Tiene gracia, yo habría estado dispuesto a hacerlo gratis. No podemos permitir que la gente no nos haga caso. Eso acabaría con nuestro negocio.
—¿Quieres que enviemos a Reginald? —preguntó Phil.
—¿A quién si no? —repuso Twin—. Ésta es la clase de trabajo que a él le encanta.
Phil se levantó y apagó su cigarrillo. Salió del despacho y recorrió el pasillo, salpicado de desperdicios, hasta llegar a la habitación delantera, donde media docena de miembros de la banda jugaban a las cartas. Una espesa nube de humo de cigarrillo llenaba el aire.
—Oye, Reginald —llamó Phil—. ¿Estás preparado para un poco de acción?
Reginald levantó la vista de sus cartas y cogió con los dedos el palillo que tenía en la boca.
—Eso depende —dijo.
—Creo que te va a gustar —dijo Phil—. Cinco de los grandes por liquidar al médico ese de la bicicleta.
—Oye, tío, ya lo haré yo —intervino BJ. BJ era el apodo de Bruce Jefferson, un tipo robusto con unos muslos como la cintura de Phil que también había estado en la visita al apartamento de Jack.
—Twin quiere que sea Reginald —explicó Phil.
Reginald se levantó y tiró sus cartas sobre la mesa.
—De todas formas tenía una mierda de mano —dijo, y acompañó a Phil a la oficina.
—¿Te ha contado Phil de qué va la historia? —preguntó Twin al verlos entrar.
—Sólo que hay que pelar al médico —dijo Reginald—. Y que nos pagan quinientos dólares. ¿Hay algo más?
—Sí —dijo Twin—. También tienes que liquidar a una blanca. Podrías encargarte de ella primero. Aquí tienes la dirección.
Twin le entregó un trozo de papel con el nombre y la dirección de Beth Holderness.
—¿Alguna preferencia sobre la técnica? —preguntó Reginald.
—Me importa un rábano —contestó Twin—. Hazlo como te dé la gana.
—Me gustaría utilizar la nueva pistola automática —dijo Reginald, y sonrió con el palillo asomando todavía por la comisura de sus labios.
—Así veremos si valió la pena que nos gastáramos tanto dinero en ella —dijo Twin. Abrió uno de los cajones del escritorio y sacó una pistola Tec nueva que todavía tenía un poco de grasa del embalaje en el mango. Dio un empujón a la pistola, que fue a parar al otro lado de la mesa. Reginald la agarró antes de que llegara al borde. Que te diviertas.
—Ésa es mi intención —contestó Reginald.
Reginald nunca expresaba abiertamente sus emociones, pero eso no significaba que no las sintiera. Al salir del edificio, empezó a ponerse de un humor excelente. Aquellos trabajos le encantaban.
Abrió la puerta de su Camaro negro y se sentó al volante. Dejó la Tec en el asiento del acompañante y la cubrió con un periódico. En cuanto el motor empezó a zumbar, encendió la radiocasete y metió su cinta favorita de rap. El sistema de sonido de aquel coche era la envidia del resto de la banda. Tenía suficientes vatios para hacer vibrar las baldosas de cualquier barrio por que pasara Reginald.
Reginald volvió a leer la dirección de Beth Holderness anotada en el papel y, con la música resonando en su cabeza, se apartó de la acera y se dirigió hacia el centro.
Beth no había ido directamente a su casa. Estaba tan nerviosa que necesitaba hablar con alguien y decidió visitar a una amiga, con la que se tomó, incluso, un vaso de vino. Tras desahogarse con su amiga y contarle lo ocurrido, se sintió un poco mejor, pero todavía estaba deprimida. Todavía no se convencía de que la habían despedido. Además, estaba la inquietante posibilidad de que hubiera tropezado con algo importante en la incubadora.
Beth vivía en un edificio de cinco pisos de la calle Ochenta y tres este, entre la Primera y la Segunda Avenida. No era un barrio espectacular, pero tampoco estaba mal. El único problema era que su edificio no era uno de los mejores. El propietario no se preocupaba en absoluto por su mantenimiento, de modo que siempre había algo que no funcionaba. Al llegar Beth vio que había un problema nuevo. Habían reventado el portal con una palanca. Beth suspiró. Aquello ya había pasado en otra ocasión, y el propietario había tardado tres meses en repararlo.
Desde hacía varios meses Beth tenía intención de mudarse y estaba ahorrando dinero para el depósito de un nuevo apartamento. Pero ahora que se había quedado sin empleo, tendría que echar mano de sus ahorros. Seguramente no podría mudarse, por lo menos en un futuro inmediato.
Mientras subía el último tramo de escaleras pensó que, aunque las cosas le iban mal, podrían irle peor. Se dijo que, al menos, gozaba de buena salud.
Al llegar a la puerta de su apartamento Beth revolvió en el fondo de su bolso buscando la llave, que tenía en un llavero diferente al de la puerta del edificio. Su idea era que si perdía una, evitaría perder la otra.
Finalmente encontró la llave y entró en su apartamento. Cerró la puerta con llave desde dentro como era su costumbre. Se quitó el abrigo, lo colgó y luego volvió a revolver en su bolso en busca de la tarjeta de Jack Stapleton. Cuando la encontró se sentó en el sofá y le telefoneó.
Aunque eran más de las siete, Beth llamó al Instituto Forense. Una operadora le dijo que el doctor Stapleton ya se había marchado. Beth dio la vuelta a la tarjeta y marcó el número particular de Jack, pero respondió el contestador automático.
—Doctor Stapleton —dijo Beth tras oír el pitido de la grabación—. Soy Beth Holderness. Tengo algo que contarle. —Beth contuvo las lágrimas provocadas por una súbita emoción. Pensó en colgar para tranquilizarse, pero carraspeó y continuó con voz vacilante—: Tengo que hablar con usted. He encontrado algo. Y también me han despedido, desgraciadamente. Llámeme, por favor.
Beth apretó la tecla de desconexión y luego colgó el auricular. Por un momento pensó en llamar otra vez para describir lo que había encontrado, pero decidió no hacerlo. Prefería esperar a que Jack la llamara.
Cuando estaba a punto de levantarse, un estruendo brutal la dejó completamente paralizada. La puerta de su apartamento se había abierto de par en par y había golpeado contra la pared con suficiente fuerza para incrustar el pomo en el yeso. El cerrojo que ella creía tan seguro había destrozado el marco de la puerta como si estuviera hecho de madera de balsa.
Una figura se plantó en el umbral, como un mago surgido de una nube de humo. Llevaba una vestimenta de piel negra de los pies a la cabeza. Miró a Beth, se giró y cerró la puerta bruscamente. La tranquilidad volvió al apartamento con la misma brusquedad con que había desaparecido. En aquel momento sólo se oía el sonido amortiguado de un televisor en el apartamento contiguo.
Si Beth se hubiera imaginado aquella situación habría pensado que gritaría o echaría a correr, o las dos cosas, pero no hizo nada de eso. Se quedó paralizada. Incluso se le había cortado la respiración y soltó el aire con un sonoro suspiro.
El hombre avanzó hacia ella. Su rostro no denotaba expresión alguna. Por su boca asomaba la punta de un palillo, y en la mano izquierda llevaba la pistola más enorme que Beth jamás había visto. El cargador de munición medía más de un palmo.
El hombre se detuvo frente a Beth. No dijo ni una sola palabra. Levantó la pistola lentamente y apuntó a la frente de la chica. Beth cerró los ojos…
Jack salió del metro en la calle Ciento tres y echó a andar hacia el norte. Hacía buen tiempo y la temperatura era agradable. Se había imaginado que el patio estaría muy concurrido, y no se equivocaba. Warren lo vio llegar a través de la valla metálica y le dijo que se diera prisa y entrara.
Jack echó a correr hacia su casa. Al acercarse a su edificio le vinieron recuerdos de la noche del viernes y de sus inesperados visitantes. Como había estado en el Hospital General y lo habían descubierto, Jack pensó que era muy posible que los Black Kings hubieran vuelto. Y si habían vuelto, Jack quería saberlo.
En lugar de entrar por la puerta principal, Jack bajó unos escalones y recorrió un túnel húmedo y oscuro que unía la parte delantera y la parte trasera de su edificio. Apestaba a orina. Salió al patio trasero, que parecía un depósito de chatarra. En la penumbra distinguió los restos retorcidos de una cama, un cochecito de bebé, ruedas de coche y otros deshechos.
En la parte trasera del edificio había una salida de incendios. La escalera no llegaba hasta la acera. El último segmento era una escalerilla de metal con un contrapeso de cemento. Jack cogió un cubo de basura, lo puso boca abajo y se subió a él, para llegar al último peldaño de la escalerilla. En cuanto dejó caer su peso, la escalerilla cedió con gran estrépito.
Jack subió por la escalera de incendios. Cuando llegó al primer rellano, la escalerilla volvió a su posición original con igual estruendo. Jack se quedó quieto unos minutos para asegurarse de que el ruido no había llamado la atención a nadie. Como nadie asomó la cabeza por la ventana para quejarse, Jack siguió subiendo.
En cada piso Jack tuvo la oportunidad de contemplar las diversas escenas domésticas, pero evitó hacerlo. No era nada agradable. Vista de cerca, la verdadera pobreza resultaba deprimente. Además, Jack evitaba mirar hacia abajo. Siempre le había dado miedo la altura, y subir una escalera de incendios era una dura prueba a su valor.
Cuando llegó a su piso, Jack redujo la marcha. La escalera de incendios daba a las ventanas de la cocina y del dormitorio, y las luces de ambas estaban encendidas. Al marcharse por la mañana, Jack había dejado todas las luces encendidas.
Se acercó primero a la ventana de la cocina y miró dentro. La cocina estaba vacía. Vio unas piezas de fruta que había dejado sobre la mesa y que estaban intactas. Desde donde estaba también pudo ver la puerta del apartamento y comprobó que no habían vuelto a forzarla.
Se acercó a la segunda ventana y se aseguró de que el dormitorio estaba tal como lo había dejado. Satisfecho, abrió la ventana y entró. Sabía que había corrido cierto riesgo dejando la ventana del dormitorio abierta, pero había pensado que valía la pena. Una vez dentro del apartamento, hizo una rápida revisión final. Estaba vacío y no había señales de que hubiera habido visitas inesperadas.
Jack se puso rápidamente el equipo de baloncesto y salió por donde había entrado. Su acrofobia hizo que la bajada le resultara más difícil que la subida, pero Jack se obligó a hacerlo. Dadas las circunstancias, no le seducía la idea de salir por la puerta principal sin protección.
Cuando llegó al extremo del túnel que daba a la calle, Jack se paró en la oscuridad para observar la zona situada frente a su edificio. Le preocupaba encontrar algún grupo de hombres sentados en sus coches. Cuando se convenció de que no había bandas hostiles esperándolo, echó a correr hacia el patio.
Desgraciadamente, mientras él subía por la escalerilla de incendios, se cambiaba de ropa y volvía a bajar, la concurrencia del campo de baloncesto había aumentado. Jack tardó más tiempo del habitual en entrar a jugar y, cuando lo hizo, le tocó un equipo bastante malo.
Aunque Jack encestaba mucho, sobre todo desde lejos, sus compañeros de equipo no estaban tan inspirados. El partido fue una derrota escandalosa, para delicia de Warren, cuyo equipo llevaba toda la noche ganando.
Disgustado por la mala suerte que había tenido, Jack se fue a la banda y cogió su chándal. Se lo puso y echó a andar hacia la puerta.
—Oye, tú, ¿ya te vas? —le gritó Warren—. Vamos, quédate un rato. Un día de éstos te dejaremos ganar. —Warren se rió a carcajadas. No lo hacía con mala intención, pues ridiculizar a los perdedores formaba parte de las normas del juego. Todo el mundo lo hacía y todo el mundo lo esperaba.
—No me importa que me den una tunda, cuando lo hace un equipo decente —replicó Jack—. Pero perder contra una pandilla de maricas es bochornoso.
—¡Ohhh! —corearon los compañeros de Warren. Jack había acertado con su respuesta.
Warren se acercó contoneándose hasta Jack y le puso el dedo índice en el pecho.
—Conque maricas, ¿eh? Te voy a decir una cosa. ¡Mi equipo puede derrotar a cualquier equipo que tú puedas formar! Elige a tus jugadores.
Jack recorrió el campo con la mirada. Todos los estaban mirando. Jack reflexionó sobre aquel reto y valoró las ventajas y los inconvenientes. En primer lugar, quería jugar pues deseaba hacer más ejercicio y sabía que a Warren se lo permitirían.
Por otra parte, Jack sabía que si elegía a cuatro jugadores entre aquella multitud ofendería a aquellos a los que no eligiera. Jack llevaba varios meses trabajando a todos ellos para que lo aceptaran. Además, el equipo al que le tocaba entrar a jugar se sentiría particularmente ofendido, no por Warren, que estaba por encima de aquellas emociones, sino por Jack, que sería el cabeza de turco. Teniendo todos aquellos factores en cuenta, Jack decidió que no valía la pena.
—Me voy a correr al parque —dijo.
Warren, que había mejorado la réplica de Jack y estaba dispuesto a aceptar la negativa de éste para convertir su desafío en una nueva victoria, saludó a sus compañeros, que lo vitoreaban. Chocó las palmas con uno de ellos y luego volvió al campo.
—¡Venga, a jugar! —gritó.
Jack sonrió para sí y pensó que la dinámica del campo de baloncesto de barrio representaba en gran medida la sociedad urbana actual. Se preguntó si a algún psicólogo se le habría ocurrido estudiarla desde un punto de vista científico. Le parecía que podía resultar bastante útil.
Jack traspasó la puerta de la verja metálica y, una vez en la acera, se puso a correr en dirección este. A lo lejos, al final de la manzana, distinguió las oscuras siluetas de rocas dentadas y de árboles sin hojas. Sabía que en cuestión de minutos dejaría atrás el alboroto de la ciudad y entraría en el plácido interior de Central Park, que era su sitio favorito para correr.
Reginald estaba fastidiado. De ninguna manera habría podido entrar en un patio de un vecindario hostil. Al ver que el médico se ponía a jugar a baloncesto, se había resignado a esperar en su Camaro. Confiaba en que el médico acabaría separándose de la multitud, quizá para acercarse a uno de los bares cercanos en busca de una bebida.
Al ver que Jack dejaba de jugar y se ponía el chándal, se vio con ánimos de meter la mano bajo el periódico y soltar el seguro de la Tec. Pero entonces oyó el desafío de Warren y creyó que tendría que esperar sentado por lo menos otro partido.
Se equivocaba. Afortunadamente para él, pocos minutos después Jack salió del campo de baloncesto. Pero en lugar de dirigirse hacia el oeste, donde estaban los bares, como Reginald había imaginado, se dirigió hacia el este.
Maldiciendo por lo bajo Reginald tuvo que hacer un giro de ciento ochenta grados en medio de la calle, interrumpiendo el tráfico. Un taxista se quejó amargamente tocando la bocina con insistencia, y Reginald tuvo que contenerse para no sacar su pistola Tec y utilizarla contra él. El taxista era un oriental al que Reginald le habría encantado sorprender con un par de disparos.
Pero a Reginald se le pasó rápidamente el malhumor cuando comprendió adónde se dirigía Jack. Al ver que cruzaba Central Park West a la carrera, Reginald aparcó enseguida. Salió del coche, cogió la pistola Tec junto con el periódico y cruzó también corriendo Central Park West, sorteando los coches.
Había allí un camino de entrada que continuaba hacia el este, y junto a él, una enorme escalera de piedra que ascendía rodeando unas rocas cubiertas de vegetación. Unas farolas iluminaban parcialmente el camino, antes de que éste desapareciera en la oscuridad.
Reginald empezó a subir por la escalera donde había visto a Jack unos segundos antes. Estaba contento, no podía creer que hubiera tenido tanta suerte. De hecho, aquella persecución de su presa por el parque oscuro y desierto hacía que el trabajo le pareciera casi demasiado fácil.
Para Jack, en aquel momento, la desolada oscuridad del parque era una fuente de consuelo, y no de intranquilidad, a diferencia del viernes por la noche, cuando lo había atravesado en bicicleta. Se consolaba pensando que si su visión estaba limitada, también lo estaría la de los demás. Estaba convencido de que si los Black Kings querían molestarlo lo harían en su apartamento o en los alrededores.
El terreno por donde Jack empezó a correr era sorprendentemente rocoso y accidentado. Aquella zona se llamaba la Gran Colina, y no sin motivo. Jack avanzaba por un camino de asfalto que serpeaba y ondulaba bajo las ramas desnudas de los árboles circundantes. La luz de las farolas iluminaba misteriosamente las ramas, dando la impresión de que el parque estaba cubierto por una tela de araña gigantesca.
Aunque al principio estaba nervioso, Jack adoptó un paso que le resultaba cómodo y empezó a relajarse. Ahora que ya no veía la ciudad tenía ocasión de pensar con mayor claridad. Se preguntó si su cruzada se basaba en el odio que le inspiraba AmeriCare, como Chet y Bingham habían insinuado, y tuvo que admitir que cabía esa posibilidad. Al fin y al cabo, la idea de la propagación intencionada de cuatro enfermedades era inverosímil, por no decir absurda. Y si le había parecido que en el Hospital General la gente actuaba a la defensiva, quizás él había provocado esa actitud. Bingham tenía razón: Jack sabía ser abrasivo.
Mientras reflexionaba, Jack advirtió un sonido nuevo que coincidía con sus propios pasos. Era un chasquido metálico, como si sus zapatillas de baloncesto tuvieran refuerzos. Perplejo, Jack alteró el ritmo de la marcha. El sonido quedó por unos momentos fuera de sincronía, pero gradualmente se fue adaptando de nuevo al de sus pasos.
Jack se arriesgó a mirar hacia atrás y, al hacerlo, vio una figura que corría hacia él y se le acercaba. En el momento en que Jack divisó la figura, el hombre pasaba por debajo de una farola, y Jack vio que no llevaba ropa de deporte, sino que iba vestido de piel negra y empuñaba un arma.
A Jack le dio un vuelco el corazón. Ayudado por una descarga de adrenalina, aumentó la velocidad. Oyó que su perseguidor hacía otro tanto.
Desesperado, Jack intentó pensar cuál era la ruta más rápida para salir del parque. Si conseguía mezclarse con otros peatones y perderse entre el tráfico quizá tuviera una oportunidad de escapar. Lo único que logró pensar fue que el camino más corto hacia la calle era atravesar la masa de vegetación que había a su derecha. Pero no sabía a qué distancia se hallaba de la ciudad; podían ser treinta metros o cien.
Le pareció que su perseguidor seguía detrás de él, quizá reduciendo la distancia, por lo que giró a la derecha y se adentró en el bosque. Entre los árboles la oscuridad era mayor que en el camino. Jack subió por una cuesta empinada, sin ver apenas por dónde iba. Todavía estaba aterrorizado, tropezando con los matorrales y enredándose en los zarzales.
Finalmente llegó a lo alto de la cuesta, que era una zona con mucha menos vegetación. Estaba tan oscura como el bosque, pero el único obstáculo que tenía para correr eran las hojas muertas caídas en el suelo.
Llegó a un roble inmenso, se escondió detrás de él y se apoyó en su rugosa superficie. Respiraba con dificultad. Intentó controlar sus jadeos para oír mejor, pero lo único que percibió fue el ruido del tráfico lejano que resonaba como el murmullo de una cascada. Sólo algún bocinazo y alguna sirena interrumpían el silencio de la noche.
Jack permaneció unos minutos detrás del ancho tronco del roble. Al no oír más pasos, se apartó del árbol y siguió caminando hacia el oeste. Ahora avanzaba tan lenta y silenciosamente como le era posible, esquivando las hojas secas del suelo para reducir el ruido. El corazón le latía con fuerza.
Jack tocó algo blando con el pie, y horrorizado, vio cómo estallaba ante él. Por un momento Jack no entendió nada de lo que estaba pasando. Una figura fantasmagórica cubierta de harapos se levantó del suelo, muy alterada, como si resucitara de entre los muertos. La criatura se puso a gritar como un derviche, agitando los brazos y gritando ¡Capullos!, una y otra vez.
Inmediatamente surgió otra figura, con igual desespero.
—¡No te llevarás nuestro carro! —gritó el segundo hombre—. ¡Antes te matamos!
Cuando Jack apenas había tenido tiempo de retroceder un paso, el primer individuo se le arrojó encima, cubriéndolo con un hedor espantoso y golpes inefectivos. Jack intentó apartarlo, pero el hombre extendió el brazo y le arañó la cara.
Jack reunió todas sus fuerzas para librarse de aquel apestoso vagabundo que se le había agarrado al pecho. Antes de que Jack pudiera soltarse, un disparo hendió la noche. Jack sintió que le salpicaba un líquido y que el vagabundo se ponía tieso y luego se desplomaba hacia delante. Jack tuvo que apartarlo para no caer hacia atrás.
Los lamentos del otro vagabundo provocaron un segundo disparo. Sus gritos de dolor se interrumpieron bruscamente con un gruñido.
Jack, que había visto la dirección de donde procedía el segundo disparo, se giró y echó a correr en dirección contraria. Una vez más tenía que correr a toda velocidad a pesar de la oscuridad y los obstáculos. De pronto el suelo descendió y Jack bajó dando traspiés por una cuesta, manteniéndose a duras penas en pie hasta que se sumergió en una densa maleza de enredaderas y espinos.
Jack avanzó dando zarpazos por la gruesa maleza hasta que salió al camino, tan repentinamente que cayó de rodillas. Un poco más allá, distinguió una escalera de granito ligeramente iluminada. Se puso de pie como pudo, echó a correr hacia allí y subió los escalones de dos en dos. Cuando casi había llegado arriba sonó otro disparo. Una bala rebotó en la piedra a la derecha de Jack y se perdió en la noche.
Jack alcanzó el final de la escalera, zigzagueando e intentando ocultarse, y fue a parar a una terraza. En el centro había una fuente vacía que estaba cerrada durante los meses de invierno. Tres lados de la terraza estaban cerrados por una arcada. En el centro de la arcada del fondo había otra escalera de piedra que conducía a otro nivel.
Jack oyó los rápidos chasquidos metálicos de los zapatos de su perseguidor subiendo por la escalera de piedra que tenía detrás. No tardaría en alcanzarlo. Jack comprendió que no tenía tiempo para llegar a la segunda escalera, de modo que corrió hacia el interior de la arcada. Bajo los arcos la oscuridad era total. Jack avanzó a ciegas con los brazos extendidos.
Los sonoros pasos en la primera escalera se pararon bruscamente. Jack dedujo que su perseguidor había llegado a la terraza. Siguió avanzando, ahora más deprisa, en busca de la segunda escalera. Pero entonces ocurrió algo horrible: chocó en la oscuridad con un cubo de basura metálico. El ruido del cubo de basura volcándose y rodando fue fuerte e inconfundible. Casi inmediatamente sonó otro disparo. Las balas entraron en la arcada y rebotaron en las paredes de granito. Jack se tiró al suelo y se cubrió la cabeza con los brazos hasta que el último proyectil se perdió en la noche.
Jack volvió a levantarse y siguió caminando, ahora más despacio. Al llegar al rincón encontró un nuevo obstáculo: en el suelo había botellas y latas de cerveza que Jack no tenía forma de esquivar.
Cada vez que golpeaba un objeto con el pie y el ruido resultante resonaba en la arcada Jack hacía una mueca de dolor. No podía detenerse. Delante de él, un ligero resplandor le indicó dónde estaba la segunda escalera que conducía al siguiente nivel. En cuanto Jack llegó allí, empezó a subir, moviéndose más deprisa ahora que había luz suficiente para ver dónde ponía los pies.
Cuando Jack casi había alcanzado el final, una orden dura y autoritaria resonó en el silencio.
—¡Quieto o te mato!
Por el sonido de la voz Jack supo que el hombre se encontraba al pie de la escalera. A aquella distancia no tenía escapatoria, de modo que se detuvo en seco.
—¡Gírate!
Jack obedeció sin pensárselo y vio que su perseguidor le estaba apuntando con una pistola enorme.
—¿Te acuerdas de mí? Soy Reginald.
—Sí, me acuerdo de ti —contestó Jack.
—¡Baja aquí! —le ordenó Reginald mientras recobraba el aliento—. No estoy dispuesto a subir ni un solo escalón más por ti.
Jack bajó lentamente y se detuvo en el tercer escalón. La única luz que había era un débil resplandor de las calles que rodeaban el parque, reflejado en la capa de nubes. Jack apenas lograba distinguir los rasgos del hombre. Sus ojos le parecieron agujeros sin fondo.
—Qué cojones tienes, tío —dijo Reginald, y bajó lentamente la mano con que sostenía la pistola Tec, hasta que quedó suspendida junto a su pierna—. Y estás en buena forma, eso no puede negarse.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó Jack—. Puedes pedirme lo que quieras, y te lo daré.
—No, no quiero nada —contestó Reginald—. Porque ya he visto que no tienes gran cosa. Encima no llevas nada, desde luego, y en ese cuchitril tuyo ya he estado. Seré franco contigo: sólo he venido a matarte. Me han dicho que no has seguido los consejos de Twin.
—Te pagaré —dijo Jack—. Te pagaré más de lo que te hayan pagado por hacer esto.
—Suena interesante —dijo Reginald—. Pero no puedo negociar contigo. Si lo hiciera tendría que vérmelas con Twin y, desde luego, no podrías pagarme suficiente para que me resignara a eso. Ni hablar.
—Entonces dime quién te paga —dijo Jack—. Sólo para satisfacer mi curiosidad.
—Mira, te diré la verdad, ni siquiera lo sé —repuso Reginald—. Lo único que sé es que pagan bien. Nos pagan cinco de los grandes sólo para que te persiga por el parque durante un cuarto de hora. Yo diría que no está mal.
—Te daré mil —replicó Jack. No sabía qué hacer para que Reginald siguiera hablando.
—Lo siento —dijo Reginald—. Nuestra charla se ha acabado, amigo. —Y levantó el arma con la misma lentitud con que la había bajado.
Jack no podía creer que un tipo al que no conocía y que no lo conocía a él fuera a dispararle a bocajarro. Era sencillamente absurdo. Jack sabía que tenía que hacer que Reginald siguiera hablando, pero pese a toda la labia que tenía, no se le ocurría nada más que decir. Su don para replicar lo había abandonado mientras observaba cómo la pistola subía hasta el punto en que pudo mirar directamente por el cañón.
—Lo siento —dijo Reginald. Era un comentario que Jack conocía bien porque lo había oído cuando jugaba al baloncesto en la calle. Significaba que Reginald se hacía responsable de lo que estaba a punto de hacer.
La pistola disparó. Jack encogió todos los músculos de la cara en un acto reflejo y cerró los ojos. Pero no sintió nada. Entonces comprendió que Reginald estaba jugueteando con él como un gato con el ratón que ha capturado. Jack abrió los ojos. Aunque estaba aterrorizado, no pensaba dar esa satisfacción a Reginald. Pero lo que vio lo dejó perplejo: Reginald había desaparecido.
Jack parpadeó varias veces como si creyera que sus ojos le estaban jugando una mala pasada. Se acercó un poco más y distinguió el cuerpo de Reginald tendido sobre el pavimento. De su cabeza empezaba a brotar una mancha oscura que parecía tinta de pulpo.
Jack tragó saliva, pero no se movió de donde estaba. Se había quedado estupefacto. Un hombre apareció de entre las sombras de la arcada. Llevaba una gorra de béisbol puesta del revés y en la mano sostenía una pistola parecida a la que llevaba Reginald. Lo primero que hizo fue recoger la pistola de Reginald, que había ido a parar a unos tres metros del cuerpo. La examinó brevemente y se la metió en el cinto de los pantalones. Se acercó al cadáver y con la punta del pie le giró la cabeza para inspeccionar la herida. Satisfecho, se agachó y registró el cuerpo hasta que encontró una cartera. La cogió, se la metió en el bolsillo y se levantó.
—Vámonos, doctor —dijo el hombre.
Jack bajó los tres últimos escalones. Al llegar al pie de la escalera reconoció a su salvador. ¡Era Spit!
—¿Qué haces aquí? —preguntó Jack con un susurro forzado. Se le había quedado la boca seca como el cartón.
—No es el momento más adecuado para charlar, amigo —repuso Spit, y escupió en el suelo—. Tenemos que largarnos ahora mismo de aquí. Uno de esos desgraciados que había en la colina sólo está herido, y pronto se llenar todo el parque de policías.
Desde el momento en que la pistola de Spit disparó en la arcada, Jack no había parado de darle vueltas a todo aquello. No tenía la menor idea de qué hacía Spit allí en un momento tan crucial, ni por qué ahora insistía en que se largara corriendo del parque.
Jack intentó protestar. Sabía que abandonar la escena de un crimen era un delito, y no se había cometido un asesinato, sino dos. Pero no había forma de disuadir a Spit. De hecho, cuando Jack dejó de correr y empezó a explicarle las razones por las que no debían marcharse, Spit le pegó una bofetada. No fue una palmada cariñosa: fue un bofetón con toda la intención.
Jack se llevó una mano a la cara. La piel le ardía donde Spit le había dado.
—¿Pero qué demonios haces? —preguntó Jack.
—Intento inculcarte un poco de sentido común, tío —dijo Spit—. Tenemos que desaparecer de aquí. Toma, tú lleva esta pipa. —Spit le puso a Jack la pistola automática de Reginald en las manos.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer con ella? —preguntó Jack. Para él se trataba del arma con la que se había perpetrado un asesinato y había que manipularla con guantes de látex y considerarla la prueba del delito.
—Métetela debajo de la camiseta —ordenó Spit—. Vámonos.
—Spit, no puedo huir así —dijo Jack—. Vete tú si quieres, y llévate esto—. Jack le tendió la pistola a Spit.
A Spit se le había agotado la paciencia. Le quitó de las manos la pistola de Reginald a Jack e inmediatamente le apretó el cañón contra la frente.
—Me estás cabreando, tío —dijo—. ¿Qué te pasa? Es posible que todavía haya algún gilipollas de los Black Kings por aquí. Te voy a decir una cosa: si no mueves el culo, te pego un tiro. ¿Entendido? Yo no estaría aquí ahora jugándome la vida si Warren no me lo hubiera pedido.
—¿Warren? —preguntó Jack. Todo aquello resultaba demasiado complicado. Pero como no dudaba de las amenazas de Spit, Jack no intentó hacerle más preguntas. Jack sabía que Spit era un tipo muy impulsivo en el campo de baloncesto, muy temperamental, y nunca había querido discutir con él.
—¿Vienes o no? —preguntó Spit.
—Sí —contestó Jack—. Creo que tienes mejor juicio que yo.
—Exacto —afirmó Spit. Le devolvió la pistola a Jack y luego le dio un empujón para que se pusiera en marcha.
Cuando llegaron a Amsterdam, Spit telefoneó desde una cabina mientras Jack esperaba, nervioso. De pronto, las omnipresentes sirenas que siempre se oían a lo lejos en Nueva York habían cobrado un nuevo significado para Jack, igual que el concepto de delincuente. Jack llevaba años considerándose una víctima. Y ahora el criminal era él.
Spit colgó el auricular e hizo una señal a Jack con el pulgar hacia arriba. Jack no tenía ni idea de qué significaba aquel ademán, pero de todos modos sonrió, porque Spit parecía contento.
Cuando todavía no habían transcurrido quince minutos, un Buick marrón se detuvo junto al bordillo. A través de las ventanas tintadas se oía el estruendo intermitente de la música rap. Spit abrió la puerta trasera e hizo señas a Jack para que se metiera dentro. Jack obedeció sin rechistar, pues evidentemente no era él el que llevaba las riendas de la situación.
Spit echó un último vistazo alrededor antes de subir al asiento del acompañante. El coche salió disparado del bordillo.
—¿Qué pasa? —preguntó el conductor, que se llamaba David y también era asiduo del campo de baloncesto.
—Una cabronada, tío —contestó Spit. Bajó la ventanilla y expectoró ruidosamente.
Jack hacía una mueca de dolor cada vez que el bajo sonaba en uno de los altavoces del coche. Sacó la pistola automática de debajo de su chándal. Llevar aquella cosa tan cerca de su cuerpo le producía una sensación muy desagradable.
—¿Qué quieres que haga con esto? —preguntó a Spit. La música estaba tan alta que tuvo que gritar para que lo oyera.
Spit se dio la vuelta y cogió el arma. Se la enseñó a David, que silbó para expresar su admiración.
—Es el modelo nuevo —comentó.
Siguieron en dirección norte, sin hablar mucho, hasta la calle Ciento seis y giraron a la derecha. David frenó delante del patio. Todavía había gente jugando a baloncesto.
—Esperad aquí —dijo Spit. Salió del coche y se encaminó hacia el campo de baloncesto.
Jack observó a Spit que se acercaba al campo de baloncesto y se quedaba de pie en la banda mientras los que estaban jugando corrían arriba y abajo. Jack estuvo tentado de preguntar a David qué estaba pasando, pero su intuición le dijo que se quedara callado. Finalmente Warren miró a Spit y detuvo el juego.
Tras una breve conversación, durante la cual Spit le entregó a Warren la cartera de Reginald, los dos regresaron al coche de David. Éste bajó la ventanilla. Warren asomó la cabeza y miró a Jack.
—¿Qué demonios has estado haciendo? —le preguntó enojado.
—Nada —contestó Jack—. Yo soy la víctima. ¿Por qué te enfadas conmigo?
Warren no contestó, sino que se limitó a pasarse la lengua por el interior de la seca boca mientras reflexionaba. Tenía la frente empapada de sudor. De pronto se incorporó y le abrió la puerta a Jack.
—Baja —dijo—. Tenemos que hablar. Vamos a tu apartamento.
Jack salió del coche e intentó mirar a Warren a los ojos, pero éste esquivó su mirada. Warren cruzó la calle y Jack lo siguió. Spit iba detrás de Jack.
Subieron por la escalera de Jack en silencio.
—¿Tienes algo para beber? —preguntó Warren una vez dentro.
—Gatorade y cerveza —repuso Jack, que ya había reabastecido su nevera.
—Gatorade —dijo Warren. Se dirigió al sofá de Jack y se dejó caer en él.
Jack ofreció las mismas bebidas a Spit, que se decidió por una cerveza.
Tras servir las bebidas, Jack se sentó en la butaca que había frente al sofá. Spit prefirió quedarse apoyado en el escritorio.
—Quiero saber qué está pasando —dijo Warren.
—Yo también —contestó Jack.
—No me vengas con historias —dijo Warren—. Porque no has sido sincero conmigo.
—¿Qué quieres decir con eso? —inquirió Jack.
—El sábado me preguntaste si sabía algo de los Black Kings —le recordó Warren—. Dijiste que era simple curiosidad. Y ahora, esta noche uno de esos monstruos intenta mandarte al otro barrio. Te voy a decir lo que sé de todos esos desgraciados. Se dedican al tráfico de drogas. ¿Entiendes? Lo que quiero que sepas es que si estás metido en líos de drogas no te quiero en este vecindario. Así de sencillo.
Jack soltó una risita de incredulidad.
—¿Es eso lo que te preocupa? —preguntó—. ¿Crees que trafico con drogas?
—Mira, Doc —repuso Warren—. Eres un tipo raro. Nunca he entendido por qué vives aquí, pero mientras no perjudiques el vecindario no hay problema. Si estás aquí por asuntos de drogas, tendrás que replantearte tu situación.
Jack se aclaró la garganta y luego admitió ante Warren que no había sido sincero con él cuando le preguntó si sabía algo sobre los Black Kings. Le dijo que los Black Kings le habían dado una paliza, pero que había sido por un asunto relacionado con su trabajo que ni siquiera él entendía del todo.
—¿Seguro que no traficas? —volvió a preguntar Warren, y miró a Jack de reojo—. Porque si ahora no me estás diciendo la verdad, te juro que te arrepentirás.
—Te estoy diciendo la verdad —le aseguró Jack.
—Bueno, entonces eres un tipo con suerte —advirtió Warren—. Si David y Spit no hubieran reconocido a ese tipo que vino a pasearse por el barrio en su Camaro, ahora mismo ya serías historia. Spit dice que estuvo a punto de dejarte tieso.
—Estoy muy agradecido —dijo Jack mirando a Spit.
—No ha sido nada, hombre —replicó Spit—. Ese desgraciado estaba tan preocupado por pillarte que no se le ocurrió mirar atrás ni una sola vez. Le íbamos siguiendo casi desde que torció por la Ciento seis.
Jack se frotó la cabeza y suspiró. Empezaba a tranquilizarse.
—Vaya noche —dijo—. Pero todavía no ha terminado. Tenemos que ir a la policía.
—Y un cuerno —dijo Warren, nuevamente enojado—. Nadie va a ir a la policía.
—Pero si ha muerto una persona —protestó Jack—. Quizá dos o tres, contando a esos vagabundos.
—Si vas a la policía serán cuatro —le advirtió Warren—. Mira, Doc, no te metas en asuntos de bandas; esto se ha convertido en un asunto de bandas. Ese tal Reginald sabía perfectamente que no debía venir por aquí. Nosotros no podemos permitir que se crean que pueden venir a nuestro barrio como si nada y pegarle un tiro a un tipo, aunque sea sólo a ti. Después de eso, se cargarían a uno de nuestros hermanos. Olvídalo, Doc. De todas formas, a la policía le importa un rábano. Les encanta que nos matemos entre nosotros. Lo único que conseguirás será crearte problemas y creárnoslos a nosotros, y si vas a la policía, ya no serás amigo nuestro.
—Pero abandonar la escena de un crimen es un… —empezó Jack.
—Sí, lo sé —lo interrumpió Warren—. Es un delito. Ya ves. ¿Y qué? Y déjame decirte otra cosa. Tú todavía tienes un problema. Si los Black Kings quieren verte muerto, será mejor que seas amigo nuestro, porque nosotros somos los únicos que podemos protegerte. La policía no puede protegerte, créeme.
Jack iba a decir algo, pero cambió de idea. Por lo poco que sabía sobre cómo funcionaban las bandas de Nueva York, entendía que Warren tenía razón. Si los Black Kings querían verlo muerto, y al parecer así era, y con más motivo ahora que Reginald había muerto, no había forma de que la policía lo impidiera, a no ser que le pusieran vigilantes camuflados las veinticuatro horas del día.
—Alguien tendrá que vigilar de cerca al doctor los próximos días —dijo Warren mirando a Spit.
—De acuerdo. —Spit asintió con la cabeza.
Warren se levantó y estiró los miembros.
—Lo que más me cabrea es que esta noche había reunido el mejor equipo que he tenido desde hace varias semanas y este asunto me lo ha desmontado.
—Lo siento —se disculpó Jack—. La próxima vez que juegue contra ti te dejaré ganar.
Warren se rió.
—Desde luego, hay algo que no puede negarse: tienes labia.
Warren hizo una seña a Spit para indicar que se marchaban.
—Ya nos veremos, Doc —dijo Warren desde la puerta—. Y no hagas ninguna tontería. ¿Piensas ir a correr mañana por la noche?
—Puede que sí —respondió Jack. No sabía qué iba a hacer en los cinco minutos próximos, y mucho menos lo que haría la noche siguiente.
Warren y Spit lo saludaron con la mano y se marcharon. La puerta se cerró detrás de ellos.
Jack permaneció unos minutos sentado en la butaca. Estaba conmocionado. Luego se levantó y entró en el cuarto de baño. Cuando se vio en el espejo se llevó un susto. Mientras Spit y él estuvieron esperando que llegara David con el coche, varias personas habían mirado a Jack y ninguna se había mostrado sorprendida. Jack se preguntaba cómo era posible que no se hubieran parado en la calle con la boca abierta: tenía la cara y el chándal salpicados de sangre, seguramente del vagabundo. También tenía unos arañazos paralelos desde la frente hasta la nariz, que le había hecho el vagabundo con las uñas. Las mejillas estaban llenas de marcas y rasguños producidos por los matorrales. Parecía que acabara de regresar de la guerra.
Jack entró en la bañera y se dio una ducha. La mente le funcionaba con una lentitud asombrosa. No recordaba haber estado jamás tan confundido, salvo después de la muerte de su familia. Pero aquello era diferente. Entonces estaba deprimido, y ahora sencillamente aturdido.
Jack salió de la ducha y se secó. Dudaba acerca de si debía llamar a la policía o no. Fue hacia el teléfono, indeciso, y entonces advirtió que la luz del contestador automático estaba parpadeando: tenía un mensaje. Apretó el botón y oyó el inquietante mensaje de Beth Holderness. Llamó a Beth inmediatamente y dejó que el teléfono sonara diez veces antes de desistir. ¿Qué podía haber averiguado? Se sentía culpable de que la hubieran despedido. Estaba seguro de que había sido por su culpa.
Jack cogió una cerveza y se la llevó al salón. Se sentó en el alfeizar de la ventana, desde donde veía una parte de la calle Ciento seis, con el tráfico de siempre y un desfile de transeúntes. Miraba sin ver mientras cavilaba sobre el dilema de llamar o no llamar a la policía.
Pasaban las horas y Jack se dio cuenta de que, al no tomar una decisión, estaba, de hecho, tomando una. Al no llamar a la policía le estaba dando la razón a Warren. Se había convertido en un delincuente.
Jack volvió al teléfono y marcó el número de Beth por enésima vez. Ya era más de medianoche. El teléfono sonó interminablemente, y Jack empezó a preocuparse. Quería creer que Beth había ido a casa de alguna amiga en busca de consuelo tras haber perdido su empleo. Sin embargo, no poder hablar con ella lo inquietaba tanto como todo lo demás.