Lunes 25 de marzo de 1996, 03:15 PM
—Pues ya lo sabéis —dijo Terese mirando al nutrido grupo de creativos reclutados para la campaña del National Health.
Debido a la urgencia de la situación, Colleen y ella habían retirado a unos cuantos creativos clave de otros proyectos. Necesitaban la máxima ayuda para concentrarse en la nueva campaña.
El grupo estaba apretujado en el despacho de Colleen. Como no había espacio para sentarse, se encontraban de pie, apretados como sardinas, cara a cara. Terese había planteado la idea de la puntualidad en la asistencia tras haberla desarrollado superficialmente con Colleen a partir de la sugerencia inicial de Jack.
—¿Alguna pregunta? —dijo Terese.
—¿Sólo tenemos dos días para hacerla? —preguntó Alice.
—Me temo que sí —respondió Terese—. Puede que consiga un día más, pero no podemos contar con ello. Tenemos que ir a por todas.
Hubo un murmullo de incredulidad.
—Ya sé que estoy pidiendo mucho —reconoció Terese—. Pero como ya os he contado, el departamento de cuentas nos ha boicoteado. Hemos podido confirmar que esperan presentar un anuncio tipo «cabezas parlantes» con una de las estrellas de la serie de televisión Urgencias. Cuentan con que nos autodestruiremos con la antigua campaña.
—La verdad es que la idea de la puntualidad me parece mejor que la de la higiene —comentó Alice—. La cuestión de la higiene se estaba poniendo demasiado técnica con todo eso de la asepsia. Creo que la gente entenderá mucho mejor lo de la puntualidad.
—Y además da mucho más pie al humor —comentó una voz.
—A mí también me gusta —dijo otra voz—. Odio que el ginecólogo me haga esperar. Cuando me hace pasar estoy más tensa que una cuerda de banjo.
Hubo una carcajada general que alivió la tensión acumulada en el grupo.
—Así me gusta —los animó Terese—. Y ahora todo el mundo a trabajar. Demostremos de qué somos capaces cuando nos ponen entre la espada y la pared.
Los creativos empezaron a salir del despacho, ansiosos por sentarse ante sus mesas de dibujo.
—¡Un momento! —exclamó Terese para hacerse oír entre los murmullos—. Quiero deciros otra cosa. Esto tiene que quedar entre nosotros. No se lo contéis ni siquiera a los otros creativos, a menos que sea absolutamente imprescindible. No quiero que el departamento de cuentas tenga la menor sospecha de lo que estamos tramando. ¿De acuerdo?
Se oyó un murmullo de aceptación.
—¡Muy bien! —dijo Terese—. ¡A trabajar!
La habitación se vació como si se hubiera declarado un incendio. Terese se desplomó en la silla de Colleen, agotada por el intenso esfuerzo emocional de la jornada. Aquella mañana, como solía ocurrirle desde que se dedicaba a la publicidad, había empezado muy animada; luego se había venido abajo y ahora se encontraba en un punto intermedio.
—Están entusiasmados —observó Colleen—. Has hecho una presentación fabulosa. Es una lástima que no estuviera presente nadie del National Health.
—Al menos la idea de la campaña es buena —aceptó Terese—. La cuestión es si podrán crear con ella una presentación de verdad.
—Puedes estar segura de que lo harán lo mejor que saben —dijo Colleen—. Los has sabido motivar muy bien.
—Eso espero —dijo Terese—. No puedo dejarle el campo abierto a Barker con su porquería de las cabezas parlantes. Eso sería como dejar que la publicidad retrocediera a la prehistoria. Si al cliente le gustara la idea y tuviéramos que hacer el anuncio, sería una vergüenza para la agencia.
—Dios no lo quiera —dijo Colleen.
—Si eso llegara a pasar, acabaríamos en la calle vendiendo lápices —dijo Terese.
—Bueno, no nos pongamos pesimistas —sugirió Colleen.
—Oh, qué día he tenido —se quejó Terese—. Y para colmo, tengo que preocuparme por Jack.
—¿Cómo es eso? —preguntó Colleen.
—Cuando nos vimos y me sugirió la idea de las esperas, me dijo que pensaba volver al Hospital General.
—¿En serio? ¿No es el hospital al que los matones aquellos le aconsejaron que no volviera?
—Exacto —afirmó Terese—. Pero Jack es un tauro de pies a cabeza. Es condenadamente tozudo y arriesgado. No debería volver. En el Instituto Forense hay empleados cuyo trabajo es visitar hospitales. No sé, tiene que ser algo relacionado con su masculinidad; no puede evitar hacerse el héroe. No lo entiendo.
—¿No estará empezando a gustarte? —preguntó Colleen con cautela, consciente de que aquél era un tema delicado.
Colleen conocía lo suficiente a su jefa para saber que esquivaba las relaciones sentimentales, aunque ignoraba cuál era el motivo.
—Me gusta y me disgusta al mismo tiempo. —Terese suspiró y añadió—: El otro día estuvimos hablando de cuestiones bastante íntimas. Creo que a los dos nos hizo bien hablar con alguien que demostraba interés.
—Eso suena bien —apuntó Colleen.
Terese se encogió de hombros, y luego sonrió.
—Los dos arrastramos un considerable bagaje emocional. Pero basta ya de hablar de mí. ¿Cómo te va a ti con Chet?
—Fenomenal —contestó Colleen—. Creo que hasta podría enamorarme de él.
Jack se sentía como si estuviera viendo la misma película por tercera vez. Se encontraba una vez más en el despacho de Bingham aguantando una prolongada diatriba sobre cómo a su jefe lo habían llamado todos los altos funcionarios de la ciudad para quejarse amargamente de Jack Stapleton.
—Y bien, ¿qué tiene que decir usted en su defensa? —preguntó Bingham, con las energías agotadas tras aquel violento discurso. Se había quedado literalmente sin aliento.
—No sé qué decir —admitió Jack—. Pero si es para defenderme, puedo decir que no he ido al hospital con intención de irritar a nadie. Sólo buscaba información. Hay muchos aspectos de esta serie de brotes que todavía no logro explicarme.
—Es usted una verdadera paradoja —observó Bingham, notablemente calmado—. Al tiempo que se comporta como un pelmazo, hace unos diagnósticos encomiables. Me quedé realmente impresionado cuando Calvin me contó lo de la tularemia y la fiebre de las Montañas Rocosas. Es como si dentro de usted hubiera dos personas diferentes. ¿Qué puedo hacer?
—¿Despedir al que resulta molesto y quedarse con el otro? —sugirió Jack.
Bingham soltó una risita ahogada, pero cualquier signo de diversión se esfumó rápidamente.
—Desde mi punto de vista —refunfuñó—, el problema principal es que es usted condenadamente contumaz. Ha desobedecido deliberadamente mis órdenes de mantenerse alejado del Hospital General, y no una vez, sino dos.
—Me declaro culpable —dijo Jack levantando las manos como si se rindiera.
—¿Se trata de una venganza personal contra AmeriCare? —preguntó Bingham.
—No —contestó Jack—. Al principio ése era un factor secundario, pero mi interés por el asunto ha ido mucho más allá. El otro día le dije que creía que estaba pasando algo extraño, y ahora estoy más convencido de ello. En el hospital siguen comportándose a la defensiva.
—¿A la defensiva? —preguntó Bingham con voz quejumbrosa—. Según me han contado, usted acusó al director del laboratorio de haber extendido esas enfermedades.
—Eso es una tergiversación —replicó Jack, y procedió a explicar a Bingham que sólo lo había insinuado recordando al director del laboratorio su malestar por el recorte del presupuesto que AmeriCare le había impuesto.
—El hombre se comportó como un imbécil —añadió Jack—. Yo quería conocer su opinión sobre la posible propagación intencionada de esas enfermedades, pero él ni siquiera me dejó hablar y yo me puse furioso. Supongo que no debí decir lo que dije, pero a veces no puedo contenerme.
—¿Y usted está convencido de esa idea? —preguntó Bingham.
—No sé si estoy convencido —reconoció Jack—. Pero es difícil atribuirlas a una mera casualidad. Y para colmo, en el Hospital General todo el mundo tiene una actitud muy sospechosa, empezando por el propio administrador.
Jack pensó en contar a Bingham el episodio de la paliza y las amenazas que había recibido, pero decidió no hacerlo por temor a quedar definitivamente inmovilizado.
—Cuando me llamó la comisaria Markham, le pedí que le dijera al jefe de epidemiología, el doctor Abelard, que se pusiera en contacto conmigo —explicó Bingham—. Cuando el doctor Abelard me telefoneó, le pregunté qué opinaba él de esta idea de la propagación deliberada. ¿Quiere saber qué me contestó?
—Estoy impaciente.
—Dijo que salvo el caso de peste, que todavía no ha logrado explicar, pero sobre el que sigue trabajando con el Centro de Control de Enfermedades, cree que todos los demás tienen una explicación completamente razonable. La señora Hard había tenido contacto con conejos de campo, y el señor Lagenthorpe había estado unos días en el desierto de Texas. En cuanto al meningococo, estamos en temporada.
—Creo que las secuencias cronológicas no son correctas —replicó Jack—. Y los procesos clínicos tampoco encajan con…
—Un momento —lo interrumpió Bingham—. Permítame que le recuerde que el doctor Abelard es epidemiólogo. Además de doctor en medicina es doctor en filosofía. Su trabajo consiste en el porqué y el dónde de las enfermedades.
—No pongo en duda sus credenciales —repuso Jack—, sólo sus conclusiones. Me cayó mal desde el principio.
—Desde luego es usted testarudo —dijo Bingham.
—Puede que en mis visitas anteriores al Hospital General haya sido un poco impertinente —admitió Jack—, pero esta vez lo único que hice fue hablar con la supervisora del almacén de suministros y con una de las técnicas del laboratorio de microbiología.
—Según las llamadas que he recibido, puso usted trabas, deliberadamente, a sus esfuerzos por controlar el brote de meningococo —puntualizó Bingham.
—Pongo a Dios por testigo —anunció Jack alzando una mano—. Mi único delito ha sido hablar con la señorita Zarelli y la señorita Holderness, que casualmente son dos personas muy agradables y dispuestas a cooperar.
—Desde luego, tiene el don de coger a la gente a contrapelo —dijo Bingham—. Supongo que ya lo sabe.
—Afortunadamente, al parecer sólo tengo ese efecto sobre aquellos a los que intento provocar —dijo Jack.
—Tengo la impresión de que me cuento entre ellos —repuso Bingham secamente.
—Al contrario —lo corrigió Jack—. A usted lo irrito inintencionadamente, se lo aseguro.
—No estoy seguro —dijo Bingham.
—Hablando con la señorita Holderness descubrí un dato interesante —reveló Jack—. Me enteré de que prácticamente cualquiera puede encargar bacterias patógenas haciendo una simple llamada telefónica. La empresa no lleva a cabo ninguna comprobación.
—¿No se necesita licencia ni permiso? —preguntó Bingham.
—Parece que no.
—Nunca lo había pensado.
—Yo tampoco —admitió Jack—. Pero la idea es interesante.
—Desde luego —reconoció Bingham, y se quedó unos instantes reflexionando mientras paseaba su mirada cansada por la habitación. Pero se despejó rápidamente.
—Creo que ha conseguido desviar la conversación —dijo recobrando su actitud brusca—. El tema que nos ocupa es qué debo hacer con usted.
—Siempre puede enviarme de vacaciones al Caribe —sugirió Jack—. Por allí se está muy bien en esta época del año.
—Estoy harto de su humor impertinente —lo reprendió Bingham—. Estoy intentando hablar en serio con usted.
—Intentaré controlarme un poco —dijo Jack—. Mi problema es que en los últimos años el cinismo ha evolucionado hacia el sarcasmo.
—No voy a despedirle —anunció Bingham—. Pero tengo que volver a advertirle que ha estado muy cerca. De hecho, cuando concluyó mi conversación con el alcalde, estaba decidido a despedirle. De momento he cambiado de opinión. Pero hay una cosa que tiene que quedar clara definitivamente: no se le ocurra volver a poner los pies en el Hospital General. ¿Me he explicado bien?
—Sí, creo que finalmente lo voy entendiendo —contestó Jack.
—Si necesita más información, envíe a algún investigador forense —ordenó Bingham—. Para algo están aquí, por amor de Dios.
—Intentaré recordarlo —prometió Jack.
—Muy bien, ya puede marcharse —dijo Bingham haciendo un ademán.
Jack se levantó, aliviado, y salió del despacho de Bingham. Se dirigió directamente a su despacho y cuando llegó encontró a Chet hablando con George Fontworth. Jack pasó entre ambos y colgó su chaqueta en el respaldo de la silla.
—¿Y bien? —preguntó Chet.
—¿Y bien qué? —repitió Jack.
—La pregunta de todos los días. ¿Todavía trabajas aquí?
—Muy gracioso —dijo Jack, y se quedó mirando, asombrado, la montaña de cuatro grandes sobres de manila que había en el centro de su mesa. Cogió uno de los sobres, de unos cinco centímetros de grosor. No había ninguna inscripción en el exterior. Abrió la pestaña y extrajo el contenido. Era una copia del expediente hospitalario de Susanne Hard.
—¿Has visto a Bingham? —preguntó Chet.
—Vengo de su despacho —repuso Jack—. Ha estado encantador. Quería comentar conmigo mis diagnósticos de tularemia y de fiebre de las Montañas Rocosas.
—¡Anda ya! —exclamó Chet.
—En serio —dijo Jack chasqueando la lengua—. Hombre, también me ha echado una bronca por haber ido al Hospital General, claro. —Mientras hablaba, Jack extrajo el contenido de todos los sobres de manila. Ahora tenía copias de las historias hospitalarias de los casos iniciales de cada brote infeccioso.
—¿Y ha valido la pena tu visita? —preguntó Chet.
—¿Qué si ha valido la pena? —preguntó Jack.
—¿Te has enterado de algo que justificara un nuevo alboroto? Nos han dicho que has vuelto a hacer enfadar a la dirección del hospital.
—Aquí no hay forma de guardar un secreto —comentó Jack—. Pero sí, me he enterado de algo que no sabía.
Jack explicó a Chet y a George lo fácil que era encargar bacterias patógenas.
—Ya lo sabía —comentó George—. Cuando estudiaba en la facultad trabajaba en un laboratorio de microbiología durante los veranos. Recuerdo que el director encargó un cultivo de cólera, y cuando nos lo enviaron yo lo recogí y lo tuve en mis manos. Fue muy emocionante.
—¿Emocionante? —repitió Jack mirando a George—. Eres más raro de lo que creía.
—En serio —dijo George—. Otras personas tuvieron la misma reacción. Sabiendo cuánto sufrimiento, dolor y muertes habían causado y todavía podían causar aquellos bichos, verlos allí daba miedo y al mismo tiempo te estimulaba. Al tenerlos en mis manos me estremecí.
—Me parece que nos emocionamos con cosas diferentes —repuso Jack. Cogió las historias y las ordenó cronológicamente, de modo que Nodelman quedó en primer lugar.
—Espero que el mero hecho de que las bacterias patógenas se consigan fácilmente no fomente tus ideas paranoides —señaló Chet—, porque eso no demuestra tu teoría.
—Hummm —murmuró Jack, que ya había empezado a examinar las historias. Quería echarles un vistazo por si algo llamaba su atención. Luego volvería a repasarlas detalladamente. Buscaba algún indicio de que los casos estaban relacionados, que sugiriera que no eran producto del azar.
Al ver a Jack concentrado en su trabajo, Chet y George retomaron la conversación. Al cabo de un cuarto de hora George se levantó y se marchó. Inmediatamente Chet se levantó y cerró la puerta del despacho.
—Colleen me ha llamado hace un rato —dijo.
—Me alegro mucho por ti —repuso Jack, que seguía intentando concentrarse en las historias.
—Me ha contado lo ocurrido en la agencia —dijo Chet—. Creo que es una guarrada. No entiendo cómo parte de una misma empresa puede querer hundir a otra. No tiene sentido.
—Es la mentalidad de los empresarios. —Jack interrumpió la lectura y levantó la cabeza—. El afán de poder es una fuerte motivación.
—Colleen también me ha contado que le diste a Terese una idea fabulosa para hacer una nueva campaña —dijo Chet, sentándose.
—No me lo recuerdes —advirtió Jack, y empezó a leer de nuevo—. No quiero participar en ese asunto, de verdad. No sé por qué Terese me lo pidió. Conoce perfectamente mi opinión sobre la publicidad médica.
—Colleen también me ha dicho que Terese y tú os lleváis muy bien —añadió Chet.
—¿En serio?
—Dice que el otro día os sincerasteis. Creo que es estupendo, para los dos.
—¿Y te ha dado muchos detalles? —preguntó Jack.
—No me pareció que Colleen conociera los detalles.
—Menos mal —respondió Jack sin levantar la vista.
Como Jack contestó las siguientes preguntas con meros gruñidos, Chet comprendió que su compañero se había concentrado de nuevo en la lectura. Desistió de entablar una conversación normal y se puso a hacer su trabajo.
A las cinco y media Chet decidió que ya había trabajado bastante. Se levantó y se desperezó aparatosamente, con la esperanza de que Jack reaccionara. Pero Jack no reaccionó. De hecho, llevaba casi una hora sin moverse: sólo pasaba páginas y anotaba más datos.
Chet sacó su chaqueta del cajón superior de su archivador y se aclaró la garganta varias veces, pero Jack seguía sin responder. Finalmente Chet recurrió al diálogo.
—Oye, amigo —dijo, ¿hasta cuándo piensas quedarte leyendo eso?
—Hasta que termine —contestó Jack sin levantar la cabeza.
—He quedado a las seis con Colleen para comer algo —dijo Chet—. ¿Quieres venir? Quizá también venga Terese. Creo que piensan trabajar durante toda la noche.
—Yo me quedo aquí —anunció Jack—. Que os lo paséis muy bien. Salúdalas de mi parte.
Chet se encogió de hombros, se puso la chaqueta y se marchó.
Jack había leído dos veces todas las historias. De momento, el único dato en común entre los cuatro casos era que los síntomas de la enfermedad infecciosa habían aparecido poco después de ingresar en el hospital con otras molestias. Pero, como había señalado Laurie, sólo Nodelman era estrictamente un caso de infección hospitalaria. En los otros tres casos los síntomas habían aparecido dentro de las cuarenta y ocho horas posteriores al ingreso.
Aparte de eso, existía otra similitud que Jack ya había considerado: los cuatro pacientes habían sido hospitalizados varias veces, lo que representaba una carga económica importante para el sistema. Y no se le ocurría nada más.
Las edades de los pacientes estaban comprendidas entre los veintiocho y los sesenta y tres años. Dos habían estado en el departamento de medicina interna, uno en el de obstetricia y ginecología y otro en ortopedia. No había ningún medicamento común a todos los pacientes. Dos tenían colocadas vías intravenosas. Socialmente se hallaban entre la clase baja y la clase media-alta, y no había el menor indicio de que alguno de ellos conociera a los otros. Había una mujer y tres hombres. Hasta sus grupos sanguíneos eran diferentes.
Jack dejó el bolígrafo sobre la mesa y se recostó en el respaldo de la silla para contemplar el techo. No sabía qué esperaba encontrar en aquellas historias, pero por el momento no había descubierto nada.
—Hola —dijo una tímida voz. Jack se giró y vio a Laurie de pie en el umbral—. Veo que has logrado salir sano y salvo de tu última incursión en el Hospital General.
—No pensé que corría peligro hasta que regresé aquí —repuso Jack.
—Ya sé qué quieres decir —dijo Laurie—. Corre el rumor de que Bingham estaba fuera de sus casillas.
—No estaba contento, es verdad, pero pudimos arreglarlo.
—¿Te preocupa la amenaza de los matones que te golpearon? —preguntó Laurie.
—Supongo que sí —admitió Jack—. No he tenido mucho tiempo para pensar en eso. Estoy seguro de que cuando vuelva a mi apartamento será diferente.
—Si quieres puedes venir al mío —propuso Laurie—. En el salón tengo un modesto sofá que se convierte en una cama decente.
—Te agradezco mucho el ofrecimiento —dijo Jack—, pero tarde o temprano tendré que ir a mi casa. Iré con cuidado.
—¿Has averiguado algo que explique los contagios en el almacén de suministros?
—Ojalá —exclamó Jack—. No sólo no he averiguado nada, sino que me he enterado de que varias personas, entre ellas el epidemiólogo de la Junta Municipal de Salud y la directora del servicio de control de infecciones del hospital han estado allí buscando pistas. Creía, equivocadamente, que era una idea original.
—¿Todavía piensas en la teoría de la conspiración? —preguntó Laurie.
—En cierto modo —admitió Jack—. Desgraciadamente, al parecer nadie comparte mi punto de vista.
Laurie le deseó buena suerte, que Jack agradeció, y se marchó, pero regresó al cabo de un minuto.
—Pensaba comer algo de camino a casa —dijo Laurie—. ¿Quieres venir?
—Gracias, pero he empezado con estas historias y quiero terminarlas ahora que tengo el material fresco en la mente.
—Claro, te entiendo. Buenas noches.
—Buenas noches, Laurie —saludó Jack.
Jack abrió por tercera vez la historia de Nodelman y en ese preciso instante sonó el teléfono. Era Terese.
—Colleen está a punto de salir para reunirse con Chet —dijo—. ¿Por qué no vamos todos y cenamos algo?
Jack estaba asombrado. Llevaba cinco años evitando las relaciones sociales de todo tipo. Ahora, de pronto, dos mujeres inteligentes y atractivas le pedían que fuera a cenar con ellas en la misma noche.
—Te agradezco el ofrecimiento —dijo Jack, y repitió a Terese la misma explicación que había dado a Laurie sobre las historias médicas.
—No pierdo la esperanza de que abandones esa cruzada —dijo Terese—. No parece que valga la pena que corras tantos riesgos. Ya te han dado una paliza y te han amenazado con despedirte.
—Si consigo demostrar que detrás de este asunto hay alguien, desde luego habrá valido la pena correr el riesgo —replicó Jack—. Lo que temo es que pueda producirse una verdadera epidemia.
—Me parece que Chet opina que tu actitud es ridícula —insistió Terese.
—Tiene derecho a opinar así —dijo Jack.
—Cuando te vayas a casa ten cuidado, por favor.
—Lo tendré —dijo Jack.
Empezaba a hartarse de que todo el mundo fuera tan solícito con él. El peligro de volver a casa aquella noche él ya se lo había planteado a primera hora de la mañana.
—Nos quedaremos trabajando prácticamente toda la noche —agregó Terese—. Si me necesitas para algo, llámame al despacho.
—Muy bien —se despidió Jack—. Buena suerte.
—Buena suerte —dijo Terese—. Y gracias por tu idea sobre las esperas. De momento le encanta a todo el mundo. Te lo agradezco mucho. ¡Adiós!
En cuanto colgó el auricular Jack volvió a concentrarse en la historia de Nodelman. Pretendía repasar la gran cantidad de notas de las enfermeras, pero tras leer el mismo párrafo una y otra vez durante cinco minutos comprendió que no podía concentrarse porque su mente seguía dando vueltas a la ironía de que Laurie y Terese le hubieran pedido que fuera a cenar con ellas la misma noche. Se puso a pensar en las dos mujeres y de nuevo empezó a cotejar las semejanzas y las diferencias de su personalidad, y entonces inmediatamente recordó a Beth Holderness. Y en cuanto pensó en Beth, empezó a reflexionar sobre la facilidad con que podían obtenerse bacterias.
Jack cerró la historia de Nodelman y se puso a tamborilear con los dedos en la mesa. Empezó a hacerse preguntas. Si alguien había conseguido un cultivo de una bacteria patógena a través del Instituto Nacional de Biología y luego la había propagado intencionadamente contagiando a unos pacientes, ¿podría confirmar este Instituto que se trataba de una de sus bacterias?
Aquella idea lo intrigaba. Pensó que con los avances de la tecnología del ADN era científicamente posible que el Instituto Nacional de Biología marcara sus cultivos, y era muy razonable que lo hiciera por motivos tanto de responsabilidad como de protección económica. Ahora se trataba de averiguar si las marcaban o no.
Jack buscó el número de teléfono y en cuanto lo encontró llamó por segunda vez a la organización.
Aquella misma tarde, al llamar por primera vez, Jack había marcado el número dos para comunicar con el departamento de ventas, y esta vez marcó el número tres, mediante el que accedía a información. Se vio obligado a escuchar durante unos minutos la música de una emisora de rock, y luego oyó una voz masculina y juvenil que se identificó como Igor Krasnyansky y le preguntó en qué podía ayudarle.
En esta ocasión Jack se presentó debidamente y preguntó si podía formular una pregunta teórica.
—Por supuesto —contestó Igor con un ligero acento eslavo—. Intentaré contestarla.
—Imagínese que tengo un cultivo bacteriológico —dijo Jack—. ¿Hay alguna forma de determinar si procede de su empresa, aunque ya se haya sometido a varios pasajes in vivo?
—Su pregunta es más fácil de lo que esperaba —contestó Igor—. Nosotros marcamos todos nuestros cultivos. De modo que sí, es posible determinar si procede del Instituto Nacional de Biología.
—¿Cuál es el proceso de identificación? —preguntó Jack.
—Tenemos una sonda de ADN marcada con fluoresceína —explicó Igor. Es muy sencilla.
—Para hacer dicha identificación, ¿tendría que enviarles la muestra a ustedes? —preguntó Jack.
—Sí, o, si lo prefiere, nosotros podríamos enviarle la sonda —repuso Igor.
Jack estaba feliz. Dio su dirección al joven y pidió que le enviaran la sonda por mensajero urgente, indicando que lo necesitaba cuanto antes.
Colgó el auricular, satisfecho consigo mismo. Creía que había dado con algo que quizás apoyara sólidamente su teoría de la propagación intencionada, si alguna de las bacterias de los pacientes daba resultado positivo.
Jack recogió las historias y decidió dejarlas, de momento. Al fin y al cabo, si se demostraba lo contrario y ninguna de las bacterias procedía del Instituto Nacional de Biología, quizá tendría que plantearse nuevamente todo el asunto.
Jack retiró la silla y se levantó. Ya había trabajado bastante. Se puso la chaqueta y se dispuso a marcharse a casa. De pronto sintió una urgente necesidad de practicar ejercicio físico.