Lunes 25 de marzo de 1996, 02:30 PM
Jack echó a andar a paso ligero hacia el Hospital General. Tras la conversación con Terese necesitaba un poco de aire fresco. Aquella mujer tenía un don especial para alterarlo. No sólo era desconcertante emocionalmente, sino que además tenía razón con lo de los Black Kings. Aunque Jack evitara pensar en ello, lo cierto era que al hacer caso omiso de sus amenazas estaba corriendo un riesgo impredecible. Se preguntaba a quién había molestado tanto para enviar una banda amenazándolo y si aquella amenaza confirmaba sus sospechas. Desgraciadamente no había forma de saberlo. Tendría que ir con cuidado, tal como había dicho a Terese. El problema de esa frívola respuesta, sin embargo, era que Jack no tenía idea de con quién tenía que ir con cuidado. Suponía que con Kelley, Zimmerman, Cheveau o Abelard, pues eran las personas a las que había molestado. La clave consistía en evitarlos por completo.
Al girar en la última esquina Jack comprendió inmediatamente que pasaba algo anormal en el hospital. Había varias vallas de madera de la policía en la acera, y dos policías uniformados de Nueva York apostados a cada lado de la puerta principal. Jack se paró y se quedó un momento mirándolos, pues los agentes parecían más interesados en hablar entre ellos que en cualquier otra cosa.
Sin comprender cuál era la misión de los agentes, Jack se acercó a ellos y les preguntó al respecto.
—Se suponía que debíamos disuadir a la gente de entrar en el hospital —explicó uno de los agentes—. Dentro había una especie de epidemia, pero creen que ya está controlada.
—En realidad estamos aquí para prevenir aglomeraciones —admitió el otro agente—. Hace unas horas pensaban que tendrían que poner las instalaciones en cuarentena y temían que hubiera problemas, pero la situación ya se ha normalizado.
—De eso podemos estar todos contentos —dijo Jack, y se dirigió hacia la puerta, pero uno de los agentes lo retuvo.
—¿Está seguro de que quiere entrar? —le preguntó.
—Me temo que sí —contestó Jack.
El agente se encogió de hombros y dejó pasar a Jack.
En cuanto traspasó la puerta Jack se topó con un agente de seguridad del hospital uniformado que llevaba una mascarilla quirúrgica.
—Lo siento —dijo el agente—. Hoy no se admiten visitas.
Jack sacó su placa de médico forense.
—Perdone, doctor —rectificó el agente haciéndose a un lado.
Aunque fuera reinaba la calma, dentro del hospital se respiraba una atmósfera de nerviosismo. El vestíbulo estaba abarrotado de personas que iban y venían llevando una mascarilla, lo que daba un aire surrealista a la escena.
Con la repentina interrupción de los casos de meningococo hacía ya unas doce horas, Jack estaba convencido de que la mascarilla no era necesaria. Sin embargo, también él quería ponerse una, no tanto para protegerse como para pasar inadvertido, por lo que le preguntó al agente de seguridad si podía conseguirle una. El agente lo acompañó a un mostrador de información vacío, donde Jack encontró varias cajas de mascarillas. Cogió una y se la colocó.
A continuación buscó el guardarropa de los médicos.
Esperó a que saliera un médico del hospital y entró, se quitó la cazadora de aviador, se puso una bata blanca larga de la talla adecuada y volvió al vestíbulo.
El objetivo de Jack era el almacén de suministros. Intuía que si algo podía averiguar en aquella visita, tendría que ser allí. Al bajarse del ascensor en la tercera planta, le sorprendió el escaso movimiento de pacientes en comparación con su visita del jueves anterior. Echó un vistazo por la ventanilla de vidrio de las puertas del departamento de consultas externas y comprendió a qué se debía. Al parecer las consultas externas estaban temporalmente cerradas. Jack, que tenía nociones de economía hospitalaria, dedujo que AmeriCare debía de estar padeciendo una crisis financiera.
Empujó las puertas de batiente y entró en el almacén central. También allí la actividad había disminuido notablemente en relación con el día de su primera visita. Sólo divisó a dos mujeres a lo lejos, al fondo de uno de los largos pasillos llenos de estanterías. Igual que todas las personas que había visto hasta entonces, llevaban mascarilla. Era evidente que el hospital se estaba tomando muy en serio aquel último brote infeccioso.
Jack evitó el pasillo donde estaban las mujeres y se dirigió al despacho de Gladys Zarelli. En su primera visita había mostrado una buena disposición y, además, era la supervisora del departamento. A Jack no se le ocurría nadie mejor con quien hablar.
Mientras caminaba por el departamento, Jack examinó la infinidad de objetos que había guardados en las estanterías.
Al ver aquella profusión de material, Jack se preguntó si el almacén de suministros habría enviado algo específico a los casos iniciales de los brotes. Era una idea interesante, reflexionó Jack, pero no se imaginaba qué importancia podía tener. Además, estaba la cuestión de cómo las empleadas de suministros podían haber estado en contacto con el paciente y la bacteria infecciosa, pues le habían asegurado que los empleados raras veces, por no decir nunca, veían a los pacientes.
Jack encontró a Gladys en su despacho. Estaba hablando por teléfono, pero al verlo en la puerta le hizo señas para que entrara. Jack se sentó en una silla, frente a la estrecha mesa de Gladys. El despacho era pequeño, y Jack no pudo evitar oír la conversación de Gladys. Como había imaginado, estaba muy ocupada contratando nuevos empleados.
—Perdone que le haya hecho esperar —dijo la supervisora después de colgar el auricular. A pesar de todos los problemas que tenía, se mostraba tan amable como la última vez que Jack había hablado con ella—. Es que necesito ayuda, desesperadamente.
Jack volvió a presentarse, pero Gladys le dijo que a pesar de la mascarilla lo había reconocido. «Pues vaya con el disfraz», pensó Jack, decepcionado.
—Lamento mucho lo que ha pasado —dijo Jack—. Debe de haber sido muy difícil para usted, por varias razones.
—Ha sido espantoso —admitió ella—. Espantoso. ¿Quién podía imaginarse una cosa así? ¡Cuatro personas excelentes!
—Es increíble —coincidió Jack—, y desde luego, bastante raro. Como me dijo la última vez que estuve aquí, hasta ahora ningún miembro de este departamento había contraído una enfermedad en el hospital.
—¿Qué le vamos a hacer? —Gladys levantó ambas manos con las palmas hacia arriba—. Es la voluntad de Dios.
—Puede que sea voluntad de Dios —aceptó Jack—, pero en general todo contagio tiene una explicación. ¿No se le ha ocurrido pensar en eso?
Gladys asintió firmemente con la cabeza.
—No pienso en otra cosa, pero no tengo ni idea. Y aunque no quisiera pensar en ello, tendría que hacerlo, porque todo el mundo me pregunta lo mismo.
—¿Ah, sí? —dijo Jack, desengañado, pues creía que estaba explorando un territorio virgen.
—La doctora Zimmerman vino a verme el jueves, cuando usted se marchó —explicó Gladys—. Iba con un hombrecito que no paraba de estirar el cuello, como si le apretara el último botón de la camisa.
—Sería el doctor Clint Abelard —dijo Jack, comprobando que caminaba por terreno trillado.
—Sí, así se llamaba —confirmó Gladys—. Me hizo un montón de preguntas. Después volvieron los dos cada vez que se produjo un nuevo caso. Por eso ahora todos llevamos mascarilla. Hasta hicieron bajar al señor Eversharp, de mantenimiento, para ver si había algún problema con nuestro sistema de aire acondicionado, pero al parecer funciona correctamente.
—Así pues, todavía no han encontrado una explicación —dijo Jack.
—No —contestó Gladys—. A no ser que no me lo hayan comunicado. Pero lo dudo. Esto parece la estación central, cuando antes nadie se asomaba por aquí. Pero mire, algunos de esos doctores son un poco extraños.
—¿A qué se refiere?
—No sé, son raros. Como el doctor del laboratorio. Últimamente viene mucho por aquí.
—¿El doctor Cheveau? —preguntó Jack.
—Sí, creo que sí.
—¿En qué sentido le parece extraño?
—Es muy antipático —dijo Gladys. Bajó la voz, como si le estuviera revelando un secreto, y añadió—: Le pregunté un par de veces si podía ayudarlo en algo y casi me muerde. Dice que lo único que quiere es que lo dejen en paz. Pero mire, éste es mi departamento. Yo soy la responsable de todos estos artículos, y no me gusta que la gente se pasee por aquí, ni siquiera los médicos. Y así se lo dije a él.
—¿Quién más ha venido por aquí? —preguntó Jack.
—Unos cuantos jefazos —repuso Gladys—, incluido el señor Kelley. Hasta ahora lo veía sólo en la fiesta de Navidad, y en los dos últimos días ha bajado tres o cuatro veces, siempre acompañado de un grupo de gente y en una ocasión con el doctor bajito.
—¿El doctor Abelard? —preguntó Jack.
—Exacto —dijo Gladys—. Nunca me acuerdo de su nombre.
—Lamento preguntarle lo mismo que le pregunta todo el mundo —se disculpó Jack—, pero dígame, ¿realizaban las mujeres que han muerto tareas similares? Es decir, ¿compartían algún trabajo concreto?
—Ya se lo dije la otra vez —replicó Gladys—, aquí todos participamos en todo.
—¿Y ninguna de ellas subió a las habitaciones de los pacientes que murieron por las mismas enfermedades? —preguntó Jack.
—No, nada de eso. Fue lo primero que quiso saber la doctora Zimmerman.
—La última vez que estuve aquí usted imprimió una larga lista del material que había enviado a la séptima planta —dijo Jack—. ¿Podría hacer una lista igual de un paciente en concreto?
—Eso sería más difícil —señaló Gladys—. El pedido suele llegar de la planta, y luego es cada planta la que lleva el registro de cada paciente.
—¿Hay alguna forma de obtener esa lista? —preguntó Jack.
—Supongo que sí —repuso Gladys—. Cuando hacemos el inventario podemos comprobar los movimientos a través de facturación. Podría decir a los responsables de facturación que estoy haciendo esa comprobación, aunque oficialmente no estamos haciendo inventario.
—Se lo agradeceré mucho. —Jack sacó una tarjeta y se la entregó—. Puede llamarme por teléfono o enviarme la lista directamente, como usted prefiera.
Gladys cogió la tarjeta y la examinó.
—Haré todo lo que esté en mi mano para ayudar.
—Otra cosa —añadió Jack—. Yo también he tenido problemas con el doctor Cheveau y con algunas otras personas. Le agradecería que esta conversación quedara entre nosotros dos.
—¿Verdad que es raro? —inquirió Gladys—. Tranquilo, no se lo comentaré a nadie.
Jack se levantó de la silla, se despidió de la robusta supervisora de suministros y salió del departamento. No estaba de muy buen humor. Había empezado con elevadas expectativas, pero lo único destacable que había averiguado era algo que ya sabía: Martin Cheveau era una persona irascible.
Jack llamó el ascensor mientras reflexionaba sobre su próximo movimiento. Tenía dos opciones: marcharse y reducir el riesgo que corría o visitar el laboratorio con la máxima precaución. Finalmente se decidió por el laboratorio. No había olvidado el comentario de Chet sobre la dificultad de tener acceso a bacterias patógenas. Ello planteaba un interrogante para el que Jack necesitaba una respuesta.
Cuando se abrieron las puertas del ascensor Jack se dispuso a montar, pero entonces vaciló. En la primera fila del abarrotado ascensor estaba Charles Kelley. Jack lo reconoció al instante, a pesar de la mascarilla que llevaba puesta.
El primer impulso de Jack fue retroceder y dejar que las puertas del ascensor se cerraran de nuevo, pero con ese gesto sólo habría conseguido llamar aún más la atención; así pues, bajó la cabeza, entró en el ascensor e inmediatamente se giró, quedando de cara a la puerta, que en aquel momento se cerró. El administrador del hospital estaba de pie justo detrás de él, y Jack se quedó inmóvil esperando que Kelley le daría una palmada en el hombro.
Pero afortunadamente Kelley no lo había reconocido. El administrador iba hablando con un colega sobre el dinero que le estaba costando al hospital transportar a los pacientes de urgencias en ambulancia y a los pacientes ambulatorios en autobús hasta el hospital más próximo de la empresa. Evidentemente nervioso, Kelley comentó que aquella cuarentena parcial que ellos mismos se habían impuesto tendría que acabar pronto.
El compañero de Kelley le aseguró que estaban haciendo todo lo que podían, pues las autoridades municipales y estatales se hallaban allí evaluando la situación.
Al abrirse las puertas en la segunda planta, Jack salió, muy aliviado al ver que Kelley no se bajaba también. Una vez superado aquel arriesgado trance, Jack se preguntó si estaba haciendo lo correcto, pero tras un momento de indecisión decidió continuar y realizar una breve visita al laboratorio. Al fin y al cabo, ya había llegado.
A diferencia de lo que ocurría en el resto del hospital, el laboratorio trabajaba a pleno rendimiento. El vestíbulo estaba abarrotado de personal del hospital, todos provistos de mascarilla.
Jack no entendía qué hacían allí tantos empleados del hospital, pero agradeció la circunstancia, porque le resultó fácil mezclarse entre la multitud. Con su mascarilla y su bata blanca nadie reparaba en él. Como el despacho de Martin estaba muy cerca de la zona de recepción, Jack temía tropezarse con él, pero ahora tenía la impresión de que era prácticamente imposible que se encontraran.
En el otro extremo de la sala había una serie de cabinas utilizadas por los técnicos para extraer sangre u otro tipo de muestras de los pacientes ambulatorios, y era allí donde se concentraba la multitud. Jack se abrió paso hacia aquella zona y entonces comprendió lo que estaba pasando: estaban realizando cultivos de secreciones faríngeas al personal del hospital.
Jack estaba sorprendido. Era una reacción adecuada a la situación que vivía el hospital. Puesto que la mayoría de las epidemias de meningococo se producían a partir de un transmisor sano, siempre cabía la posibilidad de que éste fuera un empleado del hospital. Ya había ocurrido en otras ocasiones.
Jack echó un vistazo a la última cabina e inmediatamente retrocedió: había reconocido a Martin, a pesar de la mascarilla y el gorro quirúrgico que llevaba. Con la bata arremangada estaba haciendo el mismo trabajo que los restantes técnicos con las secreciones faríngeas. Junto a él, en una bandeja, los tapones ya utilizados se amontonaban formando una pirámide impresionante. Era evidente que en el laboratorio todos estaban colaborando.
Sintiéndose cada vez más seguro de sí, Jack se coló por la puerta y entró en el laboratorio sin que nadie se fijara en él.
El interior del laboratorio era un cuadro perfecto de soledad automatizada, que contrastaba intensamente con el jaleo de la recepción. Sólo se oía un amortiguado coro de clics mecánicos y leves pitidos. No había ningún técnico a la vista.
Jack se dirigió directamente a la sección de microbiología. Esperaba encontrarse con el jefe de técnicos, Richard, o con la simpática Beth Holderness, pero cuando llegó allí no vio a ninguno de los dos. La zona de microbiología estaba tan desierta como el resto del laboratorio.
Jack se acercó a la mesa en que Beth había estado trabajando el día de su anterior visita y encontró algo esperanzador: había un quemador encendido. Junto a él había una bandeja llena de cultivos faríngeos y un montón de placas de agar frescas y, en el suelo, una cubeta de plástico llena de tubos de cultivo ya utilizados.
Intuyendo que Beth no debía de andar muy lejos, Jack se dispuso a explorar la zona. La sección de microbiología era una sala de unos diez metros cuadrados dividida por dos hileras de mostradores. Jack echó a andar por el pasillo central.
A lo largo de la pared del fondo había varias cabinas de bioseguridad. Rodeó la mesa del laboratorio hacia su derecha y echó un vistazo en un pequeño despacho. Dentro había una mesa y un archivador. Vio algunas fotografías en un tablón de anuncios. Sin entrar en el despacho, Jack reconoció a Richard, el jefe de técnicos, en varias de las fotografías.
Siguió avanzando y descubrió varias puertas aislantes de aluminio que parecían cámaras refrigeradas. Miró hacia el otro extremo de la sala y vio una puerta normal que le pareció que podía conducir a un almacén. Cuando estaba a punto de dirigirse hacia allí se abrió una de las puertas aislantes, produciendo un sonoro chasquido que le hizo dar un respingo.
Beth Holderness apareció con una oleada de aire cálido y húmedo y estuvo a punto de chocar con Jack.
—Me has dado un susto de muerte —dijo Beth llevándose una mano al pecho.
—No sé quién se ha asustado más —repuso Jack, y luego volvió a presentarse.
—No te molestes, me acuerdo perfectamente de ti —dijo Beth—. El otro día armaste un revuelo considerable. Creo que no deberías estar aquí.
—¿Ah, sí? —preguntó Jack con aire inocente.
—El doctor Cheveau está furioso contigo —añadió Beth.
—¿En serio? —dijo Jack—. Ya me había parecido que era un poco gruñón.
—Sí, a veces es un poco raro —admitió Beth—. Pero Richard me comentó que tú habías acusado al doctor Cheveau de extender la bacteria que ha afectado el hospital.
—La verdad es que yo no he acusado a tu jefe de nada —corrigió Jack—. Sólo fue una insinuación después de que él me hiciera enfadar. Había venido hasta aquí sólo para hablar un rato con él, porque me interesaba mucho su opinión sobre la aparición de esas enfermedades relativamente raras en un plazo tan breve de tiempo y en esta época del año. Pero por motivos que desconozco, él estaba de muy mal humor, igual que en mi anterior visita.
—Bueno, he de admitir que me sorprendió cómo te trataba el día que nos conocimos —dijo Beth—. Y lo mismo digo del señor Kelley y la doctora Zimmerman. A mí me pareció que sólo pretendías ayudar.
Jack tuvo que reprimirse para no dar un abrazo a aquella chica tan simpática que, al parecer, era la única persona del mundo que valoraba lo que él estaba haciendo.
—Lamenté mucho lo de tu compañera, Nancy Wiggens —comentó Jack—. Me imagino que su muerte habrá sido un duro golpe para todos vosotros.
La alegre cara de Beth se entristeció, hasta el punto que estuvo a punto de echarse a llorar.
—Perdona, quizá no debí decir nada —se disculpó Jack al ver la reacción de Beth.
—No te preocupes —dijo ella—. Pero sí, ha sido un golpe terrible. A todos nos preocupan esas cosas, pero confiamos en que nunca pasarán. Era una persona muy cariñosa, aunque a veces también era un poco imprudente.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Jack.
—No sé, que no tomaba todas las precauciones necesarias —explicó Beth—. A veces se arriesgaba demasiado, no utilizaba las capuchas cuando estaba indicado, por ejemplo, o no se ponía las gafas protectoras.
Jack no entendía aquella conducta.
—Ni siquiera tomó los antibióticos que la doctora Zimmerman le recetó tras descubrirse el caso de peste —añadió Beth.
—Qué desgracia —acotó Jack—. Eso quizá la hubiera protegido contra la fiebre de las Montañas Rocosas.
—Lo sé —dijo Beth—. Ojalá le hubiera insistido más para que se los tomara. Mira, yo los tomé, y no creo que me expusiera al contagio.
—¿Comentó si había hecho algo diferente al extraer las muestras de Lagenthorpe?
—No —contestó Beth—. Y eso es lo que nos hace pensar. Creo que ahora será mejor que te marches —sugirió ella.
—Ahora mismo —dijo Jack—. Muchas gracias por tu ayuda.
—De nada —repuso Beth, que volvía a ser la de siempre.
Preocupado, Jack salió de la sección de microbiología y se dirigió al laboratorio general. Todavía no se convencía de que fuera tan fácil encargar cultivos patológicos.
Cuando se encontraba a unos seis metros de las puertas dobles de batiente que conectaban el laboratorio con la zona de recepción, Jack se detuvo en seco. En aquel momento una figura que se parecía alarmantemente a Martin atravesaba las puertas caminando hacia atrás. El individuo llevaba una bandeja cargada de tapones con secreciones listos para ser cultivados.
Jack se sintió como un criminal atrapado in fraganti. Por un breve instante se le cruzó la idea de huir o intentar esconderse, pero no había tiempo. Además, irritado por aquel absurdo temor de que lo reconocieran, optó por quedarse donde estaba.
Martin sujetó la puerta para dejar pasar a una segunda figura que Jack no tardó en reconocer: era Richard, que también llevaba una bandeja llena de tapones de secreciones. Richard fue el primero que vio a Jack.
Martin también lo reconoció, a pesar de la mascarilla.
—Hola, amigos —saludó Jack.
—¡Usted…! —gritó Martin.
—Sí, soy yo —repuso Jack alegremente. Cogió el extremo de su mascarilla con el pulgar y el índice y se la quitó de la cara para que Martin pudiera verlo bien.
—Ya se le ha advertido que no volviera a colarse aquí —dijo Martin con enojo. Ha infringido usted la ley.
—No exactamente —replicó Jack. Extrajo su placa de médico forense y se la mostró a Martin—. Sólo he venido a realizar una visita oficial. Ha habido unas cuantas víctimas más de enfermedades infecciosas aquí. Por lo menos, esta vez han conseguido hacer el diagnóstico ustedes mismos.
—Ya veremos si esta visita es legal o no —replicó Martin. Dejó la bandeja con los tapones sobre una mesa y descolgó el teléfono que había más cerca. Cuando la operadora contestó, pidió que le pusiera con Charles Kelley.
—¿No podríamos hablar de este asunto como personas adultas? —propuso Jack.
Martin no se dignó contestarle mientras esperaba que Kelley se pusiera al teléfono.
—Sólo por curiosidad, quisiera saber por qué se mostró tan amable conmigo en mi primera visita y tan desagradable en la siguiente —dijo Jack.
—Entre una y otra el señor Kelley me explicó cuál había sido su actitud aquel primer día —repuso Martin—, y que usted estaba aquí sin autorización.
Jack estaba a punto de responder cuando comprendió que Kelley ya se había puesto al teléfono. Martin comunicó al administrador del hospital que había vuelto a descubrir al doctor Stapleton fisgoneando en el laboratorio.
Mientras Martin escuchaba el aparente monólogo de Kelley, Jack se acercó y se apoyó con aire indiferente contra la mesa que tenía más cerca. Richard seguía plantado en su sitio, sosteniendo su bandeja con tapones de secreciones.
Martin intercaló varios síes estratégicos en la aparente perorata de Kelley y concluyó la conversación con un «Sí, señor», definitivo. Al colgar el auricular dedicó una arrogante sonrisa a Jack.
—El señor Kelley me ha dicho que le comunique —dijo Martin con tono altanero— que llamará personalmente al alcalde, a la comisaria de sanidad y a su jefe. Presentará una queja formal acerca de su hostigamiento a este hospital mientras nosotros nos estamos esforzando al máximo para controlar una situación de emergencia. También me ha dicho que le comunique que nuestros agentes de seguridad se presentarán aquí en breve para escoltarlo hasta el exterior del edificio.
—Le agradezco muchísimo que se tome tantas molestias —repuso Jack—. Pero no hace falta que me indiquen dónde está la puerta. De hecho, estaba a punto de marcharme cuando hemos tropezado. Buenos días, caballeros.