Lunes 25 de marzo de 1996, 07:30 AM
Jack estaba enfadado consigo mismo. Aunque el sábado había tenido tiempo de comprarse una bicicleta nueva, no lo había hecho. De modo que tuvo que coger otra vez el metro para trasladarse al trabajo, aunque también se planteó la posibilidad de ir corriendo. El problema de ir corriendo era que habría tenido que cambiarse de ropa en el despacho. Para poder hacerlo en otra ocasión, se llevó una muda de ropa al trabajo, metida en una mochila.
Llegó por la Primera Avenida y volvió a entrar en las oficinas del Instituto Forense por la puerta principal. Al traspasar las puertas de vidrio le sorprendió la cantidad de familias que esperaban en la zona de recepción. Era muy poco corriente que hubiera tanta gente allí, siendo tan temprano, y Jack supuso que debía de estar pasando algo.
Cuando le abrieron la puerta, Jack entró en la sala de programación y vio a George Fontworth sentado ante la mesa que Laurie había ocupado cada mañana de la semana anterior.
Jack lamentó que el turno de supervisora de Laurie hubiera terminado y que George hubiera ocupado su lugar.
Era un médico de poca estatura, moderadamente obeso, al que Jack no tenía en muy buen concepto, porque era negligente y solía pasar por alto detalles importantes.
Sin hacer el menor caso de George, Jack se acercó a Vinnie y apartó el borde de su periódico.
—¿Qué hace tanta gente en la zona de identificación? —le preguntó.
—Ha ocurrido un pequeño desastre en el Hospital General —contestó George por Vinnie. Vinnie lanzó una mirada garbosa pero despectiva a Jack y siguió leyendo su periódico.
—¿Qué desastre? —preguntó Jack.
—Una serie de muertes por meningococos —contestó George dando unas palmadas sobre un montón de carpetas—. Podría ser el inicio de una epidemia. De momento ya tenemos ocho casos.
Jack se abalanzó sobre la mesa de George y cogió una carpeta al azar. La abrió y revisó su contenido hasta que dio con el informe de investigación. Tras leerlo rápidamente supo que el nombre del paciente era Robert Caruso y que era un enfermero de la planta de ortopedia del General.
Jack tiró la carpeta sobre la mesa y atravesó corriendo la zona de comunicaciones hasta llegar a las oficinas de los investigadores forenses. Le alivió ver que Janice todavía estaba allí, haciendo horas extra, como de costumbre.
El aspecto de Janice era espantoso. Sus ojeras eran tan marcadas que parecía haber sido golpeada. Janice dejó su bolígrafo y se recostó en la silla, meneando la cabeza.
—Me temo que tendré que buscarme un trabajo mejor —comentó—. Éste me está matando. Gracias a Dios que tengo dos días de fiesta.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Jack.
—Empezó en el turno anterior al mío —explicó Janice—. El primer caso entró sobre las seis y media. Al parecer el paciente murió alrededor de las seis de la tarde.
—¿Un paciente de ortopedia? —preguntó Jack.
—¿Cómo lo sabes?
—Acabo de ver una carpeta de un enfermero de ortopedia —repuso Jack.
—Ah, sí, el señor Caruso —dijo Janice mientras bostezaba. Se disculpó antes de continuar—. Bueno, pues me llamaron poco después de llegar, a las once. Desde entonces no hemos parado ni un momento. Me he pasado toda la noche entrando y saliendo. De hecho, acabo de volver hace veinte minutos. Y te aseguro que esto es peor que los otros brotes. Una de las pacientes es una niña de nueve años. Qué tragedia.
—¿Tenía alguna relación con el primer caso? —preguntó Jack.
—Era la sobrina —dijo Janice.
—¿Y había ido a visitar a su tío?
—Sí, ayer al mediodía —afirmó Janice—. No creerás que eso haya podido tener algo que ver con su muerte, ¿verdad? No olvides que fue sólo doce horas antes de su muerte.
—En ciertas circunstancias los meningococos tienen una capacidad mortífera brutal y muy rápida —dijo Jack—. De hecho, pueden matar en cuestión de pocas horas.
—Bueno, en el hospital se ha desatado el pánico.
—Ya me lo imagino —admitió Jack—. ¿Cómo se llamaba el primer paciente?
—Carlo Pacini —dijo Janice—. Pero no sé nada más. Llegó en el turno anterior al mío, y Steve Mariott se encargó de él.
—¿Puedo pedirte un favor? —preguntó Jack.
—Depende —repuso Janice—. Estoy completamente agotada.
—Dile a Bart que quiero que los investigadores forenses reúnan los cuadros iniciales de cada uno de estos brotes. Veamos, Nodelman de peste, Hard de tularemia, Lagenthorpe de fiebre de las Montañas Rocosas y Pacini de meningococo. ¿Crees que habrá algún problema?
—No, en absoluto —dijo Janice—. Todos ellos son casos abiertos.
Jack se levantó y dio una palmada en la espalda a Janice.
—Deberías pasar por la clínica antes de irte a casa —sugirió—. No sería mala idea que te sometieras a una quimioprofilaxis.
—¿Crees que es necesario? —preguntó Janice abriendo más los ojos.
—Mejor prevenir que curar —repuso Jack—. En fin, consúltalo con alguno de los gurús de enfermedades infecciosas; ellos saben más que yo. Hasta hay una vacuna tetravalente, pero tarda varios días en actuar.
Jack volvió a toda prisa a la sala de identificación y preguntó a George dónde estaba la carpeta de Carlo Pacini.
—No la tengo —contestó George—. Laurie ha venido muy temprano y, al enterarse de lo que pasa, pidió el caso. La carpeta la tiene ella.
—¿Dónde está Laurie? —preguntó Jack.
—Arriba, en su despacho —contestó Vinnie sin apartar el periódico.
Jack subió corriendo al despacho de Laurie. Su método de trabajo no era igual al de ella, y a Jack le gustaba repasar meticulosamente cada carpeta antes de realizar la autopsia.
—Es espeluznante —indicó Laurie en cuanto vio a Jack.
—Terrorífico —coincidió Jack. Cogió una silla vacía, la acercó a la mesa de Laurie y se sentó—. Esto es precisamente lo que me estaba temiendo. Podría convertirse en una verdadera epidemia. ¿Qué has averiguado de este primer caso?
—No gran cosa —admitió Laurie—. Había ingresado el sábado por la noche con una fractura de cadera. Al parecer tenía problemas de fragilidad en los huesos; en los últimos años había sufrido varias fracturas.
—Encaja en el patrón —observó Jack.
—¿En qué patrón?
—Todos los primeros casos de estos brotes recientes tenían una enfermedad crónica —dijo Jack.
—Muchos pacientes hospitalizados padecen enfermedades crónicas —puntualizó Laurie—. De hecho, yo diría que la mayoría. ¿Qué tiene eso que ver?
—Te diré lo que se le ha metido en esa mente enferma y paranoica —intervino Chet, que en aquel momento se asomaba por la puerta del despacho de Laurie. Entró en la habitación y se apoyó en la otra mesa—. Le tiene manía a AmeriCare y se imagina una conspiración detrás de estos problemas.
—¿Es verdad? —preguntó Laurie.
—No es exactamente que me imagine una conspiración, sino más bien que salta a la vista —aclaró Jack.
—¿A qué te refieres concretamente con eso de una «conspiración»? —preguntó Laurie.
—Jack cree que alguien está causando deliberadamente estas extrañas enfermedades —explicó Chet, resumiendo a continuación la teoría de Jack, según la cual el culpable era alguien de AmeriCare que intentaba proteger sus intereses o algún demente con inclinaciones terroristas.
Laurie miró a Jack en busca de una confirmación, pero él se encogió de hombros.
—Hay muchas preguntas sin respuesta —dijo.
—Las mismas que en cualquier otro brote —replicó Laurie—. ¡Qué barbaridad! Todo esto es inverosímil. Espero que no hayas mencionado esa teoría a los directivos del Hospital General.
—Sí, se lo mencioné —admitió Jack—. Es más, incluso pregunté al director del laboratorio si estaba implicado. Está bastante disgustado con su presupuesto. Su reacción fue informar inmediatamente a la directora de control de infecciones. Supongo que se lo habrán comunicado a la administración.
Laurie soltó una risita cínica.
—Amigo mío —dijo—. No me extraña que te hayan declarado persona non grata.
—No me negarás que en el Hospital General se ha producido una cantidad insólita de sospechosas infecciones hospitalarias —dijo Jack.
—No estoy segura ni siquiera de eso —replicó Laurie—. Tanto el paciente con tularemia como el paciente con fiebre de las Montañas Rocosas desarrollaron la enfermedad en un plazo de cuarenta y ocho horas después de su ingreso. Por definición, no son infecciones hospitalarias.
—Sí, técnicamente es así —admitió Jack—, pero…
—Además, todas esas enfermedades tienen antecedentes en Nueva York —añadió Laurie—. Yo también he leído un poco últimamente. En el año ochenta y siete hubo un grave brote de fiebre de las Montañas Rocosas.
—Gracias, Laurie —intervino Chet—. Yo también he intentado explicárselo a Jack. Hasta Calvin se lo ha dicho.
—¿Y qué me dices de los casos del almacén de suministros? —inquirió Jack—. ¿Y de la rapidez con que los pacientes de fiebre de las Montañas Rocosas desarrollaron su enfermedad? El sábado pasado tú misma te lo preguntabas.
—Claro que me lo preguntaba —reconoció Laurie—. Son la clase de preguntas que uno tiene que hacerse ante cualquier situación epidemiológica.
Jack suspiró y luego dijo:
—Lo siento, pero estoy convencido de que está pasando algo raro. Desde el principio he temido que se produjera una epidemia con todas las de la ley, y este brote de meningococo podría serlo. Si se detiene como los otros brotes, será un gran alivio, por supuesto, en términos de vidas humanas; pero no hará otra cosa que confirmar mis sospechas. Este patrón de múltiples casos fulminantes, y luego nada, es muy poco habitual.
—Pero si precisamente estamos en la temporada del meningococo —repuso Laurie—. No es tan poco habitual.
—Laurie tiene razón —intervino Chet—. Pero aparte de eso, lo que me preocupa es que te vas a crear problemas de verdad. Estás obsesionado, Jack. ¡Cálmate, por favor! No me gustaría que te despidieran. Por lo menos dime que no piensas volver al Hospital General.
—No puedo prometértelo. No, después de este nuevo brote. Porque éste no depende de unos artrópodos que no aparecen por ninguna parte. Éste se transmite por vía aérea y, por lo que a mí respecta, modifica las normas.
—Espera un momento —dijo Laurie—. ¿Y el aviso que recibiste de esos matones?
—¿De qué estás hablando? —preguntó Chet—. ¿Qué matones?
—Jack recibió una amable visita de unos encantadores miembros de una banda —explicó Laurie—. Parece que al menos una de las bandas de Nueva York se ha metido en el negocio de la extorsión.
—A ver, que alguien me lo explique, porque no entiendo nada —protestó Chet.
Laurie contó a Chet lo que sabía acerca de la paliza que había recibido Jack.
—¿Y todavía sigues planteándote ir por allí? —preguntó Chet cuando Laurie hubo terminado su relato.
—Iré con cuidado —aceptó Jack—. Además, todavía no he decidido ir.
Chet puso los ojos en blanco.
—Me parece que habría sido preferible que te quedaras con tu consulta de oftalmología en las afueras.
—¿Consulta de oftalmología? —preguntó Laurie.
—Vamos, chicos —interrumpió Jack, y se levantó—. Basta ya. Tenemos trabajo.
Jack, Laurie y Chet no salieron de la sala de autopsias hasta pasada la una de la tarde. Pese a que George había puesto en duda la necesidad de hacer todos los casos de meningococo, el triunvirato insistió y George acabó desistiendo.
Hicieron varias autopsias juntos y varias por separado: el paciente inicial, un residente de ortopedia, dos enfermeras, un enfermero, dos personas que habían visitado al paciente, entre ellas una niña de nueve años, y el caso más importante en opinión de Jack, una empleada del almacén de suministros.
Después de aquella maratón, los tres se pusieron la ropa de calle y se reunieron en el comedor. Sentían un gran alivio lejos de aquel cuadro de muerte pero estaban un poco abrumados por sus hallazgos, y por unos momentos ninguno de los tres habló. Se limitaron a elegir su comida de las máquinas dispensadoras y a sentarse en una de las mesas que había libres.
—No tengo demasiada experiencia en casos de meningococo —dijo Laurie por fin—, pero los de hoy me han parecido mucho más graves que los que había visto otras veces.
—Te aseguro que no verás ningún caso más dramático del síndrome de WaterhouseFriderichsen —repuso Chet—. Ninguno de esos pacientes tuvo posibilidades de salir con vida. La bacteria los invadió como una horda de mongoles. Las hemorragias internas eran acojonantes. Te aseguro que estoy asustado.
—Esta vez sí que no me ha importado llevar puesto el traje de astronauta —coincidió Jack—. La cantidad de gangrena que había en las extremidades era increíble. Había más, incluso, que en los últimos casos de peste.
—Lo que me ha sorprendido es la escasa afectación de las meninges —comentó Laurie—, incluso en la niña que, en teoría, debía presentar una extensa meningitis.
—A mí me desconcierta la magnitud de la neumonitis —indicó Jack—. Evidentemente se trata de una infección de transmisión aérea, pero en general se produce la invasión de la parte superior del árbol bronquial, no de los pulmones.
—La infección puede llegar fácilmente hasta los pulmones cuando alcanza la sangre —acotó Chet—. Es evidente que todos esos pacientes tenían niveles elevados de bacterias circulantes por el sistema vascular.
—¿Alguno de vosotros sabe si hoy ha llegado otro caso? —preguntó Jack.
Chet y Laurie se miraron y menearon la cabeza.
Jack se puso de pie y se dirigió a un teléfono que había en la pared. Llamó a comunicaciones y formuló la misma pregunta a una de las operadoras. La respuesta fue negativa. Jack volvió a la mesa y se sentó de nuevo.
—Vaya, vaya —dijo—. Qué raro. No hay ningún otro caso.
—Yo creo que es una buena noticia —señaló Laurie.
—Yo también —convino Chet.
—¿Conocéis a algún internista del Hospital General? —inquirió Jack.
—Yo sí —contestó Laurie—. Una amiga de la facultad trabaja allí.
—¿Por qué no la llamas y le preguntas si tienen otro caso de meningococo bajo tratamiento? —sugirió Jack.
Laurie se encogió de hombros y se dirigió al mismo teléfono que Jack acababa de utilizar.
—No me gusta tu mirada —comentó Chet.
—No puedo evitarlo —reconoció Jack—. Están empezando a aparecer datos inquietantes, igual que en los otros brotes. Acabamos de practicar la autopsia a uno de los pacientes con meningococo más graves que hemos visto jamás, y de pronto, ¡paf! Ni un caso más, como si hubieran cerrado el grifo. Es precisamente lo que os comentaba antes.
—¿No es eso típico de la enfermedad? —preguntó Chet—. Subidas y bajadas.
—Nunca son tan rápidas —repuso Jack. Hizo una pausa y añadió—: Espera un momento. Se me acaba de ocurrir otra cosa. Sabemos quién fue el primero que murió en este brote, pero ¿quién fue el último?
—No lo sé, pero tenemos todos los informes —dijo Chet.
Laurie volvió a la mesa.
—No ha habido ningún otro caso de meningococo —dijo—. Pero el hospital todavía no se considera a salvo. Han organizado una amplia campaña de vacunación y quimioprofilaxis. Al parecer en el Hospital General hay mucho alboroto.
Jack y Chet no hicieron comentario alguno sobre la noticia. Estaban ocupados repasando las ocho carpetas y anotando datos en sus servilletas de papel.
—¿Qué demonios estáis haciendo? —preguntó Laurie.
—Intentamos averiguar quién fue el último paciente que murió —repuso Jack.
—¿Para qué? —preguntó Laurie.
—No estoy seguro —dijo Jack.
—¡Ya está! —exclamó Chet—. La última fue Imogene Philbertson.
—¿En serio? Déjame ver —pidió Jack.
Chet le mostró el certificado de defunción parcialmente rellenado en que se indicaba la hora de la muerte.
—Increíble —murmuró Jack.
—¿Y ahora qué? —preguntó Laurie.
—Era la empleada del almacén de suministros —reveló Jack.
—¿Y eso es relevante? —inquirió Laurie.
—No lo sé —dijo Jack tras reflexionar unos minutos, y luego meneó la cabeza—. Tendré que repasar la información de los otros brotes. Como ya sabéis, en todos los brotes resultó afectado un empleado del almacén de suministros. Quiero un patrón que se me ha pasado por alto.
—Veo que no os ha sorprendido demasiado la noticia de que no hay más casos de meningococo en el Hospital General.
—A mí sí —reconoció Chet—. Lo que pasa es que Jack cree que eso confirma sus teorías.
—Me temo que eso va a frustrar a nuestro presunto terrorista —dijo Jack—. Y también le va a dar una lección, desgraciadamente.
Laurie y Chet miraron al techo y soltaron sendos rugidos de desesperación.
—Vamos, chicos —los animó Jack—. Prestadme atención. Supongamos que no me equivoco y que hay algún chalado que se está dedicando a extender esos gérmenes con la intención de provocar una epidemia. Al principio elige las enfermedades más horribles y exóticas que se le ocurren, pero no sabe que no se transmiten de paciente a paciente. Su transmisión requiere la participación de un artrópodo que tenga acceso a un reservorio infectado. Tras una serie de errores se entera y elige otra enfermedad que se transmite por vía aérea. Pero elige el meningococo, que tampoco es, en términos estrictos, una enfermedad que se transmita de un paciente a otro: el transmisor es un individuo sano que va paseando por ahí y contagiando los meningococos a otros. De modo que ahora nuestro chalado está frustrado de verdad, pero sabe perfectamente lo que necesita. Necesita una enfermedad que se transmita por vía aérea de un paciente a otro.
—¿Y qué elegirías tú en su caso? —preguntó Chet subrepticiamente.
—Veamos—. Jack caviló unos instantes—. Yo me inclinaría por difteria resistente a los medicamentos o quizás incluso tos ferina resistente a los medicamentos. Son viejas conocidas que últimamente han producido efectos devastadores. ¿O sabéis qué otra enfermedad resultaría perfecta? ¡La gripe! Una cepa patógena de gripe.
—¡Qué imaginación tienes! —exclamó Chet.
—Tengo que volver al trabajo —dijo Laurie poniéndose de pie—. Esta conversación es demasiado hipotética para mí.
Chet imitó a Laurie.
—¿Es que no pensáis hacer ningún comentario? —quiso saber Jack.
—Ya conoces nuestra opinión —respondió Chet—. Sólo son pajas mentales. Cuanto más piensas y más hablas sobre este tema, más te lo crees. Mira, de verdad, si se tratara de una sola enfermedad, de acuerdo, pero ahora ya llevamos cuatro. ¿De dónde sacarían los microbios? No se trata precisamente de algo que puedas pedir en la tienda de la esquina. Nos veremos arriba.
Jack observó a Laurie y Chet que dejaban sus bandejas y salían del comedor. Se quedó un momento donde estaba y meditó sobre lo que Chet acababa de decir. Chet había hecho un comentario muy agudo, sobre algo que a Jack ni siquiera se le había ocurrido considerar. ¿Cómo podían conseguirse bacterias patógenas? No tenía ni la más remota idea.
Jack se levantó y estiró las piernas. Dejó su bandeja en un carro y tiró los envoltorios de su bocadillo a la basura, y siguió a sus compañeros hasta el quinto piso. Cuando entró en su despacho, Chet ya estaba trabajando, y no levantó la vista.
Jack se sentó ante su mesa, cogió todas las carpetas y sus notas y comparó la hora de la muerte de las empleadas del almacén de suministros. Éste ya había perdido a cuatro trabajadoras. Jack se imaginó que el jefe del departamento estaría reclutando gente a toda prisa para cubrir aquellas bajas.
A continuación Jack analizó la hora de la muerte de los otros casos infecciosos. Para saber a qué hora habían muerto los pacientes a los que él no había hecho la autopsia, llamó a Bart Arnold, jefe de los investigadores forenses.
Cuando Jack hubo reunido toda la información, comprobó inmediatamente que en todos los casos el último paciente en morir había sido la empleada del almacén de suministros. Eso sugería, aunque desde luego no demostraba, que las empleadas del almacén de suministros habían sido las últimas en contagiarse. Jack se preguntó cuál podía ser el significado de ese hecho, pero no se le ocurrió respuesta alguna. No obstante, era un detalle sumamente curioso.
—Tengo que volver al Hospital General —dijo Jack de pronto y se levantó.
—Haz lo que te parezca. —Chet ni siquiera se molestó en mirarlo—. Mi opinión no cuenta para nada —dijo con resignación.
—No te lo tomes como algo personal —dijo Jack a su compañero, poniéndose su cazadora de aviador—. Te agradezco que te preocupes por mí, pero tengo que ir. He de averiguar esta extraña conexión con el almacén de suministros. Quizá no sea más que una casualidad, de acuerdo, pero no me parece probable.
—¿Qué me dices de Bingham y de los matones que Laurie ha mencionado? —preguntó Chet—. Te estás arriesgando mucho.
—La vida es así —repuso Jack.
Antes de salir del despacho dio una palmada en el hombro a Chet. Al llegar al umbral de la puerta, sonó su teléfono. Se detuvo, indeciso, pues no deseaba perder el tiempo contestando, probablemente a alguien de algún laboratorio.
—¿Quieres que conteste yo? —se ofreció Chet al ver que Jack vacilaba.
—No, ya que estoy aquí lo cogeré. —Volvió a su mesa y descolgó el auricular.
—¡Gracias a Dios que te encuentro! —exclamó Terese, muy aliviada—. Me aterrorizaba la idea de no poder hablar contigo o por lo menos no a tiempo.
—¿Qué demonios pasa? —preguntó Jack con el pulso acelerado. Por el tono de voz de Terese, comprendió que estaba muy alterada.
—Ha habido una catástrofe —dijo Terese—. Tengo que verte inmediatamente. ¿Puedo ir a tu despacho?
—¿Qué ha pasado? —insistió Jack.
—Ahora no puedo contártelo. Después de todo lo que ha pasado, no puedo arriesgarme. Pero tengo que verte como sea.
—Nosotros también estamos en una situación de emergencia, por decirlo así —se excusó Jack—. Y me has pillado a punto de salir.
—Es muy importante. ¡Por favor! —suplicó Terese.
Jack accedió, movido sobre todo por la desinteresada reacción de Terese ante la emergencia que había sufrido él el viernes por la noche.
—Está bien —dijo Jack—. Ya que estaba a punto de salir, puedo acercarme yo. ¿Dónde quieres que quedemos?
—¿Hacia dónde ibas?
—Al centro —contestó Jack.
—Entonces podemos quedar en la cafetería donde nos encontramos el sábado —propuso Terese.
—Voy para allá.
—¡Perfecto! Te estaré esperando —dijo Terese, y luego colgó.
Jack colgó el auricular y miró a Chet con aire cohibido.
—¿Lo has oído? —preguntó Jack.
—Ha sido inevitable —dijo Chet—. ¿Qué crees que habrá pasado?
—No tengo idea.
Fiel a su palabra, Jack se puso en marcha inmediatamente. Salió por la entrada principal de las oficinas del Instituto Forense y cogió un taxi en la Primera Avenida. A pesar del intenso tráfico habitual a aquella hora de la tarde, llegó al centro sin demasiado retraso.
La cafetería estaba abarrotada. Distinguió a Terese sentada al fondo del local, en un banco pequeño, y se sentó enfrente de ella. Terese no se movió del sitio. Iba ataviada, como de costumbre, con un elegante traje chaqueta, y tenía las mandíbulas apretadas. Parecía furiosa.
Terese se inclinó y con un forzado susurro dijo:
—No lo vas a creer.
—¿No les ha gustado la presentación al presidente y al CEO? —preguntó Jack. Era lo único que se le ocurría.
—No, no se trata de eso. —Terese negó con la cabeza—. He cancelado la presentación.
—¿Por qué?
—Porque fui lo bastante sensata para invitar a desayunar a una amiga del National Health —repuso Terese—. Es la vicepresidenta del departamento de marketing y casualmente fuimos compañeras de clase en la facultad. Se me había ocurrido la genial idea de filtrar el contenido de la campaña a sus jefazos, a través de ella; estaba muy convencida, pero ella me ha dejado perpleja diciéndome que la empresa jamás aceptaría una campaña así, en ningún caso.
—Pero ¿por qué? —preguntó Jack.
Pese a que estaba en contra de la publicidad médica, opinaba que los anuncios de Terese eran los mejores que había visto nunca.
—Porque el National Health no quiere ni hablar de infecciones hospitalarias —dijo Terese, muy enojada. Volvió a inclinarse y susurró—: Al parecer ellos también han tenido sus problemillas últimamente.
—¿Qué tipo de problemas? —preguntó Jack.
—Nada comparable a lo del Hospital General de Manhattan —repuso Terese—, pero tuvieron problemas graves, con algún muerto incluso. Pero lo más importante es que nuestros propios ejecutivos de cuentas, concretamente Helen Robinson y su jefe, Robert Barker, sabían todo esto y no me lo dijeron.
—Eso es contraproducente —intervino Jack—. Creía que vosotros, los ejecutivos de empresa, trabajabais todos con un mismo objetivo.
—¡Contraproducente! —exclamó Terese, tan alto que los que se hallaban en las mesas vecinas giraron la cabeza. Terese cerró los ojos un momento para dominarse y luego continuó, controlando el tono de voz—: Yo no emplearía la palabra contraproducente, sino otra que haría ruborizarse a un camionero. Mira, esto no ha sido un despiste. Lo han hecho deliberadamente para perjudicarme.
—Lo lamento —dijo Jack—. Comprendo que estés disgustada.
—¿Disgustada? Es el final de mis aspiraciones a la presidencia, si no organizo una campaña alternativa en un par de días.
—¿Un par de días? —preguntó Jack—. Por lo que me has explicado sobre el funcionamiento de este proceso, es una meta casi inalcanzable.
—Exacto —convino Terese—. Por eso me interesaba tanto verte. Necesito que me eches otra mano. ¿Puedes sugerirme otra idea? Algo con lo que yo pueda crear una campaña publicitaria. ¡Estoy desesperada!
Jack miró hacia otro lado e intentó pensar. No se le escapaba la ironía de aquella situación; con lo que él despreciaba la publicidad médica, allí estaba, exprimiéndose el cerebro en busca de una idea. Quería ayudar a Terese, porque al fin y al cabo ella no había dudado en ayudarlo a él.
—El motivo por el que considero que la publicidad médica es un gasto inútil de dinero es que siempre acaba basándose en aspectos superficiales —dijo—. Aparte del tema de la calidad, en realidad no hay grandes diferencias entre AmeriCare y National Health o cualquier otra gran empresa sanitaria.
—No me importa —repuso Terese—. Tú dame algo que pueda utilizar.
—Bueno, lo único que se me ocurre en este momento es el tema de las esperas —dijo Jack.
—¿A qué esperas te refieres? —preguntó Terese.
—Ya sabes —contestó Jack—. A nadie le gusta esperar a que llegue el médico, pero todo el mundo tiene que hacerlo. Es uno de esos lastres universales insoportables.
—¡Tienes razón! —exclamó Terese, emocionada—. Me encanta. Ya me imagino el eslogan, algo como: «Con National Health se acabaron las esperas». O, mejor aún: «Nosotros lo esperamos a usted, y no usted a nosotros». ¡Es fabuloso! Eres un genio en esto, Jack. ¿No te interesaría un empleo?
—Sería fenomenal. —Jack chasqueó la lengua—. Pero de momento ya tengo suficientes problemas con el mío.
—¿Ha pasado algo? —preguntó Terese—. ¿Qué querías decir con eso de que estabas en una situación de emergencia?
—Sigue habiendo problemas en el Hospital General —explicó Jack—. Esta vez se trata de una enfermedad provocada por meningococos, una bacteria. Puede ser muy agresiva, incluso mortal, como en este caso.
—¿Cuántas víctimas hay?
—Ocho. Entre ellas una niña.
—Qué terrible —dijo Terese, horrorizada—. ¿Crees que se extenderá?
—Al principio tenía mucho miedo —reconoció Jack—. Pensé que nos enfrentábamos a una epidemia con todas las de la ley. Pero los casos se interrumpieron de golpe. De momento no se ha extendido más allá del brote inicial.
—Espero que esto no vaya a quedar en secreto, como ocurrió con las víctimas del National Health —dijo Terese.
—Por eso no te preocupes —la tranquilizó Jack—. Este episodio no pasará inadvertido. Me han dicho que en el hospital hay un gran revuelo. Lo comprobaré personalmente, porque pienso ir al Hospital General ahora mismo.
—¡Ni lo pienses! —ordenó Terese—. ¿Es que no tienes memoria? ¿No te acuerdas de lo que pasó el viernes por la noche?
—Algunos de mis colegas comparten tu opinión —dijo Jack—. Te agradezco que te preocupes por mí, pero no puedo evitarlo. Intuyo que estos brotes son deliberados y mi conciencia no me permite pasarlos por alto.
—¿Y qué me dices de los que te dieron aquella paliza? —preguntó Terese.
—Tendré que ir con cuidado.
Terese hizo un ruido despectivo con los labios y dijo:
—De acuerdo con tu descripción de los matones, no creo que eso sea suficiente.
—Tendré que correr el riesgo e improvisar —replicó Jack—. Pienso ir al Hospital General diga lo que diga quien sea.
—Lo que no logro entender es por qué te ponen tan nervioso estas infecciones. He leído que en general las enfermedades infecciosas están en aumento.
—Eso es cierto —admitió Jack—, pero no se debe a una provocación deliberada, sino al uso imprudente de los antibióticos, a la urbanización y a la invasión de los hábitat originales.
—No hay derecho —dijo Terese—. Yo me preocupo por que no te hagan daño o algo peor, y tú me sueltas un sermón.
—Voy a ir al Hospital General —insistió Jack encogiéndose de hombros.
—¡Muy bien, ve si quieres! —exclamó Terese, y se levantó—. Veo que en el fondo eres el héroe absurdo que temía que fueras. —Luego se suavizó y añadió—: Haz lo que tengas que hacer, pero si me necesitas, llámame.
—Lo haré —aseguró Jack.
La observó salir del restaurante a toda prisa y pensó que Terese era una desconcertante combinación de ambición y amabilidad. No era extraño que aquella mujer lo desconcertara: tan pronto se sentía atraído por ella, como ligeramente decepcionado.
Jack se terminó el resto del café y se puso de pie. Tras dejar una propina adecuada, también salió rápidamente de la cafetería.