Domingo 24 de marzo de 1996, 09:00 AM
Cuando sonó el teléfono Jack se hallaba enfrascado en la lectura de una de sus revistas de ciencia forense. Puesto que esa mañana aún no había hablado con nadie, su voz sonó áspera cuando atendió.
—¿No te desperté, verdad? —preguntó Laurie.
—Estoy levantado desde hace horas —le aseguró Jack.
—Te llamo porque me lo pediste —se justificó Laurie—. De lo contrario no llamaría a nadie un domingo a la mañana temprano.
—Para mi no es temprano —afirmó Jack.
—Pero era tarde cuando volviste a tu casa —señaló Laurie.
—No tanto —replicó Jack—. Además, por tarde que me acueste siempre me despierto temprano.
—De cualquier modo querías que te avisara si anoche llegaron nuevos casos infecciosos del General —continuó Laurie—. No llegó ninguno. Janice me dijo, incluso, que antes de irse no había ni siquiera nadie enfermo de fiebre de las Montañas Rocosas en el hospital. Buena noticia, ¿no?
—Muy buena —convino Jack.
—Mis padres quedaron muy impresionados contigo —añadió Laurie—. Espero que lo hayas pasado bien.
—Fue una noche deliciosa —agradeció Jack—. Con franqueza, me da vergüenza haberme quedado tanto. Gracias por invitarme y agradece también a tus padres. Se mostraron muy hospitalarios conmigo.
—Tendremos que repetirlo en otra ocasión —propuso Laurie.
—Desde luego.
Se despidieron y Jack colgó el auricular. Intentó retomar su lectura, pero el recuerdo de la noche pasada lo distrajo momentáneamente. Se había divertido. De hecho se había divertido mucho más de lo que podía imaginar, y eso lo desconcertaba. Llevaba cinco años preservando su soledad y ahora, sin previo aviso, se encontraba disfrutando de la compañía de dos mujeres muy diferentes.
De Laurie le gustaba lo fácil que resultaba estar con ella. Terese, por su parte, podía ser imperiosa incluso cuando era cariñosa. Su presencia resultaba más intimidante, pero también era desafiante, característica que encajaba más con la actitud vital e imprudente de Jack. Pero ahora que había tenido la oportunidad de ver a Laurie en compañía de sus padres, valoraba mucho más su personalidad abierta y afectuosa. Suponía que no debía de haber sido fácil para ella ser hija de un famoso cirujano cardiovascular.
Cuando los padres se hubieron retirado, Laurie había intentado mantener una conversación personal con Jack, pero él se había resistido, como era su costumbre. Sin embargo, se había sentido tentado. La noche anterior se había abierto un poco con Terese, y le sorprendió lo bien que se había sentido hablando con alguien que mostraba interés. Pero Jack había vuelto a su estrategia de dirigir la conversación hacia Laurie y se había enterado de ciertas cosas inesperadas.
Lo más sorprendente era que no estaba comprometida. Jack siempre había supuesto que una mujer tan atractiva y sensible como Laurie debía de tener una relación de pareja, pero ella insistió en que no salía mucho con amigos. Le contó que había tenido una relación sentimental con un detective durante un tiempo, pero que no había salido bien.
Finalmente Jack volvió a concentrarse en su lectura.
Leyó hasta que el hambre lo llevó a un bar del barrio. Después de comer, de camino a casa, vio a un grupo de jóvenes en el campo de baloncesto. Como le apetecía hacer más ejercicio físico, Jack corrió a su casa, se cambió y bajó al patio para unirse a ellos.
Jugó durante varias horas, pero sus lanzamientos no eran tan limpios ni precisos como los del día anterior. Warren se burló de él despiadadamente, sobre todo cuando le tocó defender a Jack en varios partidos, resarciéndose de la ignonimia de las derrotas de la víspera.
A las tres, después de perder otro partido, que obligaba a Jack a esperar fuera de la pista por lo menos durante otros tres juegos o quizá más, desistió y regresó a su apartamento.
Se duchó, se sentó en el sofá e intentó concentrarse de nuevo en la lectura, pero no podía dejar de pensar en Terese.
Jack no pensaba volver a llamarla, por miedo a ser rechazado una segunda vez, pero a las cuatro de la tarde cedió; al fin y al cabo, ella le había pedido que la telefoneara y, además, él quería hablar con ella. Se había abierto parcialmente con ella y ahora, curiosamente, le inquietaba no haberle contado toda la historia, pues creía que Terese merecía algo más.
Jack marcó el número de teléfono, más nervioso aún que la noche anterior.
Esta vez Terese se mostró mucho más receptiva. De hecho, estaba entusiasmada.
—Anoche adelantamos muchísimo —anunció con orgullo—. Mañana vamos a dejar de piedra al presidente y al CEO. Gracias a ti esta idea de la higiene y los bajos índices de infecciones de los hospitales será un bombazo. Hasta nos estamos divirtiendo con tu idea de la esterilización.
Finalmente, Jack cobró valor para preguntarle si quería tomar un café con él y le recordó que ella misma lo había sugerido el día anterior.
—Perfecto —dijo Terese sin vacilar. ¿Cuándo?
—¿Qué te parece ahora mismo? —propuso Jack.
—Muy bien.
Se citaron en una pequeña cafetería de estilo francés de Madison Avenue, entre las calles Sesenta y uno y Sesenta y dos, que a Terese le iba bien porque estaba cerca de las oficinas de Willow y Heath. Jack llegó antes que ella y eligió una mesa junto a la ventana y pidió un café exprés.
Terese llegó poco después. Saludó a Jack a través de la ventana y, una vez dentro, obligó a Jack a repetir la rutina de los besos aéreos. Estaba radiante. Pidió un capuchino descafeinado al atento camarero.
Terese se inclinó sobre la mesa y cogió la mano de Jack.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó mirándolo a los ojos y luego examinando su mandíbula—. Tus pupilas están iguales y tienes buen aspecto. Creí que estarías lleno de moretones.
—Estoy mejor de lo que imaginaba —admitió Jack.
A continuación Terese se lanzó a un emocionado monólogo sobre su inminente presentación y sobre lo bien que estaba saliendo todo. Explicó a Jack cómo habían conseguido componer una secuencia con cintas de otra campaña anterior del National Health. Dijo que había quedado estupendo y que expresaba muy bien la ética de Hipócrates.
Jack la dejó hablar hasta que Terese agotó el tema por completo, dio un par de sorbos de su capuchino y preguntó a Jack qué había estado haciendo él.
—He pensado mucho en la conversación que sostuvimos el viernes por la noche —dijo—. Me tiene un poco preocupado.
—¿Y eso por qué? —preguntó ella.
—Fuimos sinceros el uno con el otro, pero yo no fui del todo franco contigo —explicó Jack—. No estoy acostumbrado a hablar a los demás de mis problemas. La verdad es que no te conté toda la historia.
Terese dejó la taza sobre el platillo y escrutó el rostro de Jack con su intensa mirada azul. La incipiente barba de Jack revelaba que no se había afeitado. Terese pensó que en otras circunstancias Jack podría parecer intimidante, incluso amenazante.
—Mi mujer no fue la única que murió —continuó Jack con voz vacilante—. También perdí a mis dos hijas. Fue un accidente de aviación.
Terese tragó saliva con dificultad, se le hizo un nudo en la garganta. No estaba preparada para oír lo que Jack acababa de decirle.
—El problema es que siempre me he sentido terriblemente culpable de aquello —continuó Jack—. De no haber sido por mí, ellas jamás habrían viajado en aquel avión.
Terese sintió una intensa oleada de compasión hacia Jack.
Guardó silencio unos instantes y luego habló:
—Yo tampoco fui del todo sincera. Te dije que había perdido a mi hijo. Lo que no te dije es que todavía no había nacido, y que además de perderlo a él perdí también la posibilidad de tener hijos. Por si fuera poco, mi marido me abandonó a raíz de lo ocurrido.
Jack y Terese guardaron silencio unos minutos, conmocionados. Finalmente Jack interrumpió el silencio.
—Parecería que estamos intentando superarnos el uno al otro con nuestras tragedias —dijo, y sonrió.
—Como un vulgar par de depresivos —coincidió Terese—. A mi psicólogo esto le encantaría.
—Oye, lo que te he dicho no lo sabe nadie —advirtió Jack.
—No seas tonto —lo tranquilizó Terese—. Lo mismo te digo yo. No le he contado mi historia a nadie, con excepción de mi psicólogo.
—Yo tampoco se la he contado a nadie —dijo Jack—. Ni siquiera a un psicólogo.
Aliviados tras haber confesado sus secretos más íntimos, Jack y Terese se pusieron a hablar de cosas más agradables.
A Terese, que se había criado en la ciudad, le sorprendió comprobar que Jack apenas conocía la zona y le prometió que cuando llegara la primavera de verdad lo llevaría a ver un lugar llamado The Cloisters.
—Te encantará —aseguró Terese.
—Estoy deseando ir —repuso Jack.