Sábado 23 de marzo de 1996, 08:30 AM
Fiel a su palabra, Terese había entrado en la habitación de Jack y lo había despertado varias veces durante la noche. Cada vez habían hablado unos minutos. Por la mañana, al despertarse, Jack se sintió desconcertado. Todavía estaba agradecido por las atenciones prodigadas por Terese, pero también se sentía turbado por la cantidad de cosas sobre sí mismo que le había revelado.
Mientras Terese preparaba el desayuno, se hizo patente que ella se sentía igualmente turbada. A las ocho y media se separaron, con gran alivio para ambos, frente al edificio de Terese. Ella se marchó a su estudio, donde la esperaba una sesión maratoniana, y Jack se dirigió a su apartamento.
Jack dedicó varias horas a poner en orden el desastre que habían organizado los Black Kings e incluso reparó lo mejor que pudo, con unas herramientas rudimentarias, la puerta destrozada.
Una vez recogido el apartamento, Jack se encaminó al depósito de cadáveres. Aquel fin de semana no le tocaba trabajar, pero quería dedicar más tiempo a las autopsias acumuladas cuyos informes todavía no había entregado. También quería comprobar si aquella noche había llegado algún caso infeccioso del Hospital General. Dado que la víspera se habían producido tres casos fulminantes de fiebre de las Montañas Rocosas en la sala de urgencias, temía lo que pudiera encontrarse al llegar al despacho.
Jack echaba de menos su bicicleta y pensó en comprarse otra. Cogió el metro para ir al trabajo, pero no le gustó. Tuvo que hacer trasbordo dos veces. El metro de Nueva York era muy cómodo para ir de norte a sur, pero ir de oeste a este era otra cosa completamente diferente.
A pesar de los transbordos, tuvo que caminar seis manzanas. Lloviznaba y no llevaba paraguas, por lo que cuando llegó al Instituto Forense, a mediodía, estaba calado.
Los fines de semana en el depósito de cadáveres eran muy diferentes a los días laborables, puesto que no había tanto jaleo. Jack atravesó la entrada principal y el recepcionista le abrió la puerta, dándole paso a la sala de identificación. En una de las salas había una abatida familia. Al pasar por delante Jack oyó sus sollozos.
Jack buscó la hoja de programación con la lista de médicos de guardia de aquel fin de semana y se alegró al comprobar que Laurie se encontraba entre ellos. También encontró la lista de casos que habían llegado durante la noche. La revisó y se llevó un gran disgusto al leer un nombre que le resultaba familiar. Nancy Wiggens había entrado a las cuatro de la madrugada con el diagnóstico provisional de fiebre de las Montañas Rocosas.
Encontró otros dos casos con el mismo diagnóstico: Valerie Schafer, de treinta y tres años, y Carmen Chávez, de cuarenta y siete. Jack supuso que eran los otros dos casos de la sala de urgencias del Hospital General de que le habían informado el día anterior.
Jack bajó por el ascensor y echó un vistazo en la sala de autopsias. Había dos mesas ocupadas. Jack no pudo distinguir quiénes eran los médicos, pero a juzgar por su estatura se imaginó que uno de ellos era Laurie.
Se puso la ropa de trabajo y el equipo protector y entró por el lavabo.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó Laurie al verlo—. Tendrías que estar divirtiéndote.
—Es que aquí es donde me lo paso mejor —repuso Jack. Se inclinó para ver la cara del paciente en que Laurie estaba trabajando y le dio un vuelco el corazón. Nancy Wiggens le devolvió una mirada gélida. Muerta parecía aún más joven que en vida.
Jack apartó la vista rápidamente.
—¿Conocías a esta mujer? —le preguntó Laurie. Su intuición había captado al instante la reacción de Jack.
—Vagamente —contestó él.
—Es terrible cuando el personal médico es víctima de las enfermedades de sus pacientes —comentó Laurie—. El paciente que he hecho antes era una enfermera que había atendido al paciente que hiciste tú ayer.
—Ya me lo imaginaba —dijo Jack—. ¿Y el tercer caso?
—Ha sido el primero que he hecho —explicó Laurie—. Era del almacén de suministros. No entiendo cómo pudo contagiarse.
—Dímelo a mí —dijo Jack—. He hecho otros dos casos del almacén de suministros. Uno con peste y el otro con tularemia. No entiendo nada.
—Será mejor que alguien lo averigüe pronto —advirtió Laurie.
—Estoy de acuerdo contigo —convino Jack. Luego señaló los órganos de Nancy y añadió—: ¿Qué has encontrado?
—Todo indica que es fiebre de las Montañas Rocosas —dijo Laurie—. ¿Te interesa verlo?
—Claro que sí.
Laurie dedicó un buen rato a enseñarle todos los hallazgos patológicos relevantes. Cuando concluyó su descripción, Jack señaló que eran idénticos a los que él había hallado en Lagenthorpe.
—Me pregunto cómo es posible que sólo enfermaran tres personas y con tal gravedad —dijo Laurie—. El intervalo entre la aparición de los síntomas y la hora de la muerte fue mucho más breve de lo normal. Eso me hace pensar que los microorganismos eran particularmente virulentos, pero, si lo eran, ¿cómo no se han afectado otros pacientes? Janice me ha dicho que según el hospital no ha habido más casos.
—Con las otras enfermedades ocurrió lo mismo —dijo Jack—. No me lo explico, como tampoco me explico otros muchos aspectos de estos brotes que me están volviendo loco.
Laurie consultó su reloj y le sorprendió la hora que era.
—Tengo que darme prisa —dijo—. Sal quiere marcharse pronto.
—Yo puedo ayudarte —se ofreció Jack—. Dile a Sal que ya puede marcharse.
—¿Lo dices en serio?
—Claro que sí.
Sal se alegró de poder salir un poco antes. Laurie y Jack trabajaban bien juntos y acabaron el caso rápidamente. Salieron juntos de la sala de autopsias.
—¿Qué te parece si vamos al comedor a picar algo? —propuso Laurie—. Invito yo.
—De acuerdo.
Se quitaron sus respectivos equipos de aislamiento y se metieron en sus correspondientes vestidores. Una vez vestido, Jack salió al pasillo y esperó a que apareciera Laurie.
—No hacía falta que me esperaras… —se interrumpió y luego añadió—: Tienes la mandíbula hinchada.
—Y no sólo eso. Jack le enseñó los dientes, y señaló el incisivo izquierdo. ¿Ves la muesca?
—Pues claro —dijo Laurie. Puso las manos en jarra y entrecerró los ojos. Parecía una madre enfadada frente a un niño travieso—. ¿Te has caído de la bicicleta?
—Ojalá —repuso Jack con una sonrisa triste, y procedió a contarle toda la historia, salvo la parte concerniente a Terese.
La expresión de Laurie pasó de falso enojo a incredulidad.
—Eso es extorsión —replicó, indignada.
—Supongo que sí, en cierto modo —convino Jack—. Pero no dejemos que nos estropee nuestro exquisito almuerzo.
Hicieron todo lo que pudieron con los dispensadores de comida del segundo piso. Laurie escogió sopa, y Jack, un bocadillo de ensalada de atún. Se llevaron la comida a una mesa y se sentaron.
—Cuanto más pienso en lo que acabas de contarme, más absurdo me parece —dijo Laurie—. ¿Cómo está tu apartamento?
—Hecho un desastre. Pero antes de que pasara esto no estaba mucho mejor, la verdad, de modo que no tiene importancia. Lo peor es que se llevaron mi bicicleta.
—Creo que deberías mudarte a otro sitio —sugirió Laurie—. De todas formas no deberías vivir allí.
—Sólo es la segunda vez que entran en mi apartamento —dijo Jack.
—Espero que no pretendas pasar la noche allí. ¡Qué deprimente!
—No, esta noche estoy ocupado —comentó Jack—. Tengo que enseñarles la ciudad a un grupo de monjas que vienen a visitarme.
Laurie se rió.
—Oye, mis padres dan una cena esta noche. ¿Te gustaría venir? Será más divertido que quedarte en tu devastado apartamento.
—Es muy amable por tu parte —agradeció Jack.
Aquella invitación lo cogía desprevenido, igual que la actitud de Terese la noche anterior. Jack estaba conmovido.
—Me gustaría mucho que vinieras conmigo —dijo Laurie—. ¿Qué me dices?
—No sé si te has dado cuenta de que no soy excesivamente sociable.
—Sí, ya lo sé —reconoció Laurie—. No quiero ponerte en un compromiso. Mira, no hace falta que me contestes ahora. La cena es a las ocho; si te decides a venir puedes llamarme media hora antes. Toma, mi teléfono. —Laurie lo anotó en una servilleta de papel y se lo dio.
—Me temo que no soy muy buen acompañante para una cena —dijo Jack.
—Bueno, como quieras —dijo Laurie—. La invitación sigue en pie. Y ahora, si me disculpas, tengo otros dos casos que hacer.
Jack se quedó donde estaba y Laurie se marchó. Aquella mujer le había impresionado desde el primer día, pero siempre había pensado en ella como una colega de gran talento y nada más. Ahora, sin embargo, de pronto la encontraba increíblemente atractiva, con sus rasgos angulosos, su suave cutis y su hermoso cabello castaño.
Laurie lo saludó con la mano antes de desaparecer por la puerta y Jack le devolvió el saludo. Se levantó, alterado, dejó su bandeja en el carro y se encaminó a su despacho. En el ascensor se preguntó qué le estaba pasando. Había tardado años en estabilizar su vida y ahora el capullo que tan bien había construido se le estaba deshaciendo.
Ya en su despacho, Jack se sentó ante su mesa y se frotó las sienes intentando tranquilizarse. Se estaba poniendo nervioso otra vez, y sabía que cuando se ponía nervioso podía ser muy impulsivo.
En cuanto se sintió capaz de concentrarse cogió la carpeta que tenía más cerca, la abrió de un golpe y se puso a trabajar.
A las cuatro de la tarde Jack había puesto al día gran parte del papeleo. Salió del Instituto Forense y cogió el metro. Sentado en el traqueteante vagón con los otros pasajeros, silenciosos como zombies, se dijo que tenía que comprarse otra bicicleta cuanto antes, pues viajar en metro como un topo no iba con él.
Al llegar a su casa no se entretuvo. Subió los escalones de dos en dos. Había un mendigo borracho dormido en el primer rellano, pero no le sorprendió. Pasó por encima del hombre y siguió su camino. El mejor remedio para los nervios era el ejercicio físico y, cuanto antes llegara a la pista de baloncesto, mejor.
Jack vaciló un momento ante la puerta de su apartamento. Le pareció que estaba tal como él la había dejado. Entreabrió la puerta y se asomó, comprobando que dentro no ocurría nada raro. Se dirigió hasta la cocina, con cierta inquietud, se asomó y sintió un gran alivio al ver que no había nadie.
Se fue a su dormitorio y cogió su equipo de baloncesto: pantalones de chándal holgados, camiseta y sudadera. Se cambió a toda prisa. Tras atarse los cordones de las zapatillas cogió una cinta para el pelo, una pelota y se marchó.
La tarde del sábado siempre era un gran acontecimiento en el patio, cuando el tiempo acompañaba. Habitualmente se presentaban entre veinte y treinta personas dispuestas a jugar, y aquel sábado no era una excepción. Hacía ya varias horas que había dejado de llover. Jack se acercó al campo y contó catorce personas esperando para jugar. Eso significaba que seguramente tendría que esperar más de dos partidos para entrar en algún equipo.
Jack saludó discretamente a varias personas que conocía. La etiqueta requería no exteriorizar emoción alguna. Se quedó un buen rato de pie junto a la banda y, cuando le pareció oportuno, preguntó quién entraba. Le dijeron que entraba David, a quien Jack conocía.
Jack se acercó a él, procurando ocultar las ganas que tenía de empezar a jugar.
—¿Entras tú? —preguntó Jack, fingiendo desinterés.
—Sí, me toca —contestó David, y se puso a hacer unos movimientos zigzagueantes que Jack había aprendido que servían para presumir. También había aprendido, por experiencia, a no imitarlos.
—¿Ya tienes cinco? —preguntó Jack.
David ya había elegido a su equipo, de modo que Jack tuvo que repetir el procedimiento con el tipo al que le tocaba entrar después de David. Era Spit, quien, afortunadamente para Jack, sólo tenía cuatro jugadores y, como conocía la habilidad de Jack para encestar desde más allá de la línea, accedió a incluirlo en su equipo.
Una vez asegurada su participación en el juego, Jack se fue con su pelota a una de las canastas laterales que no se utilizaban y empezó a calentar. Le dolía un poco la cabeza y también la mandíbula, pero por lo demás se encontraba mejor de lo que había imaginado. El estómago ya no le preocupaba en absoluto.
Mientras Jack ensayaba lanzamientos de falta, apareció Warren. Tras seguir el mismo proceso que había pasado Jack para entrar en un equipo, Warren se acercó a donde Jack estaba calentando.
—Hola, Doc, ¿cómo va? —preguntó Warren. Le arrebató la pelota de las manos y la lanzó al aro, atravesándolo limpiamente. Los movimientos de Warren eran sorprendentemente rápidos.
—Bien —respondió Jack, sabiendo que era la respuesta adecuada. En realidad, la pregunta de Warren no era más que un saludo disfrazado.
Estuvieron un rato lanzando, siguiendo un orden estricto. Primero lanzaba Warren hasta que fallaba, cosa que no pasaba a menudo. Luego Jack hacía lo mismo. Mientras uno lanzaba, el otro cogía los rebotes.
—Warren, dime una cosa —dijo Jack durante uno de sus turnos de lanzar—. ¿Has oído hablar de una banda que se llama Black Kings?
—Sí, creo que sí —contestó Warren. Devolvió la pelota a Jack después de que éste encestara uno de sus famosos tiros desde la línea—. Creo que son una pandilla de desgraciados de cerca del Bowery. ¿Por qué me lo preguntas?
—Es sólo curiosidad —mintió Jack, y lanzó otro tiro desde la línea. Se sentía en forma.
Warren atrapó la pelota en el aire después de que pasara por el aro, pero no se la devolvió a Jack, sino que se acercó hasta él con la pelota debajo del brazo.
—¿Curiosidad? ¿Qué quieres decir con eso? —preguntó, atravesando a Jack con su temible mirada—. Hasta ahora no habías sentido curiosidad por ninguna banda.
Jack también sabía que Warren era muy inteligente.
Estaba seguro de que si hubiera tenido la oportunidad habría sido médico, abogado o cualquier otro profesional.
—Es que vi a un tipo que tenía ese tatuaje en el brazo —dijo Jack.
—¿Estaba muerto? —preguntó Warren, que sabía a qué se dedicaba Jack.
—Todavía no —dijo Jack. Raras veces se arriesgaba a ser sarcástico con sus amigos del baloncesto, pero en esta ocasión se le había escapado.
Warren lo miró con cautela y siguió sujetando la pelota.
—¿Te quieres quedar conmigo o qué?
—Claro que no —repuso Jack—. Seré blanco, pero no soy idiota.
—¿Qué te ha pasado en la mandíbula? —preguntó Warren sonriendo.
A Warren no se le escapaba nada.
—Tropecé con un codo —dijo Jack—. Estaba en el lugar menos adecuado en el momento menos adecuado.
—Vamos a calentar uno contra uno —propuso Warren pasando la pelota a Jack—. Si no encestas pierdes la pelota.
Warren entró a jugar antes que Jack, pero a Jack también le llegó su turno y jugó bien. El equipo de Spit parecía imbatible, para gran pesar de Warren, que tuvo que jugar contra ellos en varias ocasiones. A las seis de la tarde Jack estaba agotado y completamente empapado.
Jack abandonó el campo, muy contento, cuando todos los demás se marcharon en masa para ir a cenar y para la clásica juerga del sábado por la noche. El campo de baloncesto se quedaría vacío hasta la tarde siguiente.
Uno de los mayores placeres de Jack era darse una larga ducha caliente después de jugar a baloncesto. Cuando terminó se puso ropa limpia, se dirigió a la cocina y abrió la nevera. El cuadro era deprimente: los Black Kings se habían bebido todas las cervezas. En cuanto a la comida, sólo tenía un trozo reseco de queso cheddar y dos huevos de dudosa antigüedad. Jack cerró la nevera. Al fin y al cabo, tampoco estaba tan hambriento.
En el salón, Jack se sentó en su raído sofá y cogió una revista de medicina. Su rutina de cada noche consistía en leer hasta las nueve y media o las diez y luego irse a la cama. Pero esa noche todavía estaba nervioso, a pesar del ejercicio físico, y no podía concentrarse.
Jack dejó a un lado la revista y se quedó contemplando la pared. Se sentía solo, y aunque se sentía solo prácticamente todas las noches, en aquel momento le pesaba más. No dejaba de pensar en Terese y en lo amable que había sido con él la noche anterior.
Movido por un impulso, Jack fue hasta su escritorio, cogió la agenda de teléfonos y marcó el número de Willow y Heath. No sabía si habría alguien en la centralita a aquellas horas, pero finalmente contestaron. Tras varias extensiones erróneas, Terese se puso al teléfono.
Con tono casual y con el pulso inexplicablemente acelerado, Jack le dijo que estaba pensando en ir a comer algo.
—¿Es una invitación? —preguntó Terese.
—Bueno —repuso Jack, vacilante—. Tal vez desees venir conmigo, si es que no has cenado ya.
—Es la invitación más tortuosa que me hacen desde que Marty Berman me invitó a la fiesta de fin de curso —dijo Terese riéndose—. ¿Sabes cómo lo hizo? Me preguntó: «¿Qué contestarías si te lo preguntase?».
—Creo que Marty y yo tenemos algunas cosas en común —comentó Jack.
—No creo —replicó Terese—. Marty era un enano flacucho. Pero en cuanto a la cena, tendré que dejarlo para otro día. Me encantaría verte, pero ya sabes que debemos cumplir con este plazo. Confiamos en poder tenerlo bajo control esta noche. Espero que comprendas.
—Por supuesto —afirmó Jack—. No hay problema.
—Llámame mañana —pidió Terese—. Tal vez a la tarde podamos ir a tomar un café o algo así.
Jack prometió llamarla y le deseó buena suerte. Cuando colgó se sentía más solo aún, por haber hecho un esfuerzo en mostrarse sociable al cabo de tantos años y haber sido rechazado.
Volvió a sorprenderse cuando buscó el número de Laurie y la llamó. Tratando de disimular con humor su nerviosismo, le dijo que el grupo de monjas que esperaba había cancelado el programa.
—¿Quieres decir que vendrás a cenar? —preguntó Laurie.
—Si estás de acuerdo —respondió Jack.
—Me encantará —afirmó Laurie.