Viernes 22 de marzo de 1996, 11:45 PM
Jack sintió un timbrazo que sonaba en su cabeza. Abrió los ojos lentamente y se encontró contemplando el techo de su cocina. Intentó levantarse, preguntándose qué hacía tendido en el suelo, pero al moverse sintió una punzada de dolor en la mandíbula que lo obligó a echarse de nuevo. Entonces se dio cuenta de que el timbrazo era intermitente y que no estaba en su cabeza: era el teléfono de la pared, que estaba justo encima de él.
Jack se dio la vuelta y, una vez boca abajo, se puso de rodillas. Era la primera vez que lo dejaban inconsciente de un puñetazo, y no podía creer que se sintiera tan débil.
Se palpó cuidadosamente la mandíbula y comprobó que, por fortuna, no tenía una herida abierta ni huesos rotos. A continuación se palpó el dolorido abdomen, con el mismo cuidado. Le dolía menos que la mandíbula, por lo que supuso que no tenía lesiones internas.
El teléfono seguía sonando con insistencia. Finalmente Jack extendió el brazo y lo descolgó. Mientras contestaba consiguió sentarse en el suelo, con la espalda pegada al armario de la cocina. Su voz le sonó extraña.
—¡Oh, no! Lo siento —dijo Terese al oír a Jack—. Estabas durmiendo. No debí llamar tan tarde.
—¿Qué hora es? —preguntó él.
—Son casi las doce. Todavía estamos en el estudio, y aquí a veces nos olvidamos de que el resto del mundo se acuesta a una hora normal. Quería preguntarte una cosa sobre la esterilización, pero ya te llamaré mañana. Lamento haberte despertado.
—La verdad es que estaba inconsciente en el suelo de la cocina —repuso Jack.
—¿Pero qué dices? —preguntó Terese.
—En serio. Cuando llegué a mi apartamento lo encontré completamente destrozado y, por desgracia, los intrusos todavía estaban aquí. Y por si fuera poco me dieron una paliza.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Terese, alarmada.
—Creo que sí —contestó Jack—. Pero me parece que tengo un diente roto.
—¿De verdad estabas inconsciente? —insistió Terese.
—Me temo que sí —afirmó Jack—. Todavía me siento un poco débil.
—Escucha —dijo Terese con vehemencia—. Quiero que llames inmediatamente a la policía. Voy para allá enseguida.
—Espera un momento —la atajó Jack—. En primer lugar, la policía no podrá hacer nada. ¿Qué quieres que hagan? Eran cuatro miembros de una banda, y en esta ciudad los hay a millones.
—No me importa, quiero que llames a la policía —repitió Terese—. Llegaré dentro de quince minutos.
—Terese, este barrio no es de los mejores de Nueva York —dijo Jack. Sabía que ella ya había tomado una decisión, pero aun así, insistió—. No hace falta que vengas. Estoy bien, en serio.
—No quiero oír ninguna excusa para no llamar a la policía —dijo Terese—. Sólo tardaré quince minutos.
La comunicación se cortó y Jack se quedó con el auricular en la mano. Terese había colgado.
Obediente, Jack marcó el 911 y dio el parte de lo ocurrido. Le preguntaron si se encontraba en peligro, y contestó que no. La operadora dijo que la patrulla no tardaría en llegar.
Jack se puso de pie con dificultad y caminó con paso vacilante hasta el salón. Buscó su bicicleta, pero entonces recordó vagamente que sus atacantes habían hablado de llevársela. Se fue al lavabo y se miró los dientes en el espejo. Como había sospechado al tocárselos con la lengua, tenía una pequeña muesca en el incisivo izquierdo. Twin debía de llevar un puño americano bajo sus guantes.
Para sorpresa de Jack la policía llegó al cabo de diez minutos. Había dos agentes, un afroamericano llamado David Jefferson y un latino, Juan Sánchez. Escucharon atentamente el relato de Jack, anotaron todos los detalles, incluida la desaparición de la bicicleta, y preguntaron a Jack si quería acompañarlos a la comisaría para echar un vistazo a las fotografías de varios miembros de bandas.
Jack rechazó la invitación. Sabía bien, gracias a Warren, que las bandas no temían a la policía, lo cual significaba que ésta no podía protegerlo de aquéllas, de modo que decidió no intentar identificar a los asaltantes. Pero al menos había cumplido la exigencia de Terese y podría cobrar el seguro de su bicicleta.
—Perdone, doctor —dijo David Jefferson antes de marcharse. Jack les había dicho que era médico forense—. ¿Cómo es que vive en este barrio? ¿No cree que se está buscando problemas?
—Siempre me hago la misma pregunta —repuso Jack.
Cuando la policía se hubo marchado, Jack cerró la puerta reventada y se quedó apoyado contra ella mientras contemplaba su apartamento. Tendría que sacar fuerzas de donde fuera para ordenarlo, pero de momento le parecía una tarea excesivamente dura.
Oyó unos golpes en la puerta y abrió. Era Terese.
—Oh, me alegro de que seas tú —saludó Terese al entrar en el apartamento. No bromeabas cuando me dijiste que este barrio no es de los mejores. Subir la escalera ha sido una experiencia traumatizante. Creo que si no me hubieras abierto la puerta tú mismo me habría puesto a gritar.
—Ya te lo advertí.
—Déjame verte —dijo Terese—. ¿Dónde hay buena luz?
—Elige tú —dijo Jack encogiéndose de hombros—. Quizás en el lavabo.
Terese arrastró a Jack hasta el cuarto de baño y le examinó la cara.
—Tienes un pequeño corte en la mandíbula.
—No me sorprende —dijo Jack, y le enseñó el diente roto.
—¿Por qué te han pegado? —preguntó Terese—. Espero que no te hayas hecho el héroe.
—Al contrario —dijo Jack—. Estaba completamente paralizado por el miedo. Me han golpeado por sorpresa. Evidentemente ha sido un aviso para que me aleje del Hospital General de Manhattan.
—Pero ¿de qué demonios estás hablando? —inquirió Terese.
Jack le contó todo lo que no había contado a la policía y le explicó por qué lo había hecho así.
—Todo esto es cada vez más increíble —reconoció Terese—. ¿Qué piensas hacer?
—La verdad es que no he tenido mucho tiempo para pensar en eso —repuso Jack.
—Bueno, yo te diré lo que vas a hacer —anunció Terese—. Vas a ir a urgencias.
—¡Ni hablar! —protestó Jack—. Me encuentro bien. Me duele la mandíbula, pero nada más.
—Te han dejado inconsciente —le recordó Terese—. Tendría que verte un médico. No hace falta serlo para saber eso.
Jack abrió la boca para protestar, pero no lo hizo; sabía que Terese tenía razón. Tenía que verlo un médico. Tras recibir un golpe en la cabeza lo bastante fuerte para dejarlo inconsciente, siempre existía la posibilidad de una hemorragia intracraneal. Debía someterse a un examen neurológico básico.
Jack recogió su chaqueta del suelo y siguió a Terese por la escalera hasta llegar a la calle. Caminaron hasta Columbus Avenue para coger un taxi.
—¿Adónde quieres ir? —preguntó Terese ya dentro del taxi.
—Creo que prefiero no ir al Hospital General —dijo Jack con una sonrisa—. Vamos al Uptown, al Columbia Presbyterian.
—Muy bien —dijo Terese. Dio la dirección al taxista y se acomodó en su asiento.
—Terese, te agradezco mucho que hayas venido hasta aquí —dijo Jack—. No hacía falta y desde luego no lo esperaba. Estoy conmovido.
—Tú habrías hecho lo mismo por mí —repuso ella.
¿Seguro?, se preguntó Jack. No lo sabía. Había sido un día muy desconcertante.
En la visita a la sala de urgencias no hubo sorpresas.
Tuvieron que esperar porque los médicos dieron prioridad a las personas que habían sufrido accidentes de tráfico, heridas de arma blanca e infartos, pero finalmente atendieron a Jack. Terese insistió en quedarse con él todo el tiempo y hasta lo acompañó a la sala de exploración.
Cuando el residente de urgencias se enteró de que Jack era médico forense, se empeñó en llevar a cabo una exploración neurológica. El residente de neurología examinó a Jack con extrema atención y, al acabar, declaró que su estado era excelente y que ni siquiera creía que estuviera indicada una radiografía, a no ser que Jack opinara lo contrario.
Jack estuvo de acuerdo con él.
—Lo que sí le recomiendo es que esta noche esté vigilado —indicó el residente de neurología. Se volvió hacia Terese y añadió—: Señora Stapleton, despiértelo de vez en cuando y compruebe si su comportamiento es normal. Vigile también que las pupilas conserven el mismo tamaño. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —contestó Terese.
Al salir del hospital, Jack comentó a Terese que le había sorprendido su naturalidad cuando el neurólogo se había dirigido a ella llamándola «señora Stapleton».
—Pensé que si lo corregía se sentiría violento —explicó Terese—. Pero voy a tomarme muy en serio sus consejos. Vas a venir a casa conmigo.
—Terese… —se quejó Jack.
—¡No me discutas! —ordenó Terese—. Ya has oído al doctor. De ninguna forma voy a permitir que vuelvas a ese antro tuyo esta noche.
Las leves punzadas en la cabeza y el dolor en la mandíbula y el estómago no le permitieron oponer resistencia.
—Está bien —accedió Jack—. Pero esto sobrepasa con mucho tus obligaciones.
Jack se sentía sinceramente agradecido mientras subía en el ascensor del distinguido edificio de Terese. Nadie había sido tan amable con él como Terese desde hacía muchos años. Ahora, considerando la preocupación y la generosidad de aquella mujer, sentía que la había juzgado mal.
—Tengo una habitación de huéspedes que seguro que te resultará cómoda —dijo ella mientras recorrían un pasillo alfombrado—. Siempre que algún amigo viene a visitarme me cuesta librarme de él.
El apartamento de Terese era sencillamente perfecto. Jack se sorprendió del orden reinante. Hasta las revistas estaban dispuestas cuidadosamente en la mesa de café, como si Terese estuviera esperando a un fotógrafo del Architectural Digest.
La habitación de huéspedes era original, con cortinas, alfombra y colcha de tela estampada con flores a juego.
Jack bromeó diciendo que esperaba no desorientarse, porque le costara trabajo encontrar la cama.
Tras entregar a Jack una caja de aspirinas, Terese le indicó dónde estaba la ducha y lo dejó a solas. Jack se duchó, se puso el albornoz que ella le había dado y asomó la cabeza por la puerta del salón. Terese estaba sentada en el sofá, leyendo. Se le acercó y se sentó frente a ella.
—¿No piensas acostarte? —preguntó.
—Quería asegurarme de que te encontrabas bien —contestó ella. Se inclinó para mirarlo fijamente a los ojos—. Creo que tus pupilas no han variado de tamaño.
—Yo también —dijo Jack, y se rió—. Te estás tomando muy en serio las indicaciones del médico.
—Ya lo creo —aseguró ella—. Y vendré a despertarte, así que prepárate.
—Está bien, no pienso discutir contigo —dijo Jack.
—¿Cómo te sientes, en general?
—¿Física o mentalmente?
—Mentalmente. Físicamente ya lo veo.
—Para ser franco, esta experiencia me ha asustado —admitió Jack—. Sé lo bastante sobre esas bandas para tenerles miedo.
—Por eso quería que llamaras a la policía.
—No lo entiendes —replicó él—. En realidad la policía no puede ayudarme. Mira, ni siquiera me he molestado en decirles el que posiblemente sea el nombre de la banda, ni el nombre de pila de los intrusos. Aunque la policía los cogiera, lo único que haría sería darles un par de bofetadas. Volverían a las calles en menos que canta un gallo.
—¿Y qué piensas hacer? —preguntó Terese.
—Supongo que no volveré a pisar el Hospital General —dijo Jack—. Al parecer eso es lo que quieren. Hasta mi propio jefe me dijo que no me acercara más por allí. Supongo que puedo hacer mi trabajo sin volver al hospital.
—Me alivia saberlo —admitió Terese—. Temía que intentaras hacerte el héroe y tomarte la advertencia como un reto.
—Ya me lo has dicho antes. Pero no te preocupes, no soy ningún héroe.
—¿Qué me dices de esa costumbre tuya de pasear en bicicleta por toda la ciudad? —preguntó Terese—. ¿Y pasar por el parque de noche? ¿Y qué me dices de vivir donde vives? Si quieres que te diga la verdad, me preocupas. Me preocupa que no te importe el peligro o que juegues con él. ¿De cuál de las dos cosas se trata?
Jack escudriñó los ojos azul pálido de Terese. Le estaba formulando preguntas que él evitaba sistemáticamente. Las respuestas eran demasiado personales. Pero después de la preocupación que había demostrado esa noche y lo mucho que se había esforzado por él, sentía que Terese merecía alguna explicación.
—Supongo que he estado jugando con el peligro —reconoció por fin.
—¿Puedo preguntarte por qué?
—Supongo que porque no me preocupa demasiado la muerte —contestó Jack—. De hecho, hubo un tiempo en que pensaba que la muerte sería un gran alivio. Hace unos años tuve problemas de depresión, e imagino que nunca me libraré de ella totalmente.
—Te entiendo perfectamente —dijo Terese—. Yo también he tenido problemas de depresión. ¿Te importa que te pregunte si la tuya estaba relacionada con algún hecho en particular?
Jack se mordió la parte interna del labio. Se sentía incómodo hablando de aquellos temas, pero ahora que había empezado era difícil volverse atrás.
—Mi esposa murió —logró decir Jack, pero no consiguió mencionar a sus hijas.
—Lo siento —dijo Terese con sinceridad. Hizo una pausa y luego añadió—: Mi depresión se debió a la muerte de mi único hijo.
Jack apartó la cabeza. La confesión de Terese hizo que inmediatamente le brotaran las lágrimas. Respiró hondo y luego volvió a mirar a aquella complicada mujer. Era una ejecutiva feroz, de eso estaba seguro desde el día que la conoció. Pero ahora sabía que había algo más.
—Creo que tenemos algo más en común aparte de que no nos gustan las discotecas —dijo Jack en un intento de aligerar la atmósfera.
—Creo que los dos hemos sufrido emocionalmente —sugirió Terese. Y los dos nos hemos entregado plenamente a nuestras carreras.
—Eso ya no es tan cierto en mi caso —puntualizó Jack—. Yo no estoy tan entregado a mi carrera como lo estuve en otro tiempo, ni como creo que lo estás tú. Los cambios que ha experimentado la medicina me han privado en parte de eso.
Terese se levantó y Jack la imitó. Estaban de pie, lo bastante cerca para sentir la proximidad física.
—Me parece que a los dos nos da miedo el compromiso afectivo —dijo Terese—. Creo que los dos estamos heridos.
—En eso también estoy de acuerdo —convino Jack.
Terese se besó las yemas de los dedos y luego acarició suavemente los labios de Jack.
—Vendré a despertarte dentro de unas horas. Así que prepárate.
—Lamento hacerte pasar por todo esto —se disculpó Jack.
—Me encanta hacerte un poco de madre —repuso ella—. Que duermas bien.
Se separaron, y Jack se dirigió a la habitación de huéspedes pero, antes de llegar a la puerta, Terese le dijo:
—Una pregunta más. ¿Por qué vives en ese espantoso cuchitril?
—Supongo que porque no creo que merezca ser tan feliz —contestó Jack.
Terese reflexionó unos instantes y luego sonrió.
—Bueno, no debí imaginar que lo entendería todo. Buenas noches.
—Buenas noches.