Miércoles, 20 de marzo de 1996, 09:45 AM
Nueva York
Terese Hagen se paró en seco y miró la puerta cerrada de la cabaña. Así llamaban a la sala de reuniones principal debido a que su interior era una reproducción de la cabaña que Taylor Heath tenía en el lago Squam, en los bosques de New Hampshire. Taylor Heath era el director ejecutivo, o CEO en la jerga laboral, de la agencia de publicidad Willow y Heath, una empresa relativamente nueva que amenazaba con irrumpir en las enrarecidas filas de los grandes clanes de la publicidad.
Tras asegurarse de que nadie la veía, Terese se acercó a la puerta y pegó la oreja contra ella. Oyó voces.
Con el pulso acelerado, Terese recorrió el pasillo a toda prisa hasta llegar a su despacho. Nunca tardaba demasiado en ponerse nerviosa. Sólo llevaba cinco minutos en el despacho y su corazón ya latía violentamente. No le gustaba la idea de que se estuviera celebrando una reunión sobre la que ella no sabía nada en la cabaña, el dominio habitual del CEO. Como directora creativa de la empresa, consideraba que tenía que estar al tanto de todo lo que ocurría.
El problema era que estaban sucediendo muchas cosas. Taylor Heath había sorprendido a todos el mes anterior con su anuncio de que pensaba retirarse como CEO y nombrar a Brian Wilson, en ese momento el presidente, para que lo sucediera en el cargo. Eso planteaba un gran interrogante: quién sería el sucesor de Wilson. Terese tenía posibilidades de ascenso, de eso no cabía duda, pero también las tenía Robert Barker, el director ejecutivo de cuentas de la empresa. También había que tener en cuenta la preocupante posibilidad de que Taylor decidiera contratar a alguien ajeno a la empresa.
Terese se quitó el abrigo y lo metió de cualquier manera en el armario. Su secretaria, Marsha Devons, estaba hablando por teléfono, de modo que Terese corrió hacia su escritorio y examinó la superficie en busca de algún mensaje revelador; pero no vio nada excepto un montón de mensajes telefónicos sin ninguna relación.
—Hay una reunión en la cabaña —gritó Marsha desde la otra habitación cuando hubo colgado el teléfono.
Apareció en el umbral; era una mujer menuda con el cabello negro como el azabache. Terese le tenía gran aprecio porque era inteligente, eficiente e intuitiva, todas ellas virtudes de las que carecían las cuatro secretarias de los años anteriores. Terese era muy estricta con sus ayudantes, pues les exigía tanto sacrificio y competencia como a ella misma.
—¿Por qué no me has llamado a casa? —preguntó Terese.
—Te he llamado, pero ya habías salido —contestó Marsha.
—¿Quién está en esa reunión? —gruñó Terese.
—Ha sido convocada por la secretaria del señor Heath —explicó Marsha—. No especificó quién iba a participar, sólo dijo que habían solicitado tu presencia.
—¿Hizo algún comentario sobre el tema de la reunión? —preguntó Terese.
—No —se limitó a decir Marsha.
—¿Cuándo ha empezado?
—El aviso ha llegado a las nueve —dijo Marsha.
Terese cogió violentamente el auricular de su teléfono y marcó el número de Colleen Anderson, la directora artística de más confianza de Terese, que estaba al frente de un equipo para la cuenta del National Health Care.
—¿Sabes algo de esa reunión que hay en la cabaña? —preguntó Terese en cuanto Colleen contestó la llamada.
Colleen no sabía nada, sólo que se estaba celebrando.
—¡Maldita sea! —exclamó Terese al colgar.
—¿Hay algún problema? —preguntó Marsha, solícita.
—Si Robert Barker lleva todo este tiempo ahí dentro con Taylor, te aseguro que hay un problema —dijo Terese—. Ese gilipollas nunca desaprovecha una ocasión para perjudicarme.
Terese volvió a agarrar el teléfono y marcó de nuevo la extensión de Colleen.
—¿Cómo va lo del National Health? ¿Tenemos ya algún boceto o algo que pueda enseñar?
—Me temo que no —repuso Colleen—. Hemos estado exprimiéndonos el cerebro, pero no nos ha salido nada con garra, nada que pueda gustarte. Estoy buscando una idea brillante.
—Bueno, pues reúne a tu equipo y ponlo a trabajar. Tengo la impresión de que lo del National Health puede traerme problemas.
—Aquí nadie se ha dormido en los laureles —repuso Colleen—, eso te lo aseguro.
Terese colgó sin despedirse. Cogió su bolso, recorrió el pasillo hasta el lavabo de señoras y se plantó delante del espejo. Se arregló un poco la maraña de relucientes y prietos rizos y luego se aplicó un poco de carmín y de colorete.
Se alejó un poco del espejo y se examinó. Afortunadamente se había puesto uno de sus trajes favoritos. Era un traje azul oscuro de gabardina de lana, muy austero, que se ajustaba a su estrecha figura como una segunda piel.
Satisfecha con su aspecto, Terese corrió hacia la puerta de la cabaña. Respiró hondo, agarró el pomo de la puerta, lo hizo girar y entró en la sala de reuniones.
—Ah, señorita Hagen —dijo Brian Wilson al tiempo que consultaba su reloj. Estaba sentado a la cabecera de una mesa rústica de madera maciza que dominaba la sala—. Veo que ahora hace horario de banquero.
Brian era un hombre bajito con una calva incipiente, que en vano intentaba ocultar peinándose el cabello de lado. Como de costumbre, iba ataviado con una camisa blanca y corbata, el nudo suelto, que le daba la apariencia de un editor de periódico agobiado. Para completar el aspecto de periodista, llevaba la camisa arremangada por encima de los codos y un lápiz Dixon amarillo sobre la oreja derecha.
A pesar de aquel malicioso comentario, a Terese le caía bien Brian, y lo respetaba. Era un buen administrador. Tenía un particular estilo despectivo, pero también era muy exigente consigo mismo.
—Ayer me quedé en el despacho hasta la una de la madrugada —aclaró Terese—. De todos modos, habría llegado puntualmente a la reunión, sin duda, si alguien hubiera tenido la amabilidad de comunicarme que se había convocado.
—Ha sido una reunión improvisada —intervino Taylor.
Estaba de pie cerca de la ventana, de acuerdo con su estilo de dirección laissez faire. Le gustaba quedarse al margen del grupo, como un dios del Olimpo, observando cómo sus semidioses y sus meros mortales tomaban las decisiones.
Taylor y Brian eran, en muchos aspectos, completamente antagónicos. Brian era bajo, y Taylor alto. Brian empezaba a quedarse calvo, y Taylor tenía una densa cabellera plateada. Brian recordaba al columnista siempre agobiado por el trabajo, y Taylor era la viva imagen de la sofisticada tranquilidad y el esplendor en el vestir. Sin embargo, nadie ponía en duda los amplios conocimientos de Taylor acerca del negocio y su excelente habilidad para mantener objetivos estratégicos pese a la amenaza diaria de desastres tácticos y las controversias.
Terese se sentó a la mesa, justo enfrente de su rival, Robert Barker. Era un hombre alto, de rostro delgado, con los labios finos, que en su vestimenta parecía inspirarse en Taylor. Iba siempre muy elegante, con sus trajes de seda oscuros y sus corbatas también de seda de colores vivos. Las corbatas eran su sello personal. Terese no recordaba haberlo visto jamás en dos ocasiones con la misma corbata.
Junto a Robert estaba Helen Robinson, cuya presencia hizo que el acelerado corazón de Terese latiera incluso un poco más deprisa. Helen trabajaba a las órdenes de Robert; era la ejecutiva de cuentas encargada específicamente de los asuntos del National Health. Tenía veinticinco años y era sumamente atractiva, con una fabulosa melena castaña que caía en cascada sobre sus hombros, el cutis bronceado incluso en el mes de marzo y unas facciones llenas y sensuales. Entre su inteligencia y su aspecto físico constituía un adversario formidable.
También Phil Atkins, el director financiero, estaba sentado a la mesa, y Carlene Desalvo, directora de programación. Phil era un hombre impecable y meticuloso, con su eterno traje de tres piezas y sus gafas de montura metálica. Carlene era una mujer inteligente y regordeta que iba siempre vestida de blanco. A Terese le sorprendió ligeramente verlos a los dos en la reunión.
—Tenemos un grave problema con la cuenta del Nacional Health —explicó Brian—. Por eso hemos convocado esta reunión.
A Terese se le formó un nudo en la garganta. Miró de soslayo a Robert y detectó una leve pero irritante sonrisa en su rostro. Terese habría dado cualquier cosa por haber estado allí desde el inicio de la reunión; de ese modo se habría enterado de todo lo que habían dicho.
Terese era consciente de que había problemas con el National Health. La empresa había solicitado una presentación el mes anterior, lo cual significaba que Willow y Heath tenían que diseñar una nueva campaña publicitaria si querían conservar el cliente, y todos sabían que tenían que conservar el cliente. La cuenta del National Health había crecido en poco tiempo hasta los cuarenta millones anuales y seguía aumentando. La publicidad de las empresas de salud iba en aumento y, con suerte, cubriría el vacío que habían dejado los cigarrillos.
Brian se giró hacia Robert.
—¿Podrías poner a Terese al corriente de los últimos acontecimientos? —preguntó.
—Le cedo la palabra a mi fiel ayudante, Helen —dijo Robert, y dedicó a Terese una de sus irónicas sonrisas.
—Como ya sabéis —comenzó a decir Helen inclinándose—, el National Health ha manifestado ciertos recelos acerca de su campaña publicitaria. Desgraciadamente, su insatisfacción ha aumentado. Precisamente ayer recibieron las cifras del último período de suscripciones, y los resultados eran bastante malos. AmeriCare sigue quitándoles mercado en la zona metropolitana de Nueva York, y eso después de construir el nuevo hospital, es un golpe terrible para ellos.
—¿Y le echan la culpa de eso a nuestra campaña de anuncios? —soltó Terese—. Es absurdo. Compraron un espacio muy pequeño para nuestro anuncio de sesenta segundos. Eso fue una equivocación.
—Puede que tú opines así —repuso Helen con tranquilidad—, pero desde luego el National Health no piensa lo mismo.
—Ya sé que estás orgullosa de tu campaña «La atención sanitaria de la era moderna», y es un buen eslogan —intervino Robert—, pero el caso es que el National Health está perdiendo mercado desde que se inició la campaña. Estas últimas cifras concuerdan con la tendencia anterior.
—El anuncio de sesenta segundos ha sido nominado para los premios Clio —contraatacó Terese—. Es un anuncio excelente y creativo. Estoy orgullosa de mi equipo por haberlo ideado.
—Es lógico que estés orgullosa —admitió Brian—. Pero lo que cree Robert es que al cliente no le interesa que nos den un Clio. Y no olvides la célebre frase de la agencia Benton and Bowles: «Si no vende, no es creativo».
—Eso es igual de absurdo —saltó Terese—. La campaña es perfectamente sólida. Lo que pasa es que los de cuentas no convencieron al cliente para que comprara el espacio adecuado. Como mínimo debería haber aparecido en diversas emisoras locales.
—Con todos mis respetos, habrían comprado más tiempo si les hubiera gustado el anuncio —dijo Robert—. Ni siquiera creo que comulgaran con esa idea de «ellos contra nosotros», la medicina antigua contra la medicina moderna. A ver si me explico, era divertido, pero no sé si estaban convencidos de que la audiencia asociaría verdaderamente los métodos antiguos con la competencia del Nacional Health Care y, en particular, con AmeriCare. Mi opinión es que a la mayoría de la gente se le escapaba el mensaje.
—Lo que importa es tu opinión de que el National Health Care tiene en mente un tipo de publicidad muy concreta —intervino Brian—. Explícale a Terese lo que me has contado antes de que ella llegara.
—Es muy sencillo —dijo Robert mostrando las palmas de las manos. Lo que quieren son «cabezas parlantes», contando experiencias de pacientes reales, o un locutor célebre. Les tiene sin cuidado que su anuncio gane o un Clio o cualquier otro premio. Quieren resultados. Quieren ganar mercado, y yo deseo conseguírselo.
—¿Me estáis diciendo que Willow y Heath quiere darle la espalda a sus éxitos y convertirse en un mero distribuidor automático? —preguntó Terese—. Estamos a punto de ser una de las empresas de las altas esferas. ¿Y cómo hemos llegado hasta aquí? Hemos llegado hasta aquí haciendo anuncios de calidad. Nos hemos puesto a la altura de Doyle DaneBernback. Si empezamos a permitir que los clientes nos obliguen a volvernos baratos, estamos perdidos.
—Creo que nos encontramos ante el clásico conflicto entre el ejecutivo de cuentas y el creativo —dijo Taylor interrumpiendo la discusión, cada vez más acalorada—. Robert, tú crees que Terese es una niña encaprichada que pretende prescindir del cliente. Terese, tú crees que Robert es el típico pragmático de escasas miras dispuesto a pasar por encima de lo que haga falta. El problema consiste en que los dos tenéis razón y que al mismo tiempo los dos os equivocáis. Tenéis que utilizaros el uno al otro, como un buen equipo. Dejad de pelearos y encargaros de solucionar el problema que se os presenta.
Por un momento se quedaron callados. Había hablado Zeus, y todos sabían que seguía el rumbo previsto, como de costumbre.
—Está bien —dijo Brian por fin—. La realidad es ésta: el National Health es un cliente vital para nuestra estabilidad a largo plazo. Hace unos treinta días solicitó una presentación que nosotros esperábamos para dentro de un par de meses. Ahora dicen que la quieren la semana que viene.
—¡La semana que viene! —exclamó Terese—. Dios mío. Diseñar una nueva campaña y lanzarla lleva varios meses.
—Ya sé que eso requiere un gran esfuerzo para los creativos —admitió Brian—. Pero la realidad es que aquí manda el National Health. El problema es que, después de nuestro lanzamiento, si no están satisfechos, buscarán otras propuestas. Entonces la cuenta quedará libre, y no hace falta que os recuerde que esos gigantes de la sanidad van a ser la mina de la publicidad de la próxima década. Todas las agencias están interesadas.
—Como director financiero creo que debería dejar claro lo que supondría la pérdida de la cuenta del National Health para nuestro balance —intervino Phil Atkins—. Tendremos que posponer nuestra reestructuración porque no tendremos el capital suficiente para recuperar nuestros depósitos.
—Evidentemente, todos queremos impedir la pérdida de esa cuenta —dijo Brian.
—No sé si podremos preparar un lanzamiento para la semana que viene —advirtió Terese.
—¿Tienes algo que puedas enseñarnos? —preguntó Brian.
Terese negó con la cabeza.
—Algo debes de tener —dijo Robert—. Tengo entendido que tu equipo está trabajando en ello. —La sonrisa había vuelto a aparecer en las comisuras de sus labios.
—Claro que tengo un equipo trabajando en la campaña del National Health —repuso Terese—, pero de momento no hemos tenido ninguna idea brillante. No olvidéis que creíamos que contábamos con varios meses más.
—Quizá deberías contratar a personal de refuerzo —sugirió Brian—. Pero eso lo dejo a tu juicio. —Se dirigió al resto del grupo y añadió—: De momento suspenderemos la reunión, hasta que los creativos tengan algo que enseñarnos. —Se levantó, y todos los demás lo imitaron.
Terese, aturdida, salió de la cabaña dando tumbos y bajó al estudio principal de la agencia, situado en el piso de abajo.
Willow y Heath no había seguido la moda iniciada durante los años setenta y ochenta, cuando las empresas de publicidad de Nueva York se dispersaron por diversas zonas modernas de la ciudad, como Tribeca y Chelsea. La agencia volvió a la clásica Madison Avenue y ocupó varias plantas de un edificio de tamaño modesto.
Terese encontró a Colleen sentada ante su mesa de dibujo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Colleen—. Estás pálida.
—Tenemos problemas —dijo Terese.
Colleen fue la primera persona contratada por Terese. Era su directora artística de mayor confianza. Se llevaban estupendamente, tanto en el trabajo como fuera de él. Colleen era una pelirroja de cutis blanco como la leche con la nariz respingona y salpicada de pálidas pecas. Tenía los ojos de un azul frío, de un tono mucho más intenso que los de Terese. Le gustaba ponerse sudaderas holgadas que curiosamente acentuaban su envidiable figura, en lugar de ocultarla.
—A ver si lo adivino —dijo Colleen—. El National Health ha adelantado el plazo para la presentación.
—¿Cómo lo has sabido?
—Intuición —repuso Colleen—. Tú has dicho que había problemas, y ése es el peor que podría ocurrírseme.
—Robert y Helen, la parejita, han anunciado que AmeriCare sigue arrebatándole mercado al National Health a pesar de nuestra campaña.
—¡Maldita sea! —exclamó Colleen—. La campaña es buena, y el anuncio de sesenta segundos es genial.
—Eso lo sabemos nosotras dos —dijo Terese—. El problema es que no se ha mostrado lo suficiente. Tengo la incómoda sospecha de que Helen pasó por encima de nosotras y los disuadió de contratar los doscientos o trescientos puntos de televisión que tenían pensados al principio. Eso habría sido saturación. Sé que habría funcionado.
—Me dijiste que habías tocado todos los registros para garantizar que el National Health ganaba mercado —dijo Colleen.
—Lo hice —contestó Terese—. He hecho todo lo que se me ha ocurrido, y más. Mira, es mi mejor anuncio de sesenta segundos. Tú misma me lo dijiste.
Terese se frotó la frente. Empezaba a dolerle la cabeza. Se notaba el pulso golpeándole en las sienes.
—No te apures, puedes contarme las malas noticias —dijo Colleen. Dejó el lápiz con que estaba dibujando y se volvió para mirar a Terese—. ¿Cuál es el nuevo plazo?
—El National Health quiere lanzar una nueva campaña la semana que viene.
—¡Dios mío! —exclamó Colleen.
—¿Qué tenemos de momento? —preguntó Terese.
—No gran cosa.
—Debes de tener algunos dibujos preliminares —dijo Terese—. Ya sé que últimamente no te he hecho mucho caso, porque se cumplían los plazos con otros tres clientes. Pero has tenido un equipo trabajando en esto durante casi un mes.
—Hemos celebrado infinidad de sesiones de estrategia —explicó Colleen—. No hemos dejado de exprimirnos el cerebro, pero no se nos ha ocurrido nada interesante. No hay nada que nos haya convencido. Verás, creo que sé lo que buscas.
—Bueno, quiero ver lo que tienes —dijo Terese—. No me importa que sólo sean bocetos preliminares. Quiero ver lo que ha estado haciendo el equipo. Y quiero verlo hoy mismo.
—Está bien —aceptó Colleen sin entusiasmo—. Reuniré a mi gente.