Viernes 22 de marzo de 1996, 09:00 PM
Jack se había empeñado en quedarse a trabajar hasta tarde. Para complacerlo, Chet le había llevado comida de un restaurante chino a fin de que pudiera continuar su tarea.
A Jack le molestaba interrumpir un trabajo una vez que había empezado. A las ocho y media telefoneó Colleen, preguntando dónde se habían metido. Chet tuvo que regañar a Jack para conseguir que dejara su microscopio y guardara su bolígrafo.
El siguiente problema con que se enfrentaron fue la bicicleta de Jack. Tras una larga discusión acordaron que Chet cogería un taxi y Jack iría en su bicicleta, como hacía siempre, y se encontrarían frente a Willow y Heath.
Un portero nocturno les abrió la puerta y les hizo firmar en el registro. Montaron en el único ascensor que funcionaba y Jack apretó, decidido, el botón del undécimo piso.
—Así que es verdad que ya has estado aquí —dijo Chet.
—Ya te lo dije —repuso Jack.
—Creí que me tomabas el pelo.
Cuando se abrieron las puertas Chet se quedó tan sorprendido como Jack la noche anterior. El estudio estaba en plena actividad, como si fueran las nueve de la mañana en lugar de las nueve de la noche.
Los dos hombres se quedaron unos minutos de pie observando el bullicio, pero nadie les prestó atención.
—Vaya fiesta de bienvenida —comentó Jack.
—Quizá debería decirles alguien que ya es hora de marcharse —dijo Chet.
Jack se asomó al despacho de Colleen. Las luces estaban encendidas, pero no había nadie dentro. Se dio la vuelta y reconoció a Alice trabajando, muy concentrada, en su mesa de dibujo. Se acercó hasta ella, pero Alice no levantó la vista.
—¿Disculpe? —dijo Jack. Alice estaba tan abstraída que a Jack le supo mal molestarla—. ¡Hola!
Por fin Alice levantó la cabeza y, al ver a Jack, lo reconoció inmediatamente.
—¡Oh, lo siento! —exclamó y se secó las manos con una toalla—. ¡Bienvenidos! —Por un momento se mostró cohibida, pero luego hizo señas a los dos para que la siguieran—. Venid conmigo. Me han pedido que os lleve al circo.
—¡Oh! —dijo Chet—. Eso no suena nada bien. Deben de creer que somos cristianos.
—En el circo sacrifican a los creativos, no a los cristianos —explicó Alice sonriendo.
Terese y Colleen los saludaron con sendos besos aéreos: un leve roce de mejillas acompañado de un chasquido con los labios. Era un rito que a Jack le hacía sentirse decididamente incómodo.
Terese puso manos a la obra enseguida. Hizo sentar a los hombres ante la mesa mientras ella y Colleen empezaban a ponerles secuencias de dibujos delante, explicando con detalle lo que representaban.
Tanto Jack como Chet lo encontraron divertido desde el principio, sobre todo las graciosas secuencias en que Oliver Wendell Holmes y Joseph Lister visitaban el hospital del National Health e inspeccionaban el protocolo de lavado de manos del hospital. Al final de cada anuncio, esos personajes famosos de la historia de la medicina comentaban el escrupuloso seguimiento de sus enseñanzas por parte del hospital del National Health en comparación con el «otro» hospital.
—Bueno, ya lo habéis visto todo —dijo Terese tras explicar y retirar el último dibujo—. ¿Qué os parece, chicos?
—Son muy ingeniosos —reconoció Jack—. Y seguramente efectivos. Pero no creo que merezca la pena gastar tanto dinero en ellos.
—Pero tratan de temas relacionados con la calidad de la atención médica —dijo Terese poniéndose a la defensiva.
—Remotamente —apuntó Jack—. Sería más justo para los clientes del National Health que el dinero que se va a gastar en estos anuncios se invirtiera en atención médica real.
—Pues a mí me encantan —dijo Chet—. Son originales y sumamente graciosos. Los encuentro fantásticos.
—Supongo que el «otro» hospital se refiere a la competencia —dijo Jack.
—Ciertamente —afirmó Terese—. Nos pareció que sería de mal gusto mencionar al Hospital General por su nombre, sobre todo con los problemas que tiene actualmente.
—Sus problemas están empeorando —comentó Jack—. Han tenido un brote de otra grave enfermedad. Ya van tres en tres días.
—¡Dios mío! —exclamó Terese—. Es espantoso. Espero que la prensa se entere, ¿o es que va a ser un secreto?
—No sé por qué insistes tanto en eso —dijo Jack secamente—. Es imposible que se mantenga en secreto.
—Se mantendría en secreto si AmeriCare pudiera —repuso Terese acaloradamente.
—Pero ¿qué os pasa? ¿Ya os estáis peleando otra vez? —intervino Chet.
—Es la discusión de siempre —explicó Terese—. No entiendo cómo Jack no se da cuenta de que su obligación como funcionario es hacer saber a la prensa, y al público en general, lo que está ocurriendo en ese hospital.
—Ya te he dicho que me han comunicado específicamente que no es asunto mío —se defendió Jack.
—¡Un momento! ¡Tiempo! —exclamó Chet—. Mira, Terese, Jack tiene razón. Nosotros no podemos acudir personalmente a la prensa. Eso es asunto del jefe, a través del departamento de relaciones públicas. Pero Jack no se ha quedado de brazos cruzados en este asunto. Hoy mismo ha ido al Hospital General y les ha insinuado abiertamente que estos últimos brotes infecciosos no son naturales.
—¿Qué quieres decir con eso de que no son «naturales»? —preguntó Terese.
—Exactamente eso —dijo Chet—. Si no son naturales, entonces son deliberados. Alguien los está provocando.
—¿Es verdad? —preguntó Terese a Jack con aire perplejo.
—Es una idea que me ha pasado por la cabeza —admitió Jack—. Me cuesta explicarme científicamente qué está pasando en ese hospital.
—¿Y por qué haría alguien una cosa así? —se preguntó Chet—. Es absurdo.
—¿Sí? —dijo Jack.
—¿No podría ser obra de un loco? —sugirió Colleen.
—Lo dudo mucho —respondió Jack—. No podría hacerlo cualquier aficionado. Es muy peligroso manejar esos microorganismos. Una de las víctimas del último brote es un técnico de laboratorio.
—¿Y un empleado contrariado? —apuntó Chet—. Alguien con los conocimientos necesarios y que estuviera resentido por algún motivo.
—Esa hipótesis me parece más probable que la de un loco —admitió Jack—. De hecho, el director del laboratorio del hospital está descontento con la dirección del hospital. Lo sé porque me lo contó él personalmente. Ha tenido que prescindir del veinte por ciento de su plantilla.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Colleen—. ¿Crees que podría ser él?
—La verdad es que no —contestó Jack—. Francamente, todas las sospechas irán dirigidas al director del laboratorio. Ha adoptado una actitud defensiva, pero no es estúpido. Creo que si esta serie de enfermedades se ha producido deliberadamente tiene que ser por algún motivo más venal.
—¿Como qué? —dijo Terese—. Creo que estamos desvariando.
—Puede ser —dijo Jack—. Pero no podemos olvidar que AmeriCare es, ante todo, un negocio. Hasta sé algo acerca de su filosofía. Creedme, está orientada fundamentalmente a los beneficios.
—¿Insinúas que AmeriCare podría estar produciendo enfermedades en su propio hospital? —preguntó Terese con incredulidad—. Eso no tiene sentido.
—Sólo pienso en voz alta —explicó Jack—. Supongamos, por el simple placer de teorizar, que esas enfermedades han sido provocadas deliberadamente. Vamos a ver qué nos ofrecen los primeros casos de cada brote. Primero fue Nodelman, que padecía diabetes. Luego, Hard, que tenía un problema ortopédico crónico, y últimamente Lagenthorpe, que sufría asma crónica.
—Ya veo adónde quieres ir a parar —dijo Chet—. Los primeros casos correspondían a la clase de pacientes que todas las empresas sanitarias detestan porque pierden dinero con ellos. Requieren demasiada atención médica, sencillamente.
—¡Vamos, hombre! —dijo Terese—. Esto es ridículo. No me extraña que los médicos seáis tan pésimos empresarios. AmeriCare jamás se arriesgaría a un desastre de relaciones públicas como ése para librarse de tres pacientes problemáticos. No tiene sentido, por favor.
—Seguramente Terese tiene razón —concedió Jack—. Si AmeriCare estuviera detrás de todo esto, sin duda podrían haberlo hecho de forma más expeditiva. Lo que de verdad me preocupa es la intervención de agentes infecciosos. Si estos brotes han sido deliberados, el individuo responsable de ellos lo que pretende es empezar una epidemia, no sólo eliminar una serie de pacientes específicos.
—Eso todavía sería más diabólico —dijo Terese.
—Sí, tienes razón —dijo Jack—. Eso nos obliga de nuevo a considerar la teoría de que sea un loco.
—Pero si alguien está intentando producir una epidemia, ¿por qué no se ha producido ya? —preguntó Colleen.
—Por diversas razones —contestó Jack—. En primer lugar, el diagnóstico se ha hecho relativamente rápido en los tres casos. En segundo lugar, el Hospital General se ha tomado en serio los tres brotes y ha tomado las medidas apropiadas para controlarlos. Y en tercer lugar, los agentes implicados no tienen muchas probabilidades de producir una epidemia aquí, en Nueva York, en el mes de marzo.
—Me temo que tendrás que explicarte un poco mejor —dijo Colleen.
—La peste, la tularemia y la fiebre de las Montañas Rocosas pueden transmitirse por vía aérea, pero no es su forma de contagio habitual. La vía más corriente es a través de un vector artrópodo, y esos bichos no abundan en esta época del año, y menos aún en un hospital.
—¿Qué opinas tú de todo esto? —preguntó Terese a Chet.
—¿Yo? —dijo Chet, con una risa turbada—. Yo no sé qué pensar.
—Vamos —lo instigó Terese—. No intentes proteger a tu amigo. ¿Qué te dice la intuición?
—Bueno, estamos en Nueva York —repuso Chet—. Vemos muchas enfermedades infecciosas, así que supongo que no apoyo la teoría de la propagación deliberada de las enfermedades. Supongo que tendría que decir que me suena un poco paranoide. Me consta que a Jack no le gusta AmeriCare.
—¿Es eso cierto? —preguntó Terese.
—Los odio —reconoció Jack.
—¿Por qué?
—Prefiero no hablar de eso —dijo Jack—. Es un asunto personal.
—Bueno —dijo Terese, y puso la mano sobre la montaña de bocetos. Aparte del desdén que manifiesta el doctor Stapleton por la publicidad médica, ¿creéis que estos bocetos están bien?
—Ya te lo he dicho, yo los encuentro inmejorables —dijo Chet.
—Y yo supongo que serán eficaces —coincidió Jack a regañadientes.
—¿Alguno de los dos tiene otra sugerencia en relación con la prevención de infecciones hospitalarias? —preguntó Terese.
—Quizá podrías hacer algo sobre la esterilización con vapor de material e instrumental —propuso Jack—. Los hospitales tienen diversos protocolos. Robert Koch tuvo mucho que ver en ese asunto y era un personaje muy pintoresco.
—¿Algo más? —preguntó Terese tras anotar la sugerencia de Jack.
—Me temo que esto no se me da muy bien —se disculpó Chet—. Pero qué os parece si nos vamos todos al Auction House a tomar unas copas. Quién sabe qué puede ocurrírseme con el lubricante adecuado.
Las mujeres rechazaron la invitación. Terese explicó que tenían que seguir trabajando en los bocetos puesto que el lunes debían tener ya algo presentable para enseñar al presidente y al CEO.
—¿Y mañana por la noche? —sugirió Chet.
—Ya veremos —repuso Terese.
Cinco minutos más tarde Jack y Chet bajaban en el ascensor.
—Nos han dado calabazas —se lamentó Chet.
—Son unas chicas muy responsables —dijo Jack.
—¿Y tú? —preguntó Chet—. ¿Vienes conmigo a tomar una copa?
—Creo que me iré a casa a ver si los chicos están jugando a baloncesto —respondió Jack—. No me vendría mal un poco de ejercicio. Estoy muy tenso.
—¿Baloncesto a estas horas?
—El viernes por la noche es una gran noche en mi barrio —repuso Jack.
Los dos hombres se separaron delante del edificio de Willow y Heath. Chet se metió en un taxi y Jack deshizo su lío de candados. Montó en su bicicleta y se puso a pedalear hacia el norte por Madison; cruzó luego la Quinta Avenida y la calle Cincuenta y nueve y se adentró en el Central Park.
Aunque su costumbre era pedalear deprisa, Jack aminoró la marcha, pues iba meditando sobre la conversación que acababa de sostener. Era la primera vez que expresaba sus sospechas con palabras y se sentía nervioso.
Chet había insinuado que Jack era un paranoico, y tenía que admitir que había parte de verdad en aquel comentario. Desde que AmeriCare absorbiera su consulta particular, Jack sentía que la muerte lo perseguía. Primero había perdido a su familia, y luego su propia vida se había visto amenazada por la depresión. La muerte estaba presente incluso en el trabajo diario que realizaba tras escoger una segunda especialidad. Y ahora la muerte parecía fastidiarlo con aquellos brotes y hasta reírse de él con unos detalles inexplicables.
A medida que Jack se adentraba en el parque, oscuro y desierto, sus tenebrosos y sombríos rincones le hacían sentirse todavía más intranquilo. Donde aquella mañana, de camino al trabajo, había visto belleza ahora veía espantosos esqueletos de árboles sin hojas que se dibujaban contra un cielo extrañamente descolorido. Hasta el lejano diente de sierra del contorno de la ciudad tenía un aspecto siniestro.
Jack pedaleó con más fuerza y la bicicleta ganó velocidad. Por un momento sintió un miedo irracional de mirar hacia atrás por encima del hombro. Tenía la angustiosa sensación de que algo se abatía sobre él.
Al llegar a un claro de luz, que proyectaba una solitaria farola, frenó y se detuvo haciendo derrapar las ruedas. Se obligó a darse la vuelta y enfrentarse con su perseguidor, pero no había nadie. Jack escudriñó las sombras que lo rodeaban y comprendió que aquella amenaza que lo perseguía provenía de su propia cabeza. Era la depresión que lo había paralizado tras la tragedia sufrida por su familia.
Enfadado consigo mismo, Jack empezó a pedalear de nuevo. Estaba avergonzado por aquel temor infantil. Creía que sabía dominar mejor sus emociones. Era evidente que estaba dejando que aquellos brotes infecciosos lo afectaran en exceso. Laurie tenía razón: se estaba involucrando demasiado.
Tras haberse enfrentado a sus miedos, Jack empezó a sentirse mejor, pero el parque seguía pareciéndole siniestro. Mucha gente le había recomendado que no anduviera en bicicleta por el parque por la noche, pero él nunca había hecho caso de aquellos consejos. Ahora, por primera vez, se preguntó si estaría cometiendo una imprudencia.
Cuando salió del parque y apareció en Central Park West, sintió que había escapado de una pesadilla. De la oscura y tenebrosa soledad del interior del parque se vio lanzado inmediatamente hacia una enloquecida corriente de taxis amarillos que circulaban a toda velocidad hacia el norte. La ciudad había cobrado vida. Hasta había gente paseando tranquilamente por las aceras.
A medida que Jack avanzaba hacia el norte, el ambiente se iba deteriorando. Después de la calle Cien, los edificios se volvían cada vez más ruinosos. Algunos estaban incluso vallados y parecían abandonados. Había más basura en las calles y perros callejeros comiendo de los cubos de basura volcados.
Jack giró a la izquierda por la calle Ciento seis. Mientras circulaba por su calle, el barrio le pareció más deprimente de lo habitual. La pequeña epifanía del parque le había abierto los ojos, y ahora veía lo estropeada que estaba la zona.
Se detuvo junto al patio donde jugaba al baloncesto sujetándose con una mano del enrejado que lo separaba de la calle, sin sacar los pies de los pedales.
En el patio había una gran actividad, como Jack había imaginado. Los focos de vapor de mercurio que había comprado estaban encendidos. Jack reconoció a muchos de los jugadores mientras los observaba subir y bajar por la pista. Distinguió a Warren, que era el mejor jugador con mucha diferencia, y lo oyó animar a sus compañeros de equipo para que se esforzaran más. El equipo que perdiera tendría que quedarse en el banquillo, pues había otro grupo de jugadores esperando, impacientes, junto a las bandas. La competición era siempre muy intensa.
Warren metió la última canasta del partido y el equipo perdedor abandonó la pista, momentáneamente abatido. Mientras organizaban el nuevo partido, Warren advirtió la presencia de Jack, lo saludó y se acercó hasta él pavoneándose. Era la forma de andar del equipo ganador.
—¿Qué pasa, doctor? —preguntó Warren—. ¿Vienes a jugar o qué?
Warren era un atractivo afroamericano con la cabeza afeitada, un bigote bien cuidado y un cuerpo como el de las estatuas griegas del museo Metropolitano. Jack había cultivado su relación con Warren durante varios meses y existía entre ellos una especie de amistad, basada sobre todo en su afición común por el baloncesto. Jack no sabía gran cosa sobre Warren, salvo que era el mejor jugador de baloncesto y también el líder de la banda del barrio. Jack suponía que ambas distinciones iban juntas.
—Sí, me vendría bien jugar un poco —repuso Jack—. ¿Quién entra ahora?
Entrar a jugar no era un asunto sencillo. Cuando Jack se instaló en aquel barrio, se pasó todo un mes yendo al campo de baloncesto esperando pacientemente a que lo invitaran a jugar. Cuando por fin lo hicieron, tuvo que demostrar su valía. Una vez que hubo demostrado que podía meter la pelota en la cesta con un buen promedio, los demás toleraron su participación en el juego.
Las cosas mejoraron un poco cuando Jack pagó la instalación de los focos y la reparación de los tableros, pero no demasiado. Sólo había otros dos blancos a los que permitían jugar. El hecho de ser blanco era una clara desventaja en el patio del barrio: había que conocer las normas.
—Ahora entra Ron, y luego Jack —dijo Warren—. Pero puedo meterte en mi equipo. Flash tiene que irse a su casa, su mujer lo está buscando.
—Ahora vengo. —Jack se apartó de la valla y siguió pedaleando hasta su edificio.
Jack se bajó de la bicicleta y se la cargó al hombro. Antes de entrar en el bloque de pisos echó un vistazo a la fachada. Tuvo que admitir, con aquel crítico estado de ánimo en que se encontraba, que no era demasiado bonita. A decir verdad, su estado era deplorable, aunque en su día debió de ser pasable, porque todavía se conservaba un pequeño segmento de cornisa muy decorativa colgando precariamente en el tejado. En el tercer piso había dos ventanas tapiadas.
El edificio, de siete plantas, era de ladrillo y tenía dos apartamentos por piso. Jack compartía el cuarto piso con Denise, una madre soltera con dos críos.
Jack abrió el portal empujándolo con el pie. Siempre estaba abierto. Empezó a subir la escalera, con cuidado para no pisar los escombros. Al llegar al segundo piso oyó una fuerte discusión, seguida del ruido de cristal roto. Desgraciadamente, solía ocurrir lo mismo cada noche.
Con la bicicleta colgada del hombro, Jack tuvo que hacer varios movimientos para situarse frente a la puerta de su apartamento. Cuando revolvía en su bolsillo en busca de la llave, se dio cuenta de que no la necesitaba. El marco de la puerta estaba reventado.
Jack empujó la puerta, que se abrió sin esfuerzo. Dentro reinaba la más absoluta oscuridad. Jack paró la oreja, pero sólo oyó los gritos procedentes del segundo piso y el zumbido del tráfico en la calle. Un silencio inquietante inundaba su apartamento. Dejó su bicicleta en el suelo, extendió el brazo y encendió la luz del techo.
El salón estaba destrozado. Jack no tenía muchos muebles, pero los pocos que tenía estaban volcados o vaciados o rotos. Advirtió que la pequeña radio que tenía sobre su escritorio había desaparecido.
Entró la bicicleta en el salón y la dejó apoyada contra la pared. Se quitó la chaqueta, la colgó en el manillar de la bicicleta y se dirigió a su escritorio. Habían sacado y vaciado todos los cajones. En medio del desorden que había en el suelo distinguió un álbum de fotografías. Jack se agachó y lo recogió, abrió la tapa y suspiró con gran alivio: estaba intacto. Era el único objeto que le importaba de verdad.
Jack dejó el álbum de fotografías sobre el alféizar de la ventana y se fue al dormitorio. Encendió la luz y vio un escenario similar al del salón. Habían sacado casi toda su ropa del armario y de la cómoda y la habían tirado por el suelo.
El cuarto de baño ofrecía un aspecto similar al del salón y el dormitorio. Habían vaciado el contenido del armario de las medicinas en la bañera.
Jack volvió al dormitorio y se dirigió luego a la cocina; encendió la luz, esperando encontrar un cuadro parecido. Se le escapó un leve grito de asombro.
—Empezábamos a preguntarnos dónde te habrías metido —dijo un robusto hombre de color, sentado a la mesa de Jack. Llevaba ropas de piel negra de los pies a la cabeza, guantes y gorro sin visera—. Nos hemos acabado todas las cervezas y nos estábamos poniendo nerviosos.
Había otros tres hombres, ataviados con el mismo disfraz que el primero. Uno estaba apoyado contra el alféizar de la ventana, y los otros dos, situados a la derecha de Jack, recostados contra el armario de la cocina. Desplegada sobre la mesa había una impresionante colección de armas, incluidas pistolas automáticas.
Jack no conocía a ninguno de aquellos tipos, y le sorprendía que todavía estuvieran allí. Le habían robado otras veces, pero nadie se había quedado a beberse sus cervezas.
—¿Por qué no te acercas y te sientas aquí? —dijo el negro grandote.
Jack vaciló. Sabía que la puerta del apartamento estaba abierta. ¿Lograría llegar hasta el rellano antes de que ellos cogieran sus armas? Lo dudaba y no tenía intención de intentarlo.
—Vamos, hombre. ¡Mueve el culo!
Jack obedeció de mala gana. Se sentó con cautela y miró a su inesperado visitante.
—No veo por qué no hemos de tratar este asunto como gente civilizada —propuso el negro—. Me llamo Twin. Y ése es Reginald. —Señaló al hombre situado junto a la ventana.
Jack echó un vistazo a Reginald, que estaba jugueteando con un palillo y hurgándose los dientes con la lengua. Reginald miró a Jack con evidente desprecio. Aunque no era tan fornido como Twin, tenía el mismo tipo que su amigo. Jack leyó las palabras «Black Kings» tatuadas en la parte interna del antebrazo derecho.
—Mira, Reginald está mosqueado —continuó Twin— porque en este apartamento sólo hay mierda. Ni siquiera tienes televisor. Parte del trato era que podríamos llevarnos lo que quisiéramos de aquí.
—¿De qué trato estás hablando? —preguntó Jack.
—Digámoslo así: a mis hermanos y a mí nos han pagado cuatro chavos por venir hasta aquí para putearte un poco. Nada serio, a pesar de toda la artillería que ves sobre la mesa. Es una especie de advertencia. Bueno, no conozco los detalles del asunto, pero se ve que estás dando el coñazo en no sé qué hospital y tienes a un montón de gente muy cabreada. Me han pedido que te recuerde que hagas tu trabajo y dejes a los demás hacer el suyo. ¿Tú lo entiendes mejor que yo? Es decir, es la primera vez que hago una cosa así.
—Creo que sé por dónde vas —contestó Jack.
—Me alegro mucho —repuso Twin—. De lo contrario, tendríamos que romperte varios dedos o algo así. No nos han dicho que te hagamos mucho daño, pero cuando Reginald empieza, no es fácil detenerlo, sobre todo cuando está mosqueado. Necesita algo. ¿Seguro que no tienes un televisor o algo escondido por ahí?
—Ha entrado con una bicicleta —intervino uno de los otros.
—¿Qué te parece, Reginald? —preguntó Twin—. ¿Quieres una bicicleta nueva?
Reginald se inclinó para mirar hacia el salón. Se encogió de hombros.
—Asunto zanjado —dijo Twin, y se levantó.
—¿Quién te paga por hacer esto? —preguntó Jack.
Twin levantó las cejas y se echó a reír.
—No estaría bien por mi parte contestar esa pregunta, ¿no crees? Pero al menos tienes cojones para preguntarlo.
Cuando Jack estaba a punto de formular otra pregunta, Twin le propinó un golpe brutal que lo derribó. Jack se quedó tendido, inmóvil, en el suelo, mientras la habitación le daba vueltas alrededor. Aunque estaba semiinconsciente, advirtió cuando le quitaron la cartera de los pantalones. Percibió risas amortiguadas, seguidas de una fuerte patada en el estómago, y luego la oscuridad total.