Viernes 22 de marzo de 1996, 02:45 PM
Jack llevaba más de una hora al teléfono, hablando con los familiares de los tres casos de enfermedades infecciosas de aquel día. Había hablado con Laurie antes de llamar a la hermana y compañera de piso de Joy Hester. Jack no quería que Laurie pensara que intentaba quitarle el caso, pero ella le aseguró que no le importaba.
Desgraciadamente Jack no averiguó nada positivo. Lo único que logró fue confirmar una serie de datos negativos, como que ninguno de los pacientes había tenido contacto con animales salvajes en general ni con conejos en particular. Sólo Donald Lagenthorpe había tenido contacto con un animal doméstico, y se trataba del gato, recién adquirido, de su novia, que estaba vivo y gozaba de buena salud.
Tras la última llamada Jack colgó el auricular, se repantigó en la silla y se quedó contemplando, malhumorado, la pared desnuda. La inyección de adrenalina que había sentido antes con el posible diagnóstico de fiebre de las Montañas Rocosas había dado paso a una profunda frustración. No le parecía que estuviera progresando en absoluto.
El timbrazo del teléfono asustó a Jack y lo sacó de su ensimismamiento. El interlocutor se identificó como el doctor Gary Eckhart, un microbiólogo del laboratorio de referencia municipal.
—¿Es usted el doctor Stapleton?
—Sí, el mismo.
—Le llamo para darle un resultado positivo de rickettsia rickettsii —anunció el doctor Eckhart—. Su paciente tenía fiebre de las Montañas Rocosas. ¿Se lo comunicará usted a la Junta de Salud o prefiere que lo haga yo?
—Encárguese usted, si no le importa —sugirió Jack—. Ni siquiera estoy seguro de a quién tendría que llamar.
—No se preocupe —dijo el doctor Eckhart, y colgó.
Jack dejó lentamente el auricular en su sitio. La confirmación de aquel diagnóstico era tan sorprendente como la de los diagnósticos de peste y tularemia. La situación parecía increíble. En el plazo de tres días había visto tres enfermedades infecciosas relativamente raras y sólo en Nueva York, se dijo. Se imaginó todos aquellos aviones a que se había referido Calvin llegando al aeropuerto Kennedy procedentes de todos los rincones del planeta.
La sorpresa de Jack empezó a transformarse en incredulidad. Incluso con todos aquellos aviones y todos aquellos pasajeros procedentes de lugares exóticos y transportando toda clase de gérmenes y microbios, parecía más que simple coincidencia que se hubieran producido aquellos casos seguidos de peste, tularemia y ahora fiebre de las Montañas Rocosas. La mente analítica de Jack intentó calcular cuáles eran las probabilidades de que se produjera aquella circunstancia.
—Yo diría que un cero por ciento —dijo en voz alta.
Se levantó bruscamente y salió a toda prisa de su despacho. Ahora su incredulidad se estaba transformando en algo parecido a la ira. Jack estaba convencido de que pasaba algo extraño y de momento se lo estaba tomando como algo personal. Como creía que había que hacer algo, bajó y se presentó ante la señora Sanford, exigiendo hablar con el jefe.
—Lamento decirle que el doctor Bingham está en el ayuntamiento, en una reunión con el alcalde y el jefe de la policía —dijo la señora Sanford.
—¡Oh, mierda! —exclamó Jack—. ¿Qué pasa? ¿Piensa instalar allí su despacho o qué?
—Se ha producido una gran polémica en relación con el asesinato de esta mañana —explicó la señora Sanford, un tanto atemorizada.
—¿Cuándo volverá? —preguntó Jack.
El hecho de que Bingham estuviera ocupado no hacía más que aumentar su frustración.
—No lo sé —contestó la señora Sanford—. Pero no se preocupe, le diré que usted quiere hablar con él.
—¿Y el doctor Washington?
—También está en la misma reunión —dijo la señora Sanford.
—¡Hombre! ¡Perfecto!
—¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó la señora Sanford.
—¿Puede dejarme una hoja de papel? —pidió Jack tras reflexionar unos instantes—. Creo que le dejaré una nota.
La señora Sanford le entregó una hoja de papel de máquina. Jack escribió, con mayúsculas: «Lagenthorpe tenía fiebre de las Montañas Rocosas». Luego dibujó una serie de enormes signos de interrogación y de exclamación y debajo añadió: «El laboratorio municipal ya se lo ha notificado a la Junta Municipal de Salud».
Jack entregó la nota a la señora Sanford, quien prometió encargarse personalmente de que el doctor Bingham la recibiera en cuanto volviera a su despacho. Luego preguntó a Jack dónde iba a estar, por si el jefe quería ponerse en con tacto con él.
—Eso depende de a qué hora vuelva —dijo Jack—. Tengo previsto salir un rato del despacho. Aunque es posible que él tenga noticias mías antes de hablar conmigo, por supuesto.
La señora Sanford se quedó mirándolo con aire perplejo, pero Jack no le dio más explicaciones.
Regresó a su despacho, cogió la chaqueta y luego bajó al depósito de cadáveres y desató su bicicleta. A pesar de las advertencias de Bingham, Jack se dirigió hacia el Hospital General de Manhattan. Desde hacía dos días sospechaba que allí estaba ocurriendo algo fuera de lo normal, y ahora ya no tenía ninguna duda.
Jack no tardó en llegar al hospital. Ató la bicicleta en el mismo lugar que había utilizado en sus visitas anteriores y entró. Como acababan de empezar las horas de visita, el vestíbulo estaba abarrotado de gente, sobre todo alrededor del mostrador de información.
Jack se abrió paso entre la multitud y subió por las escaleras hasta el segundo piso. Se dirigió directamente al laboratorio y esperó en la cola para hablar con la recepcionista. Esta vez pidió que le dejaran ver al director, aunque estuvo tentado de entrar sin decir nada.
Martin Cheveau hizo esperar a Jack más de media hora antes de recibirlo. Jack intentó emplear ese tiempo para tranquilizarse. Reconocía que desde hacía cuatro o cinco años se había vuelto muy poco diplomático incluso en circunstancias normales, y cuando estaba enfadado, como ahora, podía ser francamente corrosivo.
Finalmente salió un técnico de laboratorio y le comunicó que podía pasar a ver al doctor Martin Cheveau.
—Gracias por atenderme tan pronto —dijo Jack al entrar en el despacho. Pese a sus inmejorables intenciones, no pudo evitar un toque de sarcasmo.
—Tengo mucho trabajo —repuso Martin sin molestarse en levantarse para saludar a Jack.
—Ya me lo imagino —replicó Jack—. Con la serie de extrañas enfermedades infecciosas que están apareciendo en este hospital día tras día, supongo que tendrá que hacer muchas horas extra.
—Doctor Stapleton —dijo Martin controlando su tono de voz—. Tengo que decirle que su actitud me parece declaradamente desagradable.
—Y a mí la suya me parece desconcertante —replicó Jack—. La primera vez que nos vimos, usted era la hospitalidad personificada, y la segunda, todo lo contrario.
—Por desgracia no tengo tiempo para conversaciones como ésta —lo atajó Martin—. ¿Quería decirme algo en particular?
—Por supuesto —dijo Jack—. No he venido hasta aquí sólo para incordiar. Quería pedirle su opinión profesional acerca de cómo cree que pueden haber surgido misteriosamente tres extrañas enfermedades de transmisión por artrópodos en este hospital. Yo he estado elaborando mi propia opinión, pero siento curiosidad por conocer la suya como director del laboratorio.
—¿Qué quiere decir con eso de tres enfermedades? —preguntó Martin.
—Acabo de recibir la confirmación de que un paciente llamado Lagenthorpe, que murió anoche aquí, en el hospital, tenía fiebre de las Montañas Rocosas.
—No le creo —dijo Martin.
Jack miró fijamente a Cheveau intentando descubrir si era un buen actor o si estaba sinceramente sorprendido.
—A ver, déjeme hacerle una pregunta —dijo Jack—. ¿Qué conseguiría yo viniendo aquí y diciéndole a usted algo que no fuera verdad? ¿Qué se ha creído que soy? ¿Una especie de provocador de empresas sanitarias?
Martin no contestó, sino que descolgó el auricular y llamó a la doctora Mary Zimmerman.
—¿Pidiendo refuerzos? —preguntó Jack—. ¿Por qué no podemos hablar usted y yo?
—No estoy seguro de que sea usted capaz de sostener una conversación normal.
—Buena táctica —comentó Jack—. Cuando la defensa falla, hay que pasar al ataque. El problema es que la estrategia no va a cambiar los hechos. Las rickettsias son extremadamente peligrosas en el laboratorio. Quizá deberíamos comprobar que quienquiera que fuera el que manipuló las muestras de Lagenthorpe lo hizo tomando las precauciones adecuadas.
Martin apretó el botón de su interfono y llamó al jefe técnico de microbiología, Richard Overstreet.
—Hay otra cuestión que me gustaría discutir —prosiguió Jack—. En mi primera visita usted se quejó de tener que dirigir el laboratorio con los recortes presupuestarios impuestos por AmeriCare. ¿Cómo calificaría usted su descontento, en una escala de uno a diez?
—¿Qué está insinuando? —preguntó Martin con tono amenazador.
—De momento no estoy insinuando nada —repuso Jack—. Sólo pregunto.
Sonó el teléfono y Martin contestó. Era la doctora Mary Zimmerman. Martin le preguntó si podía bajar al laboratorio porque había surgido un asunto importante.
—Desde mi punto de vista, el problema es que la probabilidad de que esas tres enfermedades hayan surgido aquí tal como lo han hecho ronda el cero por ciento —dijo Jack—. ¿Cómo lo explicaría usted?
—No pienso seguir escuchándole —gruñó Martin.
—Pues yo creo que debería considerarlo —señaló Jack.
Richard Overstreet apareció en la puerta del despacho ataviado con la misma ropa que la vez anterior: una bata blanca de laboratorio sobre el pijama quirúrgico. Parecía preocupado.
—¿Qué pasa, jefe? —preguntó al tiempo que saludaba a Jack con un movimiento de cabeza. Jack le devolvió el saludo.
—Acabo de saber que un paciente llamado Lagenthorpe murió de fiebre de las Montañas Rocosas —dijo Martin con hastío—. Entérate de quién obtuvo las muestras y quién las procesó.
Richard se quedó inmóvil un momento, evidentemente sobresaltado por la noticia.
—Eso quiere decir que hemos tenido rickettsias en el laboratorio —dijo.
—Eso me temo —asintió Martin—. Infórmeme cuanto antes. —Richard desapareció y Martin se dirigió de nuevo a Jack—: Ahora que nos ha comunicado esta feliz noticia, quizá podría hacernos el favor de marcharse.
—Preferiría oír su opinión sobre el origen de esas enfermedades —replicó Jack.
Martin se ruborizó pero, antes de que pudiera contestar, la doctora Mary Zimmerman asomó por la puerta del despacho.
—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó, y cuando empezaba a contarle que acababan de llamarla de la sala de urgencias, advirtió la presencia de Jack y entrecerró los ojos. Evidentemente se alegraba tanto como Martin de ver a Jack.
—Hola, doctora —saludó Jack alegremente.
—Me habían asegurado que no volveríamos a verlo por aquí —dijo la doctora Zimmerman.
—Nunca hay que creerse todo lo que uno oye —contestó Jack.
En ese momento regresó Richard, claramente turbado.
—Fue Nancy Wiggens —anunció—. Ella obtuvo las muestras y las procesó. Y ha llamado esta mañana para decir que estaba enferma.
La doctora Zimmerman consultó una nota que llevaba en la mano.
—Wiggens es uno de los pacientes que debo ver en la sala de urgencias —dijo—. Al parecer padece algún tipo de infección fulminante.
—¡Oh, no! —exclamó Richard.
—¿Qué está pasando aquí? —inquirió la doctora Zimmerman.
—El doctor Stapleton acaba de comunicarnos que uno de nuestros pacientes ha muerto de fiebre de las Montañas Rocosas —explicó Martin—. Y Nancy estuvo expuesta a la enfermedad.
—Aquí en el laboratorio, no —aseguró Richard—. Soy inflexible con respecto a la seguridad. Desde que se produjo el caso de peste he insistido en que todo el material infeccioso sea tratado en la cabina de bioseguridad. Si estuvo expuesta a la enfermedad tuvo que ser por contacto directo con el paciente.
—No me parece probable —opinó Jack—. Eso sólo se explicaría si el hospital estuviera infestado de garrapatas.
—Doctor Stapleton, sus comentarios son de mal gusto e inapropiados —dijo la doctora Zimmerman.
—No, mucho peor —intervino Martin—. Antes de que usted llegara, doctora Zimmerman, ha insinuado descaradamente que yo tenía algo que ver con la aparición de estas últimas enfermedades.
—Eso no es cierto —lo corrigió Jack—. Sólo dije que hay que considerar la posibilidad de su aparición deliberada, ya que la probabilidad de que se produzcan por azar es prácticamente nula. Me parece lógico, sencillamente. Pero ¿qué les pasa?
—Creo que esas opiniones son producto de una mente paranoica —repuso la doctora Zimmerman—. Y francamente no tengo tiempo para escuchar más tonterías. Tengo que ir a la sala de urgencias. Además de la señorita Wiggens, hay otros dos empleados con síntomas graves. Adiós, doctor Stapleton.
—Un momento —dijo Jack—. A ver si adivino en qué departamentos trabajan esos empleados enfermos. ¿Enfermería y almacén de suministros, por casualidad?
La doctora Zimmerman, que ya se había alejado unos pasos de la puerta del despacho de Martin, se detuvo y se giró para mirar a Jack.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó.
—Estoy empezando a vislumbrar un patrón —contestó Jack—. No puedo explicarlo todavía, pero sé que existe. Mire, lo de la enfermera es lamentable, pero se entiende. ¿Pero un empleado del almacén de suministros?
—Escuche, doctor Stapleton —advirtió la doctora Zimmerman—. Quizás estemos de nuevo en deuda con usted por habernos alertado sobre una peligrosa enfermedad, pero a partir de ahora nos encargaremos nosotros de esto, y desde luego no necesitamos sus teorías paranoicas. Que tenga un buen día, doctor Stapleton.
—Espera un momento —dijo Martin a la doctora Zimmerman—. Bajaré contigo a la sala de urgencias. Si se trata de rickettsias, quiero asegurarme de que todas las muestras se traten con las debidas precauciones.
Martin cogió su larga bata blanca de laboratorio de una percha que había detrás de la puerta y siguió a la doctora Zimmerman.
Jack meneó la cabeza, incrédulo. Todas las visitas que había realizado al Hospital General habían sido extrañas, y aquélla no era una excerción. En las ocasiones anteriores lo habían echado a patadas. Esta vez prácticamente le habían dejado plantado.
—¿De verdad cree que estas enfermedades pueden haber sido provocadas deliberadamente? —inquirió Richard.
—Si quiere que le diga la verdad, no sé qué pensar —repuso Jack encogiéndose de hombros—. Pero, desde luego, están actuando a la defensiva, sobre todo esos dos que acaban de marcharse. Dígame, ¿el doctor Cheveau es muy cambiadizo? Su actitud hacia mí cambió de forma muy repentina.
—Conmigo siempre se ha portado como un caballero —contestó Richard.
—Entonces debo de ser yo. —Jack se puso en pie—. Y supongo que después de lo ocurrido nuestra relación no va a mejorar mucho. Así es la vida. En fin, será mejor que me marche. Espero que lo de Nancy no sea nada.
—Yo también —convino Richard.
Jack salió del laboratorio sin saber qué hacer a continuación. Podía ir a la sala de urgencias para ver qué pasaba con los tres pacientes enfermos o realizar otra visita al almacén de suministros. Finalmente se decidió por la sala de urgencias. A pesar de que la doctora Zimmerman y el doctor Cheveau acababan de bajar hacia allí, Jack pensó que la posibilidad de volver a tropezarse con ellos era remota, dado el tamaño de la sala de urgencias y la constante actividad reinante.
En cuanto llegó detectó el pánico general. Charles Kelley, muy nervioso, hablaba con otros ejecutivos. Luego llegó Clint Abelard, que entró a toda prisa por la entrada de ambulancias y desapareció por el pasillo central.
Jack se acercó a una de las enfermeras que había detrás del mostrador principal. Se presentó y preguntó si aquel jaleo tenía algo que ver con los tres empleados del hospital enfermos.
—Desde luego —contestó la enfermera—. Están discutiendo cuál es la mejor manera de aislarlos.
—¿Hay algún diagnóstico?
—Acabo de oír que sospechan que es fiebre de las Montañas Rocosas —dijo la enfermera.
—Eso es terrible —comentó Jack.
—Sí, ya lo creo. Una de las pacientes es una enfermera.
Con el rabillo del ojo Jack vio que Kelley se le acercaba y giró la cara rápidamente. Kelley llegó al mostrador y pidió a la enfermera que le dejara un teléfono.
Jack abandonó la ajetreada sala de urgencias. Pensó en subir al almacén de suministros, pero luego decidió no hacerlo. Había estado a punto de provocar otro enfrentamiento con Kelley, y pensó que lo mejor que podía hacer era volver a su despacho. Aunque no había conseguido nada, al menos se marchaba por su propia voluntad.
—¡Hombre! ¿Dónde te habías metido? —preguntó Chet al ver entrar a Jack en el despacho.
—Estaba en el Hospital General —explicó Jack, mientras empezaba a ordenar su mesa.
—Al menos debes de haberte comportado, porque no ha habido ninguna llamada desesperada de arriba.
—Me he portado bien —confirmó Jack—. Bueno, bastante bien. El hospital está muy alborotado. Tienen otro brote, esta vez de fiebre de las Montañas Rocosas. ¿No te parece increíble?
—Lo es, desde luego —dijo Chet.
—Eso es exactamente lo que yo creo.
Jack procedió entonces a contarle que había insinuado al director del laboratorio que la aparición de tres enfermedades infecciosas raras transmitidas por artrópodos en tan pocos días no podía haberse producido de forma natural.
—Supongo que se pondría como un basilisco —dijo Chet.
—Uf, estaba indignado —dijo Jack—. Pero entonces tuvo que encargarse de unos casos recientes y se olvidó de mí.
—Me sorprende que no te echaran de allí a patadas otra vez —reconoció Chet—. ¿Por qué haces esto?
—Porque estoy convencido de que aquí hay gato encerrado —repuso Jack—. Pero bueno, basta de hablar de mí. ¿Cómo ha ido tu caso?
Chet soltó una risita socarrona.
—Y pensar que antes me gustaban los casos de disparos —dijo—. Con éste se está armando un jaleo de miedo. Tres de las cinco balas entraron por la espalda.
—Eso ocasionará problemas a la policía —dijo Jack.
—Y a mí también. A propósito, me ha llamado Colleen. Me ha pedido que vayamos los dos a su estudio esta noche cuando salgamos de trabajar. Escucha esto: quieren conocer nuestra opinión sobre unos anuncios. ¿Qué me dices?
—Ve tú —dijo Jack—. Yo tengo que terminar los informes de estos casos de hoy. Estoy tan atrasado que no sé qué voy a hacer.
—Quieren que vayamos los dos. Colleen ha hecho hincapié en eso. De hecho, me ha dicho que sobre todo les interesa tu opinión, porque tú ya habías ayudado antes. Vamos, será divertido. Quieren enseñarnos unos bocetos de unos anuncios para televisión.
—¿De verdad crees que eso puede resultar divertido? —preguntó Jack.
—Está bien —admitió Chet—. Tengo otros motivos. Me gusta Colleen. Pero quieren que vayamos los dos. Ayúdame, hombre.
—De acuerdo —aceptó Jack—. Pero te juro que no entiendo para qué me necesitas.