Viernes 22 de marzo de 1996, 12:15 PM
Helen Robinson se cepillaba el cabello dándose unos golpecitos rápidos. Estaba emocionada. Acababa de hablar por teléfono con su principal contacto en las oficinas centrales del National Health y deseaba entrar en el despacho de Robert Barker cuanto antes. Sabía que le encantaría lo que tenía que decirle.
Se alejó un poco del espejo y se contempló desde la derecha y la izquierda. Satisfecha, cerró la puerta del armario y salió de su despacho.
Su forma habitual de dirigirse a Robert consistía en entrar por sorpresa, con toda naturalidad, en su despacho. Esta vez consideró que la información de que disponía justificaba un acercamiento más formal; así pues, había pedido a una secretaria que avisara a Robert de su visita. La secretaria le había dicho que Robert estaba libre en aquel momento, cosa que no sorprendió a Helen en absoluto.
Helen llevaba todo un año cultivando su relación con Robert. Empezó a hacerlo cuando comprendió que éste llegaría al cargo de presidente. Intuyendo que aquel hombre tenía una vena salaz, había avivado deliberadamente los fuegos de su imaginación. Le resultó fácil hacerlo, aunque sabía que se movía en un terreno peligroso. Quería animarlo, pero sin exponerse a tener que rechazarlo abiertamente. En realidad lo encontraba físicamente desagradable, por no decir otra cosa.
Helen aspiraba a ocupar el puesto de Robert. Quería ser directora ejecutiva de cuentas y no veía motivo alguno que se lo impidiera. El único problema residía en que era más joven que los restantes miembros del departamento. Estaba convencida de que podría vencer ese escollo cultivando su relación con Robert.
—Ah, Helen, querida —la saludó Robert, en cuanto ésta entró en su despacho recatadamente. Se puso de pie y cerró la puerta.
Helen se sentó en el brazo de la butaca, como era su costumbre. Cruzó las piernas y la falda se le subió hasta más arriba de la rodilla. Helen se fijó en que la fotografía de la esposa de Robert estaba boca abajo, como siempre.
—¿Te apetece una taza de café? —ofreció Robert al tiempo que se sentaba y adoptaba aquella típica mirada hipnotizadora.
—Acabo de hablar por teléfono con Gertrude Wilson, del National Health —empezó Helen—. Seguro que la conoces.
—Claro —confirmó Robert—. Es una de las vicepresidentas con más antigüedad.
—Y también uno de mis contactos más fiables —agregó Helen—. Y es una gran admiradora de Willow y Heath.
—Ajá —dijo Robert.
—Me ha dicho dos cosas muy interesantes —prosiguió Helen—. En primer lugar, que el primer hospital del National Health en esta ciudad se encuentra en una posición muy aventajada con respecto a otros hospitales parecidos en relación con las infecciones hospitalarias.
—Ajá —repitió Robert.
—El National Health ha puesto en práctica todas las recomendaciones del centro de Control de Enfermedades de la Comisión de Acreditaciones —dijo Helen.
Robert meneó ligeramente la cabeza, como para despejarse. Los comentarios de Helen habían tardado en penetrar su preocupada mente.
—Espera un momento —dijo, y apartó la mirada para ordenar sus ideas—. No creo que eso sea una buena noticia. Mi secretaria me ha dicho que tenías buenas noticias.
—Escúchame y verás —dijo Helen—. A pesar de que en general tienen buenos antecedentes en cuanto a infecciones hospitalarias, últimamente han tenido algunos problemas en sus hospitales de Nueva York y por nada del mundo quieren que se divulguen. Hubo tres episodios, concretamente. Uno de ellos fue un extenso brote de estafilococos en las unidades de cuidados intensivos. Eso los puso en una situación muy comprometida, hasta que descubrieron que varias de las enfermeras eran portadoras y tuvieron que darles montañas de antibióticos. Te aseguro que todo esto pone los pelos de punta.
—¿Cuáles fueron los otros problemas? —preguntó Robert, que evitaba mirar a Helen a la cara.
—Tuvieron otro problema bacteriológico originado en la cocina —dijo Helen—. Muchos pacientes padecieron diarreas graves y algunos incluso murieron. El último problema fue un brote de hepatitis de origen hospitalario. También murieron unos cuantos pacientes.
—A mí no me parece que sean muy buenos antecedentes —comentó Robert.
—Lo son en comparación con los otros hospitales —explicó Helen—. Ya te digo que pone los pelos de punta. Pero el caso es que el National Health es muy susceptible con respecto a las infecciones hospitalarias. Gertrude me ha dicho, concretamente, que el National Health jamás se plantearía llevar a cabo una campaña basada en este tema.
—¡Perfecto! —exclamó Robert—. Eso sí es una buena noticia. ¿Qué le has dicho a Terese Hagen?
—Nada, por supuesto —afirmó Helen—. Me pediste que primero te informara a ti.
—¡Buen trabajo! —exclamó Robert, entusiasmado. Se puso de pie y empezó a pasear por el despacho estirando sus largas y delgadas piernas—. Hemos tenido suerte. Ahora Terese está justo donde yo quería que estuviera.
—¿Qué quieres que le diga? —preguntó Helen.
—Dile sólo que has confirmado que el National Health tiene unos excelentes antecedentes en cuanto a infecciones hospitalarias —dijo Robert—. Quiero animarla a que prepare su campaña, porque sin duda le explotará en las manos.
—Pero entonces perderemos la cuenta —dijo Helen.
—No necesariamente —señaló Robert—. Han comentado varias veces que les gustan los anuncios en que aparecen personajes famosos hablando. Se lo hemos dicho a Terese una y otra vez, y nunca nos ha hecho caso. Voy a reclutar a unas cuantas estrellas de las series de televisión con temática hospitalaria que están dando actualmente, sin que Terese se entere. Serán perfectos como testimonios. Terese Hagen se vendrá abajo y nosotros podremos pasar con nuestra propia campaña.
—Muy ingenioso —observó Helen, y se levantó del brazo de la butaca—. Me pondré manos a la obra inmediatamente. Voy a llamar a Terese Hagen.
Helen regresó a su despacho y pidió a una secretaria que llamara a Terese. Mientras esperaba se felicitó por la conversación que acababa de sostener con Robert. No habría podido ir mejor, ni aunque hubiera escrito un guión. Su posición en la empresa mejoraba a un ritmo vertiginoso.
—La señorita Hagen está abajo, en el circo —le informó la secretaria—. ¿Quiere que la busque allí?
—No —repuso Helen—. Bajaré personalmente.
Helen abandonó la alfombrada tranquilidad de la zona de las oficinas de ejecutivos de cuentas y bajó por las escaleras hasta el piso de los estudios. Sus tacones resonaban en los escalones de metal. Le atraía la idea de hablar con Terese en persona, aunque no había querido ir al despacho de Terese, donde se habría sentido intimidada.
Antes de entrar Helen dio unos sonoros golpes en la jamba de la puerta. Terese estaba sentada ante una gran mesa cubierta de bocetos. También estaban Colleen Anderson, Alice Gerber y un hombre al que Helen no conocía y que resultó llamarse Nelson Friedman.
—Ya tengo la información que me pediste —dijo Helen a Terese, y forzó una amplia sonrisa.
—¿Buenas o malas noticias? —preguntó Terese.
—Yo diría que buenas.
—Cuéntame —dijo Terese, y se apoyó en el respaldo de la silla.
Helen le contó lo que había averiguado sobre los favorables antecedentes de infecciones hospitalarias e incluso le mencionó algo que no le había dicho a Robert: que los índices de infecciones hospitalarias del National Health eran mejores que los de AmeriCare en el Hospital General.
—¡Fantástico! —exclamó Terese—. Es justo lo que quería saber. Muchas gracias por tu ayuda, Helen.
—Me alegro de haberte sido útil —repuso Helen—. ¿Cómo te va con la campaña?
—Estoy bastante contenta con ella. Creo que el lunes ya tendremos algo para presentarles a Taylor y Brian.
—Excelente —dijo Helen—. Bueno, si puedo hacer algo más, sólo tienes que decírmelo.
—Desde luego —convino Terese.
Acompañó a Helen hasta la puerta y le dijo adiós con la mano mientras Helen desaparecía por la escalera.
Terese regresó a la mesa y se sentó.
—¿Te crees lo que ha dicho? —preguntó Colleen.
—Sí —dijo Terese—. Los de cuentas no se arriesgarían a mentir sobre unas estadísticas que nosotros podríamos obtener por algún otro medio.
—No sé cómo puedes confiar en ella. Odio esa sonrisa de plástico tan poco natural.
—Te he dicho que le creo —aclaró Terese—, pero no que confiara en ella. Por eso no le he explicado lo que estamos haciendo aquí abajo.
—Hablando de lo que estamos haciendo —dijo Colleen—, todavía no me has dicho si te gusta.
Terese suspiró mientras sus ojos recorrían los bocetos diseminados sobre la mesa.
—Me gusta la secuencia de Hipócrates —dijo—. Pero no estoy segura del material sobre Oliver Wendell Holmes y Joseph Lister. Comprendo la importancia del lavado de las manos incluso en un hospital moderno, pero no tiene gancho.
—¿Qué me dices de ese médico que estuvo por aquí contigo anoche? —preguntó Alice—. Él fue el que sugirió eso de la higiene, de modo que quizá tenga otras ideas ahora que ya tenemos los bocetos.
—¿Jack y tú vinisteis aquí anoche? —preguntó Colleen, perpleja, mirando a Terese.
—Sí, pasamos un momento —repuso Terese con aire casual. Extendió el brazo y colocó bien uno de los bocetos para verlo mejor.
—No me lo habías dicho.
—No me lo preguntaste —dijo Terese—. Pero no es ningún secreto, si eso es lo que insinúas. Mi relación con Jack no es de carácter romántico.
—¿Y hablasteis de esta campaña publicitaria? —preguntó Colleen—. Creía que no querías que supiera nada de ella, sobre todo porque él es en cierto modo responsable de la idea.
—Cambié de parecer —explicó Terese—. Pensé que quizá le gustaría, ya que trata sobre la calidad de la atención médica.
—Eres una caja de sorpresas —concluyó Colleen.
—No es mala idea pedir a Jack y a Chet que echen un vistazo a este material —propuso Terese—. Podría sernos útil una reacción profesional.
—Con mucho gusto haré la llamada —se ofreció Colleen.