Viernes 22 de marzo de 1996, 06:30 AM
El viernes, a las cinco y media de la mañana Jack estaba despierto y completamente despejado pese a haberse acostado mucho más tarde de lo habitual por segunda noche consecutiva. Empezó a rumiar sobre la ironía de que apareciera un caso de tularemia en pleno brote de peste. Era una curiosa coincidencia, más aún teniendo en cuenta que él había hecho el diagnóstico. Aquella hazaña bien merecía los diez dólares y veinticinco centavos que iba a ganarles a Calvin y Laurie.
Jack estaba nervioso y reconoció que era inútil intentar volver a conciliar el sueño, de modo que se levantó, desayunó y antes de las seis ya estaba pedaleando en su bicicleta. Como había menos tráfico que los otros días, llegó al trabajo en un tiempo récord.
Lo primero que hizo fue dirigirse a la sala de identificación para buscar a Laurie y a Vinnie, pero ninguno de los dos había llegado todavía. Pasó por comunicaciones y llamó a la puerta del despacho de Janice, quien lo recibió más agobiada que de costumbre.
—Vaya noche —lo saludó.
—¿Mucho trabajo? —preguntó Jack.
—No lo sabes bien. Sobre todo con los nuevos casos de infección. ¿Qué está pasando en el Hospital General?
—¿Cuántos ha habido hoy? —inquirió Jack.
—Tres —contestó Janice—. Y ninguno de ellos dio positivo, pese a que ése era el diagnóstico preliminar. Además, los tres han sido casos fulminantes. Todos los pacientes murieron en un plazo de 12 horas aproximadamente, después de presentar los primeros síntomas. Es espantoso.
—Todos estos últimos casos infecciosos han sido fulminantes —comentó Jack.
—¿Crees que estos tres nuevos son de tularemia? —preguntó Janice.
—Hay posibilidades de que así sea —repuso Jack—, sobre todo si las pruebas para la peste fueron negativas, como dices. No le habrás comentado el diagnóstico de Susanne a nadie, ¿verdad?
—He tenido que morderme la lengua, pero no —dijo Janice—. Hace tiempo que aprendí, por experiencia propia, que mi función consiste en reunir información, y no en transmitirla.
—Yo también tuve que aprender esa lección —convino Jack—. ¿Has acabado con estas tres carpetas?
—Te las regalo —indicó Janice.
Jack llevó las carpetas a la sala de identificación. Puesto que Vinnie no había llegado, Jack preparó café en la cafetera que compartían. Con la taza en la mano, se sentó y empezó a revisar el material.
Cuando apenas había empezado tropezó con algo interesante. El primer caso era una mujer de cuarenta y dos años llamada María López. Lo sorprendente era que trabajaba en el almacén de suministros del Hospital General de Manhattan y, además, cubría el mismo turno que Katherine Mueller.
Jack cerró los ojos e intentó pensar cómo dos empleadas de suministros podían haber contraído dos enfermedades mortales diferentes. En su opinión no podía ser una coincidencia. Estaba convencido de que aquellas dos enfermedades tenían que tener relación con el trabajo que desempeñaban las mujeres. Pero la pregunta era, ¿cómo?
Regresó mentalmente al almacén de suministros. Consiguió imaginarse los estantes y los pasillos, y hasta los atuendos que llevaban los empleados, pero no se le ocurrió nada que explicara su contacto con bacterias infecciosas. El almacén de suministros no tenía relación alguna con la eliminación de desperdicios hospitalarios, ni siquiera con el lavado de las sábanas usadas y, como había mencionado la supervisora, los empleados que trabajaban allí no tenían prácticamente contacto con los pacientes.
Jack leyó el resto del informe de Janice. Al igual que en los casos posteriores a Nodelman, Janice había incluido información sobre animales domésticos, viajes y visitas. En el caso de María López, ninguno de los tres factores parecía determinante.
Jack abrió la segunda carpeta perteneciente a una tal Joy Hester. En este caso Jack sintió que había un pequeño misterio. Se trataba de una enfermera de obstetricia y ginecología que había tenido contacto con Susanne Hard antes y después de que ésta presentara síntomas. Lo único que inquietaba a Jack era recordar que había leído que la transmisión persona a persona de la tularemia ocurría en muy raras oportunidades.
El tercer caso era el de Donald Lagenthorpe, un ingeniero petrolífero de treinta y ocho años que había ingresado en el hospital la mañana anterior. Había acudido a urgencias a causa de un ataque agudo de asma. Le habían administrado corticoides y broncodilatadores por vía intravenosa y lo habían puesto en reposo con un humidificador de aire. Según las anotaciones de Janice, el paciente había mostrado una mejora progresiva y había solicitado el alta, pero repentinamente había sufrido un intenso dolor de cabeza frontal a última hora de la tarde, al que siguieron temblores, escalofríos y fiebres. La tos del paciente también se hizo cada vez más intensa y se exacerbaron los síntomas asmáticos, pese al tratamiento continuado. En ese momento se le diagnosticó una neumonía, circunstancia que se confirmó en la radiografía de tórax. Sin embargo, curiosamente, la tinción de Gram del esputo no reveló la presencia de ninguna bacteria.
También se le detectó mialgia. Un súbito dolor abdominal acompañado de intensa sensibilidad en la zona sugirió una posible apendicitis. A las siete y media de la tarde Lagenthorpe fue sometido a una apendicectomía, pero el apéndice resultó ser normal. Después de la operación su estado empezó a empeorar, con síntomas de fallo multiorgánico. Presentó un descenso brusco de la presión arterial que no respondió al tratamiento. La eliminación de orina era insignificante.
Jack siguió leyendo el informe de Janice y se enteró de que el paciente había visitado unas aisladas instalaciones petrolíferas en Texas la semana anterior y que había caminado mucho por zonas desérticas. También supo que la novia del señor Lagenthorpe se había comprado un gato birmano hacía poco tiempo. En cambio, no había recibido visitas procedentes de lugares exóticos.
—¡Uf! ¡Qué pronto has venido! —exclamó Laurie Montgomery.
Jack interrumpió la lectura a tiempo para ver cómo Laurie se metía apresuradamente en la sala de identificación y colgaba su abrigo junto a la mesa que utilizaba para realizar sus tareas por la mañana. Era el último día de su turno como supervisora responsable de determinar a cuáles de los casos llegados durante la noche había que practicarles la autopsia y quién debía realizarla. Era una tarea ingrata que no agradaba a ninguno de los médicos que trabajaban allí.
—Tengo malas noticias para ti —dijo Jack.
Laurie se detuvo de camino hacia comunicaciones, y una sombra cruzó su rostro, habitualmente reluciente y saludable.
—Tranquila, mujer. —Jack se rió y añadió—. No te asustes. Es sólo que me debes veinticinco centavos.
—¿Lo dices en serio? —preguntó ella—. ¿El caso Hard era tularemia?
—Anoche el laboratorio nos entregó el informe del resultado positivo de los anticuerpos con fluoresceína —explicó Jack—. Creo que es un diagnóstico sólido.
—Me alegro de no haber apostado más que veinticinco centavos —comentó Laurie—. Estás consiguiendo unos aciertos asombrosos en el campo de las enfermedades infecciosas. ¿Cuál es tu secreto?
—La suerte del principiante —repuso Jack—. Por cierto, aquí tengo tres casos que han llegado esta noche. Todos son infecciosos y todos provienen del Hospital General. Me gustaría hacer por lo menos dos de ellos.
—No veo por qué no —dijo Laurie—. Pero antes déjame ir a comunicaciones para recoger los otros casos.
En cuanto Laurie se marchó, apareció Vinnie. Estaba pálido y sus pesados párpados estaban enrojecidos. Al verlo Jack pensó que parecía salido de uno de los compartimientos refrigerados.
—Pareces un muerto viviente —comentó Jack.
—Resaca —explicó Vinnie—. Anoche estuve en la despedida de soltero de un amigo. Acabamos todos borrachos.
Vinnie dejó su periódico sobre una mesa y se encaminó hacia el armario donde guardaban el café.
—Por si no te has dado cuenta, el café ya está hecho —anunció Jack.
Vinnie se quedó un rato mirando la cafetera, con la jarra llena, hasta que su agotada mente comprendió que el esfuerzo que estaba haciendo era innecesario.
—¿Qué te parece si empezamos por esto? —dijo Jack pasándole la carpeta de María López—. Puede que te ayude a despejarte. Ya sabes lo que dice el refrán: «A quien madruga…».
—Guárdate tus refranes —lo interrumpió Vinnie. Cogió la carpeta y dejó que se abriera en sus manos—. Francamente, no estoy de humor para tus pamplinas. Lo que no entiendo es por qué no puedes entrar aquí a la misma hora que los demás.
—Laurie ya ha llegado —le recordó Jack.
—Sí, pero porque esta semana le toca supervisar. Tú, en cambio, no tienes excusa. —Leyó parte del contenido de la carpeta y añadió—: ¡Maravilloso! ¡Otro caso infeccioso! ¡Mis favoritos! Debería haberme quedado en la cama.
—Bajaré enseguida —dijo Jack.
Malhumorado, Vinnie cogió el periódico de la mesa y se dirigió al piso de abajo.
Laurie reapareció con un montón de carpetas y las dejó sobre la mesa.
—Bueno, bueno, hoy sí que tenemos trabajo —dijo.
—Ya he enviado a Vinnie abajo para que prepare todo para uno de esos casos infecciosos —dijo Jack—. Espero no estar sobrepasando mi autoridad. Sé que todavía no los has estudiado, pero todos ellos son casos sospechosos de peste aunque con análisis negativos. Creo que como mínimo deberíamos hacer un diagnóstico.
—Sin duda —coincidió Laurie—. Pero todavía tengo que hacer el examen externo. Vamos, lo haré ahora mismo, y así podrás empezar. —Cogió la lista de las muertes de la noche anterior—. ¿Qué sabes de ese primer caso que quieres hacer? —preguntó Laurie mientras caminaban.
Jack le hizo un breve resumen de lo que sabía sobre María López, remarcando la coincidencia de que trabajaba en el almacén de suministros del Hospital General. Recordó a Laurie que la víctima de peste del día anterior también trabajaba en aquel departamento. Entraron en el ascensor.
—Parece un poco extraño, ¿no? —preguntó Laurie.
—Pues sí, desde luego —dijo Jack.
—¿Crees que es significativo? —preguntó Laurie. El ascensor se detuvo y lo dos se bajaron.
—Mi intuición me dice que sí —repuso Jack—. Por eso me interesa tanto hacer la autopsia. No logro imaginar qué relación puede haber.
Al pasar junto al despacho del depósito de cadáveres, Laurie llamó a Sal y le entregó la lista.
—Veamos primero el cadáver de la señora López.
Sal cogió la lista, consultó la suya y luego se detuvo frente al compartimiento número 6. Abrió la puerta y extrajo la camilla.
María López, al igual que su compañera de trabajo, Katherine Mueller, era una mujer obesa. Tenía el cabello crespo y teñido de un tono pelirrojo anaranjado muy particular. Todavía llevaba varios tubos intravenosos; uno estaba pegado con esparadrapo en el lado derecho de su cuello, y el otro en el brazo izquierdo.
—Una mujer bastante joven —observó Laurie.
—Sólo tenía cuarenta y dos años —asintió Jack.
Laurie sostuvo en alto la radiografía de cuerpo entero de María López y la observó al trasluz. La única anormalidad visible era una infiltración irregular en los pulmones.
—Puedes empezar —dijo Laurie.
Jack dio media vuelta y se encaminó hacia la habitación donde se estaba cargando el ventilador de su traje protector.
—De los otros dos casos que tenías arriba, ¿cuál te gustaría hacer, si sólo haces uno? —preguntó Laurie.
—El de Lagenthorpe —dijo Jack.
Laurie le hizo una señal afirmativa con el pulgar.
Pese a su resaca, Vinnie había preparado la autopsia de María López con su habitual eficiencia. Jack repasó por segunda vez el material de la carpeta de María y, para cuando se hubo puesto el traje protector, todo estaba preparado.
No le resultó difícil concentrarse, pues no había nadie en el foso que lo distrajera, aparte de él y de Vinnie. Dedicó más tiempo del habitual al examen externo del cadáver. Estaba decidido a encontrar una picadura de insecto, si la había. Pero no tuvo éxito. Al igual que con la señora Mueller, encontró varias marcas dudosas que Jack fotografió, pero ninguna que pareciera claramente una picadura.
Curiosamente, la resaca de Vinnie colaboró con la concentración de Jack, pues el dolor de cabeza lo hacía guardar silencio, ahorrando a Jack sus habituales pullas, chistes de mal gusto y comentarios sobre las noticias deportivas. Jack disfrutaba de aquel silencio inspirador.
Jack realizó el reconocimiento interno del mismo modo que lo había efectuado en los casos anteriores. Puso especial cuidado en evitar cualquier movimiento innecesario de los órganos para impedir que las bacterias pasaran al aire.
A medida que avanzaba la autopsia, la impresión general de Jack era que el caso López era idéntico al de Susanne Hard, pero no al de Katherine Mueller. Por lo tanto, su diagnóstico preliminar seguía siendo tularemia, y no peste. Eso no hacía más que aumentar su confusión acerca de cómo dos mujeres de suministros podían haber contraído aquellas enfermedades mientras otros empleados del hospital que habían estado más expuestos no se habían contagiado.
Cuando concluyó el reconocimiento interno y hubo obtenido las muestras que quería, apartó una muestra de tejido pulmonar para llevársela a Agnes Finn. Cuando obtuviera muestras parecidas de Joy Hester y de Donald Lagenthorpe las enviaría al laboratorio de referencia inmediatamente para que hicieran el análisis de tularemia.
Cuando Jack y Vinnie empezaron a coser el cadáver de María López oyeron voces en el lavabo y fuera, en el pasillo.
—Ya llega la gente normal y civilizada —comentó Vinnie.
Jack no contestó.
Entonces se abrió la puerta del lavabo y entraron dos figuras con traje protector que se acercaron a la mesa de Jack. Eran Laurie y Chet.
—¿Ya habéis terminado, chicos? —preguntó Chet.
—Yo no he sido —dijo Vinnie—. El ciclista loco siempre tiene que empezar antes de que salga el sol.
—¿Qué opinas? —preguntó Laurie—. ¿Peste o tularemia?
—Yo diría que tularemia —contestó Jack.
—Entonces serán cuatro casos, si es que esos otros dos también son tularemia —dijo Laurie.
—Lo sé —afirmó él—. Es muy extraño. En teoría, el contagio de persona a persona es muy poco corriente. No tiene mucho sentido, pero estos últimos casos parecían iguales.
—¿Cómo se transmite la tularemia? —preguntó Chet—. Nunca he visto ningún caso.
—Se transmite a través de garrapatas o por contacto directo con un animal enfermo, por ejemplo, un conejo —explicó Jack.
—Te he puesto a Lagenthorpe a continuación —indicó Laurie a Jack—. Yo voy a ponerme con el caso Hester personalmente.
—También puedo hacerlo yo —dijo Jack.
—No te molestes —repuso ella—. Hoy no hay demasiadas autopsias por hacer. Muchas de las víctimas de anoche no requieren autopsia. No voy a permitir que te diviertas tú solo.
Empezaron a llegar cuerpos. Otros ayudantes del depósito de cadáveres los entraban en la sala de autopsias y los subían a las mesas que les correspondían. Laurie y Chet se dirigieron a sus respectivas mesas para hacer sus casos.
Jack y Vinnie reemprendieron la sutura. Cuando terminaron, mientras ayudaba a Vinnie a trasladar el cadáver a una camilla, Jack le preguntó cuánto tardarían en preparar a Lagenthorpe.
—Eres un negrero —se quejó Vinnie—. ¿Es que no vamos a tomarnos un café como todo el mundo?
—Prefiero acabar cuanto antes. Luego podrás tomarte todos los cafés que quieras.
—Y un rábano —repuso Vinnie—. Luego me llamarán y tendré que volver aquí a ayudar a alguien más.
Sin dejar de quejarse, Vinnie sacó el cadáver de María López de la sala de autopsias. Jack se acercó a la mesa de Laurie, que estaba concentrada en el examen interno, pero se enderezó en cuanto vio a Jack.
—Esta pobre mujer sólo tenía treinta y seis años —comentó Laurie con tristeza—. Es una lástima.
—¿Qué has encontrado? ¿Alguna picadura de insecto o arañazo de gato?
—Nada, sólo un corte de maquinilla de afeitar en la parte inferior de la pierna —explicó Laurie—. Pero no está inflamado, así que estoy segura de que es accidental. Sin embargo, hay algo interesante. Tiene síntomas evidentes de infección en los ojos.
Laurie levantó cuidadosamente los párpados de la mujer. Los dos ojos estaban muy inflamados, aunque las córneas estaban limpias.
—También están inflamados los ganglios linfáticos preauriculares —añadió Laurie señalando unos visibles bultos delante de las orejas de la víctima.
—Interesante —observó Jack—. Eso encaja con la tularemia, pero sin embargo no lo vi en los otros casos. —Se alejó de la mesa y luego añadió—: Avísame si descubres algo más que te llame la atención.
Jack se trasladó a la mesa de Chet, felizmente concentrado en un caso de heridas de bala múltiples. En ese momento estaba ocupado fotografiando los orificios de entrada y salida de las balas. Al ver a Jack le dio la cámara a Sal, que lo estaba ayudando, y se llevó a Jack a un rincón.
—¿Cómo lo pasaste anoche? —preguntó Chet.
—No creo que sea el momento más adecuado para hablar de eso, Chet. Hablar con el traje protector puesto resultaba difícil, por no decir imposible.
—Vamos, hombre —dijo Chet—. Yo lo pasé estupendamente con Colleen. Al salir del China Club nos fuimos a su casa, en la Sesenta y seis este.
—Me alegro mucho por ti —dijo Jack.
—¿Y vosotros? ¿Dónde acabasteis?
—Si te lo contara no me creerías —repuso Jack.
—A ver, prueba —lo retó Chet acercándose un poco más a Jack.
—Fuimos a su despacho, y luego vinimos aquí, al nuestro.
—Tienes razón —dijo Chet—. No te creo.
—La verdad suele ser difícil de aceptar —replicó Jack.
Jack aprovechó que Vinnie llegaba con el cadáver de Lagenthorpe para volver a su mesa. Se apresuró a ayudar a Vinnie a colocar el cadáver sobre la mesa, porque prefería eso a seguir sometiéndose al interrogatorio de su compañero. Además, así podría empezar a trabajar antes.
En la exploración externa el hallazgo más destacable era la incisión de la apendicectomía, de cinco centímetros de largo, recién cosida. Pero Jack no tardó en descubrir más signos patológicos. En las manos del cadáver descubrió signos incipientes de gangrena en las yemas de los dedos. Halló también estos signos, aunque más débiles, en los lóbulos de las orejas.
—Esto me recuerda a Nodelman —observó Vinnie—. Aunque hay menos cantidad, y éste no tiene en el pito. ¿Crees que también es peste?
—No lo sé —dijo Jack—. A Nodelman no lo operaron de apendicitis.
Jack dedicó veinte minutos a examinar atentamente el resto del cuerpo en busca de señales de picaduras de insectos o mordeduras de animal. Como Lagenthorpe tenía la tez moderadamente oscura, la búsqueda le llevó más tiempo que con la señora López, que tenía la piel bastante más clara.
Aunque la meticulosidad de Jack no se vio recompensada con el descubrimiento de ninguna picadura, sí le permitió en cambio apreciar otra sutil imperfección. Lagenthorpe tenía un débil sarpullido en las palmas de las manos y las plantas de los pies. Jack se lo señaló a Vinnie, pero éste dijo que no lo veía.
—Dime qué tengo que buscar —dijo Vinnie.
—Manchas planas y rosadas —explicó Jack—. Aquí hay más, en la cara interna de la muñeca.
Jack levantó el brazo derecho de Lagenthorpe.
—Lo siento —dijo Vinnie—. No lo veo.
—No importa —repuso Jack.
Tomó varias fotografías, aunque dudaba de que el sarpullido pudiera apreciarse, porque el flash solía eliminar aquellos detalles tan sutiles.
A medida que avanzaba en el examen externo Jack estaba cada vez más intrigado. El paciente había ingresado con el diagnóstico de presunta peste neumónica, y su aspecto externo parecía coincidir con dicho diagnóstico, como había señalado Vinnie. Sin embargo había discrepancias. Los informes indicaban que el análisis de peste había dado resultado negativo, lo cual hacía sospechar a Jack que pudiera tratarse de tularemia.
Pero la tularemia, por otra parte, parecía poco verosímil, pues el análisis de esputo del paciente no había revelado la presencia de bacterias. Para complicar aún más las cosas, el paciente había tenido dolores abdominales lo bastante intensos para que sus médicos sospecharan que podía padecer apendicitis, circunstancia que se había descartado. Y para colmo tenía un sarpullido en las palmas de las manos y las plantas de los pies.
De momento Jack no tenía la menor idea de qué era lo que tenía delante, pero dudaba de que fuera peste o tularemia.
En cuanto inició el examen interno los hallazgos confirmaron su opinión: los ganglios linfáticos apenas estaban afectados.
Jack practicó una incisión en el pulmón y ya a simple vista observó una diferencia con respecto a lo que cabía esperar en un caso de peste o tularemia. A juicio de Jack, el aspecto del pulmón de Lagenthorpe correspondía más a una insuficiencia cardíaca que a una infección, pues había gran cantidad de líquido, pero poca consolidación.
Examinó los otros órganos internos y comprobó que la mayoría de ellos estaban implicados en el proceso patológico. El corazón estaba visiblemente agrandado, al igual que el hígado, el bazo y los riñones. Hasta los intestinos estaban congestionados, como si hubieran dejado de funcionar.
—¿Has encontrado algo interesante? —preguntó una voz ronca.
Jack estaba tan concentrado que no se dio cuenta de que Calvin había apartado a Vinnie y había ocupado su lugar.
—Creo que sí —logró decir Jack.
—¿Otro caso de infección? —preguntó otra voz ronca.
Jack giró la cabeza hacia la izquierda. Había reconocido la voz de inmediato, pero tuvo que confirmar sus sospechas. Y tenía razón: ¡era el jefe en persona!
—Entró como presunta peste —repuso Jack, sorprendido ante la presencia de Bingham, pues el jefe raras veces entraba en el foso, a menos que se tratara de un caso excepcional o con inmediatas consecuencias políticas.
—Lo dice como si no creyera que lo fuera —dijo Bingham.
Se inclinó sobre el cuerpo abierto y echó un vistazo a los hinchados y relucientes órganos.
—Es usted muy receptivo, señor —dijo Jack, esforzándose por eliminar el sarcasmo de su voz. Por una vez el cumplido iba en serio.
—¿Qué cree que es? —preguntó Bingham. Tocó cautelosamente el inflado bazo con su dedo enguantado—. Este bazo es enorme.
—No tengo ni la más remota idea —admitió Jack.
—Esta mañana el doctor Washington me ha contado que ayer hizo usted un impresionante diagnóstico de tularemia —dijo Bingham.
—Fue cuestión de suerte —repuso Jack con modestia.
—El doctor Washington no opina lo mismo —replicó Bingham—. Lo felicito por su agudeza. Después de su astuto y rápido diagnóstico del caso de peste, le confieso que estoy sorprendido. También estoy sorprendido de que dejara que yo me encargara de informar a las autoridades pertinentes. Siga así. Me alegro mucho de no haberle despedido ayer.
—A eso lo llamo yo un cumplido con segundas —dijo Jack, y chasqueó la lengua; Bingham hizo lo mismo.
—¿Dónde está el caso Martin? —preguntó Bingham a Calvin.
—En la mesa tres, señor. —Calvin señaló con el dedo—. El doctor McGovern se encarga del caso. Me reuniré con usted enseguida.
Jack se quedó mirando a Bingham el tiempo suficiente para ver cómo Chet daba un respingo al reconocer al jefe.
—Estoy dolido —dijo Jack bromeando a Calvin—. Por un momento pensé que el jefe se había tomado la molestia de bajar hasta aquí sólo para hacerme un cumplido.
—No te hagas ilusiones —dijo Calvin—. Ha sido casualidad. En realidad ha bajado para ver ese caso de heridas de bala que está haciendo McGovern.
—¿Es un caso problemático? —preguntó Jack.
—Podría serlo —contestó Calvin—. La policía asegura que la víctima opuso resistencia en el momento de la detención.
—Es una circunstancia bastante corriente —apuntó Jack.
—El problema reside en si las balas entraron por delante o por detrás —explicó Calvin—. Además, hay cinco heridas de bala. Es un poco exagerado.
Jack asintió con la cabeza. Lo entendía perfectamente y se alegraba de que no le hubieran asignado aquel caso.
—El jefe no ha bajado hasta aquí para felicitarte, pero de todos modos te ha felicitado —prosiguió Calvin—. Le impresionó mucho lo de la tularemia, y he de admitir que a mí también. Fue un diagnóstico rápido y muy inteligente. Merece los diez dólares. Pero te voy a decir una cosa: no me gustó nada aquella jugarreta que me hiciste ayer en el despacho del jefe, cuando le mencionaste nuestra apuesta. Puede que por un momento desconcertaras al jefe, pero a mí no me engañas tan fácilmente.
—Ya me lo imaginaba —dijo Jack—. Por eso cambié de tema tan deprisa.
—Sólo quería que lo supieras —añadió Calvin. Se inclinó sobre el cadáver abierto de Lagenthorpe y tocó el bazo, como había hecho Bingham—. El jefe tenía razón. Esto está muy hinchado.
—También lo están el corazón y prácticamente todos los órganos —puntualizó Jack.
—¿Qué opinas?
—Esta vez no sé qué decir —admitió Jack—. Es otra enfermedad infecciosa, pero lo único que me atrevo a afirmar es que no es ni peste ni tularemia. La verdad es que empiezo a preguntarme qué demonios están haciendo en el Hospital General.
—No te excites —aconsejó Calvin—. Nueva York es una gran ciudad, y el Hospital General es un gran hospital. Tal como se mueve la gente hoy en día, y con todos los vuelos que llegan al aeropuerto Kennedy un día tras otro, aquí puede aparecer cualquier enfermedad, en cualquier época del año.
—En eso tienes razón —coincidió Jack.
—Bueno, cuando tengas alguna idea dímela —dijo Calvin—. Quiero recuperar esos veinte dólares.
Al marcharse Calvin, Vinnie volvió a su sitio. Jack tomó muestras de todos los órganos y Vinnie se encargó de colocarla en sus recipientes correctamente etiquetados. Cuando Jack terminó de tomar todas las muestras, entre los dos cosieron la incisión de Lagenthorpe.
Jack dejó que Vinnie se encargara del cadáver y se dirigió a la mesa de Laurie. Le pidió que le mostrara las superficies cortadas de los pulmones, el hígado y el bazo. Los hallazgos patológicos eran idénticos a los de López y Hard. Había cientos de abscesos incipientes y granulomas.
—Parece otro caso de tularemia —dijo Laurie.
—No puedo discutir contigo —replicó Jack—. Pero, si la transmisión de persona a persona es tan rara, ¿cómo se explican estos casos?
—Quizá todas las víctimas tuvieran contacto con la misma fuente —aventuró Laurie.
—¡Sí, claro! —exclamó Jack con tono jocoso—. Resulta que todos fueron al mismo lugar de Connecticut y dieron de comer al mismo conejo enfermo.
—Sólo estaba sugiriendo una posibilidad —se defendió Laurie.
—Lo siento —dijo Jack—. Tienes razón. No debería portarme así contigo. Lo que pasa es que estos casos de enfermedades infecciosas me están volviendo loco. Tengo la impresión de que me falta algún dato importante y, sin embargo, no tengo la menor idea de qué puede ser.
—¿Y Lagenthorpe? —preguntó Laurie—. ¿Crees que también fue tularemia?
—No —contestó Jack—. Al parecer tenía otra cosa completamente diferente, pero tampoco sé qué.
—Me parece que te estás involucrando demasiado en este asunto —sugirió Laurie.
—Puede ser —admitió Jack. Se sentía un poco culpable por haber deseado lo peor a AmeriCare respecto al primer caso—. Intentaré tranquilizarme un poco. Quizá debería leer un poco más sobre enfermedades infecciosas.
—Así me gusta —lo animó Laurie—. En lugar de angustiarte, deberías considerar estos casos como una oportunidad para aprender. Al fin y al cabo, éste es uno de los aspectos más atractivos de nuestro trabajo.
Jack intentó en vano mirar a través de la máscara facial de plástico de Laurie para hacerse una idea de si hablaba en serio o si sólo le estaba tomando el pelo. Desgraciadamente, con todos los reflejos que producían las luces del techo, no pudo descubrirlo.
Jack se separó de Laurie y se paró un momento ante la mesa de Chet, que no estaba de buen humor.
—Demonios —dijo—. Me va a llevar todo el día buscar la trayectoria de estas balas como Bingham me ha pedido. Si quiere ser tan exacto, no sé por qué no hace la autopsia él mismo.
—Si necesitas ayuda, grita —ofreció Jack—. Será un placer ayudarte.
—Puede que lo haga —repuso Chet.
Jack se quitó el material protector, se puso la ropa de calle y se aseguró de que la batería del ventilador estaba enchufada. A continuación cogió las carpetas de las autopsias de López y Lagenthorpe. Buscó en la carpeta de Hester los datos de los parientes cercanos. Había una hermana con la misma dirección que la difunta, y Jack supuso que debían de compartir el piso. Anotó el número de teléfono.
Luego buscó a Vinnie, al que encontró saliendo de la cámara frigorífica, donde acababa de depositar el cadáver de Lagenthorpe.
—¿Dónde están las muestras de nuestros dos casos? —le preguntó Jack.
—Las tengo controladas —contestó Vinnie.
—Quiero llevarlas yo mismo arriba —dijo Jack.
—¿Está seguro? —preguntó Vinnie. Repartir las muestras por los distintos laboratorios siempre era una buena excusa para tomarse un café.
—Sí, seguro —insistió Jack.
Cuando tuvo todas las muestras y las carpetas de las autopsias, Jack se dirigió a su despacho, pero hizo dos paradas en el camino. Primero pasó por el laboratorio de microbiología para hablar con Agnes Finn.
—Me ha impresionado mucho tu diagnóstico de tularemia —dijo Agnes.
—Ese caso me está proporcionando mucha fama —bromeó Jack.
—¿Tienes algo para mí hoy? —preguntó Agnes contemplando los recipientes de muestras que llevaba Jack.
—Sí, ya lo creo. —Jack buscó la muestra de López y la dejó sobre la esquina de la mesa de Agnes—. Es otro probable caso de tularemia. Luego te subirán otra muestra de un caso que Laurie Montgomery está haciendo en estos momentos. Quiero que se les haga el análisis de tularemia a las dos.
—El laboratorio está deseando profundizar en el caso Hard, así que no será difícil. Creo que tendré los resultados hoy mismo. ¿Qué más?
—Bueno, éste es un misterio —dijo Jack, y dejó varias muestras de Lagenthorpe sobre la mesa de Agnes—. No tengo idea de qué enfermedad padecía este paciente. Sólo sé que no era peste, ni tularemia.
Jack procedió a describir el caso Lagenthorpe, transmitiendo a Agnes todos los hallazgos positivos. Le resultó particularmente interesante el hecho de que no apareciera ninguna bacteria en la tinción de Gram del esputo.
—¿Has pensado en un virus? —preguntó Agnes.
—Todo lo que me permiten mis limitados conocimientos de enfermedades infecciosas —reconoció Jack—. Me ha pasado por la cabeza que pueda ser un Hantavirus, pero no había mucha hemorragia.
—Haré algunos análisis para virus con cultivos de tejido —anunció Agnes.
—Yo voy a documentarme un poco más; quizá se me ocurra alguna otra idea —dijo Jack.
—Si necesitas algo, me encontrarás aquí.
Al salir de microbiología Jack subió al laboratorio de histología, situado en la quinta planta.
—Alerta, chicas, tenemos visita —gritó una de las técnicas de histología, y resonaron risas por la sala.
Jack sonrió. Le encantaba visitar el laboratorio de histología, porque todo el grupo de mujeres que trabajaba allí siempre estaba de un humor excelente. La que mejor le caía a Jack era Maureen O’Conner, una pelirroja con un tipazo precioso y ojos chispeantes, a la que descubrió en un extremo de la mesa de trabajo, secándose las manos con una toalla. Llevaba la parte delantera de la bata manchada de un arco iris de colores.
—¿En qué podemos ayudarle doctor Stapleton? —preguntó ella con su gracioso acento irlandés.
—Necesito que me hagáis un favor.
—Vaya, un favor —repitió Maureen—. ¿Lo habéis oído, chicas? ¿Qué podemos pedirle nosotras a cambio?
Hubo más risas. Todo el personal sabía que Jack y Chet eran los dos únicos médicos varones solteros, y a las chicas de histología les gustaba tomarles el pelo.
Jack descargó sus recipientes de muestras, separando las de Lagenthorpe y las de López.
—Me gustaría hacer cortes congelados de Lagenthorpe —dijo—. Sólo unos cuantos de cada órgano. Y también quiero un par de portaobjetos normales, claro.
—¿Y tinciones? —preguntó Maureen.
—Como siempre.
—¿Buscas algo en particular? —inquirió Maureen.
—Algún microorganismo —repuso Jack—. Pero es lo único que puedo decirte.
—Ya te llamaremos —aseguró Maureen—. Me ocuparé inmediatamente.
Ya en su despacho, Jack repasó sus mensajes y comprobó que no había nada interesante. Despejó una parte de la mesa y puso a un lado las carpetas de López y Lagenthorpe, con la intención de resumir los hallazgos de la autopsia y luego telefonear a los parientes de las víctimas. También quería llamar a los parientes del caso que estaba haciendo Laurie. Pero entonces vio su ejemplar del manual de medicina de Harrison.
Cogió el libro, lo abrió en la sección de enfermedades infecciosas y empezó a leer. Había mucho material, casi quinientas páginas, pero pudo ir bastante deprisa porque gran parte de la información ya la había memorizado en algún momento de su carrera profesional.
Cuando llegó a los capítulos de las infecciones bacteriológicas específicas sonó el teléfono. Era Maureen, que le dijo que los portaobjetos con los cortes congelados estaban listos. Jack bajó sin demora al laboratorio para recogerlos, volvió con ellos a su despacho y colocó su microscopio en el centro de la mesa.
Los portaobjetos estaban ordenados por órganos. Jack miró en primer lugar los cortes del pulmón y comprobó con asombro una gran tumefacción del tejido y la ausencia de bacterias.
Miró los cortes de corazón e inmediatamente comprendió por qué estaba agrandado. Todo el órgano presentaba una inflamación y los espacios entre las células musculares del corazón estaban llenos de líquido.
Observó el corte a mayor aumento con el microscopio y de inmediato apreció la lesión primaria. Las células que revestían los vasos sanguíneos que irrigaban el corazón estaban gravemente dañadas. Como consecuencia, dichos vasos se habían obturado con coágulos de sangre, produciendo diversos infartos menores.
Debido a la emoción del descubrimiento, Jack sintió una descarga de adrenalina por su propio sistema circulatorio. Retiró rápidamente el corte del corazón y volvió a poner el del pulmón. Utilizando el mismo aumento vio una lesión idéntica en las paredes de los diminutos vasos pulmonares, hallazgo que no había detectado en su primer examen.
Observó entonces el corte del bazo y comprobó la misma lesión. Evidentemente era un hallazgo importante, un hallazgo que de inmediato le sugirió un posible diagnóstico.
Jack se apartó de su mesa y volvió a toda prisa al laboratorio de microbiología. Encontró a Agnes en una de las muchas incubadoras del laboratorio.
—Suspende los cultivos de tejido de Lagenthorpe —dijo, casi sin aliento—. Tengo datos nuevos que te van a encantar.
Agnes lo miró con curiosidad a través de los gruesos cristales de sus gafas.
—Es una enfermedad del endotelio —anunció Jack, emocionado—. El paciente tenía una enfermedad infecciosa aguda sin bacterias visibles ni en el cultivo. Eso debería habernos alertado. También tenía un incipiente sarpullido en las palmas de las manos y las plantas de los pies. Y se sospechó que padecía apendicitis. ¿Adivinas por qué?
—Hipersensibilidad muscular —dijo Agnes.
—Exactamente —dijo Jack—. ¿Y eso qué te sugiere?
—Rickettsia.
—¡Bingo! —exclamó Jack, y enfatizó sus palabras lanzando un puño al aire—. Nada menos que fiebre de las Montañas Rocosas. Bueno, ¿puedes confirmarlo?
—Es tan difícil como la tularemia —reconoció Agnes. Tendremos que enviarlo otra vez. Existe una técnica de inmunofluorescencia directa, pero no tenemos el reactivo. Pero sé que en el laboratorio de referencia municipal lo tienen, porque hubo un brote de fiebres de las Montañas Rocosas en el Bronx en el año 87.
—Envíaselo inmediatamente —indicó Jack—. Diles que queremos una lectura tan pronto como sea posible.
—Lo haré —dijo Agnes.
—Eres un encanto —se despidió.
Jack se dirigió hacia la puerta y antes de marcharse Agnes le dijo:
—Te agradezco que me lo hayas comunicado enseguida. Las rickettsias son muy peligrosas para los técnicos de laboratorio, pues por vía aérea son extremadamente contagiosas. Es tan mala, o peor, que la tularemia.
—No hace falta que te lo diga, ve con cuidado —le recomendó Jack.