Jueves 21 de marzo de 1996, 08:30 PM
Terese y Colleen bajaron del taxi en la Segunda Avenida, entre las calles Ochenta y nueve y Ochenta y ocho, unas cuantas puertas más allá de Elaine’s, y se dirigieron a pie hasta el restaurante. No pudieron apearse justo delante, debido a la presencia de varias limusinas aparcadas en doble fila.
—¿Cómo estoy? —preguntó Colleen, abriéndose el abrigo para que Terese pudiera verla bien, cuando las dos se pararon un momento bajo el toldo de lona.
—Estupenda —dijo Terese, y no lo decía por cumplido.
Colleen se había quitado la camiseta y los tejanos que llevaba siempre y se había puesto un sencillo vestido negro con un escote a la medida perfecta de sus voluminosos pechos. A su lado, Terese se sentía muy poco elegante. Todavía llevaba el traje chaqueta que se había puesto para ir a trabajar, pues no había encontrado el momento para ir a casa a cambiarse.
—No sé por qué estoy tan nerviosa —reconoció Colleen.
—Relájate —la animó Terese—. Con ese vestido, el doctor McGovern no tiene escapatoria.
Colleen dijo sus nombres al maitre, que asintió inmediatamente e indicó a las mujeres que lo siguieran, dirigiéndose hacia la parte de atrás del local.
Fue una especie de carrera de obstáculos; tuvieron que zigzaguear entre las abarrotadas mesas y los atareados camareros. Terese se sentía como si estuviera encerrada en una pecera. A medida que avanzaban, todo el mundo, hombres y mujeres, las repasaba con la mirada.
Sus amigos estaban en una mesita apretujada en un rincón del fondo. Cuando vieron acercarse a las mujeres se pusieron los dos en pie. Chet apartó la silla de Colleen, y Jack hizo lo mismo con la de Terese. Las mujeres colgaron sus abrigos en el respaldo de las sillas y se sentaron.
—¿Cómo es posible que os hayan dado una mesa tan buena? ¿Conocéis al dueño? —preguntó Terese.
Chet, que interpretó el comentario de Terese como un cumplido, les contó, jactancioso, que el año anterior le habían presentado a Elaine y explicó que era la mujer que estaba sentada frente a la caja registradora, al final de la barra.
—Querían que nos sentáramos en la parte de delante —explicó Jack—, pero hemos declinado el ofrecimiento. Hemos pensado que a vosotras os molestaría la corriente, estando tan cerca de la puerta.
—Qué atentos —intervino Terese—. Además, esto resulta mucho más íntimo.
—¿De verdad te lo parece? —preguntó Chet, con el rostro visiblemente iluminado. En realidad, estaban apretujados como sardinas.
—¿Cómo puedes poner en duda lo que diga Terese? —preguntó Jack a Chet—. Es una mujer muy sincera.
—Vale, vale, ya basta —dijo Chet con buen humor—. Puede que sea un poco lento, pero aunque me cueste, sé captar las indirectas.
Pidieron vino y unos aperitivos al camarero, que se había acercado en cuanto llegaron las mujeres. Colleen y Chet iniciaron una charla informal, mientras Terese y Jack seguían hablando en su habitual tono sarcástico, pero finalmente el vino suavizó sus ironías. Cuando les sirvieron el plato fuerte, ya estaban conversando como personas normales.
—¿Qué noticias exclusivas tenéis del brote de peste? —preguntó Terese.
—Ha habido dos muertes más en el Hospital General —dijo Jack—. Y también dos enfermeras con fiebre, a las que ya han puesto en tratamiento.
—Eso ha salido en las noticias de esta mañana —repuso Terese—. ¿No hay nada nuevo?
—Sólo una de las dos víctimas murió de peste —explicó Jack—. La otra parecía peste clínicamente, pero no creo que lo fuera.
Terese se quedó con el tenedor lleno de pasta a unos centímetros de la boca.
—¿No? —preguntó—. Y si no era peste, ¿qué era?
—Ojalá lo supiera —contestó Jack encogiéndose de hombros. Espero que el laboratorio pueda decírmelo.
—El Hospital General debe de estar muy alborotado —dijo Terese—. Me alegro de no estar ingresada allí. Ya en circunstancias normales da miedo estar en un hospital, y si encima has de preocuparte de enfermedades como la peste, tiene que ser terrible.
—La administración está muy alterada, desde luego —dijo Jack—. Y con motivo. Si se confirma que la peste se originó en el hospital, será el primer episodio moderno de peste hospitalaria. Y eso va a ser un duro golpe para el hospital.
—No sabía que existían las infecciones hospitalarias —comentó Terese—. Nunca se me había ocurrido pensar en ello hasta que Chet y tú nos contasteis lo de este problema con la peste, anoche. ¿Tienen todos los hospitales problemas así?
—Por supuesto —afirmó Jack—. No es del dominio público, pero normalmente entre el cinco y el diez por ciento de los pacientes hospitalizados contraen infecciones en el hospital.
—¡Dios mío! —exclamó Terese—. No tenía ni idea de que fuera un fenómeno tan extendido.
—Sucede en todas partes —añadió Chet—. Hay infecciones en todos los hospitales, desde el más avanzado hospital universitario hasta el más pequeño hospital de pueblo. La gravedad del asunto es que el hospital es el peor sitio donde contraer una infección, porque muchos de los microorganismos que corren por ellos han desarrollado resistencia a los antibióticos.
—¡Oh, fabuloso! —exclamó Terese con cinismo, y tras reflexionar un momento, agregó—: ¿Hay grandes diferencias entre los índices de infecciones de los distintos hospitales?
—Claro que sí —dijo Chet.
—¿Y se conocen esas cifras? —preguntó Terese.
—Sí y no —contestó Chet—. La ley obliga a los hospitales a llevar un registro de los índices de sus infecciones, pero las cifras no están al alcance del público.
—¡Qué farsa! —dijo Terese, al tiempo que disimuladamente le guiñaba un ojo a Colleen.
—Si los índices superan cierta cifra, el hospital pierde sus permisos —prosiguió Chet—, de modo que algo es algo.
—Pero eso es una injusticia para los usuarios —opinó Terese—. Si la gente no tiene acceso a esos índices, no puede tomar sus propias decisiones con respecto a qué hospital acudir.
—La política es así —dijo Chet mostrando las palmas de las manos como un sacerdote en actitud de súplica.
—Yo lo encuentro espantoso —insistió Terese.
—La vida también es injusta —intervino Jack.
Después de los postres y el café, Chet y Colleen propusieron ir a algún sitio donde se pudiera bailar, como el China Club; sin embargo, ni Terese ni Jack parecían muy dispuestos a alargar la noche. Chet y Colleen hicieron todo lo que pudieron para convencerlos, pero no tardaron en desistir.
—Id vosotros —dijo Terese.
—¿Estás segura? —preguntó Colleen.
—No quisiera que dejarais de ir por nuestra culpa —añadió Jack.
Colleen y Chet se miraron.
—Pues vamos —dijo Chet.
Ya fuera del restaurante Chet y Colleen se subieron, felices, en un taxi. Jack y Terese los despidieron con la mano.
—Espero que se diviertan —dijo Terese—. A mí no me apetecía nada. Sentarme en una discoteca llena de humo con una música a todo volumen dañándome los oídos no es mi idea del placer.
—Por lo menos, finalmente hemos encontrado algo sobre lo que estamos de acuerdo —dijo Jack.
Terese se rió. Estaba empezando a entender el sentido del humor de Jack, que no era muy diferente del suyo.
Se quedaron unos minutos junto al bordillo, indecisos y un poco turbados, cada uno mirando hacia un lado. La Segunda Avenida estaba muy animada, llena de noctámbulos a pesar de la baja temperatura. El aire estaba limpio y el cielo despejado.
—Creo que al hombre del tiempo se le olvidó que hoy era el primer día de la primavera —dijo Terese; metió las manos en los bolsillos de su abrigo y subió los hombros para protegerse del frío.
—Si quieres podemos ir caminando hasta ese bar donde estuvimos anoche —propuso Jack.
—Sí, no es mala idea —convino Terese—. Pero a mí se me ocurre otra mejor. Mi agencia está aquí cerca, en Madison. ¿Qué te parece si vamos un momento?
—¿Me estás invitando a tu despacho aun sabiendo lo que opino sobre la publicidad? —dijo Jack, sorprendido.
—Creía que sólo estabas contra la publicidad médica —repuso Terese.
—La verdad es que no me atrae la publicidad, en general —aclaró Jack—. Anoche Chet me interrumpió antes de que pudiera decirlo.
—Pero no te opones a ella en sí, ¿verdad?
—Sólo a la médica —dijo Jack—. Por las razones que ya expuse.
—Bueno, pues ¿qué te parece si vamos un momento? Hacemos muchas cosas además de publicidad médica. Puede que la visita te resulte instructiva.
Jack intentó descifrar a la mujer que había detrás de aquella mirada azul pálida y aquella boca tan sensual. Estaba aturdido porque la vulnerabilidad que sus rasgos sugerían no encajaba con la mujer seria, decidida y valiente que sospechaba que era Terese.
Terese sostuvo la mirada de Jack y sonrió con coquetería.
—¡Sé un poco aventurero! —le retó.
—No sé por qué, pero tengo la impresión de que me ocultas otras intenciones —dijo Jack.
—Será porque las tengo —reconoció Terese abiertamente—. Me gustaría que me dieras tu consejo sobre una nueva campaña publicitaria. Ni siquiera pensaba admitir que me has inspirado una idea, pero esta noche, durante la cena, he cambiado de opinión.
—No sé si sentirme utilizado o alabado. ¿Cómo es posible que yo te inspirara una idea para un anuncio? —preguntó.
—Todo lo que me has contado sobre el brote de peste del Hospital General de Manhattan —explicó Terese—, me ha hecho pensar seriamente en el tema de las infecciones hospitalarias.
Jack caviló unos instantes sobre aquella declaración, y luego preguntó:
—¿Y cómo es que has cambiado de opinión y has decidido decírmelo y pedirme consejo?
—Porque de pronto caí en la cuenta de que quizás aprobabas la campaña —respondió Terese—. Ayer comentaste que estás en contra de la publicidad médica porque no trata temas importantes. Pues bien, un anuncio referido a las infecciones hospitalarias sí los tratarían, desde luego.
—Supongo que sí —admitió Jack.
—No digas que no —dijo Terese—. Claro que sí. Si un hospital está orgulloso de sus índices, ¿por qué no hacérselo saber al público?
—Está bien —dijo Jack—. Me rindo. Vamos a ver ese despacho tuyo.
Una vez tomada la decisión de ir, quedaba el problema de la bicicleta de Jack, atada a una señal de no aparcar que había cerca. Tras una breve discusión decidieron dejar la bicicleta donde estaba e ir juntos en un taxi. Jack recogería la bicicleta más tarde, de camino a su casa.
Con el poco tráfico que había y con un temerario taxista emigrante ruso al volante, llegaron al edificio de Willow y Heath en pocos minutos. Jack saltó del taxi medio mareado.
—¡Dios mío! —exclamó—. Y pensar que la gente me acusa de insensato por ir en bicicleta por la ciudad. No es nada comparado con ir en un taxi con ese maníaco.
El taxi arrancó a toda velocidad y desapareció por Madison Avenue con las ruedas rechinando, como para remarcar el comentario de Jack.
Eran las diez y media y el edificio de oficinas estaba cerrado. Terese utilizó su propia llave para abrir la puerta.
Los tacones de ambos resonaban por el vacío vestíbulo de mármol. En medio de aquel silencio, hasta el zumbido del ascensor parecía intenso.
—¿Sueles venir aquí a altas horas de la noche? —preguntó Jack.
—Siempre —contestó Terese riéndose con cinismo—. Podría decirse que vivo aquí.
Subieron en silencio. Cuando se abrieron las puertas del ascensor Jack quedó sorprendido al ver la planta intensamente iluminada y en plena actividad, como si fuera mediodía. Había gente trabajando en muchas de las incontables mesas de dibujo.
—¿Qué pasa? ¿Hacéis dos turnos de trabajo? —preguntó Jack.
Terese volvió a reírse.
—Claro que no —dijo—. Esta gente está aquí desde esta mañana temprano. El mundo de la publicidad es muy competitivo y, si quieres destacar, tienes que dedicarle tiempo. Tenemos varias fechas de entrega a punto de vencer.
Terese se disculpó y se acercó a una mujer que estaba sentada en una de las mesas de dibujo. Mientras ella hablaba, Jack recorrió con la mirada la extensa sala. Le sorprendió comprobar que no presentaba separaciones. Sólo vio varias habitaciones separadas, situadas junto al vestíbulo de los ascensores.
—He pedido a Alice que nos traiga un material —explicó Terese al reunirse con Jack—. Ven, vamos al despacho de Colleen.
Terese lo guió hasta una de las habitaciones y encendió las luces. Era un despacho pequeño y sin ventanas, claustrofóbico comparado con aquella otra sala amplia y sin divisiones. Además estaba abarrotado de papeles, libros, revistas y cintas de vídeo. Había varios caballetes con gruesos blocs de papel de dibujo.
—Seguro que a Colleen no le molestará que le despeje un poco la mesa —dijo Terese mientras apartaba varias montañas de papel de borrador de color naranja. Luego reunió unos cuantos libros y los dejó en el suelo. En cuanto hubo terminado apareció Alice.
Tras hacer las presentaciones pertinentes, Terese y Alice repasaron varias de las ideas preliminares que habían preparado a lo largo del día.
A Jack le interesó más el proceso que el contenido. Nunca se había parado a pensar cómo se hacían los anuncios de televisión, y ahora admiraba la creatividad y la cantidad de trabajo que exigía la labor.
Alice tardó un cuarto de hora en presentar el material que había llevado. Cuando hubo terminado recogió los bocetos y miró a Terese a la espera de nuevas instrucciones. Terese le dio las gracias y le dijo que podía regresar a su mesa de dibujo.
—Ya lo has visto —dijo Terese a Jack—. Ésas son algunas de las ideas que han surgido a raíz de esta cuestión de las infecciones hospitalarias. ¿Qué te parecen?
—Estoy impresionado con lo mucho que trabajáis.
—Me interesa más tu opinión con respecto al contenido —señaló Terese—. ¿Qué te parece la idea de que Hipócrates entre en el hospital para hacer entrega de un premio?
—No me jacto de estar capacitado para criticar intelectualmente un anuncio —repuso Jack, encogiéndose de hombros.
—Vamos, no seas tan tozudo —dijo Terese llevando la mirada hacia el techo—. Sólo quiero que me des tu opinión como simple mortal. Esto no es un concurso intelectual. ¿Qué pensarías si vieras ese anuncio en la televisión, mientras estuvieras viendo la Super Bowl, pongamos por caso?
—Lo encontraría ingenioso —admitió Jack.
—¿Te haría pensar que el hospital del National Health es un buen sitio adónde ir ya que sus índices de infecciones hospitalarias son bajos?
—Supongo —dijo Jack.
—Está bien —aceptó Terese intentando conservar la calma—. A lo mejor tienes otras ideas. ¿Qué más podríamos hacer?
Jack reflexionó durante unos minutos.
—Podríais hacer algo sobre Oliver Wendell Holmes y Joseph Lister.
—¿No era poeta, ese Holmes? —preguntó Terese.
—También era médico —repuso Jack—. Seguramente Lister y él fueron los que más hicieron para conseguir que los médicos se lavaran las manos cuando iban de un paciente a otro. Bueno, Semmelweis también puso algo de su parte. En fin, el lavado de las manos fue la lección más importante para impedir las infecciones hospitalarias.
—Hummm —murmuró Terese—. Eso suena interesante. A mí, personalmente, me encantan los detalles de época. Déjame decirle a Alice que busque a alguien para que se documente.
Jack siguió a Terese fuera del despacho de Colleen y vio cómo hablaba con Alice. Sólo tardó unos minutos en explicarle lo que quería.
—Muy bien —dijo Terese al reunirse de nuevo con Jack—. Alice se encargará de poner la bola en juego. Vámonos de aquí.
En el ascensor, Terese hizo otra sugerencia.
—¿Por qué no nos acercamos a tu despacho? Es lo más justo, ahora que tú has visto el mío.
—No te gustará —dijo Jack—. Confía en mí.
—Quizá sí.
—De verdad, no es un lugar agradable.
—Pues yo creo que podría ser interesante —insistió Terese—. Sólo he visto un depósito de cadáveres en las películas. Quién sabe, tal vez me inspire alguna idea. Además, ver donde trabajas quizá me ayude a entenderte un poco mejor.
—No sé si quiero que me entiendan —dijo Jack.
El ascensor se paró y se abrieron las puertas. Salieron los dos y, ya en la acera, se pararon.
—¿Qué me dices? No creo que nos lleve mucho tiempo, y tampoco es tan tarde.
—Eres muy perseverante —comentó Jack—. Dime una cosa: ¿siempre consigues lo que quieres?
—Por lo general, sí —admitió Terese, y se echó a reír. Pero prefiero pensar que es tenacidad.
—Está bien —accedió Jack por fin—. Pero luego no me digas que no te lo advertí.
Cogieron un taxi y Jack dio la dirección al taxista, que dio media vuelta y tomó Park Avenue en dirección sur.
—Tengo la impresión de que eres un solitario —dijo Terese.
—Eres muy suspicaz —contestó Jack.
—No hace falta que seas tan cáustico conmigo.
—Por una vez no era mi intención —dijo Jack.
Los pálidos reflejos de las farolas jugueteaban sobre sus rostros mientras se contemplaban en la penumbra del taxi.
—Para una mujer es difícil saber cómo sentirse a tu lado —dijo Terese.
—Yo podría decir lo mismo —repuso Jack.
—¿Has estado casado alguna vez? —preguntó Terese—. Bueno, si no te importa que te lo pregunte.
—Sí, estuve casado —contestó Jack.
—¿Pero no salió bien? —insistió ella.
—Hubo un problema —dijo Jack—. Pero la verdad es que no me gusta mucho hablar de eso. ¿Y tú? ¿Has estado casada?
—Sí —contestó Terese. Suspiró y miró por la ventanilla—. Pero a mí tampoco me gusta hablar de mi matrimonio.
—Ahora ya tenemos dos cosas en común —comentó Jack—. A ninguno de los dos nos gustan las discotecas ni hablar de nuestro matrimonio.
Jack había indicado al taxista que los dejara en la entrada del Instituto Forense de la calle Treinta. Al llegar a destino se alegró de que no hubiera ningún coche fúnebre aparcado. Eso significaba que no habría ningún cadáver fresco tendido sobre una camilla. A pesar de que Terese había insistido en realizar aquella visita, Jack temía herir su sensibilidad innecesariamente.
Terese siguió en silencio a Jack entre las hileras de compartimientos refrigerados. No dijo nada hasta que vio el montón de sencillos ataúdes de pino. Preguntó qué hacían allí.
—Son para los muertos no identificados que no son reclamados —explicó Jack—. Los gastos del entierro corren a cargo del ayuntamiento.
—¿Y eso ocurre a menudo? —preguntó Terese.
—Continuamente —contestó Jack.
Jack guió a Terese hasta la sala de autopsias y abrió la puerta del lavabo. Terese se asomó, pero no quiso entrar. A través de los cristales de la puerta se veía la sala de autopsias. Las mesas de disección, de acero inoxidable, relucían ominosamente en la penumbra.
—Me lo había imaginado más moderno —comentó Terese, cogiéndose los brazos para no tocar nada.
—En su momento lo fue —explicó Jack—. Se suponía que tenían que renovar las instalaciones, pero no llegaron a hacerlo. Desgraciadamente el ayuntamiento siempre atraviesa alguna crisis presupuestaria, y pocos políticos resisten la tentación de ahorrarse el dinero que debería invertirse aquí. Ya nos cuesta trabajo obtener el dinero necesario para cubrir los gastos de funcionamiento normal, así que imagínate para poner al día las instalaciones. Pero, en cambio, tenemos un laboratorio de ADN nuevo y modernísimo.
—¿Dónde está tu despacho? —preguntó Terese.
—Arriba, en el quinto piso —dijo Jack.
—¿Puedo verlo?
—¿Por qué no? Ya que estamos aquí…
Volvieron sobre sus pasos y atravesaron el despacho del depósito de cadáveres, hasta llegar al ascensor.
—Es un sitio un poco peculiar, ¿no? —preguntó Jack.
—Tiene su lado horrible, desde luego —admitió Terese.
—Los que trabajamos aquí solemos olvidar el efecto que produce a los profanos —comentó Jack, aunque le había impresionado el grado de entereza que había demostrado su acompañante.
Cuando llegó el ascensor, se montaron y Jack apretó el botón del quinto piso.
—¿Cómo fue que elegiste esta especialidad? —preguntó Terese—. ¿Sabías qué querías hacer cuando estabas en la facultad?
—No, por Dios —repuso Jack—. Quería hacer una especialidad limpia, de elevado contenido técnico, emocionalmente gratificante y lucrativa. Me hice oftalmólogo.
—¿Y qué pasó? —preguntó Terese.
—AmeriCare absorbió mi consulta. Como no quería trabajar para ellos ni para ninguna otra empresa parecida, estudié otra especialidad. Es lo que suele pasarles hoy en día a los especialistas que sobran.
—¿Y te resultó difícil?
Jack tardó en contestar. El ascensor llegó a la quinta planta y se abrieron las puertas.
—Muy difícil —respondió Jack al tiempo que echaba a andar por el pasillo—. Sobre todo porque estaba muy solo.
Terese se arriesgó a mirar a Jack. Le había sorprendido que se quejara de la soledad, pues había supuesto que era solitario por elección. Mientras lo miraba, Jack se secó el rabillo del ojo disimuladamente con los nudillos. ¿Se habría secado una lágrima? Terese estaba intrigada.
—Ya estamos —anunció Jack. Abrió la puerta de su despacho con su llave y encendió la luz.
El interior era peor de lo que Terese se había imaginado. El despacho era pequeño y estrecho, los muebles eran viejos, de metal gris, y a las paredes les hacía falta una mano de pintura. Sólo había una ventana mugrienta, situada en lo alto de la pared.
—¿Dos mesas? —preguntó Terese.
—Chet y yo compartimos el despacho —explicó Jack.
—¿Cuál es la tuya?
—La más desordenada —dijo Jack—. Este episodio de peste me tiene más atrasado de lo normal. Generalmente voy atrasado, porque soy bastante compulsivo con mis informes.
—¡Doctor Stapleton! —llamó una voz.
Era Janice Jaeger, la investigadora forense.
—El empleado de seguridad me ha dicho que estaba usted aquí cuando he pasado por recepción —dijo después de que Jack le presentara a Terese—. Le he telefoneado a su casa.
—¿Qué pasa? —preguntó Jack.
—Esta noche me han llamado del laboratorio de referencia —dijo Janice—. Han hecho la prueba con anticuerpos marcados con fluoresceína del tejido pulmonar de Susanne Hard, como usted solicitó. Y el resultado es tularemia.
—¿Lo dice en broma? —Jack cogió el papel que Janice llevaba en la mano y lo examinó, incrédulo.
—¿Qué es la tularemia? —preguntó Terese.
—Es otra enfermedad infecciosa —explicó Jack—. En cierto modo se parece a la peste.
—¿Dónde estaba esa paciente? —preguntó Terese, aunque sospechaba cuál sería la respuesta.
—También estaba ingresada en el Hospital General —dijo Jack, y meneó la cabeza—. Es increíble, de verdad. ¡Es increíble!
—Tengo que volver al trabajo —dijo Janice—. Si necesita algo, sólo tiene que decírmelo.
—Lo siento —se disculpó Jack—. No me he dado cuenta de que la estaba entreteniendo. Gracias por traerme la información.
—No es nada—. Janice saludó con la mano y volvió hacia los ascensores.
—¿Y la tularemia es tan grave como la peste? —quiso saber Terese.
—No es fácil hacer comparaciones —explicó Jack—. Pero sí, es grave, sobre todo la forma neumónica, que es muy contagiosa. Si Susanne Hard siguiera con vida podría decirnos exactamente lo grave que es.
—¿Y qué es lo que te sorprende tanto? —preguntó Terese—. ¿Es tan poco corriente como la peste?
—No, no tanto —dijo Jack—. Se han registrado casos de tularemia en una zona más extensa de Estados Unidos que de peste, sobre todo en algunos estados del sur, como Arkansas. Pero, igual que la peste, no es frecuente en invierno, por lo menos no aquí arriba, en el norte. Cuando aparece, suele hacerlo a finales de primavera y en verano. Necesita un vector, igual que la peste. Por lo general es transmitida por garrapatas y tébanos, en lugar de las pulgas de rata.
—¿Alguna garrapata o tébano en particular? —preguntó Terese.
Sus padres tenían una cabaña en los montes Catskills, donde a ella le gustaba pasar unos días en verano. La cabaña estaba aislada y rodeada de bosques y campos, donde abundaban las garrapatas y los tébanos.
—El reservorio de las bacterias lo constituyen algunos pequeños mamíferos, como roedores y, sobre todo, conejos —añadió Jack empezando a extenderse en su explicación, pero se interrumpió rápidamente. De pronto había recordado la conversación de aquella tarde con Maurice, el marido de Susanne. Le había dicho que a Susanne le gustaba ir a Connecticut, pasear por el bosque y… ¡dar de comer a los conejos!— Tal vez fueran los conejos —murmuró Jack.
—¿De qué estás hablando?
Jack se disculpó por pensar en voz alta. Sin haber superado aún su perplejidad, hizo señas a Terese para que lo siguiera a su despacho y se sentara en la silla de Chet. A continuación le describió su conversación telefónica con el marido de Susanne y le explicó la importancia de los conejos en relación con la tularemia.
—A mí me parece revelador —opinó Terese.
—El único problema es que su contacto con los conejos de Connecticut se produjo hace casi dos semanas —reflexionó Jack dando golpecitos con los dedos en el auricular del teléfono—. Es un período de incubación muy largo, sobre todo tratándose de la forma neumónica. Claro que si no la adquirió en Connecticut, entonces tuvo que cogerla aquí, en la ciudad, posiblemente en el Hospital General. Pero la tularemia hospitalaria no es más lógica que la peste hospitalaria.
—Sea como fuere, la gente tiene que enterarse de esto —aseguró Terese, y señaló con la cabeza la mano que Jack tenía sobre el teléfono—. Espero que llames a la prensa además de avisar al hospital.
—A ninguno de los dos —dijo Jack, y consultó su reloj. Todavía no era medianoche. Descolgó el teléfono y marcó un número—. A quien voy a llamar es a mi superior inmediato. Los entresijos de este asunto son sagrados.
Calvin contestó al primer timbrazo, pero balbuceó como si hubiera estado durmiendo. Jack se identificó con voz alegre.
—Será mejor que se trate de algo importante —gruñó Calvin.
—Para mí lo es —dijo Jack—. Quería que fueras el primero en saber que me debes otros diez dólares.
—Déjame en paz —bramó Calvin. La modorra había desaparecido de su voz—. Espero que no me estés gastando una broma de mal gusto.
—No, va en serio —le aseguró Jack—. El laboratorio ha enviado los resultados esta noche. El Hospital General de Manhattan tuvo un caso de tularemia además de los dos casos de peste. Estoy tan sorprendido como tú.
—¿Te ha llamado directamente el laboratorio? —preguntó Calvin.
—No —contestó Jack—. Uno de los investigadores forenses me acaba de entregar los resultados.
—¿Y estás en el despacho?
—Claro —dijo Jack—. Trabajando como un condenado.
—¿Tularemia? —preguntó Calvin—. Será mejor que me informe un poco. Creo que nunca he visto un caso de tularemia.
—He estado documentándome esta tarde —admitió Jack.
—Asegúrate de que desde nuestra oficina no se filtre ninguna información —advirtió Calvin—. No voy a llamar a Bingham esta noche, porque de momento no podemos hacer nada. Se lo comunicaré mañana por la mañana, a primera hora; él puede llamar a la comisaria, para que ella informe a la junta Municipal de Salud.
—Muy bien —dijo Jack.
—De modo que lo vas a guardar en secreto —dijo Terese, enojada, cuando Jack colgó el auricular.
—No es asunto mío —repuso Jack.
—Sí, ya lo sé —dijo Terese con sarcasmo—. No te corresponde a ti.
—Ya tuve problemas con el caso de peste por llamar a la comisaria personalmente —explicó Jack—. No tiene sentido que lo haga otra vez. Ya se sabrá todo por la mañana, a través de los canales adecuados.
—¿Y los enfermos del Hospital General que se sospecha que tienen peste? Quizá tienen esta otra enfermedad. Creo que deberías dar la noticia esta misma noche.
—En eso tienes parte de razón —admitió Jack—. Pero en realidad no importa, porque el tratamiento de la tularemia es el mismo que el de la peste. Esperaremos hasta mañana por la mañana. Además, sólo faltan unas pocas horas.
—¿Y si se lo contara yo a la prensa? —preguntó Terese.
—Tendré que pedirte que no lo hagas —dijo Jack—. Ya has oído lo que ha dicho mi jefe. Si investigaran, llegarían a la conclusión de que la fuente fui yo.
—A ti no te gusta la publicidad en medicina y a mí no me gusta la política en medicina —dijo Terese.
—Amén —repuso Jack.