Jueves 21 de marzo de 1996, 12:00 AM
—¡Hombre, amigo! ¿Cómo estás? —preguntó Chet a Jack cuando éste entró en el despacho que compartían y dejó varias carpetas sobre su abarrotado escritorio.
—Mejor imposible —contestó Jack.
Para Chet aquel jueves había sido un día de papeleo, es decir, que se había pasado la mañana en su despacho y no había bajado a la sala de autopsias. Por norma general los médicos forenses adjuntos sólo practicaban autopsias tres días por semana. Los otros días los dedicaban a ordenar las enormes montañas de papeles necesarios para «cerrar» cada caso. Siempre había material que reunir de los investigadores forenses, el laboratorio, el hospital, los médicos de cabecera o la policía. Además, cada médico tenía que leer las muestras que el laboratorio de histología procesaba en cada caso.
Jack se sentó y apartó algunos de los papeles que había amontonados en el centro de la mesa para hacerse un poco de sitio.
—¿Te encuentras bien esta mañana? —preguntó Chet.
—Un poco amodorrado, la verdad —admitió Jack. Rescató su teléfono de debajo de unos informes de laboratorio y abrió una de las carpetas que acababa de traer consigo y empezó a hojear el contenido—. ¿Y tú?
—Perfectamente —contestó Chet—. Pero yo estoy acostumbrado a beber un poco de vino de vez en cuando. Me ha ayudado mucho a recordar a aquellas dos mozas, sobre todo Colleen. Oye, ¿sigue en pie lo de esta noche?
—Precisamente de eso quería hablarte —dijo Jack.
—Lo prometiste —le recordó Chet.
—No lo prometí exactamente —dijo Jack.
—Venga —suplicó Chet—, no me dejes en la estacada. Nos esperan a los dos, y si sólo me presento yo, puede que no se queden.
Jack miró a su compañero.
—Venga —repitió Chet—. ¡Por favor!
—Está bien, pelmazo —cedió Jack—. Sólo esta vez. Pero no entiendo para qué me necesitas, la verdad. Lo haces muy bien tú solito.
—Gracias, amigo. Te debo una.
Jack encontró la hoja de identificación en que constaban los números de teléfono de Maurice Hard, el marido de Susanne. Había un número particular y otro de un despacho. Jack marcó el número particular.
—¿A quién llamas? —preguntó Chet.
—Eres un maldito entrometido —bromeó Jack.
—Tengo que velar por ti, para que no te despidan —dijo Chet.
—Llamo al marido de otra víctima de una extraña infección —explicó Jack—. Acabo de practicar la autopsia y estoy desconcertado. Clínicamente parecía peste, pero no creo que lo sea.
Una asistente contestó el teléfono. Cuando Jack preguntó por el señor Hard, le dijeron que se hallaba en el despacho. Marcó el segundo número, y esta vez fue una secretaria la que contestó. Jack explicó quién era y entonces le pasaron la comunicación.
—Es increíble —comentó a Chet mientras esperaba, tapando con una mano el receptor. Su mujer acaba de morir y ya está trabajando. ¡Esto sólo pasa en este país!
Maurice Hard se puso al teléfono. Su voz sonaba cansada y reflejaba sin duda que estaba sometido a una gran tensión. Jack estuvo tentado de decir a aquel hombre que entendía lo que sentía, pero algo le hizo contenerse, y se limitó a explicar quién era y el motivo de su llamada.
—¿Cree usted que primero debería hablar con mi abogado? —preguntó Maurice.
—¿Abogado? ¿Para qué quiere hablar con un abogado?
—La familia de mi mujer está haciendo acusaciones ridículas —informó Maurice—. Insinúan que yo tuve algo que ver con la muerte de Susanne. Están locos. Son ricos, pero están locos. Mire, Susanne y yo teníamos nuestras diferencias, pero jamás nos habríamos hecho daño el uno al otro, jamás.
—¿Saben que su esposa murió por una enfermedad infecciosa? —preguntó Jack.
—He intentado explicárselo —dijo Maurice.
—No sé qué decir —replicó Jack—. La verdad es que no me corresponde a mí aconsejarle sobre su situación legal personal.
—Bueno, qué demonios, pregúnteme lo que quiera —dijo Maurice—. No creo que tenga nada que ver. Pero antes dígame una cosa. ¿Era la peste?
—Todavía no lo hemos confirmado —respondió Jack—. Pero le avisaré en cuanto lo sepamos con seguridad.
—Se lo agradeceré. Y ahora, ¿qué quiere saber?
—Si no me equivoco, ustedes tienen un perro —dijo Jack—. ¿Está sano el animal?
—Sí, está sano, teniendo en cuenta que tiene diecisiete años —contestó Maurice.
—Le recomiendo que lleve el perro al veterinario y le explique que su esposa ha muerto de una grave enfermedad infecciosa. Quiero asegurarme de que el perro no es portador de la enfermedad.
—¿Hay posibilidades de que así sea? —preguntó Maurice, alarmado.
—Pocas, pero existen —repuso Jack.
—¿Por qué no me lo dijeron en el hospital? —inquirió Maurice.
—Eso no puedo decírselo —dijo Jack—. Supongo que le dirían que usted debería tomar antibióticos.
—Sí, ya he empezado a tomarlos. Pero me cabrea lo del perro. Deberían haberme informado.
—Luego está la cuestión de los viajes —prosiguió Jack—. Me han dicho que su esposa no había viajado últimamente.
—Así es —confirmó Maurice—. Tuvo muchas molestias durante el embarazo, sobre todo por los problemas de espalda. Sólo hemos ido a nuestra casa de Connecticut.
—¿Cuándo fue la última vez que estuvieron en Connecticut? —quiso saber Jack.
—Hace una semana y media, más o menos —dijo Maurice—. A ella le gustaba mucho.
—¿Es una zona rural?
—Setenta acres de campos y zona boscosa —contestó Maurice con orgullo. Un lugar precioso. Tenemos nuestro propio lago.
—¿Solía su esposa pasear por el bosque? —preguntó Jack.
—Siempre lo hacía —dijo Maurice—. Era lo que más le gustaba. Le encantaba dar de comer a los ciervos y los conejos.
—¿Había muchos conejos?
—Ya sabe lo que pasa con los conejos —explicó Maurice—. Cada vez que subíamos había más. Yo, personalmente, los consideraba una lata. En primavera y en verano se comían todas las flores.
—¿Tuvieron alguna vez problemas con las ratas?
—No, que yo sepa no. ¿Está seguro de que todo esto es importante?
—Nunca se sabe —contestó Jack—. ¿Y qué me dice de aquel invitado indio?
—El señor Svinashan —aclaró Maurice—. Es mi socio en Bombay. Pasó casi una semana en nuestra casa.
—Hummm —murmuró Jack, recordando el brote de peste de Bombay en 1994—. ¿Y sabe usted si goza de buena salud?
—Que yo sepa sí —dijo Maurice.
—¿Le importaría telefonearle? —sugirió Jack—. Y si ha estado enfermo, hágamelo saber.
—No hay problema —repuso Maurice—. Pero no creerá que él pueda tener algo que ver, ¿verdad? Después de todo, hace ya tres semanas que vino a visitarnos.
—Este episodio me tiene muy desconcertado —admitió Jack—. De momento no descarto nada. ¿Qué me dice de Donald Nodelman? ¿Lo conocían usted o su mujer?
—¿Quién es? —preguntó Maurice.
—Fue la primera víctima de este brote de peste —explicó Jack—. Estaba ingresado en el Hospital General de Manhattan. Me gustaría saber si su esposa lo había visitado, pues estaban en la misma planta.
—¿En obstetricia y ginecología? —preguntó Maurice, sorprendido.
—Él estaba en el departamento de medicina interna, situado en el otro extremo del edificio. Ingresó en el hospital por problemas de diabetes.
—¿Dónde vivía?
—En el Bronx.
—Lo dudo —dijo Maurice—. No conocemos a nadie que viva en el Bronx.
—Una última pregunta —añadió Jack—. ¿Sabe si su esposa visitó el hospital durante la semana anterior a su ingreso?
—Odiaba los hospitales —dijo Maurice—. Fue un milagro que aceptara ingresar para el parto.
Jack dio las gracias a Maurice y colgó el auricular.
—¿Y ahora a quién llamas? —preguntó Chet al ver que Jack volvía a marcar.
—Al marido de la primera víctima que he visto esta mañana —dijo Jack—. Al menos sabemos que ese caso era de peste, sin duda alguna.
—¿Por qué no dejas que sean los ayudantes técnicos los que hagan esas llamadas? —preguntó Chet.
—Porque no puedo decirles lo que tienen que preguntar —explicó Jack—. No sé exactamente qué estoy buscando. Pero tengo la sospecha de que nos falta alguna información. Y además, siento curiosidad. Cuanto más pienso en este episodio de peste en Nueva York en el mes de marzo, más raro me parece.
A diferencia de Maurice Hard, el señor Harry Mueller parecía estar destrozado por la pérdida de su mujer y le costaba trabajo hablar, pese a su declarada disposición a cooperar. Jack, que no quería atormentar más a aquel hombre, intentó ir deprisa. Tras corroborar el informe de Janice, según el cual la familia no tenía animales domésticos, ni había viajado o recibido visitas recientemente, Jack formuló las mismas preguntas que le había planteado a Maurice con respecto a Donald Nodelman.
—Mi esposa no conocía a ese individuo, estoy completamente seguro —dijo Harry— y raras veces se relacionaba con los pacientes, sobre todo con los enfermos.
—¿Llevaba su esposa mucho tiempo trabajando en suministros? —preguntó Jack.
—Veintiún años.
—¿En alguna ocasión contrajo alguna enfermedad de la que creyera haberse contagiado en el hospital? —preguntó Jack.
—Quizá si alguna de sus compañeras estaba resfriada —repuso Harry—, pero nada más.
—Gracias, señor Mueller. Ha sido usted muy amable.
—A Katherine le habría gustado que yo intentara ayudar —dijo Harry—. Era una gran mujer.
Jack cortó la comunicación, pero se quedó dando golpecitos con el dedo en el receptor. Estaba nervioso.
—Nadie, incluido yo, tiene la menor idea de qué demonios está pasando aquí.
—Cierto —dijo Chet—. Pero tú no tienes por qué preocuparte. Ya ha llegado la caballería. Me han dicho que el epidemiólogo de la Junta Municipal ha estado por aquí curioseando esta mañana.
—Sí, ha venido —afirmó Jack—, pero movido por su desesperación. Ese imbécil no tiene ni la más remota idea de lo que está pasando. Si no fuera porque el Centro de Control de Enfermedades ha enviado un experto de Atlanta, no avanzaríamos nada. Al menos ahora hay alguien cazando ratas y buscando una reserva.
De pronto Jack se apartó de la mesa, se levantó y se puso la cazadora de aviador.
—¡Oh, no! —exclamó Chet—. No sé por qué, pero creo que va a haber problemas. ¿Adónde vas?
—Voy otra vez al Hospital General —dijo Jack—. Mi instinto me dice que la información que falta está en el hospital, y la voy a encontrar, cueste lo que cueste.
—¿Y Bingham? —preguntó Chet, nervioso.
—Tendrás que cubrirme. Si llego tarde a la reunión de los jueves, dile que… —Jack hizo una pausa intentando pensar alguna excusa adecuada, pero no se le ocurrió nada—. Mira, da lo mismo —dijo por fin—. No tardaré mucho. Estaré de vuelta antes de la reunión, seguro. Si llama alguien, di que estoy en el lavabo.
Jack abandonó el despacho, sin escuchar las súplicas de Chet para que lo pensara mejor. No habían transcurrido quince minutos cuando llegó al hospital. Ató su bicicleta en el mismo sitio que el día anterior.
Montó en el ascensor y subió a la séptima planta para reconocer el terreno. Comprobó que los departamentos de medicina interna y obstetricia y ginecología estaban completamente separados y que no compartían ninguna instalación, como salas de espera o lavabos. Observó también que el sistema de ventilación estaba diseñado de modo que era imposible el desplazamiento de aire de un departamento a otro.
Empujó las puertas de batiente y entró en la zona de obstetricia y ginecología.
—Disculpe —dijo a un recepcionista del mostrador central—. ¿Puede decirme si este departamento comparte sus empleados con el de medicina interna que hay al otro lado de los ascensores?
—No, que yo sepa no —contestó el muchacho. Aparentaba unos quince años y todavía no había empezado a afeitarse—. Excepto el personal de limpieza, claro, que limpia todos los departamentos del hospital.
—Por supuesto —dijo Jack.
No se le había ocurrido pensar en el departamento de limpieza, y era algo que había que tener en cuenta.
Luego Jack preguntó al recepcionista qué habitación había ocupado Susanne Hard.
—Tendría que decirme para qué quiere esa información —contestó el empleado, que finalmente había advertido que Jack no llevaba una tarjeta de identificación del hospital.
Todos los hospitales exigen a sus empleados que lleven insignias de identificación, pero a menudo el personal se resiste a cumplir esa norma.
Jack sacó su placa de médico forense y se la mostró al recepcionista, obteniendo el efecto deseado. El recepcionista indicó a Jack que la señora Hard había ocupado la habitación 742.
Cuando se disponía a buscar dicha habitación, el recepcionista le advirtió desde el mostrador que la habitación estaba en cuarentena… y temporalmente precintada.
Jack pensó que, de todas formas, la inspección de la habitación no le habría servido de gran cosa. Así pues, bajó de la séptima planta a la tercera, que alojaba los quirófanos, la sala de recuperación, las unidades de cuidados intensivos y el almacén de suministros. Era una zona muy ajetreada, donde había una gran circulación de pacientes.
Jack entró en el almacén de suministros por unas puertas de batiente y halló un mostrador vacío. Más allá del mostrador había un inmenso laberinto de estanterías metálicas que cubrían las paredes desde el techo hasta el suelo, llenas de los diversos instrumentos y materiales habituales en un gran hospital. Del laberinto entraba y salía continuamente el personal del hospital, ataviado con pijamas de quirófano, chaquetas blancas y unos gorros que parecían de ducha. A lo lejos se oía una radio.
Jack se quedó unos minutos delante del mostrador, hasta que una mujer robusta y vigorosa advirtió su presencia y se le acercó. En su insignia se leía «Gladys Zarelli, supervisora». La mujer le preguntó si necesitaba algo.
—Quería hacer unas preguntas sobre Katherine Mueller —contestó Jack.
—Que Dios le tenga en su gloria —dijo Gladys, y se santiguó—. Ha sido espantoso.
Jack se presentó mostrando su placa y luego preguntó a la supervisora del almacén si ella y sus compañeros estaban preocupados por el hecho de que Katherine hubiera muerto a causa de una enfermedad infecciosa.
—Claro que estamos preocupados —contestó la mujer. ¿Cómo no íbamos a estarlo? Aquí trabajamos todos en estrecho contacto unos con otros. Pero ¿qué vamos a hacer? Por lo menos el hospital también está preocupado. Nos han indicado un tratamiento con antibióticos a todos y, gracias a Dios, no hay nadie enfermo.
—¿Había pasado algo parecido alguna vez? —preguntó Jack—. Me refiero a que un paciente murió de peste precisamente el día antes que Katherine. Eso hace pensar que Katherine podría haber contraído la enfermedad aquí en el hospital. No es mi intención alarmarla, pero ésos son los hechos.
—Todos somos conscientes de ello —replicó Gladys—. Pero nunca había pasado algo así. Es posible que haya pasado con el personal de enfermería, pero aquí, en el almacén de suministros, no.
—¿Tienen ustedes contacto con los pacientes? —preguntó Jack.
—La verdad es que no —contestó Gladys—. A veces subimos a las plantas, pero nunca para ver directamente a un paciente.
—¿Qué estaba haciendo Katherine la semana antes de morir? —preguntó Jack.
—Eso tendré que consultarlo —respondió Gladys, e hizo señas a Jack para que la siguiera.
Lo condujo a un diminuto despacho sin ventanas, donde abrió un gran dietario forrado con tela.
—No somos demasiado estrictos con las asignaciones —explicó Gladys, mientras con el dedo seguía una lista de nombres—. Todos echamos una mano donde se necesita, pero suelo dar algunas responsabilidades básicas a los empleados con más experiencia. —Su dedo se paró y luego recorrió la página hasta llegar al otro extremo—. Sí, Katherine estaba a cargo de los suministros de los diferentes pabellones.
—¿Qué significa eso? —preguntó Jack.
—Les suministramos todo lo que necesitan —explicó Gladys—. Todo excepto las medicinas y ese tipo de cosas, que las suministra la farmacia.
—¿Se refiere a objetos para las habitaciones de los pacientes? —inquirió Jack.
—Sí, claro, para las habitaciones, para las enfermerías, todo —dijo Gladys—. Todo sale de este almacén, sin nosotros el hospital se quedaría parado en cuestión de 24 horas.
—Déme un ejemplo de las cosas que envían a las habitaciones —pidió Jack.
—¡Todo, ya se lo digo! —repitió Gladys con una nota de irritación en la voz—. Orinales, termómetros, humidificadores, almohadas, jarros, jabón… Todo.
—Supongo que no tendrá ningún registro de que Katherine subiera a la séptima planta durante la semana pasada, ¿verdad?
—No —dijo Gladys. No llevamos esa clase de registro. Sin embargo, podría darle un listado de todo el material que hemos enviado. De eso sí llevamos un registro.
—Está bien —aceptó Jack—. Me contentaré con lo que haya.
—Será una lista muy larga —previno Gladys mientras entraba en la terminal del ordenador—. ¿Le interesa el departamento de obstetricia y ginecología o el de medicina interna, o acaso los dos? —preguntó.
—El de medicina interna —respondió Jack.
Gladys asintió con la cabeza, pulsó unas cuantas teclas en el ordenador y al cabo de unos momentos la impresora se puso a trabajar. Transcurridos unos minutos entregó a Jack un montón de papeles. Jack los hojeó. Como Gladys había indicado, había una gran cantidad de objetos, desde humidificadores hasta papel higiénico. La extensión de la lista inspiró a Jack respeto por la logística necesaria para dirigir aquella institución.
Jack salió del almacén, bajó a la planta inferior y entró en el laboratorio. Tenía la impresión de que no estaba progresando mucho, pero se resistía a abandonar. Seguía convencido de que todavía faltaba una información importante, sólo que no sabía dónde se hallaba.
Jack preguntó a la misma recepcionista a la que había enseñado su placa el día anterior dónde estaba el laboratorio de microbiología, y ella se lo indicó sin hacer preguntas.
Jack recorrió el enorme laboratorio sin que nadie lo molestara. Resultaba extraño ver un equipo tan impresionante como aquél y que nadie estuviera trabajando en él. Jack recordó que la víspera el director se había lamentado de tener que reducir la plantilla en un veinte por ciento.
Jack encontró a Nancy Wiggens trabajando en una mesa de laboratorio, sentada frente a unos cultivos bacteriológicos.
—Hola —saludó Jack—. ¿Te acuerdas de mí?
Nancy levantó la vista un momento y luego siguió haciendo su trabajo.
—Claro que me acuerdo —dijo.
—Hicisteis un diagnóstico excelente en el segundo caso de peste —comentó Jack.
—Cuando lo sospechas resulta fácil —replicó Nancy—. Pero en el tercer caso no lo hicimos tan bien.
—Sobre eso precisamente quería hablar contigo —dijo Jack—. ¿Qué aspecto tenía la tinción de Gram?
—No la hice yo, sino Beth Holderness. ¿Quieres hablar con ella?
—Sí, me gustaría —dijo Jack.
Nancy bajó de su taburete y desapareció. Jack aprovechó la oportunidad para echar un vistazo a la sección de microbiología del laboratorio. Estaba impresionado, pues la mayoría de los laboratorios, y en particular los de microbiología, estaban siempre muy desordenados, mientras que aquél se hallaba evidentemente bien supervisado. Creaba la impresión de una elevada eficacia, con todos los instrumentos impecables y colocados en su lugar correspondiente.
—¡Hola! Soy Beth.
Jack se volvió y se encontró ante una mujer extravertida y sonriente que apenas aparentaba más de veinte años. La chica tenía un increíble magnetismo. Llevaba permanente en el cabello, que irradiaba de su rostro como si estuviera cargado de electricidad estática.
Jack se presentó e inmediatamente quedó maravillado ante la naturalidad con que conversaba Beth. Era una de las mujeres más simpáticas que jamás había conocido.
—Bueno, seguro que no has venido aquí para charlar —dijo Beth—. Tengo entendido que estás interesado en la tinción de Gram de Susanne Hard. ¡Ven, hombre! ¿A qué esperas?
Beth cogió a Jack por la manga y se lo llevó hasta su zona de trabajo. El microscopio de Beth estaba preparado, con el portaobjetos de Hard colocado sobre la plataforma, y la luz encendida.
—Siéntate aquí —indicó Beth mientras cogía a Jack por la cintura y lo sentaba en su taburete—. ¿Qué tal? ¿Está bien la altura?
—Está perfecta —repuso Jack.
Se inclinó y miró por los oculares. Sus ojos tardaron un momento en adaptarse y, cuando lo hicieron, Jack observó que el campo estaba lleno de bacterias teñidas de rojo.
—Mira el pleomorfismo de los microorganismos —comentó una voz masculina.
Jack levantó la vista. Era Richard, el jefe de técnicos del laboratorio, que se había colocado de pie a la izquierda de Jack, casi tocándolo.
—No querría resultar pesado —se disculpó.
—No molestas en absoluto —dijo Richard—. De hecho me interesa mucho tu opinión. Todavía no hemos hecho un diagnóstico de este caso. No se ha producido crecimiento en el cultivo y supongo que ya sabes que la prueba de peste dio negativa.
—Eso me han dicho —confirmó Jack. Volvió a mirar por los oculares del microscopio—. No creo que mi opinión pueda servirte de nada. Esto no se me da demasiado bien —admitió.
—Pero ves el pleomorfismo, ¿no? —dijo Richard.
—Creo que sí —dijo Jack—. Los bacilos son bastante pequeños. Algunos parecen casi esféricos, ¿están con distorsión?
—Creo que los estás viendo tal como son —repuso Richard—. Hay más pleomorfismo del que habría en un caso de peste. Eso fue lo que nos hizo dudar a Beth y a mí. Aunque no estuvimos seguros hasta que los anticuerpos con fluoresceína fueron negativos.
—Y si no es peste, ¿qué crees que es? —preguntó Jack apartando los ojos del microscopio.
Richard se rió, un poco turbado.
—No lo sé.
—¿Y tú? ¿Te arriesgas? —inquirió Jack mirando a Beth.
Beth meneó la cabeza.
—Si Richard no se atreve, yo tampoco —dijo ella diplomáticamente.
—¿No hay nadie que se atreva a aventurar nada? —insistió Jack.
—Yo no. Siempre me equivoco. —Richard meneó la cabeza.
—Con el caso de peste no te equivocaste —le recordó Jack.
—Eso fue pura suerte —dijo Richard, y se ruborizó.
—¿Qué está pasando aquí? —gritó una voz irritada.
Jack giró la cabeza hacia el otro lado. Martin Cheveau, el director del laboratorio, se hallaba de pie detrás de Beth, con las piernas separadas, los brazos en jarras y el bigote tembloroso. Detrás de él estaba la doctora Mary Zimmerman y más atrás Charles Kelley.
Jack se levantó y los técnicos de laboratorio retrocedieron. De pronto reinaba una atmósfera sumamente tensa. Era evidente que el director del laboratorio estaba irritado.
—¿Está usted aquí en misión oficial? —preguntó Martin—. Si así es, me gustaría saber por qué no ha tenido el detalle de venir a mi despacho en lugar de colarse aquí dentro. Este hospital está atravesando una crisis, y este laboratorio forma parte de ella. No pienso permitir ninguna interferencia de nadie.
—¡Uf! —dijo Jack—. Tranquilícese. —Aquel arrebato lo había cogido por sorpresa, sobre todo por parte de Martin, que el día anterior se había mostrado tan receptivo.
—No me pida que me tranquilice —repuso Martin—. Dígame, ¿qué demonios está haciendo aquí?
—Sólo estoy haciendo mi trabajo, investigar las muertes de Katherine Mueller y de Susanne Hard —dijo Jack—. No creo que esté interfiriendo. De hecho creí que mi actitud era bastante discreta.
—¿Y puedo saber si busca algo en particular en mi laboratorio? —preguntó Martin.
—Sólo estaba examinando una tinción de Gram con su experto personal —respondió Jack.
—Su competencia oficial consiste en determinar la causa y las circunstancias de la muerte de las víctimas —intervino la doctora Zimmerman avanzando hasta situarse junto a Martin—. Y eso ya lo ha hecho.
—No del todo —la corrigió Jack—. Todavía no hemos emitido un diagnóstico sobre Susanne Hard. —Sostuvo la intensa mirada de la directora de control de infecciones. Ahora que no llevaba puesta la mascarilla, Jack pudo apreciar sus labios rígidos y delgados.
—No han hecho un diagnóstico específico en el caso Hard —corrigió a su vez la doctora Zimmerman—, pero sí han hecho el diagnóstico de enfermedad infecciosa mortal. Dadas las circunstancias, creo que eso es suficiente.
—Lo suficiente nunca ha sido mi meta en la medicina —replicó Jack.
—Ni la mía —convino la doctora Zimmerman—. Ni la del Centro de Control de Enfermedades o la Junta Municipal de Salud, que están investigando activamente este desafortunado incidente. Francamente, su presencia aquí resulta perjudicial.
—¿Está usted segura de que no necesitan que les echen una mano? —preguntó Jack, sin poder reprimir el sarcasmo.
—Mire, yo diría que su presencia es más que perjudicial —dijo Kelley—. De hecho, ha sido usted absolutamente calumnioso. No se sorprenda si tiene noticias de nuestros abogados.
—¡Uf! —exclamó Jack otra vez, alzando las manos como para defenderse de un ataque corporal—. Que digan que mi conducta es perjudicial puedo entenderlo, pero que digan que los he calumniado es ridículo.
—Desde mi punto de vista, no —repuso Kelley—. La supervisora del almacén de suministros dijo que usted mencionó que Katherine Mueller había contraído su enfermedad en el trabajo.
—Y eso todavía no se ha confirmado —añadió la doctora Zimmerman.
—Formular una afirmación tan poco fundamentada es difamatorio para esta institución e injurioso para su reputación —dijo Kelley secamente.
—Y podría perjudicar el valor de sus acciones —añadió Jack.
—Exactamente —coincidió Kelley.
—El problema es que yo no dije que la señora Mueller hubiera contraído la enfermedad en el trabajo —dijo Jack—, sino que podría haberla contraído. Hay una gran diferencia, no sé si se da cuenta.
—La señora Zarelli nos ha dicho que usted le dijo que era un hecho —dijo Kelley.
—Le dije que «ésos eran los hechos», refiriéndome a la posibilidad —aclaró Jack—. Pero miren, no son más que sutilezas. Lo cierto es que han adoptado ustedes una postura descaradamente defensiva, y eso me hace pensar en sus antecedentes de infecciones hospitalarias. ¿Qué es lo que quieren ocultar?
Kelley se puso de color granate. Dada la intimidante talla de aquel hombre, Jack dio un paso atrás para protegerse.
—Nuestros anteriores casos de infecciones hospitalarias no son asunto suyo —balbuceó Kelley.
—Eso es algo que estoy empezando a poner en duda —replicó Jack—. Pero ya lo investigaré en otro momento. Ha sido un placer verlos a todos otra vez. Adiós.
Jack se separó del grupo y se marchó dando zancadas. Oyó un movimiento repentino a sus espaldas y se encogió, esperando que una cubeta u otro instrumento de laboratorio pasara volando rozándole la oreja. Pero consiguió llegar a la puerta del pasillo sin incidentes. Bajó a la planta inferior, desató su bicicleta y empezó a pedalear en dirección al sur.
Mientras zigzagueaba entre los coches, Jack cavilaba sobre aquella última escaramuza con AmeriCare. Lo que más lo desconcertaba era la susceptibilidad de los personajes involucrados. Hasta Martin, que el día anterior se había mostrado muy simpático, actuaba ahora como si Jack fuera su enemigo. ¿Qué podían estar ocultando todos ellos? ¿Y por qué querían ocultárselo a él?
Jack no sabía cuál de los empleados del hospital había alertado a la administración sobre su presencia allí, pero en cambio no tenía la menor duda de quién informaría a Bingham de su visita al Hospital General. Jack no se hacía ilusiones: sabía que Kelley volvería a quejarse de él a su jefe.
No se equivocaba. En cuanto llegó a la recepción, el empleado de seguridad se dirigió a él.
—Me han pedido que le diga que vaya directamente al despacho del jefe —dijo el hombre—. El doctor Washington en persona me ha dado el mensaje.
Mientras Jack ataba su bicicleta intentó hallar una justificación convincente para Bingham, pero no se le ocurrió nada.
Ya en el ascensor, Jack decidió pasar al ataque, puesto que no se le ocurría una estrategia defensiva. Todavía estaba ordenando sus ideas cuando se presentó ante la mesa de la señora Sanford.
—Ya puede pasar —dijo la señora Sanford sin levantar la vista siquiera, como era su costumbre.
Jack rodeó la mesa de la secretaria y entró en el despacho de Bingham. Inmediatamente comprobó que Bingham no estaba solo: la enorme figura de Calvin rondaba cerca de las estanterías de puertas de vidrio.
—Tenemos un problema, jefe —se adelantó Jack con seriedad. Se acercó a la mesa de Bingham y la golpeó con el puño para enfatizar sus palabras—. Todavía no tenemos un diagnóstico para el caso Hard, y hemos de establecerlo cuanto antes, porque de lo contrario pareceremos unos incompetentes, sobre todo con el alboroto que ha organizado la prensa con este asunto de la peste. Me he acercado al Hospital General para echar un vistazo a la tinción de Gram. Desgraciadamente, no he averiguado nada.
Bingham contempló a Jack con curiosidad con sus legañosos ojos. Había estado a punto de darle un rapapolvo a Jack, pero ahora vacilaba. En lugar de hablar se quitó las gafas de montura metálica y se puso a limpiarlas con aire distraído mientras meditaba sobre lo que Jack acababa de decir. Luego miró a Calvin, cuya reacción fue acercarse lentamente a la mesa. No se dejaba engañar por la astucia de Jack.
—¿De qué demonios estás hablando? —preguntó Calvin.
—De Susanne Hard —dijo Jack—. ¿No te acuerdas? El caso sobre el que tú y yo tenemos una apuesta de diez dólares.
—¿Una apuesta? —preguntó Bingham—. ¿Desde cuándo se hacen apuestas en estas oficinas?
—No es exactamente eso, jefe —se justificó Calvin—. Se trata de un caso especial, pero le aseguro que no es nada rutinario.
—Eso espero —dijo Bingham secamente—. No quiero conjeturas aquí, y mucho menos en relación con los diagnósticos. No quiero que la prensa se haga eco de una cosa así. Nuestros críticos estarían encantados.
—Volviendo a Susanne Hard —dijo Jack—. Estoy completamente perdido, no sé qué camino tomar. Pensé que hablando directamente con los responsables del laboratorio del hospital lograría hacer algún progreso, pero no ha funcionado. ¿Qué cree usted que debería hacer ahora? —Jack quería desviar la conversación del tema de las apuestas. Sabía que aunque consiguiera distraer a Bingham, después tendría que pasar cuentas con Calvin.
—Estoy un poco desconcertado —admitió Bingham—. Ayer le dije claramente que se quedara aquí y acabara todos los casos que tiene pendientes. Es más, concretamente le dije que se mantuviera alejado del Hospital General de Manhattan.
—Yo interpreté que usted no quería que fuera allí por razones personales —dijo Jack—, y no lo he hecho. Si he ido ha sido por cuestiones de trabajo.
—¿Y entonces cómo explica que haya vuelto a sacar de sus casillas al administrador del hospital? —preguntó Bingham—. Ha llamado al mismísimo alcalde por segunda vez, en sólo dos días. El alcalde quiere saber si tiene usted algún problema mental o si lo tengo yo por haberlo contratado.
—Espero que le haya asegurado usted que los dos somos perfectamente normales —repuso Jack.
—Haga el favor de no ser impertinente. Sólo faltaba eso —dijo Bingham.
—Francamente —reconoció Jack—, no tengo la más remota idea de por qué se ha molestado el administrador. Quizá la tensión que ha producido este episodio de peste ha afectado al personal del hospital, porque todos se comportan de forma bastante extraña.
—Ya veo, ahora a usted todo el mundo le parece extraño —dijo Bingham.
—Bueno, todo el mundo no —admitió Jack—. Pero está pasando algo raro, de eso estoy seguro.
Bingham miró a Calvin, quien se encogió de hombros y puso los ojos en blanco. No entendía de qué estaba hablando Jack. Bingham volvió a centrar su atención en Jack.
—Escuche —prosiguió—, no quiero despedirlo, así que no me obligue a hacerlo. Usted es un hombre muy inteligente y tiene un gran futuro en este campo. Pero se lo advierto: si vuelve a desobedecerme deliberadamente y sigue poniéndonos en evidencia ante la comunidad, no tendré más remedio que prescindir de sus servicios. ¿Me he explicado bien?
—Perfectamente —contestó Jack.
—Estupendo —continuó Bingham—. Entonces vuelva a su trabajo, ya nos veremos más tarde en la reunión.
Jack desapareció inmediatamente.
Bingham y Calvin se quedaron callados un momento, cada uno concentrado en sus propios pensamientos.
—Es un tipo extraño —dijo por fin Bingham—. No lo entiendo.
—Yo tampoco —coincidió Calvin—. Lo único que lo salva es que es inteligente y muy trabajador. Es una persona muy comprometida. Cuando hay que practicar una autopsia, siempre es el primero en bajar al foso.
—Lo sé —dijo Bingham—. Ése es el único motivo de que no lo haya despedido. Pero ¿por qué es tan insolente? Tiene que saber que a la gente no le gusta esa actitud y, sin embargo, no parece que le importe. Es temerario, casi autodestructivo, como él mismo admitió ayer. ¿Por qué?
—No lo sé —repuso Calvin—. A veces tengo la impresión de que es rabia. ¿Pero rabia dirigida hacia qué? No tengo la menor idea. He intentado hablar con él en un plano personal algunas veces, pero es como intentar hablar con las piedras.