Jueves 21 de marzo de 1996, 10:45 AM
Ciudad de Nueva York
—Cada vez me gusta más —dijo Terese apartándose de la mesa de dibujo de Colleen y enderezándose.
Colleen le estaba enseñando unos bocetos que su equipo había realizado aquella misma mañana utilizando el tema que habían discutido la noche anterior.
—Lo mejor de todo es que encaja con el juramento hipocrático —afirmó Colleen—. Sobre todo eso de no hacer nunca daño a nadie. Me encanta.
—No sé por qué no se nos ocurrió antes —dijo Terese—. Es tan natural. Resulta casi bochornoso que tuviera que producirse esta epidemia de peste para que se nos ocurriera. ¿Has oído en las noticias de la mañana lo que ha pasado?
—¡Tres muertes! —exclamó Colleen—. Y varias personas enfermas. Es terrible. La verdad es que estoy muerta de miedo.
—Esta mañana me he despertado con dolor de cabeza por el vino que bebimos anoche —dijo Terese—. Lo primero que me ha pasado por la mente es si tendría la peste o no.
—Yo he pensado lo mismo —confesó Colleen—. Me alegro de que lo reconozcas; a mí me daba demasiada vergüenza.
—Espero que esos tipos tuvieran razón anoche —añadió Terese—. Parecían muy seguros de que no iba a pasar nada grave.
—¿Te preocupa haber estado con ellos? —preguntó Colleen.
—Mujer, me ha pasado por la cabeza —admitió Terese—. Pero como te digo, parecían muy convencidos. No creo que se comportaran de esa forma si hubiera algún riesgo.
—¿Sigue en pie lo de la cena de esta noche? —preguntó Colleen.
—Por supuesto —dijo Terese—. Tengo la misteriosa sospecha de que Jack Stapleton podría ser una fuente inagotable de ideas para hacer anuncios. Puede que esté resentido por algo, pero es agudo y obstinado, y desde luego conoce bien el mundo de la sanidad.
—No puedo creer que todo esté saliendo tan bien —dijo Colleen—. A mí me gustó más Chet; es gracioso y abierto y resulta fácil hablar con él. Ya tengo suficientes problemas particulares para que me atraigan los tipos angustiados y melancólicos.
—Yo no he dicho que me sintiera atraída por Jack Stapleton —puntualizó Terese—. Eso no tiene nada que ver.
—¿Qué te parece, así, de entrada, la idea de utilizar al propio Hipócrates en uno de nuestros anuncios?
—Creo que tiene unas posibilidades fabulosas —acordó Terese—. Explótalo. Mientras tanto, voy arriba a hablar con Helen Robinson.
—¿Por qué? —preguntó Colleen—. Creía que Helen era nuestro enemigo.
—Me he tomado al pie de la letra el consejo de Taylor de que nosotros los creativos y los de cuentas deberíamos trabajar en equipo —repuso Terese con jovialidad.
—¡Sí, claro! ¡Y yo te creo!
—En serio —dijo Terese—. Quiero pedirle que haga una cosa. Necesito cubrirme las espaldas: quiero que Helen confirme que el National Health está limpio en cuanto a infecciones hospitalarias. Si tienen unos antecedentes atroces, podría salirnos el tiro por la culata con esta campaña, y entonces no sólo perdería mis posibilidades de acceder al cargo de presidenta, sino que probablemente acabaríamos las dos vendiendo lápices.
—¿No crees que a estas alturas ya nos habríamos enterado? —preguntó Colleen—. Ten en cuenta que son nuestros clientes desde hace varios años.
—Lo dudo —dijo Terese—. Estos gigantes de la sanidad son reacios a divulgar cualquier cosa que pueda afectar negativamente el valor de sus acciones. Y no cabe duda de que unos malos antecedentes con respecto a infecciones hospitalarias tendría ese efecto.
Terese dio una palmada en el hombro a Colleen y la animó a que siguiera atizando el látigo.
Se dirigió a la escalera y subió los escalones de dos en dos. Cuando llegó a la planta de las oficinas administrativas, se encaminó directamente hacia el alfombrado dominio de los ejecutivos de cuentas. Su humor estaba mejorando; era la antítesis total de la ansiedad y el miedo que había sentido el día anterior. Su intuición le decía que el Nacional Health le estaba brindando una ocasión espléndida y que pronto obtendría un triunfo merecido…
En cuanto terminó la reunión improvisada con Terese y ésta hubo desaparecido por el pasillo, Helen volvió a su mesa y llamó a su contacto principal en el National Health Care. La mujer en cuestión no pudo ponerse al teléfono inmediatamente, pero Helen no había esperado que así fuera; se limitó a dejar su nombre y su número de teléfono y a pedir que la llamara lo más pronto posible.
Una vez hecha la llamada, Helen cogió un cepillo de su mesa y se lo pasó por el pelo varias veces frente a un espejito colgado en la parte interior de la puerta de su armario. Cuando estuvo satisfecha con su aspecto, salió del despacho y se encaminó hacia el de Robert Barker.
—¿Tienes un momento? —preguntó Helen desde la puerta, que estaba abierta.
—Para ti tengo el día entero —replicó Robert, y se apoyó en el respaldo de la silla.
Helen entró en la habitación y se giró para cerrar la puerta, momento que Robert aprovechó para girar disimuladamente la fotografía de su esposa que había en una de las esquinas de su mesa. La severa mirada de su mujer le hacía sentirse culpable siempre que Helen entraba en su despacho.
—Acabo de recibir una visita —dijo Helen mientras se acercaba hacia Robert.
Se sentó con las piernas cruzadas en el brazo de una de las dos butacas que había delante de la mesa de Robert, como hacía siempre.
Robert sintió que aparecían gotas de sudor a lo largo de la línea de crecimiento del pelo y que se le aceleraba el pulso. Desde su aventajada posición la falda corta de Helen le permitía una peligrosa vista de su muslo.
—Era nuestra directora creativa —continuó Helen; era perfectamente consciente del efecto que estaba causando en su jefe y eso la complacía—. Me ha pedido que obtenga cierta información para ella.
—¿Qué clase de información? —preguntó Robert. Tenía los ojos inmóviles, y ni siquiera parpadeaba. Era como si estuviera hipnotizado.
Helen explicó lo que Terese quería y describió la breve conversación sobre el brote de peste. Como Robert tardaba en reaccionar, Helen se levantó, y eso interrumpió el trance.
—He intentado disuadirla de que utilice esa idea —añadió Helen—, pero ella está convencida de que funcionará.
—Quizá no deberías haberle dicho que no utilice la idea de la peste —dijo Robert.
Se desabrochó el último botón de la camisa y respiró hondo.
—Pero es una idea espantosa —advirtió Helen—. No se me ocurre nada más desagradable.
—Precisamente por eso —dijo Robert—. No estaría mal que Terese propusiera una campaña de mal gusto.
—Comprendo. No se me había ocurrido.
—Claro que no. Tú no eres tan tortuosa como yo —reconoció Robert—, pero vas por buen camino. El problema con esa idea de las infecciones hospitalarias es que podría ser buena. Es posible que haya una diferencia legítima entre National Health y AmeriCare.
—Siempre puedo decirle que no he conseguido la información —dijo Helen—. Al fin y al cabo, es posible que no puedan dármela.
—Mentir siempre entraña cierto riesgo —alertó Robert—. Quizás ella ya tiene esa información y nos está poniendo a prueba para demostrar nuestras malas intenciones. No, sigue adelante, a ver si puedes averiguar algo. Pero cuéntame lo que te digan y lo que hables con Terese Hagen. Quiero llevarle ventaja.