Jueves 21 de marzo de 1996, 09:30 AM
Ciudad de Nueva York
—¿Me oye, señor Lagenthorpe? —preguntó el doctor Doyle a su paciente.
Donald Lagenthorpe era un ingeniero petrolero de raza negra, de treinta y ocho años, que sufría asma crónica. Aquella noche, poco después de las tres de la madrugada, se había despertado con una dificultad progresiva para respirar. Los remedios que tomaba habitualmente no habían conseguido interrumpir el ataque, y a las cuatro de la madrugada acudió a la sala de urgencias del Hospital General de Manhattan. A las cinco menos cuarto, tras proporcionarle la medicación de urgencia adecuada, llamaron al doctor Doyle.
Donald parpadeó y abrió los ojos. No estaba dormido, sólo intentaba descansar. El sufrimiento había sido agotador y terrorífico. La sensación de no poder respirar era una tortura, y este episodio había sido el peor que jamás había experimentado.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó el doctor Doyle—. Sé por lo que ha pasado y comprendo que debe de estar muy cansado.
El doctor Doyle era uno de esos raros médicos capaces de tratar a sus pacientes con una actitud tan comprensiva que hacía pensar que sufría el mismo dolor que ellos.
Donald asintió con la cabeza, indicando que se encontraba bien, pero respiraba a través de una mascarilla que dificultaba la conversación.
—Quiero que se quede unos días en el hospital —dijo el doctor Doyle—. Nos ha costado bastante controlar este ataque.
Donald volvió a asentir con la cabeza. No hacía falta que se lo dijeran.
—Quiero que siga recibiendo corticoides por vía intravenosa —explicó el doctor Doyle.
Donald se quitó la mascarilla de la cara.
—¿Y no puedo tomarlos en mi casa? —preguntó.
Aunque estaba agradecido con el hospital por la atención recibida durante la crisis, prefería irse a su casa, ahora que su respiración había recuperado la normalidad. Sabía que de esa forma podría, al menos, trabajar un poco. Como ocurría siempre, este ataque de asma se había presentado en un momento particularmente inoportuno. Tenía programado otro viaje a Texas, la semana siguiente, para continuar con el trabajo de campo.
—Ya sé que no le gusta estar en el hospital —dijo el doctor Doyle—. A mí tampoco me gustaría. Pero creo que, dadas las circunstancias, es lo mejor. Le daré el alta en cuanto sea posible. Además de los corticoides, quiero que respire aire humidificado, limpio y no irritante. Asimismo, hay que seguir controlando su frecuencia respiratoria. Y como le he explicado antes, todavía no está completamente recuperado.
—¿Cuántos días calcula que tendré que estar ingresado? —preguntó Donald.
—Estoy seguro de que no será más de un par —lo animó el doctor.
—Es que tengo que volver a Texas.
—¿A Texas? —repitió el doctor Doyle—. ¿Cuándo estuvo allí por última vez?
—La semana pasada —contestó Donald.
—Hmmm —murmuró el doctor Doyle mientras cavilaba—. ¿Estuvo expuesto a algo anormal durante su estancia allí?
—Sólo a la cocina «texmex» —repuso Donald esbozando una sonrisa.
—Pero usted no tiene animales domésticos ni nada parecido, ¿verdad que no? —preguntó el doctor Doyle.
Una de las dificultades del tratamiento de los enfermos con asma crónica consistía en determinar los factores que desencadenaban los ataques. En general se trataba de alergenos.
—Mi novia tiene un nuevo gato —dijo Donald—. Las últimas veces que he estado en su casa me ha producido picores.
—¿Cuándo fue la última vez? —preguntó el doctor Doyle.
—Anoche —admitió Donald—. Pero llegué a mi casa poco después de las once y me encontraba bien. No me costó nada dormirme.
—Tendremos que investigarlo —informó el doctor Doyle—. Mientras tanto quiero que se quede en el hospital. ¿Qué me dice?
—Usted es el médico —dijo Donald, resignado.
—Gracias —dijo el doctor Doyle.