Miércoles, 20 de Marzo de 1996. 07:15 AM
Nueva York
—Disculpe —dijo Jack Stapleton con falsa cortesía al taxista paquistaní de piel oscura—. ¿Le importaría bajarse del coche para discutir tranquilamente este asunto?
El taxista le había cortado el camino en el cruce de la calle Cuarenta y seis y la Segunda Avenida. Para desquitarse, Jack propinó una patada a la puerta del taxi cuando los dos se pararon en el semáforo de la calle Cuarenta y cuatro.
Jack iba en su bicicleta de montaña Cannondale, con la que solía trasladarse al trabajo.
El enfrentamiento de aquella mañana no tenía nada de extraordinario. La ruta que Jack tomaba diariamente incluía un eslalon espeluznante por la Segunda Avenida, desde la calle Cincuenta y nueve hasta la calle Treinta, a una velocidad suicida. Durante el trayecto se producían frecuentes agarradas con camiones y taxis, a las que seguían inevitables peleas. A cualquier otra persona aquel desplazamiento le habría parecido exasperante, pero a Jack le encantaba. Como solía explicar a sus colegas, le ponía la sangre en movimiento.
El taxista paquistaní hizo caso omiso de Jack hasta que el semáforo se puso en verde; entonces lo insultó de viva voz antes de salir a toda velocidad.
—¡Y tú también! —contestó Jack gritando.
Aceleró pedaleando de pie hasta que alcanzó la misma velocidad que los coches que circulaban por la calle. Entonces se sentó en el sillín y siguió pedaleando furiosamente.
Cuando por fin alcanzó al taxista que lo había insultado, Jack no le hizo ni caso, pasando como un rayo por el breve espacio que quedaba entre el taxi y una camioneta de reparto.
Al llegar a la calle Treinta, Jack torció hacia el este, cruzó la Primera Avenida y entró bruscamente en la zona de carga del Instituto Forense de la ciudad de Nueva York, donde trabajaba desde hacía cinco meses; le habían ofrecido un puesto de médico forense después de terminar su residencia en anatomía patológica y un año de especialización en medicina forense.
Jack pasó con su bicicleta por la oficina de seguridad y saludó con la mano al vigilante uniformado que la atendía.
Torció a la izquierda, pasó por delante de la oficina del depósito de cadáveres y entró en el depósito. Volvió a girar a la izquierda y pasó frente a una hilera de compartimientos frigoríficos que se utilizaban para guardar los cuerpos antes de efectuar la autopsia. Jack aparcó su bicicleta en un rincón donde se amontonaban unos cuantos ataúdes sencillos de pino y la aseguró con varios candados Kryptonite.
Subió al primer piso en el ascensor. Faltaba un buen rato para las ocho de la mañana y todavía no habían llegado muchos empleados del turno diurno. Ni siquiera el sargento Murphy estaba en el despacho asignado a la policía.
Jack atravesó la sala de comunicaciones y llegó a la zona de identificación. Saludó a Vinnie Amendola, quien le devolvió el saludo sin levantar la vista de su periódico. Vinnie era uno de los ayudantes del depósito de cadáveres y a menudo trabajaba con Jack.
También saludó a Laurie Montgomery, médico especialista en anatomía patológica forense. Esa semana era la encargada de asignar los casos que llegaban durante la noche. Llevaba cuatro años y medio trabajando en el Instituto Forense y, al igual que Jack, solía ser una de las primeras en llegar por la mañana.
—Veo que un día más has logrado llegar sin entrar con los pies por delante —lo saludó Laurie con ironía. Se refería al peligroso viaje en bicicleta de Jack. En la jerga de la oficina, «entrar con los pies por delante», significaba llegar muerto.
—Sólo he tenido una breve disputa con un taxista —repuso Jack—. Estoy acostumbrado a tener tres o cuatro. Esta mañana ha sido como dar un paseo por el campo, la verdad.
—No lo dudo —dijo Laurie sin convicción—. Personalmente, opino que es una temeridad ir en bicicleta por esta ciudad. Ya he practicado la autopsia a varios insensatos mensajeros de ésos que van en bicicleta. Cada vez que veo uno por la calle me pregunto cuánto tardaré en encontrármelo en el foso.
«El foso», en la jerga de la oficina, era la sala de autopsias.
Jack se sirvió una taza de café y a continuación se dirigió hasta el escritorio donde estaba trabajando Laurie.
—¿Hay algo particularmente interesante? —preguntó Jack mirando por encima del hombro de Laurie.
—Las heridas de bala habituales —contestó ella—. Y una sobredosis de drogas.
—Uf —dijo Jack.
—¿No te gustan las sobredosis?
—No —dijo él—. Son todas iguales. Me gustan las sorpresas y los retos.
—Durante mi primer año tuve unas cuantas sobredosis que encajaban en esa categoría —comentó Laurie.
—¿Ah, sí?
—Es una historia muy larga —dijo ella, evasiva. Luego señaló uno de los nombres que aparecía en su lista—. Hay un caso que quizás encuentres interesante: Donald Nodelman. El diagnóstico es: enfermedad infecciosa desconocida.
—Sea lo que sea, seguro que es mejor que una sobredosis —observó Jack.
—No estoy tan segura —dijo Laurie—, pero cógelo si quieres. No me atraen excesivamente los casos de enfermedades infecciosas; nunca me han interesado y nunca me interesarán. Le he hecho un reconocimiento externo y se me han puesto los pelos de punta. No sé de qué virus se trata, pero sin duda es muy agresivo. Presenta una hemorragia subcutánea extensa.
—Una enfermedad desconocida siempre plantea un desafío —dijo Jack. Cogió la carpeta de encima del escritorio—. Será un placer llevar el caso. ¿Murió en su casa o en alguna institución?
—Estaba en un hospital —contestó Laurie—. Lo trajeron directamente del Hospital General de Manhattan. Pero no había ingresado con el diagnóstico de enfermedad infecciosa, sino por diabetes.
—Si no recuerdo mal, el Hospital General de Maniatan pertenece al AmeriCare, ¿verdad?
—Eso creo —repuso Laurie—. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque eso podría añadir una motivación personal al caso —dijo Jack—. Tal vez tenga suerte y se trate de una enfermedad de los legionarios. Nada me agradaría tanto como darle un disgusto a AmeriCare. Me encantaría ver a esa empresa en una situación comprometida.
—¿Por qué? —preguntó Laurie.
—Es una historia muy larga —contestó Jack esbozando una sonrisa pícara—. Un día de éstos tendríamos que ir a tomar una copa; tú me cuentas lo de tus sobredosis, y yo te cuento lo mío con AmeriCare.
Laurie dudó de si la invitación de Jack era sincera o no.
No sabía gran cosa sobre Jack Stapleton, aparte de lo relacionado con su trabajo en el Instituto Forense y, según tenía entendido, los otros colegas tampoco sabían mucho de él. Jack era un anatomopatólogo forense excelente, a pesar de que hacía muy poco tiempo que había concluido sus estudios. Pero era poco sociable y se mostraba bastante reservado cuando charlaban distendidamente. Laurie sólo sabía que tenía cuarenta y un años, que no estaba casado, que era muy irreverente y que procedía del Medio Oeste.
—Ya te contaré lo que haya averiguado —dijo Jack mientras se encaminaba hacia la sala de comunicaciones.
—Perdona, Jack —lo llamó Laurie.
Jack se paró y se dio la vuelta.
—¿Verdad que no te importa que te dé un pequeño consejo? —dijo ella, vacilante.
Hablaba movida por un impulso; no era típico de ella, pero Jack le resultaba simpático y esperaba que se quedara un tiempo trabajando allí.
Jack volvió a esbozar su sonrisa de pícaro y retrocedió hasta el escritorio.
—Por supuesto que no.
—Supongo que haría mejor quedándome calladita —dijo Laurie.
—Al contrario —replicó Jack—. Valoro mucho tu opinión. ¿Qué querías decirme?
—Nada, sólo que Calvin Washington y tú no os lleváis nada bien —dijo Laurie—. Sé que no es más que disparidad de caracteres, pero Calvin mantiene muy buenas relaciones con el Hospital General de Manhattan, al igual que AmeriCare con el alcalde. Creo que deberías ir con cuidado.
—Hace cinco años que andarme con cuidado ya no es uno de mis puntos fuertes —dijo Jack—. Respeto como el que más al subdirector. Nuestra única discrepancia es que él cree que las normas están labradas en piedra, mientras que yo las considero pautas. En cuanto a AmeriCare, me tienen sin cuidado sus objetivos y sus métodos.
—Bueno, no es asunto mío —dijo Laurie—, pero Calvin siempre comenta que no sabes trabajar en equipo.
—En eso tengo que darle la razón —reconoció Jack—. El problema es que he desarrollado una aversión por la mediocridad. Para mí es un honor trabajar con la mayoría de vosotros, y sobre todo contigo. Sin embargo, hay unos cuantos a los que no soporto y no lo disimulo. Es así de sencillo.
—Lo consideraré un cumplido —dijo Laurie.
—Lo es —confirmó Jack.
—Bueno, ya me comentarás lo que descubras sobre Nodelman —dijo Laurie—. Luego creo que te asignaré por lo menos otro caso más.
—Será un placer. —Jack se dio la vuelta y se encaminó hacia la sala de comunicaciones. Al pasar junto a Vinnie le arrebató el periódico—. Vamos, Vinnie. Hay que ponerse manos a la obra.
Vinnie se quejó, pero acabó obedeciendo. Cuando intentaba recuperar su periódico chocó con Jack, que se había parado en seco frente al despacho de Janice Jaeger, una investigadora forense, o ayudante técnico, como también solían llamarlos, que trabajaba en el turno de noche, de once a siete. A Jack le sorprendió encontrarla todavía en su despacho. Era una mujer menuda con cabello y ojos oscuros, con evidentes muestras de cansancio.
—¿Qué haces aquí tan tarde? —le preguntó Jack.
—Todavía me queda un informe.
—¿Quién se ha encargado de Nodelman, tú o Curt? —preguntó Jack levantando la carpeta que llevaba en la mano.
—Yo —contestó Janice—. ¿Hay algún problema?
—No que yo sepa todavía —repuso Jack, y chasqueó la lengua. Sabía que Janice era extremadamente concienzuda, y eso la convertía en un blanco ideal para sus bromas—. ¿Te dio la impresión de que la causa de la muerte pudiera ser una infección hospitalaria?
—¿Qué demonios es una «infección hospitalaria»? —preguntó Vinnie.
—Es una infección adquirida en un hospital —explicó Jack.
—Lo parece, desde luego —dijo Janice—. Ese hombre había pasado cinco días en el hospital recibiendo tratamiento para la diabetes antes de presentar síntomas de una enfermedad infecciosa. Murió a las treinta y seis horas de contraer la enfermedad.
Jack silbó discretamente.
—Cualquiera que sea el virus, desde luego es virulento.
—Eso era lo que les preocupaba a los médicos con los que hablé —observó Janice.
—¿Tenemos ya los resultados de los análisis de microbiología? —preguntó Jack.
—No ha salido nada —dijo Janice—. Los cultivos de sangre que hicieron a las cuatro de la madrugada fueron negativos. La causa de la muerte fue un síndrome de insuficiencia respiratoria aguda, pero los cultivos de esputo también fueron negativos. Lo único que dio positivo fue la tinción de Gram del esputo. Reveló la presencia de bacilos gramnegativos. Eso les hizo pensar en Pseudomonas, pero todavía no se ha confirmado.
—¿Hay algún indicio de que el paciente estuviera inmunológicamente deprimido? —preguntó Jack—. ¿Tenía SIDA o se había sometido a tratamiento con antimetabolitos?
—No por lo que yo sé —contestó Janice—. La única enfermedad que padecía era diabetes, y varios de los problemas asociados. Está todo explicado en el informe de investigación, si no te importa leerlo.
—Hombre, ¿para qué leerlo, si me lo puede contar la víctima en persona? —dijo Jack con una risotada. Dio las gracias a Janice y se dirigió hacia el ascensor.
—Espero que te pongas el traje protector —advirtió Vinnie.
El traje protector era un traje completamente cerrado e impermeable que llevaba incluida una máscara facial de plástico transparente, diseñado para proporcionar la máxima protección a sus usuarios. El aire entraba en él mediante un ventilador situado en la región lumbar que lo filtraba antes de conducirlo al interior de la capucha. Proporcionaba suficiente ventilación para respirar, pero generaba temperaturas de sauna dentro del traje. Jack detestaba aquel artilugio.
Jack opinaba que el traje protector era pesado, restrictivo, incómodo, caluroso e innecesario. Nunca lo había usado cuando estudiaba. El problema era que el jefe forense de Nueva York, el doctor Harold Bingham, había decretado la utilización de aquellos trajes. Calvin, el subdirector del Instituto Forense, estaba decidido a imponer su uso obligatorio, lo cual había provocado varios enfrentamientos con Jack.
—Es posible que ésta sea la primera vez que se justifique su uso —reconoció Jack a Vinnie, para gran consuelo de éste—. Tenemos que tomar las máximas precauciones hasta que sepamos a qué nos enfrentamos. Al fin y al cabo, podría tratarse de algo parecido al virus Ébola.
Vinnie se quedó de piedra.
—¿Lo dices en serio? —preguntó, alarmado.
—Claro que no —dijo Jack, y le dio una palmada en la espalda—. Lo decía en broma.
—Menos mal —dijo Vinnie.
Se pusieron de nuevo en marcha.
—Pero podría ser peste —añadió Jack.
Vinnie volvió a detenerse.
—Eso sería igual de espantoso.
—Todo es posible —dijo Jack encogiéndose de hombros—. Vamos a ver qué averiguamos.
Tras ponerse la ropa de trabajo, mientras Vinnie se colocaba el traje protector y entraba en la sala de autopsias, Jack repasó el contenido de la carpeta de Nodelman. Incluía un formulario de trabajo, un certificado de defunción incompleto, un inventario de informes médico legales, dos hojas para las notas de la autopsia, una notificación telefónica de defunción recibida aquella noche por comunicaciones, una hoja de identificación cumplimentada, el informe de investigación de Janice, una hoja para el informe de la autopsia y una ficha de laboratorio para el análisis de anticuerpos contra el virus de la inmunodeficiencia humana.
A pesar de que había hablado con Janice, Jack leyó detenidamente su informe, como siempre hacía. Cuando hubo terminado entró en la sala que había junto a los ataúdes de pino y se puso el traje protector. Desconectó el tubo de ventilación de donde se estaba cargando, lo acopló al traje y se dirigió a la sala de autopsias, en el otro extremo del depósito de cadáveres.
Jack pasó junto a los compartimientos refrigerados para los cadáveres maldiciendo su traje. Encerrado en aquel artilugio se ponía de mal humor y miraba con envidia alrededor. En un tiempo el depósito de cadáveres había sido una obra de arte, pero ahora necesitaba varias reparaciones y mejoras. Con las paredes de baldosas azules y envejecidas y el suelo de cemento manchado, parecía el escenario de una vieja película de terror.
Se podía acceder a la sala de autopsias directamente desde el pasillo, pero aquella entrada ya sólo se utilizaba para entrar y sacar cadáveres. Jack entró por una pequeña antesala donde había un lavabo.
Cuando Jack entró en la sala de autopsias, Vinnie ya había colocado el cadáver de Nodelman en una de las ocho mesas y había reunido todo el material y la parafernalia necesarios para hacer el trabajo. Jack se colocó a la derecha del muerto, y Vinnie a la izquierda.
—No tiene muy buen aspecto —observó Jack—. No creo que logre llegar muy lejos. —Con el traje aislante puesto era difícil hablar, y Jack ya había empezado a sudar.
Vinnie, que nunca sabía exactamente cómo reaccionar a los irreverentes comentarios de Jack, no respondió, pero reconoció que el cadáver tenía un aspecto espantoso.
—Esto que tiene en los dedos es gangrena —explicó Jack. Levantó una de las manos y examinó meticulosamente los dedos, que estaban casi negros. Luego señaló los arrugados genitales del hombre—. Y lo de la punta del pene también es gangrena. ¡Uf! Debía de dolerle una barbaridad. ¿Te imaginas?
Vinnie se mordió la lengua.
Jack examinó cuidadosamente cada centímetro de la superficie del cadáver. Señaló, en honor a Vinnie, las extensas hemorragias subcutáneas que el hombre tenía en el abdomen y en las piernas y le explicó que se trataba de púrpura.
—Al parecer no hay ninguna picadura de insecto. Eso es importante —añadió—. Muchas enfermedades graves son transmitidas por artrópodos.
—¿Artrópodos? —preguntó Vinnie. Nunca sabía cuándo Jack hablaba en broma y cuándo hablaba en serio.
—Insectos —aclaró Jack—. Los crustáceos no constituyen un gran problema como portadores de enfermedades.
Vinnie asintió con la cabeza, aunque no se había enterado de mucho más de lo que ya sabía cuando había formulado la pregunta. Tomó nota mentalmente de que tenía que buscar el significado de la palabra «artrópodo» en cuanto tuviera una oportunidad.
—¿Qué posibilidades hay de que lo que mató a este hombre sea contagioso? —preguntó Vinnie.
—Me temo que muchísimas —contestó Jack—. Muchísimas.
Se abrió la puerta del pasillo y Sal D’Ambrosio, otro auxiliar, entró llevando un cadáver en su correspondiente camilla. Jack no levantó la vista, pues estaba completamente concentrado en el reconocimiento externo del señor Nodelman. Ya estaba empezando a esbozar un diagnóstico.
Al cabo de media hora, seis de las ocho mesas estaban ocupadas por cadáveres que esperaban que se les practicara la autopsia. Uno a uno fueron llegando los otros médicos forenses que estaban de servicio aquel día. Laurie fue la primera, y se acercó a la mesa de Jack.
—¿Ya tienes alguna idea? —preguntó.
—Tengo muchas ideas, aunque ninguna es definitiva. Pero te aseguro que se trata de un organismo muy virulento. Antes bromeaba con Vinnie sobre la posibilidad de que fuera Ébola. Presenta una importante coagulación intravascular diseminada.
—¡Dios mío! —exclamó Laurie—. ¿Lo dices en serio?
—No, la verdad es que no —repuso Jack—. Pero, por lo que he podido ver hasta ahora, sigue siendo posible, aunque no probable. Claro que debes tener en cuenta que nunca he visto un caso de Ébola.
—¿Crees que deberíamos aislar este caso? —preguntó Laurie, nerviosa.
—No veo motivo para hacerlo —contestó él—. Además, ya he empezado, e iré con cuidado para no arrojar ningún órgano por la sala. Pero te diré lo que sí deberíamos hacer: avisar al laboratorio para que tengan muchísimo cuidado con las muestras hasta que hayamos establecido el diagnóstico.
—Quizá sería mejor que le pidiera a Bingham su opinión —sugirió Laurie.
—Oh, sí, eso sería de gran ayuda —dijo Jack con sarcasmo. Entonces tendremos a un ciego guiando a una pandilla de ciegos.
—No seas irrespetuoso —lo reprendió Laurie—. Bingham es el jefe.
—Por mí como si es el papa —dijo Jack—. Creo que hay que terminar la autopsia, y cuanto antes, mejor. Si avisamos a Bingham, o incluso a Calvin, nos llevará toda la mañana.
—Está bien —concedió Laurie—. Quizá tienes razón. Pero déjame ver cualquier cosa que te parezca anormal. Estaré en la mesa número tres.
Laurie se dirigió a la mesa para hacer la autopsia que tenía asignada. Jack tomó el escalpelo que le ofrecía Vinnie y, cuando estaba a punto de practicar la incisión, advirtió que Vinnie se había apartado.
—¿Desde dónde piensas verlo? ¿Desde Queens? Se supone que lo que tienes que hacer es ayudarme.
—Estoy un poco nervioso —admitió Vinnie.
—Vamos, hombre —dijo Jack—. Pero si has presenciado más autopsias que yo. Mueve tu culo italiano para aquí, que tenemos trabajo.
Jack trabajaba deprisa pero con delicadeza. Manipulaba los órganos con suavidad y ponía mucha atención en el uso del instrumental cuando sus manos o las de Vinnie estaban cerca.
—¿Qué tienes? —preguntó Chet McGovern, mirando por encima del hombro de Jack.
Chet era también un médico forense adjunto, al que habían contratado el mismo mes que a Jack. Era el colega con el que Jack tenía más relación, porque compartían el despacho y el hecho de ser, ambos, varones solteros. Chet nunca había estado casado y tenía treinta y seis años, es decir, que era cinco años menor que Jack.
—Algo interesante —repuso Jack—. La enfermedad misteriosa de la semana. Y es una maravilla. Este pobre desgraciado no tenía la menor posibilidad de sobrevivir.
—¿Tienes alguna idea? —preguntó Chet. Su experta mirada detectó la gangrena y las hemorragias debajo de la piel.
—Tengo un montón de ideas —dijo Jack—. Pero déjame que te enseñe los órganos internos. Me gustaría conocer tu opinión.
—¿Has encontrado algo? —preguntó Laurie desde la mesa número tres. Había visto a Jack conversando con Chet.
—Sí, acércate un momento —pidió Jack—. No tiene sentido pasar por esto más de una vez.
Laurie envió a Sal a la pila para lavar los intestinos de su caso y se acercó a la mesa número uno.
—Quiero que veáis los ganglios linfáticos de la garganta —dijo Jack. Había retirado la piel del cuello desde la barbilla hasta la clavícula.
—No me extraña que las autopsias se prolonguen tanto —resonó una voz en aquel espacio limitado.
Todas las miradas se clavaron en el doctor Calvin Washington, el subdirector. Era un hombre de color de dos metros de altura y ciento diez kilos de peso, que había rechazado una oferta para jugar en la NFL de fútbol americano para entrar en la facultad de medicina.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —preguntó medio en broma—. ¿Qué os habéis pensado que es esto? ¿Unas vacaciones?
—Sólo estamos aunando nuestros ingenios —explicó Laurie—. Tenemos un caso de infección desconocida producida, al parecer, por un microorganismo bastante agresivo.
—Eso me han dicho —dijo Calvin—. Ya he recibido una llamada del administrador del Hospital General. Está preocupado y con razón. ¿Cuál es el veredicto?
—Es pronto para decirlo —intervino Jack—, pero aquí hay muchas cosas.
Jack resumió rápidamente a Calvin lo que se sabía de la historia y señaló los descubrimientos objetivos que había arrojado la exploración. Luego siguió con el examen interno, indicando la extensión de la enfermedad en los ganglios linfáticos del cuello.
—Algunos de los ganglios presentan necrosis —observó Calvin.
—Exactamente —dijo Jack—. De hecho, en la mayoría hay necrosis.
La enfermedad se estaba extendiendo rápidamente a través de los vasos linfáticos, es probable que a partir de la garganta y el árbol bronquial.
—Entonces es un germen que se transporta por el aire —dijo Calvin.
—Ésa sería mi primera deducción —admitió Jack—. Ahora mira los órganos internos.
Jack mostró los pulmones y abrió las zonas donde había practicado incisiones.
—Como puedes ver, se trata de una neumonía lobular, bastante extendida —dijo Jack—. Hay mucha consolidación, pero también focos de necrosis, y creo que principio de cavitación. Si el paciente hubiera vivido más tiempo, creo que se habrían formado abscesos.
—Y, a todo esto, lo estaban sometiendo a un potente tratamiento de antibióticos por vía intravenosa —señaló Calvin.
—Es preocupante —coincidió Jack. Colocó con cuidado los pulmones de nuevo en el platillo, para evitar que partículas infecciosas se diseminaran por el aire. A continuación cogió el hígado y separó suavemente la superficie ya hendida.
—El mismo proceso —anunció, señalando con los dedos las zonas de incipiente formación de abscesos, aunque no tan extendido como en los pulmones.
Jack dejó el hígado y cogió el bazo. Había lesiones similares por todo el órgano. Se aseguró de que todos las veían.
—Esto es todo por el momento —concluyó Jack, mientras depositaba cuidadosamente el bazo en el platillo. Tendremos que examinar los tejidos en el microscopio, pero, a decir verdad, creo que debemos confiar en que el laboratorio nos dé una respuesta definitiva.
—¿Qué sugieres tú con lo que has visto hasta ahora? —preguntó Calvin.
—Desde luego sólo pueden ser suposiciones —dijo Jack tras una risita—. Todavía no he visto nada patognomónico. Pero su carácter fulminante debería indicarnos algo.
—¿Cuál es tu diagnóstico presuntivo? —preguntó Calvin—. Vamos, sabelotodo, dínoslo ya.
—Humm. Me estás poniendo entre la espada y la pared. Pero de acuerdo, te diré lo que me ha pasado por la cabeza. En primer lugar, no creo que puedan ser Pseudomonas, como sospecharon en el hospital. Esto es demasiado agresivo. Podría ser algo atípico, como estreptococo del grupo A o incluso estafilococo con shock tóxico, pero lo dudo, sobre todo sabiendo que la tinción de Gram sugiere que se trata de un bacilo. Así pues, tendría que decir que es algo como tularemia o peste.
—¡Toma ya! —exclamó Calvin—. Se te ocurren enfermedades bastante arcaicas para lo que suele ser una infección hospitalaria. ¿Nunca has oído el dicho de que cuando oyes cascos debes pensar en caballos y no en cebras?
—Me he limitado a decirte lo que me ha pasado por la cabeza. No es más que un diagnóstico presuntivo. Estoy abierto a otras posibilidades.
—Muy bien —dijo Calvin con tono tranquilizador. ¿Algo más?
—Sí, hay otra cosa —dijo Jack—. Hay que considerar la posibilidad de que el resultado de la tinción de Gram fuera erróneo, en cuyo caso, además de estreptococemia y estafilococemia, también podría ser meningococemia. Incluso podría ser fiebre de las Montañas Rocosas o un Hantavirus. Demonios, también podría tratarse de una fiebre hemorrágica vírica como el Ébola.
—Ahora sí que estás saliendo a la estratosfera —dijo Calvin—. Volvamos a la realidad. Si tuvieras que inclinarte por un diagnóstico ahora, con lo que sabes, ¿qué dirías?
Jack chasqueó la lengua. Tenía la molesta sensación de que se encontraba de nuevo en la facultad de medicina y Calvin, como muchos de sus profesores de la facultad, intentaba ridiculizarlo.
—Peste —dijo Jack ante una audiencia perpleja.
—¿Peste? —inquirió Calvin con sorpresa y una nota de desprecio—. ¿En marzo? ¿En Nueva York? ¿En un paciente hospitalizado? Debes de haberte vuelto loco.
—Oye, tú me has pedido un diagnóstico —se defendió Jack—, y yo te he contestado, no basándome en probabilidades, sino sólo en la anatomía patológica.
—¿Y no has considerado los otros aspectos epidemiológicos? —preguntó Calvin con evidente ironía. Rió y, dirigiéndose más a los demás que a Jack, añadió: ¿Qué demonios os enseñaban en la provinciana Chicago?
—En este caso hay demasiadas incógnitas como para confiar en informaciones no confirmadas —aseveró Jack—. No he visitado el hospital, no tengo datos sobre animales domésticos, viajes o contactos del paciente. En esta ciudad hay mucha gente que viene y va, también en los hospitales, y desde luego hay ratas más que suficientes por aquí para que mi diagnóstico sea válido.
Un pesado silencio se apoderó por unos momentos de la sala de autopsias. Ni Laurie ni Chet sabían qué decir. El tono de voz de Jack les había hecho sentirse incómodos, sobre todo conociendo el brusco temperamento de Calvin.
—Un comentario inteligente —dijo Calvin por fin—. Eres bueno teorizando, eso no puede negarse. Quizá forme parte de los estudios de medicina en el Medio Oeste.
Laurie y Chet se rieron, nerviosos.
—Muy bien, sabiondo —continuó Calvin—. ¿Cuánto quieres apostar por tu diagnóstico de peste?
—No sabía que fuera costumbre hacer apuestas aquí —repuso Jack.
—No, no tenemos por costumbre hacer apuestas, pero cuando uno sale con un diagnóstico de peste, creo que vale la pena hacer algo. ¿Qué te parece diez dólares?
—Creo que puedo permitírmelo —contestó Jack.
—Muy bien —dijo Calvin—. Y ahora, ¿dónde está Paul Plodgett y esa herida de bala del World Trade Center?
—Está en la mesa seis —contestó Laurie.
Calvin se alejó y los otros se quedaron un momento observando su voluminosa figura. Fue Laurie quien interrumpió el silencio.
—¿Por qué te empeñas en provocarlo? —preguntó a Jack—. No lo entiendo. No haces más que ponértelo todavía más difícil.
—No puedo evitarlo —reconoció Jack—. ¡Ha sido él el que me ha provocado!
—Sí, pero él es el subdirector y goza de ciertos privilegios —intervino Chet—. Además, has empezado tú con tu diagnóstico de peste. Yo no lo pondría en el primer lugar de mi lista, desde luego.
—¿Estás seguro? —preguntó Jack—. Mira los dedos ennegrecidos de las manos y los pies de este paciente. Recuerda que en el siglo XIV lo llamaban la muerte negra.
—Hay muchas enfermedades que pueden producir fenómenos trombóticos —insistió Chet.
—Cierto —convino Jack—, por eso he estado a punto de decir tularemia.
—¿Y por qué no lo has dicho? —preguntó Laurie, aunque para ella la tularemia era igual de improbable.
—Porque me pareció que peste sonaba mejor —dijo Jack—. Es más dramático.
—Nunca sé cuándo hablas en serio —dijo Laurie.
—Yo tampoco —se limitó a responder Jack.
Laurie meneó la cabeza con un gesto de frustración.
A veces resultaba difícil mantener una conversación seria con Jack.
—En fin —dijo, ¿has acabado con Nodelman? Porque si has acabado, tengo otro caso para ti.
—Todavía no he hecho el cerebro —dijo Jack.
—Pues hazlo. —Laurie volvió a la mesa número tres para acabar su autopsia.