Coco Beach
3 de marzo de 1997, 15.30 horas.
Cogo, Guinea Ecuatorial
Dado que poseía un título en biología molecular, otorgado por el MIT y obtenido mediante una estrecha colaboración con el Hospital General de Massachusetts, Kevin Marshall se sentía profundamente avergonzado de su aprensión a los procedimientos médicos. Aunque jamás lo habría reconocido públicamente, someterse a un simple análisis de sangre o ponerse una vacuna constituían un auténtico calvario para él. Las agujas eran su bete noire particular. La sola visión de estos artilugios hacía que su ancha frente se perlara de sudor. En una ocasión, durante sus años de estudiante, llegó al extremo de desmayarse cuando lo vacunaron contra la rubéola.
A sus treinta y cuatro años, tras un largo período de investigación en biomedicina, parte de ella llevada a cabo con animales vivos, debería haber superado la fobia, pero lo cierto es que no lo había conseguido. Y ésa era la razón de que en esos momentos no se encontrara ni en el quirófano 1A ni en el 1B. Había preferido permanecer en la sala de asepsia intermedia; y allí estaba ahora, inclinado sobre la pila de desinfección, una posición privilegiada que le permitía mirar a través de las ventanillas circulares de los dos quirófanos… hasta que sentía la necesidad de desviar la mirada.
Los dos pacientes llevaban unos quince minutos en sus respectivas salas, donde los preparaban para sendas operaciones. Los dos equipos de cirugía conversaban en voz baja en un aparte. Con los gorros y los guantes puestos, estaban preparados para comenzar.
No se había oído gran cosa dentro de los quirófanos, excepto las palabras de rigor entre el anestesiólogo y los dos técnicos anestesistas mientras administraban la anestesia general a los dos pacientes. El anestesiólogo iba y venía de un quirófano a otro, para supervisar las operaciones y estar a mano si se presentaba algún problema.
Pero no habían surgido problemas; al menos por el momento. Sin embargo, Kevin estaba nervioso. Para su sorpresa, no lo embargaba la misma sensación de triunfo que había experimentado durante los tres procedimientos previos, cuando se había regocijado ante el poder de la ciencia y de su propia creatividad.
En lugar de júbilo, Kevin sentía una incipiente inquietud.
Su malestar había empezado a gestarse casi una semana antes, pero ahora, mientras observaba a aquellos pacientes y reflexionaba sobre sus respectivos pronósticos, la inquietud adquiría una desconcertante intensidad. El efecto era semejante al que le producía pensar en agujas: tenía la frente empapada en sudor y le temblaban las piernas. Tuvo que cogerse a la pila para mantener el equilibrio.
La puerta del quirófano 1A se abrió de súbito, sobresaltándolo, y apareció una mujer con ojos de color azul pálido, enmarcados por la mascarilla y el gorro. Kevin la reconoció de inmediato: era Candace Brickmann, una de las enfermeras de cirugía.
—Ya hemos instaurado una vía intravenosa y los pacientes están anestesiados —dijo Candace—. ¿Está seguro de que no quiere entrar? Vería mucho mejor.
—Gracias, pero estoy bien aquí —respondió Kevin.
—Como quiera.
La puerta se cerró tras ella, que volvió a entrar en uno de los quirófanos. Kevin observó que se dirigía con paso presuroso hacia los cirujanos y les decía algo. A modo de respuesta, ellos se volvieron hacia él y le hicieron una señal con los pulgares levantados. Kevin devolvió el gesto con timidez.
Los cirujanos reanudaron la conversación, pero él sintió que aquel breve intercambio mudo con ellos había reforzado su sensación de complicidad. Soltó la pila y dio un paso atrás. Ahora su inquietud rayaba en el pánico. ¿Qué había hecho?
Dio media vuelta y salió de la sala de asepsia y luego de la zona de quirófanos. Una corriente de aire lo siguió cuando abandonó la zona de asepsia de los quirófanos y entró en su resplandeciente laboratorio de aire futurista. Respiraba agitadamente, como si acabara de hacer un esfuerzo físico.
Cualquier otro día, el solo hecho de entrar en su territorio lo habría llenado de una expectación similar a la que lo embargaba cuando pensaba en los descubrimientos que esperaba de sus manos mágicas. La serie de estancias que componían el laboratorio vibraban literalmente con los instrumentos de alta tecnología con los que siempre había soñado.
Ahora esas complicadas máquinas estaban a su disposición noche y día. Con aire distraído, acarició las cubiertas de acero inoxidable, rozando inadvertidamente los mandos analógicos y los indicadores digitales mientras se dirigía a su despacho. Tocó el aparato que usaba para determinar la secuencia de ADN, de ciento cincuenta mil dólares, y el auto analizador hematológico de quinientos mil dólares, rodeado por una maraña de cables que lo asemejaban a una gigantesca anémona de mar. Echó un vistazo a la máquina de PCR, cuyas luces rojas parpadeaban como lejanos quásares anunciando las sucesivas duplicaciones de la cadena de ADN. Era un entorno que anteriormente llenaba a Kevin de esperanza y emoción. Pero ahora, cada tubo de microcentrifugación y cada frasco con cultivo de tejidos le parecían mudos recordatorios del terrible pálpito que lo atormentaba.
Se acercó a su escritorio y estudió el brazo corto del cromosoma 6 en el mapa genético. La zona que más le interesaba estaba resaltada en rojo; era el complejo mayor de histocompatibilidad. El problema era que dicho complejo constituía sólo una pequeña parte del brazo corto del cromosoma 6. Había grandes áreas en blanco que representaban millones y millones de pares de bases, y en consecuencia centenares de otros genes. Y él ignoraba su función.
Poco tiempo antes había solicitado información sobre estos genes a través de Internet y había recibido varias respuestas vagas. Algunos investigadores habían respondido que el brazo corto del cromosoma 6 contenía genes involucrados en el desarrollo músculo-esquelético. Pero eso era todo. Ningún detalle.
Se estremeció involuntariamente. Alzó la vista hacia la gran ventana panorámica que había encima de su escritorio.
Como de costumbre, estaba veteada por la lluvia tropical, que ocultaba el paisaje tras ondulantes cortinas de agua. Las gotas descendían lentamente, hasta que se unían en número suficiente para formar una masa considerable. Luego se desprendían de la superficie como las chispas de una rueda de molar.
Miró a lo lejos. El contraste entre el mundo exterior y el resplandeciente interior, aclimatado con aire acondicionado, no dejaba de impresionarle. Turbulentas nubes grises como el metal de una escopeta cubrían el cielo, a pesar de que, en teoría, la estación seca había comenzado tres semanas antes.
La tierra estaba cubierta por una vegetación indómita, de un verde tan oscuro que casi parecía negro. La espesura se alzaba alrededor de la ciudad como una gigantesca, amenazadora marejada.
El despacho de Kevin estaba situado en el complejo de laboratorios del hospital, uno de los pocos edificios nuevos en la otrora decadente y desierta ciudad colonial de Cogo, en Guinea Ecuatorial, un país de África prácticamente desconocido. El edificio tenía tres plantas, y el despacho estaba en la última, orientado al sudeste. Desde su ventana podía ver una considerable extensión de la ciudad, que crecía caprichosamente hacia el estuario del Muni y sus afluentes.
Algunas construcciones cercanas habían sido renovadas, otras estaban en proceso de remodelación, pero la mayoría permanecían intactas. Media docena de haciendas, antaño elegantes, habían sido devoradas por las enredaderas y las raíces de una vegetación que crecía sin control alguno. Una eterna bruma de aire caliente y húmedo cubría el paisaje.
En primer término, Kevin alcanzaba a ver la arcada del viejo ayuntamiento local. A la sombra de la arcada estaba el inevitable grupo de soldados ecuatoguineanos con uniforme de combate y rifles AK-47 en bandolera. Como de costumbre, fumaban, discutían y bebían cerveza camerunense.
Por fin, Kevin dejó vagar la vista más allá de la ciudad. Lo había estado evitando inconscientemente, pero ahora fijó la mirada en el estuario, cuya superficie azotada por la lluvia parecía metal fundido. Al sur, alcanzaba a vislumbrar la arbolada costa de Gabón. Miró hacia el este y siguió con la vista el sendero de islas que se extendían hacia la zona continental. En el horizonte divisó la más grande, la isla Francesca, llamada así por los portugueses en el siglo XV. En contraste con las demás islas, un macizo de piedra caliza rodeado de vegetación selvática se extendía sobre el centro de la isla Francesca como el espinazo de un dinosaurio.
A Kevin le dio un vuelco el corazón. A pesar de la lluvia y la niebla, volvió a ver aquello que tanto temía. Como la semana anterior, allí estaba la inconfundible columna de humo, ondulando perezosamente hacia el cielo plomizo.
Se dejó caer en la silla y ocultó la cabeza entre las manos.
Se preguntó qué había hecho. En la universidad había escogido cultura clásica como una de las asignaturas optativas y conocía los mitos griegos. ¿Habría cometido el mismo error que Prometeo? El humo significaba fuego, y no pudo menos de preguntarse si se trataba del proverbial fuego robado a los dioses; en su caso, involuntariamente.
18:45 horas.
Boston, Massachusetts
Mientras el frío viento de marzo sacudía los postigos, Taylor Devonshire Cabot se regodeaba en el calor y la seguridad de su estudio recubierto con paneles de nogal, en su amplia casa de Manchester-by-the-Sea, al norte de Boston, Massachusetts. Harriette Livingston Cabot, la esposa de Taylor, estaba en la cocina ultimando los preparativos de la cena que se serviría a las siete en punto.
Sobre el brazo del sillón, Taylor balanceaba un vaso de cristal tallado que contenía whisky de malta. El fuego crepitaba en la chimenea, y en la cadena musical sonaba una melodía de Wagner a bajo volumen. Además, había tres aparatos empotrados de televisión sintonizados respectivamente en la cadena de noticias local, la CNN y la ESPN.
Taylor se sentía satisfecho. Había tenido un día atareado aunque productivo en las oficinas centrales de GenSys, una firma de biotecnología relativamente nueva que él mismo había fundado ocho años antes. La compañía había construido un edificio junto al río Charles de Boston, para reclutar a sus nuevos miembros aprovechando la proximidad de Harvard y el MIT, el Instituto de Tecnología de Massachusetts.
El viaje de regreso había sido más rápido que de costumbre, y Taylor no había tenido ocasión de terminar la lectura prevista para el día. Conociendo los hábitos de su jefe, Rodney, el chofer, se había disculpado por llegar tan pronto.
—Estoy seguro de que mañana podrá demorarse lo suficiente para compensarme —había bromeado Taylor.
—Haré todo lo posible, señor —había respondido Rodney.
De modo que Taylor no escuchaba la música ni veía la televisión. En cambio, leía atentamente el informe económico que debía presentar la semana siguiente en la junta de accionistas de GenSys. Pero eso no significa que permaneciera ajeno a lo que ocurría alrededor. Era absolutamente consciente del sonido del viento, el chisporrotear del fuego, la música y los diversos boletines de noticias en la televisión.
Así pues, cuando oyó el nombre de Carlo Franconi, alzó rápidamente la cabeza.
Lo primero que hizo fue coger el mando a distancia y subir el volumen del televisor del centro, que transmitía el noticiario local de una cadena filial de la CBS. Los presentadores eran Jack Williams y Liz Walker. Jack Williams había mencionado el nombre de Carlo Franconi y prosiguió diciendo que la cadena había obtenido una cinta de vídeo del asesinato de este famoso miembro de la mafia, vinculado con las familias del crimen de Boston.
«Dada la violencia de las escenas, dejamos a criterio de los padres la decisión de que los niños permanezcan frente a la pantalla —advirtió el presentador—. Recordarán que hace unos días informamos de que Franconi, que se encontraba enfermo, había desaparecido después de declarar ante el jurado, por lo que algunos temían que se hubiera fugado a pesar de encontrarse bajo fianza. Sin embargo, ayer reapareció, anunciando que había hecho un trato con la fiscalía de Nueva York y que se acogería al programa de protección de testigos. Pero esta misma noche, mientras salía de su restaurante favorito, el procesado por estafa y chantaje fue asesinado a balazos».
Taylor miró, hipnotizado, la filmación de un aficionado en la que un hombre rollizo salía de un restaurante acompañado por varios individuos con aspecto de policías El hombre saludó con un ademán casual a la multitud congregada a las puertas del establecimiento y se dirigió a la limusina que lo esperaba. Hizo caso omiso de las preguntas de los periodistas que se acercaron a él. Cuando se agachaba para subir al vehículo, Franconi se sacudió y se balanceó hacia atrás, cogiéndose la nuca con una mano. Mientras caía hacia la derecha, su cuerpo volvió a sacudirse antes de tocar el suelo. Los acompañantes habían desenfundado sus armas y se giraban frenéticamente en todas las direcciones. Los periodistas se habían arrojado al suelo.
«¡Guau! —exclamó Jack—. ¡Qué escena! Me recuerda el asesinato de Lee Harvey Oswald. Está claro para qué sirve la protección policial».
«Me pregunto qué consecuencias tendrá este crimen en la actitud de futuros testigos», dijo Liz.
«Desastrosas, sin duda», respondió Jack.
Los ojos de Taylor se desviaron hacia las imágenes de la CNN, que en ese momento comenzaba a emitir la misma cinta de vídeo. Miró la secuencia una vez más y se estremeció. Al final de la escena, la CNN dio paso a un reportaje en directo frente al Instituto Forense de la ciudad de Nueva York.
«La gran pregunta en estos momentos es si participaron uno o dos atacantes —dijo el reportero por encima del ruido del tráfico de la Quinta Avenida—. Tenemos la impresión de que Franconi recibió dos impactos de bala. La policía está lógicamente disgustada por los acontecimientos y se niega a hacer especulaciones o a facilitar cualquier tipo de información. Sabemos que la autopsia está programada para mañana a primera hora y damos por sentado que los expertos en balística desvelarán la incógnita».
Taylor bajó el volumen del televisor y cogió su vaso. Caminó hacia la ventana y miró el mar enfurecido y oscuro. La muerte de Franconi podía traer cola. Consultó su reloj. En África occidental era casi media noche.
Fue hasta el teléfono, llamó al operador de GenSys y le dijo que quería hablar con Kevin Marshall de inmediato.
Colgó el auricular y volvió a mirar por la ventana. Nunca se había sentido del todo cómodo con ese proyecto, aunque desde el punto de vista económico parecía muy rentable. Se preguntó si debía cancelarlo. El teléfono interrumpió sus pensamientos.
Levantó el auricular y una voz dijo que el señor Marshall estaba al otro lado de la línea. Tras algunos ruidos de interferencias, oyó la voz soñolienta de Kevin.
—¿De verdad es usted Taylor Cabot? —preguntó Kevin.
—¿Recuerda a Carlo Franconi? —dijo Taylor, pasando por alto la pregunta de Kevin.
—Por supuesto.
—Ha sido asesinado esta misma tarde. La autopsia está prevista para mañana a primera hora en Nueva York. Quiero saber si esto podría causar problemas.
Se produjo un silencio. Taylor estaba a punto de preguntar si se había cortado la comunicación, cuando Kevin respondió:
—Sí, podría causar problemas.
—¿Pueden averiguar algo con una autopsia?
—Es posible. No digo probable, pero sí posible.
—Esa respuesta no me gusta —replicó Taylor. Cortó la comunicación con Kevin y volvió a llamar al operador de GenSys. Pidió hablar de inmediato con el doctor Raymond Lyons y subrayó que se trataba de una emergencia.
Nueva York
—Disculpe —murmuró el camarero.
Se había acercado al doctor Lyons por la izquierda y había esperado una pausa en la conversación que el médico mantenía con Darlene Polson, una joven rubia que, además de su ayudante, era su actual amante. Con su cuidado cabello cano y su atuendo conservador, el doctor parecía el médico prototípico de un culebrón. Cincuenta y pocos años, alto, bronceado, con una envidiable esbeltez y unas facciones agradables y aristocráticas.
—Lamento interrumpir —añadió el camarero—, pero hay una llamada urgente para usted. ¿Quiere que le traiga un teléfono inalámbrico o prefiere usar el del vestíbulo?
Los ojos azules de Raymond iban y venían de la cara afable pero inexpresiva de Darlene al respetuoso camarero, cuyos modales impecables justificaban la alta puntuación que su restaurante había merecido en la guía gastronómica Zagat. Raymond no parecía contento.
—Quizá prefiere que les diga que no puede ponerse al teléfono —sugirió el camarero.
—No, tráigame el teléfono inalámbrico —dijo Raymond.
No imaginaba quién podía llamarlo por una emergencia. No practicaba la medicina desde que le habían retirado su licencia, después de procesarlo y declararlo culpable de estafar a una mutualidad médica durante doce años.
—¿Sí? —dijo con cierto nerviosismo.
—Soy Taylor Cabot. Ha surgido un problema.
Raymond se puso visiblemente tenso y frunció el entrecejo.
Taylor resumió con rapidez la situación de Carlo Franconi y su llamada a Kevin Marshall.
—Esta operación es obra suya —concluyó con irritación—. Y permítame que le haga una advertencia: es sólo una minucia en el plan general. Si hay problemas, abandonaré el proyecto. No quiero mala prensa; de modo que resuelva este lío.
—¿Pero qué puedo hacer yo? —espetó Raymond.
—Con franqueza, no lo sé. Pero será mejor que se le ocurra algo, y pronto.
—Por lo que a mí respecta, las cosas no podrían ir mejor. Hoy mismo he hecho un contacto prometedor con una doctora de Los Ángeles que atiende a un montón de estrellas de cine y a ejecutivos de la costa Oeste. Está interesada en abrir una delegación en California.
—Creo que no me ha entendido —dijo Taylor—. No habrá ninguna delegación en ninguna parte a menos que se resuelva el problema de Franconi. Por lo tanto, será mejor que se ocupe del asunto. Dispone de doce horas.
El ruido del auricular al colgarse al otro lado de la línea hizo que Raymond apartara la cabeza con brusquedad. Miró el teléfono como si fuera el responsable del precipitado final de la conversación.
El camarero, que aguardaba a una distancia prudencial, se acercó a coger el teléfono y desapareció.
—¿Problemas? —preguntó Darlene.
—¡Dios santo! —exclamó Raymond mientras se mordía el pulgar con nerviosismo.
No era un simple problema. Era una catástrofe en potencia. Con las gestiones para recuperar la licencia estancadas en el atolladero del sistema judicial, su presente trabajo era lo único que tenía, y el negocio había empezado a florecer hacía muy poco tiempo. Había tardado cinco años en llegar a ese punto. No podía permitir que todo se fuera al garete.
—¿Qué pasa? —preguntó Darlene tendiendo la mano para retirar la de Raymond de su boca.
Le explicó brevemente la inminente autopsia de Carlo Franconi y la amenaza de Taylor Cabot de abandonar el proyecto.
—Pero si por fin está dando una pasta —dijo ella—. No lo dejará ahora.
Raymond soltó una risita triste.
—Para un tipo como Taylor Cabot y para GenSys eso no es dinero —repuso—. Lo dejará; seguro. Diablos; ya fue difícil convencerlo de que lo financiara.
—Entonces tendréis que decirles que no hagan la autopsia.
Raymond miró a su acompañante. Sabía que la chica tenía buenas intenciones y que no lo había cautivado precisamente por su inteligencia, así que contuvo su furia. Sin embargo, respondió con sarcasmo:
—¿Crees que puedo llamar al Instituto Forense y simplemente ordenarles que no hagan la autopsia en un caso como éste? No fastidies.
—Pero tú conoces a mucha gente importante —insistió Darlene—. Pídeles que intercedan.
—Por favor, cariño… —comenzó Raymond con desdén, pero de repente se detuvo. Pensó que quizá Darlene tuviera algo de razón. Una idea comenzó a tomar forma en su cabeza.
—¿Qué me dices del doctor Levitz? —dijo Darlene—. Era el médico de Franconi. Quizá pueda ayudarte.
—Estaba pensando precisamente en él.
Daniel Levitz era un médico con una magnífica consulta en Park Avenue, con gastos muy altos y una clientela menguante debido a la proliferación de las mutualidades médicas. Además, había enrolado muchos pacientes para el proyecto, algunos de la misma calaña que Carlo Franconi.
Raymond se puso en pie, sacó el billetero y dejó tres flamantes billetes de cien dólares sobre la mesa. Sabía que era más que suficiente para cubrir la cena y una propina generosa.
—Vamos —dijo—. Tenemos que hacer una visita.
—Pero aún no he terminado el primer plato —protestó Darlene.
Raymond no respondió. Apartó de la mesa la silla de Darlene y la obligó a levantarse. Cuanto más pensaba en el doctor Levitz, más se convencía de que aquel hombre podía salvarlo. Como médico personal de varias familias rivales de la mafia de Nueva York, Levitz conocía a gente capaz de hacer lo imposible.
14 de marzo de 1997, 7:25 horas.
Nueva York.
Jack Stapleton se inclinó y pedaleó con fuerza mientras recorría la última manzana en dirección este sobre la calle Treinta. A unos cincuenta metros de la Quinta Avenida, irguió la espalda, soltó el manillar y comenzó a frenar. El semáforo no estaba en verde, y ni siquiera Jack estaba lo bastante loco para abrirse paso entre los coches, autobuses y camiones que aceleraban hacia el norte de la ciudad.
La temperatura había subido considerablemente, y los diez centímetros de nieve que habían caído dos días antes se habían derretido, salvo por algunos montículos sucios entre los coches aparcados. Se alegraba de que las calles estuvieran despejadas, pues hacía varios días que no podía usar la bicicleta que había comprado tres semanas antes. Con ella había reemplazado la que le habían robado el año anterior.
Jack había querido comprar otra de inmediato pero, tras una aterradora experiencia que estuvo a punto de costarle la vida, había cambiado de opinión y adoptado una actitud más conservadora ante el riesgo, al menos temporalmente. Aunque el episodio no había tenido relación alguna con la bicicleta, lo había asustado lo suficiente para obligarlo a reconocer que solía usarla con deliberada imprudencia.
Pero el paso del tiempo desvaneció sus temores. El robo de su reloj y su billetero en el metro fue el incentivo que necesitaba. Un día después, se compró una mountain bike Cannondale y, según decían sus amigos, volvió a las andadas. Pero en honor a la verdad, ya no tentaba a la suerte escurriéndose entre las veloces furgonetas de reparto y los coches estacionados ni se precipitaba cuesta abajo por la Segunda Avenida y casi siempre evitaba Central Park después del anochecer.
Se detuvo en la esquina y esperó la luz verde; con un pie apoyado en el pavimento, observó la escena. Casi de inmediato advirtió la presencia de las unidades móviles de televisión, aparcadas con las antenas extendidas en el lado este de la Quinta Avenida, frente a su destino: el Instituto Forense de la ciudad de Nueva York, al que llamaban simplemente el depósito.
Jack era médico forense adjunto. En el año y medio que llevaba en su puesto había visto congestiones semejantes en varias ocasiones. Por lo general, significaban que había muerto una celebridad o alguien que había adquirido una fama efímera gracias a los medios de comunicación. Por razones personales y públicas, Jack esperaba que se tratara del primer caso.
Al ponerse la luz verde, cruzó la Quinta Avenida con su bicicleta y entró en el depósito por la entrada de la calle Treinta. Estacionó la bicicleta en el sitio habitual, cerca de los ataúdes destinados a los muertos que nadie reclamaba, y subió en el ascensor hacia el primer piso.
Enseguida advirtió el trajín en el interior. En la recepción, varias secretarias del turno de mañana estaban ocupadas respondiendo el teléfono, cuando por lo general no entraban a trabajar hasta las ocho. Las consolas estaban cubiertas de parpadeantes luces rojas. Hasta el cubículo del sargento Murphy estaba abierto y la luz encendida, pese a que nunca llegaba antes de las nueve.
Picado por la curiosidad, entró en la sala de identificaciones y fue directamente hacia la cafetera. Vinnie Amendola, uno de los ayudantes del depósito, estaba parapetado detrás del periódico, como de costumbre. Pero ésa era la única circunstancia normal a aquella hora de la mañana. Aunque Jack solía ser el primer anatomopatólogo en llegar, aquel día el subdirector del Instituto Forense —el doctor Calvin Washington— y los doctores Laurie Montgomery y Chet McGovern ya estaban allí. Los tres estaban enfrascados en una acalorada discusión con el sargento Murphy y, para sorpresa de Jack, con el detective Lou Soldado, de homicidios. Lou visitaba el depósito con frecuencia, pero nunca a las siete y media de la mañana. Además, tenía todo el aspecto de no haber dormido o, si lo había hecho, no se había quitado la ropa.
Jack se sirvió una taza de café. Nadie reparó en su llegada.
Tras añadir un poco de leche y un terrón de azúcar a la taza, se dirigió a la puerta del vestíbulo. Asomó la cabeza y, tal como esperaba, comprobó que el lugar estaba abarrotado de periodistas que charlaban entre sí y tomaban café. Puesto que estaba absolutamente prohibido fumar, Jack pidió a Vinnie que saliera a comunicárselo.
—Tú estás más cerca —respondió Vinnie alzando la vista del periódico.
Jack puso los ojos en blanco ante la falta de respeto de Vinnie, pero reconoció que tenía razón. De modo que se dirigió a la puerta de cristal y la abrió. Sin embargo, antes de que pudiera pronunciarse sobre la prohibición de fumar, los periodistas se le echaron encima.
Jack tuvo que apartar los micrófonos que le zamparon en la cara. Todos preguntaban al unísono, de modo que no entendió nada, salvo que lo interrogaban sobre una autopsia inminente.
Gritó a voz en cuello que estaba prohibido fumar, se desasió de las manos que le sujetaban los brazos y cerró la puerta.
Al otro lado, los reporteros se amontonaron, empujando con brusquedad a sus colegas contra el cristal, como si fueran tomates en un frasco de conserva.
Disgustado, Jack regresó a la sala de identificaciones.
—¿Alguien puede decirme qué está pasando? —exclamó.
Todo el mundo se volvió hacia él, pero Laurie fue la primera en responder.
—¿No te has enterado?
—Si me hubiera enterado no lo preguntaría.
—¡Joder! En la tele no hablan de otra cosa —espetó Calvin.
—Jack no tiene televisor —dijo Laurie—. Sus vecinos no se lo permiten.
—¿Dónde vives, hijo? —preguntó el sargento Murphy.
Nunca había oído que los vecinos prohibieran a nadie tener un aparato de televisión. El maduro y rubicundo policía irlandés hablaba con tono paternalista. Llevaba trabajando en el Instituto Forense más años de lo que estaba dispuesto a reconocer y trataba a todos los empleados como si fueran miembros de su familia.
—Vive en Harlem —intervino Chet—. De hecho, a sus vecinos les encantaría que se comprara una tele, para tomarla prestada indefinidamente.
—Ya está bien, muchachos —dijo Jack—. Contadme a qué viene tanto jaleo.
—Un capo de la mafia fue acribillado a balazos ayer por la tarde —informó Calvin con voz resonante—. Había alborotado el avispero porque decidió cooperar con la oficina del fiscal del distrito y estaba bajo protección policial.
—No era ningún capo —dijo Lou Soldano—. No era más que un matón de tres al cuarto de la familia Vaccaro.
—Lo que fuera —admitió Calvin con un gesto displicente—. La cuestión es que se lo cargaron cuando estaba literalmente rodeado por los mejores agentes de la policía de Nueva York, lo que no dice gran cosa de su competencia para proteger a una persona.
—Le advirtieron que no fuera a ese restaurante —protestó Lou—. Lo sé de buena tinta. Y es imposible proteger a alguien que no está dispuesto a aceptar nuestras sugerencias.
—¿Hay alguna posibilidad de que lo haya matado la policía? —preguntó Jack. Una de las funciones de un forense era considerar una cuestión desde todos los ángulos posibles, sobre todo cuando se trataba de alguien bajo custodia.
—No estaba arrestado —repuso Lou, leyendo los pensamientos de Jack—. Lo habían arrestado y procesado, pero se hallaba en libertad condicional.
—¿Y a qué viene tanto jaleo? —preguntó Jack.
—A que el alcalde, el fiscal del distrito y el jefe de policía están que trinan —respondió Calvin.
—Amén —dijo Lou—. Sobre todo el jefe de policía. Por eso estoy aquí. El asunto se ha convertido en una de esas pesadillas públicas que a los periodistas les encanta inflar. Tenemos que encontrar al asesino o asesinos lo antes posible, de lo contrario rodarán cabezas.
—Y también hay que evitar que futuros testigos se echen atrás —dijo Jack.
—Sí; también eso.
—No sé, Laurie —dijo Calvin, volviendo a la discusión que mantenían antes de que Jack los interrumpiera—. Te agradezco que hayas venido tan pronto y que te ofrezcas a encargarte del caso, pero es probable que Bingham quiera ocuparse personalmente.
—Pero ¿por qué? —protestó Laurie—. Mira, es un caso sencillo y tengo bastante experiencia en heridas de bala. Además, esta mañana Bingham tiene una reunión para tratar cuestiones presupuestarias en el ayuntamiento y no llegará hasta el mediodía. Para entonces yo podría haber terminado la autopsia e informar a la policía de cualquier hallazgo. Teniendo en cuenta la prisa del caso, me parece lo más sensato.
Calvin miró a Lou.
—¿Crees que ganar cinco o seis horas beneficiaría la investigación?
—Es probable —admitió Lou—. Caray, cuanto antes esté hecha la autopsia, mejor. El solo hecho de saber si buscamos a una o dos personas sería de gran ayuda.
Calvin suspiró.
—Detesto tener que tomar esta clase de decisiones. —Transfirió los ciento veinticinco kilos de peso de su inmenso y musculoso cuerpo de una pierna a la otra—. El problema es que casi nunca puedo predecir la reacción de Bingham. Pero, qué demonios. Hazlo, Laurie. El caso es tuyo.
—Gracias, Calvin —dijo Laurie con alegría. Cogió la carpeta de la mesa—. ¿Hay algún problema si Lou se queda a mirar?
—En absoluto —respondió Calvin.
—Vamos, Lou. —Laurie rescató su abrigo de una silla y enfiló hacia la puerta—. Bajemos a hacer un rápido examen externo y a pedir unas radiografías. Por lo visto, con la confusión de anoche, no las hicieron.
—Allá vamos —respondió Lou.
Jack titubeó un instante y luego los siguió. Le intrigaba el interés de Laurie por hacer la autopsia. En su opinión, habría sido más sensato permanecer al margen. Los casos políticos como éste siempre eran como una patata ardiente. Era imposible salir bien parado de ellos.
Laurie y Lou caminaban deprisa, y Jack no los alcanzó hasta pasada la recepción. Ella se detuvo de repente para asomarse al despacho de Janice Jaeger, una investigadora forense, a la que también llamaban ayudante técnica. Hacía el turno de noche y se tomaba su trabajo muy en serio. Siempre se quedaba después de la hora.
—¿Verás a Bart Arnold antes de marcharte? —preguntó Laurie a Janice. Bart Arnold era el jefe de los investigadores forenses.
—Casi siempre lo veo —respondió Janice. Era una mujer menuda y morena, con marcadas ojeras.
—Hazme un favor —pidió Laurie—. Dile que llame a la CNN y que consiga una copia del vídeo del asesinato de Carlo Franconi. Lo necesito cuanto antes.
—Lo conseguiremos —contestó Janice con cordialidad.
Laurie y Lou siguieron su camino.
—Eh, aflojad el paso —dijo Jack, al tiempo que corría para alcanzarlos.
—Tenemos trabajo —repuso Laurie sin detenerse.
—Nunca te he visto tan ansiosa por hacer una autopsia. —Él y Lou caminaban a ambos lados de Laurie en dirección a la sala de autopsias—. ¿Qué te atrae tanto del caso?
—Muchas cosas —dijo ella. Llegó junto al ascensor y pulsó el botón de llamada.
—¿Por ejemplo? —preguntó Jack—. No quiero pincharte el globo, pero éste es un caso políticamente conflictivo. Digas lo que digas y hagas lo que hagas, disgustarás a alguien. Creo que Calvin tiene razón. El jefe debería ocuparse de este asunto.
—Tienes derecho a expresar tu opinión —repuso Laurie—. Pero la mía es diferente. Con mi experiencia en heridas de bala, estoy encantada de llevar un caso en el que puedo contar con una cinta de vídeo para corroborar mi reconstrucción de los hechos. Estaba pensando en escribir una monografía sobre heridas de bala, y éste podría ser un caso clave.
—Oh, venga —protestó Jack con los ojos en blanco—. ¡Qué motivo tan noble! —Luego la miró y añadió—: Creo que deberías reconsiderar tu decisión. Todavía estás a tiempo. La intuición me dice que te estás buscando un problema burocrático. Lo único que tienes que hacer es dar media vuelta y decirle a Calvin que has cambiado de idea. Te lo advierto; corres un gran riesgo.
Laurie rió.
—Tú eres el menos indicado para hablar de riesgos. —Extendió una mano y rozó la nariz de Jack con el dedo índice—. Todos los que te conocemos, yo incluida, te rogamos que no te compraras una bici nueva. Y está en juego tu vida, no un simple problema burocrático.
Cuando llegó el ascensor, ellos entraron. Jack titubeó un instante, pero se coló entre las puertas poco antes de que se cerraran.
—No me convencerás —advirtió Laurie—. Así que ahorra saliva.
—De acuerdo. —Jack alzó las manos como si se diera por vencido—. Te prometo no volver a darte un consejo. Pero tengo interés en seguir el curso de los acontecimientos. Estoy de servicio, así que, si no te importa, te miraré trabajar.
—Si quieres puedes hacer algo más. Puedes ayudar.
—No quiero interferir en la tarea de Lou —dijo con doble intención.
Lou rió y Laurie enrojeció, pero ninguno de los dos respondió al comentario.
—Has dado a entender que tenías otras razones para interesarte por el caso —dijo Jack—. ¿Podrías decirme cuáles son, si no te importa? —Laurie cambió una rápida mirada con Lou, que Jack fue incapaz de interpretar—. Mmmm. Tengo la impresión de que aquí pasa algo que no es de mi incumbencia.
—Nada de eso —terció Lou—. Se trata de una conexión fuera de lo común. La víctima, Carlo Franconi, había pasado a ocupar el lugar de un matón de medio pelo llamado Pauli Cerino. El puesto de Cerino quedó vacante después de que lo metieran entre rejas, gracias, en gran medida, a la perseverancia y los buenos oficios de Laurie.
—Y a los tuyos —añadió ésta mientras el ascensor se detenía y se abrían las puertas.
—Sí; pero sobre todo gracias a ti.
Los tres salieron al sótano y se dirigieron a la oficina del depósito.
—¿El tal Cerino estaba involucrado en los casos de sobredosis de los que me hablaste?
—Me temo que sí —contestó Laurie—. Fue horrible. Esa experiencia me horrorizó. Y lo peor es que algunos de los responsables siguen actuando, incluido Cerino, aunque esté en la cárcel.
—Y por mucho tiempo —apostilló Lou.
—Eso me gustaría creer —dijo Laurie—. Bueno; espero que la autopsia de Franconi me permita dar por zanjado ese asunto. Todavía tengo pesadillas de vez en cuando.
—La metieron en un ataúd de pino para secuestrarla —explicó Lou—. Y se la llevaron en uno de los furgones del depósito.
—¡Cielos! —dijo Jack a Laurie—. No me lo habías contado.
—Procuro no pensar en ello —repuso ella. Y añadió—: Vosotros esperad aquí.
Entró en la oficina del depósito para obtener una copia de la lista de compartimientos frigoríficos asignados a los muertos que habían ingresado la noche anterior.
—No me imagino encerrado en un ataúd —dijo Jack, estremeciéndose. Su principal fobia eran las alturas, pero los sitios cerrados y estrechos ocupaban el segundo puesto.
—Yo tampoco —repuso Lou—. Pero Laurie se recuperó de manera admirable. Una hora después de que la liberaran, tuvo la entereza necesaria para pensar en una estrategia para salvarnos a los dos. Cosa que me resulta particularmente humillante, teniendo en cuenta que yo había ido allí para salvarla a ella.
—¡Joder! —exclamó Jack, meneando la cabeza—. Hasta hace un minuto creía que el hecho de que un par de asesinos me esposaran a un fregadero mientras discutían quién iba a matarme era la peor experiencia posible.
Laurie salió del despacho sacudiendo un papel.
—Compartimiento ciento once —anunció—. Estaba en lo cierto. No han hecho radiografías del cadáver.
Echó a andar como una atleta. Jack y Lou tuvieron que correr para alcanzarla. Se dirigió al compartimiento correspondiente, se metió la carpeta de la autopsia bajo el brazo izquierdo y giró el pestillo con la mano derecha. Con un movimiento suave y diestro abrió la portezuela y deslizó la bandeja sobre los rieles.
Frunció el entrecejo.
—¡Qué extraño! —dijo. En la bandeja no había más que unas pocas manchas de sangre y varias secreciones secas.
Introdujo la bandeja y cerró la puerta. Volvió a comprobar el número. No se había equivocado: era el compartimiento ciento once.
Tras repasar la lista otra vez para asegurarse de que no se había confundido, volvió a abrir el compartimiento, se cubrió los ojos para evitar el resplandor de las luces y miró en el oscuro interior.
No cabía duda; ese compartimiento no contenía los restos de Carlo Franconi.
—¡Mierda! —masculló.
Cerró con brusquedad la puerta y, para asegurarse de que no se trataba de una confusión, abrió todos los compartimientos cercanos, uno tras otro. Comprobó las etiquetas y los números de admisión de todos los que contenían cadáveres. Pero pronto tuvo que rendirse a la evidencia: Carlo Franconi no estaba entre ellos.
—¡No puedo creerlo! —dijo con una mezcla de furia y frustración—. ¡El maldito cadáver ha desaparecido!
Desde el momento en que habían comprobado que el compartimiento ciento once estaba vacío, Jack había esbozado una sonrisa. Ahora, al ver la expresión impotente de Laurie, no pudo contenerse y rió de buena gana. Por desgracia, su risa la enfureció aún más.
—Lo siento —se disculpó Jack—. Mi intuición me decía que este caso iba a causarte problemas burocráticos, pero estaba equivocado. En realidad, va a causar problemas a la burocracia.