Viernes 15 de octubre
Jason Papparis trabajaba en el negocio de las alfombras desde hacía casi treinta años. Empezó en el distrito de Plaka, en Atenas, a finales de los sesenta vendiendo sobre todo pieles de cabra y oveja y alfombras de piel a turistas norteamericanos. Le iba bien y se divertía, sobre todo con las jóvenes turistas en edad universitaria a quien se permitía mostrar la vida nocturna de su amada ciudad.
Hasta que intervino el destino. En una bochornosa noche de verano Helen Hermann, de Queens, Nueva York, entró en la tienda de Jason y acarició distraída algunas de las alfombras de mayor calidad. Profundamente romántica, Helen se vio arrastrada por los conmovedores ojos y las fervientes atenciones de Jason.
El ardor de Jason no fue menor. Tras la vuelta de Helen a Estados Unidos, Jason se sintió desconsoladamente solo. Dio comienzo una apasionada correspondencia, seguida de una visita. El viaje de Jason a Nueva York no hizo más que avivar los fuegos del deseo. Finalmente emigró, se casó con Helen y trasladó su negocio a Manhattan.
El negocio de Jason prosperó. Los amplios contactos que había ido estableciendo a lo largo de los años con los fabricantes de alfombras tanto en Grecia como en Turquía le permitieron trabajar a buen ritmo y le proporcionaron una especie de monopolio. En lugar de abrir una tienda minorista en Nueva York, Jason optó sabiamente por un negocio al por mayor. Fue una operación sencilla. No tenía empleados, sólo una oficina en Manhattan y un almacén en Queens. Se ocupaba de todos los pedidos y control de inventarlos y ocasionalmente contrataba a alguien para que le hiciera el papeleo.
El negocio funcionaba por medio del teléfono y el fax. En consecuencia, la puerta del despacho de Jason estaba siempre cerrada con llave.
Cierto viernes, el correo fue introducido por la abertura del buzón de la puerta, como de costumbre. Sentado en su escritorio, Jason dejó en equilibrio su omnipresente cigarrillo al borde del repleto cenicero y se levantó para recoger el correo. Contaba con recibir varios cheques que aliviaran su situación económica. De vuelta a su silla revisó el correo, colocando cada carta en su montón adecuado y el correo basura directamente en la papelera. Al coger el penúltimo sobre, dudó. Era grueso y cuadrado, en vez de rectangular. Jason detectó un bulto pequeño e irregular en el centro. Al mirar el franqueo advirtió que era una carta normal y no parecía propaganda. En la esquina inferior el sobre tenía impresa la advertencia: SELLAR A MANO. La explicación era: ¡CONTENIDO FRÁGIL!
Jason dio la vuelta al sobre. Era de un papel bastante grueso y de calidad. No era el papel usado normalmente para publicidad aunque el remitente decía SERVICIOS DE LIMPIEZA ACME. DÉJENOS SU SUCIEDAD A NOSOTROS. La empresa se encontraba en la parte baja de Broadway.
Volviendo una vez más el sobre Jason advirtió que estaba dirigido personalmente a él, no a la Compañía de Alfombras Corintias.
Debajo de la dirección se leía: PERSONAL Y CONFIDENCIAL.
Con el índice y el pulgar Jason trató de averiguar qué contenía.
No tenía ni idea. Dominado por la curiosidad, rasgó la solapa del sobre. Había una tarjeta doblada, de papel semejante al del sobre.
—¿Qué diablos? —dijo Jason en voz alta.
Aquello no era la publicidad habitual. Sacó la tarjeta, admirándose de que algún ejecutivo publicitario hubiera sido capaz de convencer a un servicio de limpieza de que enviase una cosa tan cara. La tarjeta estaba sellada con una etiqueta. En el centro de la tarjeta había una única palabra: ¡SORPRESA!
Jason despegó la etiqueta y al hacerlo la tarjeta saltó de sus manos y se abrió. Al mismo tiempo un mecanismo con un muelle enroscado lanzó al aire un remolino de polvo junto con un puñado de diminutas estrellitas brillantes.
Al principio Jason se sorprendió ante el repentino movimiento inesperado y estornudó varias veces a causa del polvo. Pero pronto apareció una sonrisa. Dentro de la tarjeta ponía: ¡LLÁMENOS PARA QUE LIMPIEMOS! Jason sacudió la cabeza sorprendido. Reconocía la habilidad del responsable de aquella propaganda de Servicios de Limpieza ACME. Era sin duda original e inteligente; y eficaz. Jason pensó en contratar los servicios de ACME, pero no necesitaba un servicio de limpieza porque su casero le proporcionaba uno.
Jason arrojó la tarjeta y el sobre a la papelera, y luego se inclinó para sacudirse las estrellitas de su camisa. Al hacerlo sintió otro cosquilleo en la nariz que le hizo estornudar varias veces más, lo bastante como para que se le llenaran los ojos de lágrimas.
Como solía hacer los viernes, Jason acabó pronto de trabajar. Disfrutando del clima otoñal fue caminando hasta la estación Grand Central para tomar el tren de las cinco y cuarto. Cuarenta y cinco minutos más tarde, cuando se aproximaba a su parada, sintió los primeros síntomas de incomodidad en el pecho. Su primer reflejo fue tragar, pero no le sirvió de nada. Luego se aclaró la garganta, que tampoco sirvió. Entonces se palmeó el pecho e hizo algunas inspiraciones profundas.
La mujer que iba sentada junto a Jason bajó el borde de su periódico.
—¿Se encuentra bien? —preguntó.
—Oh, sí, no se preocupe —respondió Jason, sintiéndose incómodo. Se preguntó si habría fumado más de la cuenta aquel día.
Por la noche trató de ignorar el extraño cosquilleo que sentía en el pecho, pero no se le pasaba. Helen se dio cuenta de que algo ocurría cuando él apartó el plato de la cena en lugar de comer. Habían salido a su lugar predilecto de los viernes, un restaurante griego del lugar. La pareja había empezado a frecuentar aquel sitio al menos una vez por semana desde que su única hija se había marchado a la universidad.
—Siento algo raro en el pecho —admitió Jason finalmente cuando Helen le preguntó.
—Espero que no vayas a tener la gripe otra vez.
Aunque Jason era bastante saludable, el fumar tanto le hacía proclive a las enfermedades respiratorias infecciosas, y sobre todo a la gripe. También había tenido un episodio serio de neumonía hacía tres años.
—No puede ser la gripe —dijo Jason—. No es época de gripe, ¿no?
—¿Me lo preguntas a mí? No lo sé, pero ¿no la tuviste por esta época el año pasado?
—Fue en noviembre.
Cuando volvieron a casa Helen insistió en tomarle la temperatura. Jason tenía treinta y siete y medio, apenas algo más de lo normal. Hablaron de llamar al doctor Goldstein, su médico de cabecera, pero luego decidieron que no. No querían molestarlo durante el fin de semana.
—¿Por qué estas cosas ocurren siempre el viernes por la noche? —se quejó Helen.
Jason durmió mal. En mitad de la noche sintió un acaloramiento y sudaba tanto que decidió darse una ducha. Mientras se secaba le dieron escalofríos.
—Esto es definitivo —dijo Helen tras tapar a su tembloroso esposo con un montón de mantas—. Llamaremos al médico a primera hora de la mañana.
—¿Y qué puede hacer él? —gruñó Jason—. He pillado la gripe. Me dirá que me quede en casa, que tome aspirinas, que beba mucho líquido y que descanse.
—Quizá te dé algún antibiótico —dijo Helen.
—Quedan antibióticos del año pasado. Están en el armarito de las medicinas. ¡Tráelos! No necesito al médico.
El sábado no fue un buen día. A última hora de la tarde Jason admitió que estaba realmente peor a pesar de la aspirina, los líquidos y el antibiótico. El malestar del pecho se había convertido en dolor. Le había subido la temperatura a treinta y ocho y tosía. Pero de lo que más se quejaba era de una terrible jaqueca y de dolor generalizado en los músculos.
Los intentos por localizar al doctor Goldstein fueron infructuosos. El médico se había ido a pasar el fin de semana a Connecticut. Su contestador automático indicó a Helen que llevase a su marido a urgencias.
Tras una larga espera el médico de urgencias vio finalmente a Jason y se quedó impresionado por su estado, sobre todo después de hacerle una radiografía de tórax. Para alivio de Helen el médico aconsejó el ingreso inmediato de Jason en el hospital e informó del caso al doctor Heitman, que estaba atendiendo a los pacientes de Goldstein. El diagnóstico fue gripe con neumonía secundaria y el médico de urgencias empezó a ponerle antibióticos por vía intravenosa.
Jason nunca se había sentido peor en su vida. Le llevaron a su habitación del hospital antes de la medianoche. Se quejaba amargamente de dolor en el pecho, insoportable cuando tosía, y del dolor de cabeza. Cuando vino el doctor Heitman a verle, Jason rogó que le suministraran algún calmante, y le dieron Percodan.
La medicación tardó casi media hora en hacerle efecto. Para entonces el doctor Heitman ya se había ido. Jason yacía exhausto en su cama, pero incapaz de dormir. Tenía la sensación de que una batalla mortal se estaba librando en su cuerpo. Dejó caer la cabeza a un lado, contempló a Helen a la tenue luz de la lámpara y le agarró la mano. Ella mantenía una vigilia silenciosa. Una lágrima surcó la mejilla de Jason. En su imaginación Helen seguía siendo aquella joven que entró en su tienda de Plaka tantos años atrás.
La imagen de Helen empezó a desvanecerse cuando un agradable sopor le invadió. A las doce y treinta y cinco de la noche Jason Papparis se durmió por última vez. Por suerte estaba inconsciente cuando más tarde el doctor Kevin Fowler le llevó a toda prisa a la unidad de cuidados intensivos para emprender una batalla inútil por su vida.