Lunes 18 de octubre. 6.15 h.
Curt iba en su camioneta Dodge Ram con Steve a toda velocidad. Giraron por Ocean Parkway hacia Ocean View Avenue y buscaron Ocean View Lane.
—¡Dios mío! —comentó Steve mientras contemplaban el vecindario—. He vivido en Brooklyn toda mi vida y nunca había visto este grupo de casitas. Parece algún lugar de Carolina.
—Parece como si hubieran tirado algunas y hubiesen levantado edificios altos —dijo Curt, Mira a ver si encuentras Ocean View Lane. Es una de esas callejuelas.
—Ahí está. —Señaló a través del parabrisas hacia un pequeño letrero pintado a mano clavado a un poste de teléfonos.
Curt giró por la calle y disminuyó la velocidad. Era una calle estrecha y llena de cubos de basura y hojas muertas.
Los dos bomberos seguían llevando el uniforme. Se habían ido a Brighton Beach en cuanto acabaron de trabajar, a las cinco. El viaje había durado poco más de una hora. La noche caía rápidamente al estar el cielo nublado y la calle estaba a oscuras excepto por la iluminación de los faros de Curt. No había farolas.
—¿Ves algún número en las casas? —preguntó Curt. Steve rió.
—Estos sitios son ruinas. No veo ningún letrero.
—Ahí está el trece —dijo Curt. Señaló un cubo de basura con la dirección pintada en el borde—. El quince tiene que ser el siguiente.
Aparcó junto a una puerta de garaje cerrada. Paró el motor y los dos hombres salieron de la camioneta. Por un momento se quedaron mirando la casa. Embutida entre otras, estaba algo desvencijada y muy necesitada de pintura.
—No parece muy estable —dijo Steve—. Un empujoncito y se vendría abajo.
—¿Te imaginas lo rápido que ardería?
Steve se volvió a mirar a su amigo.
—¿Es una sugerencia?
Curt se encogió de hombros.
—Sólo algo para tener en cuenta. Venga, vamos a hacerle una visita a nuestro amigo el ruso.
Abrieron la puerta de la valla delantera de la casa. El camino que conducía a ella era de cemento agrietado que apenas se veía entre una alfombra de hojas muertas. El pequeño fragmento de césped estaba rebosante de malas hierbas.
Curt buscó un timbre, pero no había. Abrió la desvencijada puerta mosquitera y estaba a punto de llamar a la puerta interior cuando se oyó un fuerte golpe procedente de dentro. Los dos bomberos se miraron.
—¿Qué coño ha sido eso? —preguntó Steve.
—Ni idea —contestó Curt. Iba a llamar otra vez cuando se oyó otro golpe, esta vez seguido de cristales rotos. También oyeron a Yuri maldiciendo a gritos en ruso.
—Suena como si nuestro amigo el comunista se estuviera cargando la casa.
—Espero que no tenga relación con el laboratorio —dijo Curt. Llamó con fuerza a la puerta. Quería asegurarse de que Yuri le oyera.
Después de esperar unos minutos, volvió a llamar. Esta vez se oyeron pasos y la puerta se abrió.
—Hola —dijo Curt. Trató de pasar por delante de Yuri para ver qué se había roto.
La expresión de Yuri pasó de la ira a la sorpresa cuando reconoció a sus amigos. Aunque su rostro seguía enrojecido, sonrió.
—¡Hola, chicos!
—Pasábamos por aquí —dijo Curt.
—Me alegro de que lo hicierais —contestó Yuri.
—Hemos oído que has estado en el cuartel de bomberos —dijo Steve.
Yuri asintió con entusiasmo.
—Os estaba buscando, tíos…
—Eso hemos oído —dijo Curt.
—¿Pasa algo? —preguntó Yuri.
—Si tenemos que decírtelo, es que tenemos un problema —contestó Steve.
—La seguridad es un tema fundamental en una operación como la que estamos planeando —dijo Curt—. Cuanta menos gente nos relacione públicamente, mejor para todos, sobre todo porque eres extranjero y tal. No tenemos muchos amigos con acento ruso. Si apareces buscándonos, los demás bomberos van a empezar a hacerse preguntas.
—Lo siento —dijo Yuri—. No creí que hubiese problemas en el cuartel, sobre todo porque dijisteis que vuestros compañeros piensan del mismo modo que vosotros.
—Hay unos cuantos patriotas —admitió Curt—. Pero ninguno lo es tanto como nosotros. Quizá deberíamos haberlo dejado más claro. En cualquier caso, no queremos que te acerques por el cuartel.
—Vale —dijo Yuri—. No iré más.
—¿No vas a invitarnos a entrar? —preguntó Curt. Yuri miró por encima del hombro en dirección al dormitorio de Connie. La puerta estaba abierta.
—Sí, claro.
Hizo un gesto para que entraran. Después de cerrar la puerta los guió hacia el salón, donde había un sofá raído y dos sillas de respaldo recto. Recogió unos periódicos del sofá y los depositó en el suelo.
Curt se sentó en el sofá y Steve en una silla.
—¿Queréis vodka frío? —Ofreció Yuri.
—Me tomaría una cerveza —dijo Curt.
—Yo también.
—Lo siento —repuso Yuri—. Sólo tengo vodka.
Steve hizo girar los ojos.
—Pues que sea vodka —dijo Curt. Mientras Yuri iba a la nevera por las bebidas, Steve se inclinó y susurró:
—¿Ves por qué me preocupaba? Este tío es tonto. Ni siquiera se le ocurrió que no tendría que haber ido al cuartel. Ni se le pasó por la cabeza.
—Tranquilo —dijo Curt—. No tiene un pasado militar. Teníamos que haber sido más explícitos. Tendremos que darle un poco de margen. Además, y no lo olvides, nos está haciendo un favor cojonudo consiguiéndonos un arma biológica.
—Si la consigue —dijo Steve. El sonido de una cisterna se dejó oír en el salón procedente de la puerta abierta del dormitorio de Connie. Curt frunció la frente.
—¿He oído una jodida cisterna?
—Sí —contestó Steve—. Pero no estoy seguro de dónde viene. Estas casas están tan pegadas que igual viene de la casa de al lado.
Yuri volvió al salón con tres vasos de vodka.
—Tengo buenas noticias para vosotros, chicos —dijo mientras los depositaba sobre la mesilla.
—Acabamos de oír una cisterna —dijo Curt. Agarró un vaso—. Sonaba como si procediese de esta casa.
—Probablemente —dijo Yuri encogiéndose de hombros con fastidio—. Mi mujer, Connie, está en el otro cuarto.
Curt y Steve intercambiaron una mirada.
—La razón por la que pasé por el cuartel… —empezó Yuri.
—¡Un momento! —Interrumpió Curt—. Nunca nos dijiste que estabas casado.
—¿Y por qué iba a hacerlo? —dijo Yuri. Miró a Steve y luego a Curt, que se dio cuenta de que eso les molestaba tanto como la visita al cuartel de bomberos.
—Nos dijiste que vivías solo —dijo Curt irritado—. Dijiste que no tenías amigos.
—Así es —repuso Yuri—. Estoy solo, sin amigos.
—Pero tienes una mujer en la otra habitación —repuso Curt. Miró a Steve, que hacía girar; los ojos con incredulidad.
—Hay una expresión en inglés —dijo Yuri— acerca de barcos que pasan en la noche. Tenemos la misma expresión en Rusia. Eso somos Connie y yo: dos barcos en la noche. Nunca hablamos. Coño, si apenas nos vemos.
Curt apoyó los codos en las rodillas y se frotó las sienes. No podía creer que estuviera enterándose de todo aquello ahora, después de todo lo que habían planeado. Le daba dolor de cabeza.
—Tu mujer puede oír todo lo que estamos diciendo aquí —preguntó Steve.
—Lo dudo —dijo Yuri—. Además, no puede importarle menos. No hace más que comer y ver la televisión.
—No oigo la televisión —dijo Steve.
—Ya, porque acabo de cargármela —dijo Yuri—. Me estaba volviendo loco. Toda esa risa falsa, como diciendo que aquí en América la vida es muy divertida y maravillosa.
—Quizá deberías cerrar la puerta al menos —dijo Curt.
—Muy bien —accedió Yuri, y se acercó a la puerta.
—Ahora quizá entiendas lo que te estaba diciendo —susurró Steve—. ¡Este tío es imbécil!
—Cállate.
Yuri volvió a su silla y echó un trago de vodka.
—¿Sabe tu mujer lo que hacías para ganarte la vida en la Unión Soviética?— preguntó Curt en voz baja. Le asustaba oír la respuesta y parpadeó cuando Yuri asintió.
—¿Y qué hay de tu laboratorio? —preguntó Steve—. ¿Sabe algo del laboratorio que se supone has construido en el sótano?
—¿Qué quieres decir con se supone? —Le ofendía lo que implicaba la frase.
—Nunca lo hemos visto. Nunca hemos visto nada, después de todos los esfuerzos que hemos tenido que hacer para proporcionarte las cosas que dijiste necesitabas.
—Podíais haberlo visto cuando hubierais querido —dijo Yuri indignado.
—Muy bien, tranquilízate —dijo Curt—. No discutamos. Pero quizá debamos echar un vistazo al laboratorio, sólo para asegurarnos. Todos nos jugamos mucho en esta operación.
—Por mí estupendo —dijo Yuri. Se puso de pie, dejó el vaso en la mesa y les condujo a la puerta del sótano.
El grupo bajó en fila de a uno. Yuri abrió la puerta exterior tirando del pestillo colgante.
—¿Qué le pasó a la cerradura? —preguntó Curt.
—Mi mujer la forzó esta tarde. Le había advertido que no bajase aquí, y no lo había hecho hasta hoy. Bajó hace un par de horas y la apalancó. Pero no tocó nada, estoy seguro.
—¿Por qué hoy? —preguntó Curt tratando de mantener la compostura. No le gustaba todo aquello, y cada vez iba a peor.
—Dijo que le había entrado curiosidad —dijo Yuri—. Le había dicho que la mataría si bajaba y tocaba algo.
—Pues tendremos que hacerlo.
—¿Quieres decir matarla de verdad? —preguntó Yuri.
Por un instante nadie habló. Finalmente, Curt asintió.
—Es posible. Como he dicho, es una operación importante para todos. Quizá lo más importante que vayamos a hacer en nuestras vidas. Para darte una idea de lo que me importa, te contaré que este fin de semana me enteré de que en el Ejército del Pueblo Ario había un infiltrado. Su nombre era Brad Cassidy. Hoy Brad Cassidy ya no está entre nosotros y a su cuerpo le faltan algunos miembros.
—Tu mujer es un riesgo para la seguridad —dijo Steve—. ¿Sabe lo que estás haciendo aquí?
—Hasta hoy creía que era una destilería —dijo Yuri.
—Lo que significa que ya no cree que sea un alambique —dijo Curt.
—Eso —admitió Yuri.
—Qué pena —dijo Curt—. Como sabe que tenías que ver con la industria soviética de armas biológicas, no le costará mucho imaginarse la verdad.
—Veamos el laboratorio —dijo Steve. Yuri entró en el vestíbulo seguido de cerca por Curt y Steve.
—¿Usas el traje de protección para materiales peligrosos que te proporcionamos? —preguntó Curt al verlo en el colgador.
—Desde luego —dijo Yuri—. Cada instante que estoy en el laboratorio lo llevo puesto. No corro riesgos. Cuando abra esta puerta interior, ¡no entréis! También os aconsejo que contengáis la respiración, sólo por asegurarnos. Sentiréis cómo la brisa corre dentro del cuarto.
Curt y Steve asintieron. Ahora que estaban tan cerca, se preguntaban si sería realmente necesario mirar dentro. La mera idea de la posible presencia de un agente biológico invisible y fatal les puso la carne de gallina y, con lo que habían visto ya, estaban más que dispuestos a admitir que Yuri cumplía su parte en el trato. Pero antes de que ninguno de los dos pudiera decir nada, Yuri abrió la puerta interior y se hizo a un lado. Con cautela, los dos bomberos echaron un vistazo a los fermentadores y a todo lo demás.
—Tiene buena pinta —dijo Curt. Retrocedió e indicó a Yuri que cerrase la puerta.
—¿Queréis ver algo del producto terminado? —preguntó Yuri.
—No creo que sea necesario —dijo Curt rápidamente.
—Ya he visto bastante —añadió Steve.
—Lo que creo que debemos hacer —dijo Curt— es subir y hablar con tu mujer. Ella es el nuevo problema. Tenemos que saber cuánto sabe.
Yuri cerró la puerta.
—Arreglaré esos cerrojos esta noche —dijo. Luego les condujo arriba. Mientras Yuri iba hacia el dormitorio de Connie, Curt y Steve volvieron al salón pero se quedaron de pie. Cada uno echó un buen trago de sus vasos mientras veían cómo Yuri entraba en la habitación contigua. Le oyeron hablar, pero no lo bastante claro como para saber lo que decía, aunque a juzgar por su tono parecía estar enfadándose. Finalmente volvió.
—Ahora vendrá —dijo—. Sólo que le lleva tiempo.
Curt y Steve cambiaron una mirada de disgusto. La situación iba de mal en peor.
—¡Venga, mujer! —exclamó Yuri impaciente. Al fin la silueta de Connie apareció por la puerta. Iba vestida con una bata rosa ribeteada de verde espuma de mar y calzaba pantuflas. Su ojo izquierdo estaba amoratado y cerrado por la hinchazón. Un hilo de sangre seca le salía de la comisura del labio.
Curt se quedó boquiabierto. Steve murmuró una exclamación. Ambos estaban atónitos y sus expresiones reflejaban su asombro.
—Estos hombres quieren hacerte unas preguntas —soltó Yuri. Luego miró expectante a Curt.
Curt tuvo que aclararse la garganta así como organizar sus pensamientos.
—Señora Davydov, ¿tiene idea de lo que está pasando abajo? ¿De lo que está haciendo su marido?
Connie miró desafiante a los dos extraños.
—¡No! Ni me importa.
—¿Tiene alguna idea?
Connie miró a Yuri.
—¡Contesta! —chilló Yuri.
—Creía que estaba haciendo vodka —dijo ella.
—¿Pero ya no lo cree? —repuso Curt—. Aunque esos grandes tanques plateados proceden de una destilería.
—No sé nada de eso. Pero esos platitos… ¡Los planos! Los he visto en el hospital. Se usan para las bacterias.
Curt asintió imperceptiblemente a Steve, que le devolvió el gesto.
—Es suficiente —le dijo Curt a Yuri. Yuri trató de empujar a su esposa de vuelta al dormitorio, pero ella no quiso irse.
—No voy a volver hasta que me devuelvas mi tele.
Yuri vaciló. Luego entró en su dormitorio. Reapareció unos instantes más tarde llevando un pequeño televisor con una anticuada antena de cuernos. Sólo entonces se marchó Connie.
—¿Te lo puedes creer? —musitó Curt.
—Sí, puedo —contestó Steve—. Y tú te preguntabas esta mañana por qué decía que estaba preocupado cuando fuimos al edificio federal. Este tío es peor de lo que creemos.
—Al menos ha construido el laboratorio —dijo Curt—. Obviamente sabe lo que se hace científicamente hablando.
—Eso es verdad —dijo Steve—. Y el laboratorio es más impresionante de lo que me había figurado.
Curt suspiró de frustración. En el fondo, el repentino sonido de una comedia de la televisión surgió del dormitorio de Connie. El volumen fue inmediatamente bajado hasta que apenas se oía. Enseguida Yuri reapareció. Cerró la puerta tras de sí y se acercó al salón. Se sentó, cogió un vaso y miró a sus invitados cohibido.
Curt no sabía qué decir. Una cosa había sido enterarse de que Yuri estaba casado, pero otra muy distinta descubrir que estaba casado con una negra. Eso iba en contra de todo aquello en lo que Curt creía, y allí estaba él, haciendo negocios con aquel tío.
Curt había crecido en un entorno blanco, duro, de clase obrera, con un padre que trabajaba en la construcción, les pegaba y recordaba constantemente a Curt que no era tan bueno como su popular hermano Pete, que era futbolista. Curt encontraba consuelo en el odio. Se unió al fanatismo que tanto se daba en su vecindario. Era más reconfortante y fácil tener un grupo fácilmente identificable al que culpar que revisar los propios defectos. Pero hasta que se incorporó a los marines y se trasladó a San Diego, su fanatismo algo ingenuo no se convirtió en odio racial con un aborrecimiento especial hacia el mestizaje.
La transición no había tenido lugar de la noche a la mañana. Había surgido de una actitud que tenía sus orígenes en un encuentro fortuito con un hombre que casi le doblaba la edad. Era en 1979. Curt tenía diecinueve años. Acababa de terminar la instrucción, que le había proporcionado una buena dosis de autoestima. Él y otros de sus nuevos colegas, entre los que había varios negros, habían abandonado la base para ir a un bar de Point Loma. Era un bar frecuentado por personal de las fuerzas armadas, sobre todo buceadores de la marina y marines.
El bar estaba oscuro y lleno de humo. La única luz surgía de bombillas de bajo voltaje colocadas dentro de antiguos cascos de buzo. La música era mayormente de un grupo que, según Curt supo más tarde, se llamaba Screwdriver, y el hombre que metía monedas en la máquina de discos estaba sentado junto a ella, solo en una pequeña mesa.
Curt y sus compañeros se arremolinaron en la barra y pidieron cervezas. Intercambiaban historias acerca de sus recientes experiencias en el campamento y reían de buena gana. Curt se sentía contento. Era la primera vez que se sentía parte de un grupo. Había destacado durante el entrenamiento y había sido seleccionado como líder de escuadrón.
Cansado de la música machacona y monótona, Curt se acercó a la máquina de discos. Se había tomado varias cervezas y estaba eufóricamente achispado. Miró las canciones y sacó un puñado de monedas.
—¿No te gusta la música? —preguntó el hombre de la mesa pequeña.
Curt lo miró. Era de talla mediana, con pelo muy crespo. Tenía rasgos marcados, los labios estrechos y dientes rectos y blancos. Estaba bien afeitado y llevaba una camiseta y vaqueros planchados. En el antebrazo derecho llevaba una pequeña bandera americana tatuada. Pero su rasgo más notable eran los ojos. Incluso en aquella semipenumbra tenían una cualidad inquisitiva que a Curt le pareció casi hipnótica.
—La música está bien —dijo Curt y cuadró los hombros. Le parecía que el extraño le estaba calibrando.
—Tendría que escuchar la letra, amigo —dijo el hombre. Echó un trago de su cerveza.
—¿Sí? ¿Y qué oiría?
—Un mensaje que puede salvar a este maldito país.
Una sonrisa torcida apareció en la cara de Curt. Echó una mirada a sus compañeros, pensando que tenían que oír a aquel hombre.
—Me llamo Tim Melcher —dijo el hombre. Empujó una silla con el pie—. Siéntate. Te invito a una cerveza.
Curt miró la cerveza que llevaba en la mano. Sólo quedaba el poso.
—Venga, soldado —dijo Tim—. Sacúdete un poco y hazte un favor.
—Soy un marine —dijo Curt.
—Es lo mismo. Yo era del ejército también. Primera División de Caballería. Me di dos vueltas por Vietnam.
Curt asintió. La palabra Vietnam le hizo sentir las piernas como de goma. Significaba guerra auténtica, no como las representaciones que Curt y sus amigos habían estado haciendo. También le recordaba a su hermano mayor, Pete, la estrella de fútbol de Bensonhurst. Ocho años mayor que él, tuvo la mala suerte de ser llamado a filas. Le habían matado en Vietnam un año antes de que la guerra acabara.
Curt dio la vuelta a la silla, pasó una pierna por encima y se sentó. Se apoyó en el respaldo y se tomó la cerveza de un trago.
—¿Qué va a ser? —dijo Tim—. ¿Lo mismo? —Curt asintió—. ¡Harry! —gritó Tim al camarero—. Tráenos un par de Buds.
—¿Cómo te llamas, soldado?
—Curt Rogers.
—Me gusta —dijo Tim—. Bonito nombre cristiano. Te encaja.
Curt se encogió de hombros. No sabía muy bien cómo tomarse a aquel extraño, sobre todo por sus ojos tan intensos.
—Sabes, me alegro de conocerte —dijo Tim—. ¿Y sabes por qué?
Curt negó con la cabeza.
—Porque estoy formando un grupo al que creo que tú y un par de camaradas tuyos deberíais uniros.
—¿Qué clase de grupo?
—Una brigada fronteriza. Una brigada fronteriza armada. Sabes, la Patrulla Fronteriza que se supone debe proteger al país de extranjeros ilegales no está haciendo su trabajo. Coño, la frontera mejicana que está ahí sólo a quince kilómetros es como un colador gigante.
—¿De verdad? —dijo Curt. Nunca había pensado mucho en la frontera. Estaba demasiado preocupado con los rigores del campamento.
—Sí, de verdad —dijo Tim, burlándose de la respuesta de Curt—. Te digo que es una situación seria. Tú y yo y el resto de nuestros hermanos y hermanas arios vamos a ser pronto una minoría por aquí.
—Nunca lo había pensado —dijo Curt. Era la primera vez que oía la palabra ario y no tenía mucha idea de lo que significaba.
—Eh, será mejor que despiertes. Está ocurriendo. Este país está a punto de ser tomado por negros, sudacas, amarillos y maricas. Las personas como tú y como yo tendremos que movernos si queremos que nuestra cultura temerosa de Dios sobreviva, una cultura en la que la gente trabaja para vivir y los maricas permanecen escondidos. Te digo que no es sólo que esas otras razas se nos estén colando como agua por una esponja, sino que se reproducen como moscas. Es un jodido problema. No podemos quedarnos aquí sentados ni un minuto más. Si lo hacemos, todo será culpa nuestra.
—¿Cómo va a armar a la brigada fronteriza? —preguntó Curt—. Si se le ha ocurrido alguna idea absurda de que gente como yo le puede ayudar, vaya olvidándose. No podemos sacar nuestra artillería de la base.
—Las armas no son problema —dijo Tim—. Tengo un arsenal de cojones en mi sótano. M1 automáticos, ametralladoras, fusiles telescópicos de francotirador y Glocks. Tengo incluso uniformes, porque ya he reunido a diez tíos de la marina. Ya hemos estado patrullando.
—¿Han encontrado extranjeros? —preguntó Curt. Impresionado por las armas que había descrito Tim, su opinión del extraño estaba mejorando.
—Apuesta lo que quieras. Hemos interceptado a casi una docena.
—¿Qué hacen con ellos cuando los atrapan? ¿Los llevan a la Patrulla Fronteriza?
Tim rió sardónicamente.
—Si lo hiciéramos, volverían a la noche siguiente. La Patrulla Fronteriza no hace más que darles un cachete, regañarles y dejarlos libres.
—Bueno, entonces ¿qué hacen con ellos? —insistió Curt, aunque se imaginaba la respuesta.
Tim se inclinó y susurró:
—Les disparamos y los enterramos. —Se frotó las manos rápidamente, como si se las estuviera limpiando de tierra—. De ese modo todo resulta limpio y rápido. No hay una segunda oportunidad.
Curt tragó saliva. Se le estaba secando la garganta. La idea de matar extranjeros ilegales le asustaba y le excitaba al mismo tiempo.
—Tengo unos ejemplares de una revista aquí, en mi maletín —dijo Tim—. Me gustaría dártelos para que los repartas entre gente como tú y como yo. ¿Entiendes cuando hablo de gente como tú y yo?
—Sí, supongo. ¿Qué clase de revistas son?
—Una de las que tengo hoy se llama Sangre y honor —dijo Tim—. Tengo otras, pero ésta es muy buena. Viene de Inglaterra, pero trata del tema del que estamos hablando. Europa occidental tiene los mismos problemas que nosotros. También tengo una novela que puedes leer. ¿Te gusta leer?
—No mucho —admitió Curt—. Excepto manuales de armas y cosas así.
—Quizá este libro te convierta en lector —dijo Tim—. Leer es importante. —Abrió el maletín y sacó un libro de bolsillo grande—. Se llama Los diarios de Turner. —Se lo tendió a Curt.
Curt tomó el libro. Se sentía escéptico. Sólo había leído una novela desde que acabó el instituto: una historia pornográfica de una prostituta universitaria de Dallas llamada Bárbara. Abrió Los diarios de Turner y leyó unas cuantas líneas. Entonces no podía saber que se iba a convertir en su libro favorito.
Curt acabó aceptando seis ejemplares de la revista Sangre y honor, además de Los diarios de Turner. Tras leer las dos cosas se sintió cada vez más excitado e identificado con los temas que Tim le había expuesto. Curt se preocupó por distribuir el material de lectura entre la gente que a Tim le parecía apropiada. Pronto reunió un grupo de marines con ideas similares que empezaron a compartir las comidas.
Las relaciones de Curt con Tim Melcher prosperaron. Pasaba gran parte de su tiempo libre con él, ayudándole a organizar la brigada fronteriza a la que él mismo se unió. Varios marines que había reclutado Curt también se unieron a ellos. Cuando Curt fue a ver el arsenal de Tim en su sótano, se excitó mucho. Nunca había visto semejante colección de pistolas y municiones fuera de las maniobras con fuego real de los marines. Tim incluso tenía Kalashnikovs AK-47. No eran técnicamente tan buenos como los M1 automáticos, pero poseían un atractivo romántico.
La primera excursión operativa de Curt con la brigada fronteriza fue perturbadora. Había empezado muy bien, con muchas risas. Todo el mundo bebía cerveza que llevaban en neveras en la parte trasera de los todoterrenos mientras conducían hacia el sur en un convoy de tres vehículos, traqueteando por la interestatal 5. En cada vehículo se oían a todo volumen casetes de Screwdriver que Tim había conseguido de Inglaterra. Era un ambiente festivo.
Al norte de la frontera giraron, hacia el desierto. En un lugar previamente seleccionado por Tim se detuvieron y establecieron el campamento. Colocaron tiendas e hicieron fuego. Al caer la noche limpiaron sus platos, apagaron el fuego y se marcharon hacia la frontera Vestidos de camuflaje para el desierto, no se les habría visto si no fuera por su alcohólica hilaridad.
Curt se lo estaba pasando como nunca en su vida. Finalmente formaba parte de un grupo que era, según Tim, racialmente puro y de mentes semejantes. También tenía la sensación de que estaban haciendo algo importante, aunque dudaba que pudieran cazar a alguien. Al menos podrían asustar a los extranjeros que viesen para que volvieran por donde habían venido.
Tim. dividió al grupo por parejas. Las colocó en intervalos distribuidos a unos cuatrocientos metros de la frontera. Escogió a Curt como compañero, un hecho que a éste le enorgulleció. También tenía la ventaja de que Tim se había asegurado de que los dos tuvieran el mejor sitio. Estaban encima de una pequeña meseta que era el lugar más elevado de la zona.
Se acuclillaron sobre una mancha de arena con rocas alrededor y bebieron más cerveza.
La noche era espléndida y aún no hacía frío porque las rocas irradiaban el calor acumulado durante el día. Por encima de ellos la Vía Láctea parecía salpicada de un millón de diamantes. Soplaba una suave brisa desde el Pacífico.
—Hermoso, ¿no? —comentó Tim. Sacó el intercomunicador del cinturón y lo colocó sobre una roca plana. Usaba la radio para mantenerse en contacto con los otros equipos.
—Es increíble —dijo Curt. Cuando crecía en Brooklyn no sabía que existiera algo así.
—Es un gran país. Y es una pena que se esté yendo al carajo por culpa del puto gobierno.
Curt asintió pero no dijo nada. Como estaba hipnotizado por el lugar y atontado por la cerveza, no quería meterse en una discusión sobre el gobierno sionista de ocupación.
Pasaron unos minutos en silencio. Curt dio otro sorbo a su cerveza.
—¿Has venido otras veces a este emplazamiento en incursiones anteriores? —preguntó. A instancias de Tim, usaban términos militares siempre que era posible.
—Varias veces.
—¿Viste alguna acción?
—Oh, sí —dijo Tim—. El enemigo estuvo muy cooperador. —Rió—. Fue como la caza del pavo.
—¿Dónde les viste?
Tim señaló.
—Viniendo por esa hondonada que parece una muesca en el horizonte.
Curt se esforzó por ver en la oscuridad. Necesitaba un poco de imaginación para creer que estaba mirando al fondo de un barranco. No había modo de ver a nadie que se acercase hasta que no estuviera prácticamente encima de ellos. Se preguntaba qué sensación le produciría un grupo de hombres surgido de pronto de la oscuridad. Por reflejo dejó caer la mano sobre la cartuchera de su Glock automática. Abrió la tapa. No quería tener que forcejear con ella si surgía la necesidad de usar la pistola.
—Sé lo que estás pensando —dijo Tim—. Deja que te enseñe algo.
Bajó la cremallera de la bolsa de tela de su escopeta, que había puesto en el suelo junto a él, y sacó el arma. Incluso en la oscuridad Curt se dio cuenta que era un arma que nunca había visto.
—Ésta es mi favorita —dijo Tim orgulloso—. No la saco más que para auténticas operaciones, como la de esta noche.
Se la tendió a Curt, que la sujetó y se la acercó a la cara. La reconoció inmediatamente, aunque nunca había tenido una en la mano. Era un fusil de francotirador Remington 308 modificado de los marines.
—¿Dónde coño conseguiste esto? —preguntó Curt con temeroso respeto.
—Puedes comprarte lo que quieras a través de revistas de supervivencia como Mercenario. Lo único que tienes que hacer es mirar los anuncios de atrás.
—Pero esto es de los marines —dijo Curt—. Para empezar, ¿cómo puede conseguirlo alguien?
—Y yo qué sé —dijo Tim—. Supongo que alguien lo robaría en algún momento, o quizá alguien la cambió por algo. Ya te enterarás de que hay mucho trueque entre los militares.
—Estos chismes los modifican en Quantico —dijo Curt. Pasó la mano afectuosamente por la culata.
—Lo sé —dijo Tim—. Tiene un cañón flotante móvil y amortiguación de fibra de vidrio. Y el gatillo ha sido ajustado a una libra.
—Dios, es fantástico —dijo Curt. Sólo en sueños podría tener uno. Le habían llegado a gustar las armas de cualquier clase, pero sobre todo las de alta tecnología.
—Lo mejor es el visor —dijo Tim—. Fíjate en el tamaño. Es de visión nocturna. Pruébalo.
Curt se lo colocó en el hombro y miró por el visor telescópico. La oscura noche se transformó milagrosamente en una brumosa transparencia roja. Incluso a cientos de metros Curt distinguía detalles del árido entorno.
De pronto, sus ojos advirtieron un movimiento y giró el fusil ligeramente hacia la izquierda. En el centro de su campo de visión había dos hombres abriéndose paso entre la oscuridad, dirigiéndose hacia él en diagonal.
—¡Puta mierda! —exclamó Curt—. Tengo a dos espaldas mojadas en el visor. No puedo creerlo.
—¡No jodas! —dijo Tim excitado—. No les quites la vista de encima. Puede que no los vuelvas a encontrar. Dime: ¿qué llevan puesto? No serán uniformes, ¿no?
—¡Coño, no! Parecen camisas de cuadros, vaqueros, sombreros de vaquero, y llevan lo que parecen viejas maletas de vinilo.
—¡Felicitaciones, soldado! —dijo Tim—. Has conseguido a una pareja de pavos. Dispara rápidamente para asegurarte de que te cargas a los dos. Claro, si los puedes alinear, quizá lo consigas de un solo disparo. —Soltó una risita.
—¿Quieres que les dispare? —preguntó Curt nervioso. Había evitado pensar en aquel momento, sobre todo porque era consciente de que los dos hombres que tenía en el visor no representaban un peligro inmediato para él. No era como en una batalla, donde confiaba que reaccionaría por reflejo. Esto era más bien como lucha de guerrillas contra dos hombres desarmados a los que no conocía. Curt se dio cuenta de que estaba temblando porque su campo de visión empezó a moverse.
—No; quiero que vayas hasta allí y que te pelees con ellos —dijo Tim sarcásticamente—. Claro que quiero que les dispares. Coño, es tu derecho. Tú eres el que los has localizado.
Curt sintió sudor en la frente. Tragó saliva. Una angustiosa indecisión le embargó. Nunca había hecho algo parecido.
—Venga, hombre —urgió Tim—. No me falles, ni a mí ni al país.
Curt no tenía intención de fallar a Tim. Desde hacía más o menos un mes, tenía la sensación de formar parte de un apretado entretejido en cuya ideología creía firmemente. Había encontrado un hogar, tanto emocional como intelectualmente, y sabía que todo se lo debía a Tim. Inspiró profundamente y apretó, el gatillo.
El fusil retrocedió, pero no lo suficiente para que Curt perdiese de vista sus blancos. El hombre que iba delante cayó como si le hubieran puesto la zancadilla. No giró, ni se tambaleó como Curt había visto en las películas cuando disparaban a la gente. El segundo hombre se había detenido al oír el disparo resonando en el oscuro y, duro paisaje.
Curt sintió una subida orgásmica de adrenalina y una tremenda sensación de poder. Sin pensárselo dos veces, apuntó al segundo hombre y apretó suavemente el gatillo. El arma volvió a recular y el segundo hombre desapareció. Por un breve momento, hubo un refrescante olor a pólvora en el aire antes de que la brisa lo dispersase.
—¿Y bien? —dijo Tim expectante.
—Han caído los dos.
—¡Fantástico! —Dio a Curt una palmada en el hombro antes de coger la radio. Dijo a los demás equipos que Curt y él iban a ocuparse de un par de objetivos. Les dijo que no disparasen sobre nada antes de que les avisara.
—No quiero que esos tipos locos disparen sobre nosotros —dijo Tim. Tomó el fusil de las manos de Curt, que se lo devolvió sin comentarios. Tim sacó entonces una pala plegable y un pico.
—Venga —dijo a Curt—. Pero ten la Glock a mano por si sólo has herido a esos bastardos. A lo mejor tenemos que darles un cup de gras, o como se diga.
Curt caminó inseguro detrás de Tim sin decir palabra. Tras la euforia inicial, le asaltaban dudas. Ahora que había disparado a alguien de verdad, no sabía cómo enfrentarse a la idea de que podía haber matado a dos seres humanos. La niebla mental creada por las muchas cervezas consumidas no le ayudaba nada. El hecho de que Tim estuviese actuando como si hubiesen aplastado dos malditas moscas tampoco.
—¡Venga, soldado! —le gritó Tim por encima del hombro cuando se dio cuenta de que Curt se rezagaba. Tim iba delante con la linterna, moviéndose por el terreno pedregoso con un trote lento.
Curt se obligó a avanzar y cuadró los hombros. Le molestaba que Tim pudiese sospechar que era un cagado.
Les costó casi media hora encontrar a los mejicanos y tuvieron que recorrer la zona varias veces. Cuando el rayo de la linterna de Tim encontró sus cuerpos, él silbó admirativamente.
—Estoy impresionado —dijo—. Les perforaste la cabeza a los dos.
Curt miró los cadáveres. Nunca había visto a una persona muerta fuera de una funeraria. Ambos cuerpos tenían pequeños orificios en la frente, pero les faltaban grandes trozos de cuero cabelludo en la parte de atrás de la cabeza. El suelo de la zona estaba salpicado con trozos de cerebro. El hombre de delante sujetaba aún con la mano el asa de su maleta.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró Curt. Tim alzó bruscamente la cabeza y miró a su recluta.
—¿Qué pasa?
—¿Qué he hecho?
—Has matado a un par de extranjeros ilegales espaldas mojadas —soltó Tim—. Le has hecho un favor a tu país.
—Joder —masculló Curt, negando con la cabeza. Los ojos de los mejicanos estaban aún abiertos, y le miraban. Curt vaciló un poco, sintiendo flaquear las piernas.
Tim reaccionó rápidamente. Se acercó a su compañero de aquella noche y le dio una bofetada. Luego soltó un juramento al sentir dolor y se sacudió la mano como si estuviera mojada.
Curt retrocedió y por un instante lo vio todo rojo. Se tocó la cara ardiente y luego se miró los dedos, como si esperara ver sangre. Se quedó mirando a Tim.
—Estoy aquí, tipo duro —se burló Tim. Hizo un gesto para que Curt se acercara y le devolviera la torta.
Curt miró hacia la oscuridad. No quería pelear con Tim porque sabía por qué le había pegado.
—Te me estabas ablandando —explicó Tim. Curt asintió. Era verdad—. Escucha. Déjame contarte algo de mí. Este año me ordenaron ministro de la Iglesia Cristiana de los Verdaderos Creyentes, que es una rama local de la gran Iglesia de la Identidad Cristiana. ¿Has oído hablar de ella? —Curt negó con la cabeza—. Es una iglesia que ha usado la Biblia para demostrar que nosotros, los anglosajones blancos, somos los auténticos descendientes de la tribu perdida de Israel. Todas las demás razas son hijos de Satán o gente despreciable, como estos latinos. —Tim empujó a uno de los mejicanos con su bota negra—. Por eso nosotros tenemos la piel blanca y ellos negra, marrón o amarilla.
—¿Eres ministro de la Iglesia? —preguntó Curt incrédulo.
—Con todas las de la ley. Así que sé de lo que estoy hablando. La clave es que la palabra de Dios en la Biblia dice que los medios para provocar el juicio divino no están limitados al cuerpo político. Significa que la violencia no sólo está bien, sino que es necesaria. El hecho que importa es que esta noche has hecho la obra de Dios, soldado.
—Nunca había oído nada de eso —admitió Curt.
—No me extraña —dijo Tim—. Ni es culpa tuya. El gobierno sionista de ocupación no quiere que nadie sepa nada de ello. Se lo ocultan a las escuelas, a los periódicos y la televisión, ya que los controlan. La razón es que quieren neutralizarnos diluyéndonos genéticamente. Es como en Los diarios de Turner. ¿Recuerdas?
—No estoy seguro —dijo Curt. Le impresionaba tanto la vehemencia de Tim como su erudición.
—Era parte del Acta de Cohen. Está estipulado que los consejos de relaciones humanas que se establecieron tenían como fin forzar a blancos arios a casarse con gente turbia. Ese tipo de matrimonio se llama mestizaje. ¿Has oído alguna vez esa palabra?
—No —dijo Curt.
—Entonces escúchame. Es una conspiración del gobierno sionista. No quieren que los niños aprendan ese término porque fomentar el mestizaje es el pecado más insidioso del gobierno sionista. Y para Dios es una abominación. Es el intento de Satán para acabar con el pueblo escogido de Dios. Es el Holocausto al revés.
—¡Muy bien! —espetó Curt, volviendo de su breve ensoñación—. Es el momento de que pongamos las cartas sobre la mesa. —Miró a Steve, que asintió. Miró a Yuri.
—¿De qué cartas habláis? —preguntó el ruso. Sus invitados estaban lívidos, sobre todo Curt, que suspiró de frustración.
—Es una expresión, por amor de Dios. Significa explicárselo todo a todos para que no haya sorpresas.
—Muy bien —dijo Yuri.
—Quiero decir que nos has sorprendido esta noche —soltó Curt—. No sólo estás casado, sino que estás casado con una negra. Llamarlo sorpresa es ser muy suave.
—Necesitaba una tarjeta de residencia —explicó Yuri.
—¡Pero no tendrías que haberte casado con una negra! —exclamó Steve.
—¿Qué más da? —repuso Yuri, aunque creía saber la respuesta. Durante los cuatro años que llevaba viviendo en Estados Unidos había llegado a ser bien consciente de los prejuicios sociales.
Curt se mordió la lengua. Pensó por un instante, en explicarle el asunto igual que Tim Melcher se lo había explicado a él hacía veinte años. Pero se abstuvo porque, si miraba a Yuri con ojos más críticos, no podía decidir si era ario o no.
—Casarse con otras razas, sobre todo cuando uno de los miembros es blanco, va contra la palabra de Dios —dijo Steve.
—Nunca había oído eso.
—Lo que está hecho, hecho está —dijo Curt con un gesto de desdén—. De momento es más importante lo que vamos a hacer ahora. Tu mujer sabe que estás experimentando ahí abajo con bacterias y sabe que en la Unión Soviética trabajaste en la industria de armas biológicas. Hay posibilidades de que sepa que estás fabricando un arma biológica.
—A ella no le importa lo que hago. Confiad en mí.
—Pero puede cambiar de opinión —dijo Curt—. Y eso sería fatal.
—Puede decirle algo a su familia —sugirió Steve.
—No se habla con su familia. Excepto con su hermano. Es el único al que le importa.
—Pues imagínate que le cuenta algo a su hermano —dijo Curt—. No podemos correr el riesgo. Como hemos dicho antes, tiene que desaparecer. ¿Supone eso un problema para ti?
Yuri negó con la cabeza y bebió un trago de vodka.
—Muy bien —dijo Curt—. Al menos estamos de acuerdo en eso. El problema es cómo lo hacemos sin llamar la atención. Supongo que la echarán de menos si desaparece.
—La echarían de menos en el trabajo —asintió Yuri—. Trabaja en la centralita de una compañía de taxis.
—El punto clave es que tenemos que hacerlo de modo que la policía no intervenga —dijo Curt—. ¿Tiene problemas de salud?
—Aparte de la obesidad —añadió Steve. Yuri negó con la cabeza.
—Es muy saludable.
—Oye, quizá podamos usar su obesidad —repuso Steve—. Con lo gorda que está, a nadie le extrañaría que le diera un infarto.
—No es mala idea —dijo Curt—. Pero ¿cómo hacemos que le dé un infarto? Los tres se miraron. Ninguno tenía ni idea de cómo simular un infarto.
—Yo podría hacerla morir por fallo respiratorio. —Sugirió Yuri.
Curt y Steve alzaron las cejas.
—Muchas personas con sobrepeso mueren por fallos respiratorios —dijo Yuri—. Puedo decir que tenía asma cuando la llevemos al hospital.
—¿Cómo lo harías? —preguntó Curt.
—Usaría una dosis letal de mi toxina botulínica —dijo Yuri—. Coño, además necesito probarla. ¿Por qué no con Connie?
—¿Pero no lo descubrirán los médicos? —preguntó Curt.
—No. Una vez la persona ha muerto y no conoces los síntomas iniciales, no hay manera de averiguarlo. Y tienes que sospecharlo, porque de lo contrario, no piensas en ello. Hay muchas otras cosas que causan fallos respiratorios.
—¿Estás seguro? —preguntó Curt.
—Claro que sí. Estuve relacionado con muchas pruebas de la toxina allá en la Unión Soviética. Con una dosis grande, la persona deja de respirar y se vuelve azul. Al KGB le interesaba mucho para asesinatos ocultos, porque una dosis letal consiste en realidad en una cantidad muy pequeña.
—Me gusta —dijo Curt—. Representa cierta justicia poética. Después de todo, Connie está amenazando la seguridad de la Operación Glotón. ¿Cuándo puedes hacerlo?
—Esta noche. Una cosa que nunca me ha costado es hacerla comer. Luego, cuando se haya calmado, pediré una pizza y ya está.
—Bien —dijo Curt mientras se permitía sonreír por primera vez en toda la velada—. Con este pequeño episodio desagradable ya zanjado, vayamos a lo nuestro. ¿Cuáles eran las buenas noticias que tenías para nosotros?
—Probé el ántrax —dijo Yuri—. Es tan potente como esperaba.
—¿En quién lo probaste? —preguntó Curt. En vista del asunto de Connie, la seguridad era su principal preocupación.
Yuri describió cómo había localizado a Jason Papparis, un comerciante de alfombras, que corría el riesgo de contraer ántrax a través de la mercancía que importaba. Yuri explicó que al hacerlo evitaban cualquier sospecha por parte de las autoridades sobre lo que estaban planeando.
—Muy inteligente —dijo Curt—. En nombre del Ejército del Pueblo Arlo, alabo tu perspicacia.
Yuri se permitió una sonrisa de satisfacción.
—Nosotros también tenemos noticias para ti —agregó Curt, y le contó la visita que habían hecho al edificio federal Jacob Javits aquella mañana. Era perfectamente adecuado para colocar el arma biológica en el conducto del aire acondicionado.
—¿Necesitaréis un nebulizador? —preguntó el ruso.
—No; si el arma está en forma de polvo fino, no, Usaremos temporizadores para hacer estallar el paquete. Los ventiladores de circulación harán el resto.
—Eso significa que tendréis que usar el ántrax —dijo Yuri.
—Por nosotros está bien —dijo Curt—. ¿Hay algún problema? Nos dijiste que ambos agentes serían igualmente potentes.
—No, no hay problema. Es sólo que tengo dificultades para conseguir la bacteria que hace que la toxina del botulismo crezca con la suficiente rapidez. Me falta menos de una semana para tener gran cantidad de ántrax, pero más de tres para tener suficiente toxina botulínica.
—No creo que queramos esperar tres semanas —dijo Steve—. Sobre todo con los problemas de seguridad que estamos teniendo.
—¿Por qué no usamos el ántrax para los dos objetivos? —sugirió Curt—. Olvida la toxina si las bacterias no cooperan.
—Porque con esa cantidad de ántrax sólo tendremos para un ataque, no para dos.
—Quizá la Providencia nos esté diciendo que ataquemos sólo el edificio federal —dijo Curt—. ¿Y si olvidamos Central Park?
—¡No! —dijo Yuri con énfasis—. Quiero hacerlo en el parque.
—Pero ¿por qué? —repuso Curt—. El edificio federal provocará mucha más propaganda contra el gobierno y acabará con seis o siete mil personas por lo menos.
—Pero es sólo gente del gobierno —dijo Yuri—. Quiero golpear igual de fuerte contra la falsa cultura americana, sobre todo contra todos esos banqueros y hombres de negocios judíos que han provocado todos los trastornos económicos en la Rusia actual.
Curt y Steve intercambiaron una mirada contrariada.
—Es una cultura sin raíces —continuó Yuri—. Se supone que la gente es libre, pero no es así. Todos buscan un estatus y una identidad. Nosotros los eslavos podemos haber tenido problemas a lo largo de la historia, pero al menos sabemos quiénes somos.
—No me creo que esté oyendo esto —dijo Curt—. ¿Por qué no lo habías dicho antes?
—Nunca me lo preguntaste.
—América tiene problemas —accedió Curt—. Pero es a causa del gobierno sionista de ocupación, que apoya el control de armas, el mestizaje, los vendedores de droga negros, las trampas del bienestar y los maricas, todo lo cual está erosionando nuestras raíces originales. Contra eso es contra lo que luchamos. Sabemos que tendremos algunas bajas civiles en la lucha. Es de esperar. Pero nuestro objetivo es el gobierno.
—No hay civiles en mi guerra —dijo Yuri—. Por eso quiero lanzar el ataque contra Central Park. Con un vector de viento adecuado, se extenderá por gran parte de la ciudad. Hablo de cientos de miles de bajas, o incluso de millones. Eso es lo que se supone que hace un arma de destrucción masiva. Coño, para vuestro objetivo tan reducido podríais usar una bomba corriente.
—No podríamos meter una bomba lo bastante grande dentro del edificio —dijo Curt—. Ése es el asunto. No tendremos problemas con dos o tres kilos de un polvo parecido a la harina. Bueno, así es como describiste el ántrax letal.
—Eso es —dijo Yuri—. Una harina muy fina y tan ligera que permanece suspendida en el aire.
Los tres hombres se miraron. Todos eran conscientes de la tensión.
—Muy bien —dijo Curt moviendo las manos—. Volvamos al punto uno. Lanzaremos los dos ataques. El problema sigue siendo conseguir la cantidad suficiente.
—¿Dónde está la camioneta fumigadora que me prometisteis, chicos? —preguntó Yuri.
—Las tropas han localizado una —dijo Curt—. No te preocupes.
—¿Dónde está?
—Aparcada detrás de una compañía que se dedica al control de plagas en Long Island. Se usa para la cosecha de patata durante la temporada. No hay seguridad. Está allí para quien se la quiera llevar.
—La quiero en mi garaje —exigió el ruso con enfado.
—Pero bueno —replicó Curt—, con las sorpresas que tenías para nosotros esta noche, somos nosotros los que tendríamos que estar furiosos.
—Sólo quiero la furgoneta en el garaje —dijo Yuri—. Ése fue el trato. Se suponía que ya tendría que estar aquí.
—Creo que será mejor que vigiles tu tono —dijo Steve—. Si no, vamos a tener que mandar a las tropas de choque a hacerte una visita.
—No me amenacéis —dijo Yuri—. O no conseguiréis nada. Sabotearé todo el programa.
—Vamos, tranquilizaos, chicos —dijo Curt—. Esto se nos está yendo de las manos. No nos peleemos. No hay problema con eso. Nos aseguraremos de conseguir la camioneta, traerla a la ciudad y meterla en tu garaje. ¿Te hará eso feliz?
—Ése era nuestro acuerdo —dijo Yuri.
—Considéralo hecho —dijo Curt—. Mientras tanto, por tu parte, ocúpate de Connie. ¿Te parece bien?
—Se hará esta noche —dijo Yuri. Se relajó visiblemente y se terminó el resto de su bebida.
—Bien —dijo Curt. Se frotó las manos con impaciencia—. Entonces hablemos de la agenda. ¿Y si dejas la toxina y dedicas el segundo fermentador al ántrax? ¿No significaría eso que tendríamos suficiente producto pronto?
—Seguramente.
—¿Cuál es el margen de tiempo que podemos considerar realista? —preguntó Curt.
—A finales de esta semana o principios de la otra si todo va bien.
—Música celestial —dijo Curt, obligándose a sonreír. Se puso de pie. Steve le imitó.
—Tengo una pregunta que haceros —dijo Yuri—. ¿Qué es un forense?
—Es un tipo que examina a las personas muertas y descubre de qué han muerto —explicó Steve.
—Eso era lo que pensaba. —Se levantó.
—Qué curioso —señaló Curt—. ¿Por qué lo preguntas?
—Cuando volví hoy a la tienda del comerciante de alfombras para ver si había muerto, había un hombre allí recogiendo pruebas y dijo que estaba investigando el caso.
—Alto ahí —repuso Curt—. Creí que habías dicho que tu treta al infectar a un vendedor de alfombras significaría que no iba a haber ninguna investigación por parte de las autoridades.
—No dije eso. Dije que las autoridades no sospecharían que había sido un arma biológica.
—Pero las autoridades saben que el ántrax se usa como arma biológica —dijo Curt—. ¿Qué les impedirá tener sospechas?
—Porque tienen una explicación lógica para el caso —dijo Yuri—. Se estarán felicitando por haberlo descubierto. Ésa es la forma en que piensa esa gente.
—¿Y si no encuentran ningún origen? ¿O dejaste algo para que lo encontraran en alguna de las alfombras?
—No, no hice eso.
—¿Podría ser un problema? —preguntó Curt.
—Posiblemente. Pero lo dudo.
—Pero no puedes estar seguro al cien por cien.
—No, pero casi.
Curt suspiró con exasperación.
—De pronto parece haber muchos cabos sueltos.
—No será un problema —dijo Yuri—. Y teníamos que probar el producto. No tendría sentido dispersarlo si no fuera patógeno.
—Esperemos que tengas razón —dijo Curt con voz cansada. Se dirigió a la puerta—. Estaremos en contacto. Algunos de los chicos vendrán a traerte esta noche a última hora la camioneta de control de plagas.
—¿Y si no estoy?
—Será mejor que estés. Eres el que está armando jaleo por esa maldita camioneta.
—Pero tengo que ocuparme de Connie —dijo Yuri—. Tendré que llamar a urgencias cuando tenga el infarto. Puede que esté en el hospital.
—Ya —dijo Curt.
—No importa —dijo Yuri—. Cuando salga con Connie, dejaré la puerta del garaje abierta.
—Perfecto —dijo Curt. Saludó con la mano y salió por la puerta.
Los dos bomberos subieron a la Dodge Ram sin hablar. Cuando cerraron las puertas Curt golpeó el volante con el puño.
—Nos hemos liado con un maldito chalado —soltó.
—No te voy a decir que te lo dije.
—Joder, quiere matar a civiles, no a gente del gobierno. Henos aquí, unos patriotas, tratando de salvar al país, y estamos obligados a tratar con un terrorista. ¿Adónde irá a parar el mundo?
—Creo que su deseo de que la Unión Soviética vuelva a unirse va más allá del deseo de proteger las centrales nucleares. Creo que es un comunista.
Curt puso la camioneta en marcha y salió al callejón. Era como un slalom tratar de evitar todos los cubos de basura.
—Quizá sea un comunista. Pero sea lo que sea, no tiene ni idea de lo que es la seguridad. Es un problema, porque si las autoridades tienen la menor sospecha de lo que se avecina, tendremos que replantearnos toda la operación. Cuando empezamos a planearla parecía tan fácil…
—¿Qué vamos a hacer con él? —preguntó Steve.
—No lo sé. Lo malo es que tenemos que seguir para tener en nuestras manos las armas biológicas. Eso lo dejó bien claro con su amenaza de sabotear todo el asunto, con lo que supongo que querría decir que destrozaría el laboratorio.
—¿Así que vamos a llevarle la furgoneta de control de plagas?
—No creo que tengamos elección —dijo Curt mientras salía a Ocean View Avenue—. Le llevaremos la furgoneta, pero también le mantendremos presionado para que consiga los cuatro kilos de ántrax en polvo lo antes posible. Cuanto antes podamos poner en marcha la Operación Glotón, mejor.