Lunes 18 de octubre. 15.45 h.
Yuri miró a la cara al ejecutivo pagado de sí mismo que iba depositándole billetes en la palma de la mano. Yuri había traído a aquel individuo desde el aeropuerto de La Guardia hasta una elegante casa del East Side, y durante todo el trayecto tuvo que soportar otra larga disertación sobre las virtudes americanas y su inevitable triunfo en la guerra fría. Esta vez el énfasis fue puesto en Ronald Reagan y en cómo había vencido con una sola mano al «imperio del Mal». El hombre había acertado los orígenes étnicos de Yuri al echar un vistazo a su nombre en la licencia del taxi. Esto había provocado un monólogo sobre la superioridad norteamericana en todos los frentes: moral, económico y político.
Yuri no dijo una palabra durante la interminable arenga aunque se sintió tentado en varias ocasiones. Algunas de las declaraciones del pasajero le hicieron hervir la sangre, sobre todo cuando pedía piedad para el pueblo ruso, al que consideraba cargado de sentimientos de inseguridad por haber tenido que soportar continuos gobiernos ineptos.
—Y aquí van un par de dólares más por sus problemas —dijo el hombre con un guiño. Yuri sujetaba veintinueve billetes gastados de un dólar. La tarifa del taxímetro más el suplemento por el peaje del puente de Triboro sumaban veintisiete dólares y cincuenta centavos.
—¿Se supone que eso es la propina? —dijo Yuri con evidente desdén.
—¿Pasa algo? —preguntó el hombre, y se puso rígido. Arqueó indignado las cejas. Sujetó el maletín como si pretendiera usarlo para defenderse.
Yuri apartó la mano derecha del volante y retiró los dos últimos dólares del montón. Después los soltó de modo que cayeron revoloteando en la acera.
La expresión del hombre pasó de la indignación a la ira.
—Esto es un donativo para la economía norteamericana —dijo Yuri, y pisó el acelerador. Por el retrovisor vio al ejecutivo inclinándose y recogiendo el dinero del suelo. La imagen proporcionó a Yuri cierta satisfacción. Era reconfortante ver al tipo agachándose por una suma tan escasa. No podía creer lo tacaños que eran algunos americanos a pesar de su ostentosa riqueza.
El día de Yuri mejoró después del vano intento por encontrar a Curt Rogers y Steve Henderson en el cuartel de bomberos de la calle Duane. Como regalo y pequeña celebración por su inminente vuelta a la rodina, fue a un pequeño restaurante ruso para comer un borscht caliente y un vaso de vodka. Una conversación en ruso con el dueño contribuyó a mejorar la experiencia, aunque hablar en su lengua natal le hacía sentir un poco melancólico.
Después de la comida los pasajeros fueron correctos y constantes. Generalmente se mantuvieron callados excepto el tipo de la carrera desde La Guardia.
Yuri se detuvo en un semáforo de Park Avenue. Pretendía dirigirse a la Quinta Avenida con la esperanza de conseguir clientes en los hoteles caros. Una mujer mayor con una babushka pasó entre los coches aparcados y alzó la mano. Cuando el semáforo cambió, Yuri paró a un lado y la mujer subió.
—¿Adónde? —preguntó Yuri mientras la contemplaba por el retrovisor. Llevaba ropa que, aunque no eran harapos, estaba bastante gastada. Parecía alguien que debería haber ido en metro.
—Al 107 de la calle 10 Oeste —dijo la mujer con un acento más marcado que el de Yuri. Él lo reconoció. Era estoniano, lo que le trajo recuerdos diversos.
Avanzaron en silencio durante un rato. Por primera vez aquel día, Yuri era el que se sentía tentado de hablar. Echaba frecuentes miradas a su pasajera. Había algo en ella que le resultaba familiar. Se había instalado cómodamente con sus grandes manos cruzadas sobre el regazo. Sus rasgos relajados de campesina hacían juego con unos ojos pequeños y chispeantes y unos labios ligeramente sonrientes que transmitían tranquilidad interior.
—¿Es usted de Estonia? —preguntó él finalmente.
—Lo soy. ¿Usted es ruso?
Yuri asintió y miró por el retrovisor la reacción de la mujer. Después de años de ocupación, había un fuerte sentimiento anti ruso en Estonia. Los sentimientos de Yuri hacia Estonia no eran tan negativos como se temía que fueran los de aquella mujer hacia Rusia. Aunque había tenido dificultades durante su odisea hasta llegar a América, también había encontrado gente amable, generosa y colaboradora.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —preguntó ella. Su voz estaba desprovista de malicia.
—Desde 1994.
—¿Se fue de su país con toda su familia?
—No —consiguió contestar Yuri. Se le había secado la garganta—. Vine solo.
—Eso tuvo que resultarle muy difícil —dijo la mujer con simpatía—. Y muy solitario.
La sencilla pregunta de la mujer y su reacción a la respuesta desataron un flujo de emociones en Yuri, entre ellas una fuerte sensación de haber abandonado a su familia, aunque había muy poca que dejar atrás. La toska con la que había luchado antes volvió como una venganza. Al mismo tiempo se dio cuenta de por qué le resultaba familiar la mujer. Le recordaba a su propia madre, aunque sus rasgos no fueran en absoluto parecidos. Era menos su aspecto que su actitud, sobre todo su poderosa serenidad, lo que le hizo pensar en su madre.
No pensaba en ella muy a menudo. Era demasiado doloroso. Nadya Davydov había amado a Yuri y a su hijo menor Yegor y los había protegido lo mejor que había podido de las brutales palizas que su padre, Anatoly, les daba a la menor provocación. Yuri aún tenía cicatrices en la parte de atrás de sus piernas por una paliza que su padre le había dado cuando tenía once años. Por entonces estaba en cuarto curso y acababa de ser admitido en los jóvenes Pioneros. Parte del uniforme era una corbata roja que se ajustaba con la insignia de un pequeño retrato de Lenín. Yuri había perdido la insignia de camino a casa y cuando Anatoly lo descubrió aquella noche, se volvió loco. En un estupor alcohólico producido por la consumición de casi un litro de vodka, había pegado a Yuri hasta que sus pantalones quedaron pegajosos de sangre.
La mayor parte del tiempo Nadya conseguía desviar los estallidos nocturnos de Anatoly hacia sí misma. La escena normal solía consistir en que Nadya soportaba estoicamente unos cuantos golpes junto con el violento discurso mordaz de Anatoly. Entonces se erguía desafiante entre su marido y sus hijos, a veces con sangre cayéndole por la cara. Anatoly seguía jurando y amenazándola con más golpes. Cuando ella no se movía y ni siquiera hablaba, amenazaba con el puño a sus hijos y les gritaba que si alguna vez cometían la falta que había provocado su estallido, les mataría. Luego se tambaleaba hasta caer dormido en la única cama del apartamento. Era una escena que se repetía casi cada noche hasta que Yuri llegó al octavo curso.
En 1970, la víspera del Primero de Mayo, el principal día de fiesta soviético, Anatoly bebió más del doble de su ración habitual de vodka. De un humor particularmente sombrío, echó al resto de su familia del apartamento, cerró la puerta con llave y se durmió. Durante el resto de la noche, mientras Nadya, Yuri y Yegor dormían como podían en los bancos de la cocina comunal, Anatoly aspiró su propio vómito. Por la mañana lo encontraron frío y rígido por el rigor mortis.
Las cosas fueron difíciles para la familia después de la muerte de Anatoly. Les obligaron a trasladarse de su apartamento de dos habitaciones en un segundo piso a una sola habitación en el piso más alto del edificio, en el que hacía un frío helador en invierno y un calor espantoso en verano. Peor fue la pérdida de los ingresos de Anatoly, aunque aquella dificultad quedó parcialmente compensada por lo que se redujo el gasto en vodka.
Por suerte, el año siguiente Nadya fue ascendida en la fábrica de cerámica en la que trabajaba desde que se había graduado en la escuela de formación profesional. Eso significaba que Yuri podría seguir en el colegio hasta décimo curso.
Por desgracia Yuri se convirtió en un adolescente reservado y beligerante que se metía en frecuentes peleas cuando sus compañeros le provocaban. Como consecuencia sus estudios se resintieron. Sus exámenes finales no fueron suficientemente buenos para entrar en la universidad, a la que su madre esperaba que fuera. En lugar de ello entró en el instituto local de formación profesional y estudió para ser técnico en microbiología.
Le habían dicho que había una gran demanda en ese campo, sobre todo en Sverdlovsk. Por suerte para Yuri, el gobierno había construido una gran fábrica de productos farmacéuticos para producir vacunas de uso humano y animal.
—¿Ha vuelto alguna vez a Rusia desde que está en América? —le preguntó la mujer estonia después de un largo silencio.
—Aún no —dijo Yuri. Se animó al pensar en su inminente retorno. De hecho, ya tenía un billete abierto a Moscú vía Francfort con salida desde el aeropuerto de Newark. Había escogido Newark porque se encontraba al sudoeste de Manhattan. Tenía planeado irse en el momento en que acabase de colocar el arma biológica en Central Park, y no quería arriesgarse a ir hacia el este, al aeropuerto JFK. El viento soplaba invariablemente de oeste a este. Lo último que deseaba era convertirse en víctima de su propio terrorismo.
Conseguir el billete aéreo no había sido fácil. Yuri nunca había podido obtener un pasaporte ruso, y aunque tenía la tarjeta verde del Servicio de Inmigración y Naturalización norteamericano, seguía sin tener pasaporte. Tuvo que pagar para que le hicieran un pasaporte falso. Pero no tenía por qué ser muy bueno, ya que sólo lo quería para comprar el billete de avión. Como patriota que era, confiaba en no tener problemas para entrar en Rusia sin los documentos adecuados, y desde luego no pretendía volver a Estados Unidos.
—Mi marido y yo volvimos a Estonia el año pasado —dijo la mujer—. Fue maravilloso. Están ocurriendo grandes cosas en el Báltico. Es posible incluso que volvamos a vivir a nuestra ciudad natal.
—América no es el paraíso que quieren hacer creer al mundo —dijo Yuri.
—La gente tiene que trabajar duro aquí —repuso la mujer—. Y hay que tener cuidado. Hay muchos ladrones que quieren quitarte el dinero, como los inversores y gente que quiere venderte tierras en Florida.
Yuri asintió, aunque para él el auténtico ladrón era lo que Curt Rogers llamaba el gobierno de los sionistas. No lo era sólo en un sentido metafórico con respecto al engaño del Sueño Americano; también lo era en un sentido bastante literal. Los agentes del gobierno siempre alargaban las manos para robar la mayoría de los dólares que ganaba Yuri. Si no eran los criminales de Washington, eran los ladrones del gobierno estatal de Albany o los bandidos del gobierno municipal de Manhattan. Según Curt, todos aquellos impuestos eran inconstitucionales y, evidentemente ilegales.
—Espero que pueda usted mandar dinero a su familia —continuó la mujer, sin darse cuenta del efecto que la conversación estaba teniendo en el taxista—. Mi marido y yo lo hacemos tan a menudo como podemos.
—No me queda familia en el país —dijo Yuri—. Estoy muy solo. —No estaba siendo totalmente honesto: tenía una abuela materna, unas cuantas tías y tíos y una colección de primos en Ekaterinburgo, como se llamaba ahora Sverdlovsk. También tenía una esposa obesa en Brighton Beach.
—Lo siento —dijo la mujer. Su rostro se nubló por solidaridad y pena—. No puedo imaginar no tener familia. Quizá en vacaciones le gustaría visitarnos.
—Gracias. Es muy amable, pero estoy bien… —Pretendía seguir hablando, pero se encontraba sorprendentemente afectado. A desgana, su mente se trasladó hasta 1979, el funesto año en que perdió a su madre y su hermano. Pensó especialmente en el 2 de abril.
El día había empezado como cualquier otro día laborable, con el estridente sonido del despertador sacando a Yuri del sueño. A las cinco de la mañana estaba tan oscuro como a medianoche, pues Sverdlovsk estaba a la misma latitud que Sitka, en Alaska. El invierno había aflojado un poco, pero a la primavera le faltaba aún por llegar. El apartamento no estaba bajo cero como lo había estado en las mañanas de febrero e incluso de marzo, pero hacía frío de todos modos. Yuri se vistió en la oscuridad sin despertar a Nadya ni a Yegor, que no tenían que levantarse hasta las siete. Nadya seguía trabajando en la fábrica de cerámica. Yegor estaba en su último año de colegio y pensaba acabar el próximo mes de junio.
Después de un rápido desayuno frío de pan duro y queso en la desierta cocina comunal, Yuri se marchó a oscuras a la planta farmacéutica. Llevaba trabajando allí sólo dos años después de haber acabado los estudios. Pero había sido un período lo bastante largo como para darse cuenta de que la fábrica no era lo que parecía. Yuri no hacía cultivos microbiológicos para la producción de vacunas, que para eso lo habían contratado. Aunque se hacían algunas vacunas en la fábrica, Yuri trabajaba en la parte interior, más grande. Las vacunas eran una tapadera del KGB. La instalación farmacéutica de Sverdlovsk era en realidad parte de Biopreparat, el ambicioso programa de armas biológicas soviético. Yuri no era más que un eslabón en un colectivo de cincuenta y cinco mil trabajadores repartidos por instituciones de toda la Unión Soviética.
La fábrica se llamaba inocuamente Recinto 19. En la verja Yuri tenía que detenerse y presentar su tarjeta de identificación. Yuri sabía que el hombre de la garita era del KGB. Yuri pateaba el suelo para entrar en calor mientras esperaba. No cruzaban palabra. No era necesario. El hombre asentía y Yuri entraba.
Era uno de los primeros en llegar de los del turno de día. Las instalaciones funcionaban durante las veinticuatro horas, siete días a la semana. A Yuri, empleado reciente, y a algunos de los demás colegas de nivel equivalente, les tocaba hacer la limpieza del núcleo interior del recinto. Al personal normal de limpieza no se le permitía entrar en la zona.
En el vestuario Yuri saludó con la cabeza a su compañero de casillero, Alexis. Era demasiado temprano para charlar, especialmente porque ninguno había tomado todavía su café o té matutinos. En silencio ellos y otros dos compañeros se pusieron sus trajes rojos de bioprotección y conectaron los ventiladores. Ni siquiera se molestaron en mirarse a través de las máscaras mientras se registraban.
Totalmente encapsulados, los del grupo esperaron ante la puerta a que se abriese automáticamente. Nadie trató de comunicarse con los demás mientras la presión entraba en la cámara de entrada. Cuando la puerta interior se abrió, cada uno de ellos se dirigió en silencio a sus puestos. Se movían despacio con sus incómodos trajes, caminando con rigidez y con más aspecto de robots que de personas.
El monótono comienzo de los turnos era una rutina cuidadosamente coreografiada que no cambiaba de semana en semana o de mes en mes. Y aquella mañana del 2 de abril de 1979 parecía como cualquier otra mañana. Pero no lo era. Existía un problema potencial desconocido para los cuatro jóvenes que caminaban con dificultad hacia sus puestos de trabajo. Ninguno tuvo la más ligera premonición del desastre que estaba a punto de ocurrir.
La instalación de Sverdlovsk trabajaba en principio con dos tipos de microbios: el Bacillus anthracis y el Clostridium botulinum. Las armas hechas con estas bacterias eran esporas del primero y toxina cristalizada del segundo. La misión de la fábrica era producir tanta cantidad como fuera posible.
Cuando Yuri empezó a trabajar en el Recinto 19, le habían hecho rotar en varios puestos para que se familiarizase con las operaciones de toda la planta. Tras la rotación del primer mes le habían asignado al departamento de ántrax. Durante los dos años que llevaba trabajando en la fábrica, había estado en la sección de procesado de la planta. Allí era donde los cultivos líquidos procedentes de los fermentadores gigantes eran secados formando pastillas, y las pastillas se molían hasta convertirlas en un polvo que era casi puras esporas de ántrax. El trabajo específico de Yuri consistía en vigilar los pulverizadores.
Éstos eran tambores rotatorios de acero que contenían bolas también de acero. Cuidadosas pruebas con animales vivos en otra parte de las instalaciones habían determinado que el tamaño más letal y eficaz de las partículas de polvo era de cinco micras. Para conseguir este tamaño los pulverizadores giraban a una velocidad determinada con bolas de acero de tamaño determinado y durante un período de tiempo determinado.
El proceso normal de la operación implicaba que los pulverizadores estuvieran cerrados durante la noche para el mantenimiento de rutina. El cierre lo llevaba a cabo el supervisor del turno de noche. No había un cierre equivalente de los secadores, que seguían funcionando a fin de producir un gran suministro de las pastillas color marrón claro para que las procesara el turno de día. A las pastillas les llevaba más tiempo secarse que ser molidas.
Como siempre hacía, Yuri empezó el día limpiando con una manguera la zona de alrededor de los pulverizadores con agua muy clorada a alta presión. Aunque los molinos eran unidades selladas, siempre escapaban mínimas porciones de polvo. Como una cantidad microscópica podía matar a un hombre, la limpieza diaria era obligatoria incluso aunque nadie se acercase a la maquinaria sin trajes bioprotectores.
Al principio a Yuri le aterrorizaba la idea de trabajar en un ambiente en el que había un agente tan mortal. Pero al cabo de los meses acabó adaptándose. En aquella mañana del 2 de abril ni siquiera se le ocurrió preocuparse. Yuri era como el Iván Denisovich de la novela de Soljenitsin, demostrando una vez más la desmedida capacidad de adaptación del ser humano.
Cuando acabó con sus tareas de limpieza, hizo girar una gran manivela para recoger la manguera. El esfuerzo le perló de sudor la frente. Cualquier esfuerzo convertía el impenetrable traje bioprotector en una sauna móvil.
Una vez el aparato limpiador quedó guardado, se acercó a la sala de control y cerró la puerta. Un cristal aislante separaba la sala de control del pulverizador. Cuando la unidad se puso en marcha el ruido era ensordecedor, discordante y molesto.
Yuri se sentó frente al panel principal de control y comprobó los indicadores y relojes. Todo estaba en orden para empezar. Luego se volvió hacia el cuaderno de trabajo mientras su mente empezaba a ansiar la pausa de las nueve de la mañana. Era uno de sus momentos favoritos del día, aunque sólo durase media hora. Casi podía saborear el café recién hecho y el pan.
Con un dedo repasó las columnas de cifras para asegurarse de que los pulverizadores habían funcionado sin problemas durante el último turno. Todo parecía en orden hasta que llegó a la columna que contenía las lecturas de la presión negativa del aire en el interior de la unidad. A medida que sus ojos recorrían la página se dio cuenta de que la presión había subido lentamente a medida que el turno avanzaba. No se preocupó porque la subida había sido pequeña y las lecturas se mantenían dentro de límites aceptables.
Echó un vistazo a la parte inferior de la página, donde el supervisor resumía los hechos de su turno. La ligera subida de la presión estaba debidamente anotada con la advertencia de que mantenimiento había sido informado. Debajo de esa anotación había otra de mantenimiento. La hora anotada era las dos de la mañana. Decía simplemente que la unidad había sido revisada y que la causa de la ligera subida de la presión había sido descubierta y rectificada.
Yuri meneó la cabeza. La anotación de mantenimiento era extraña porque no explicaba cuál había sido la causa. Aun así, no parecía tener importancia. Las lecturas no habían estado fuera de lo normal. Yuri se encogió de hombros. No creía que la anotación incompleta de mantenimiento fuera de su incumbencia, ya que el problema, fuera cual fuese, había sido solucionado.
Cuando comprobó que todo estaba en orden, cogió el teléfono que le conectaba con el supervisor del turno de día, Vladimir Gergiyev. Miró su reloj. Iban a dar las siete y pronto su madre y su hermano se levantarían.
—Los pulverizadores están preparados, camarada Gergiyev —dijo Yuri.
—Empieza la operación —dijo Vladimir antes de colgar.
Yuri pretendía haberle comentado la extraña anotación del cuaderno, pero la brusquedad del supervisor se lo impidió. Yuri colgó el teléfono y durante un instante dudó en volver a llamarle. Por desgracia, la truculenta personalidad de Vladimir no animaba a semejantes espontaneidades. Yuri decidió dejarlo.
Sin tener la menor idea de las horribles consecuencias, apretó el botón de marcha de los pulverizadores. Casi instantáneamente el atronador sonido de la maquinaria penetró en la aislada sala de control. La producción diaria de ántrax mortal había comenzado.
El sistema era automático. Las pastillas de esporas secas eran transportadas por una cinta y caían en los pulverizadores rotatorios de acero. Tras ser molidas por las flotantes bolas de acero, el fino polvo caía por la base de los tambores y era empaquetado en contenedores sellados. La parte exterior de los contenedores era entonces desinfectada. Los contenedores llenos podían ser ya instalados en material de guerra o en cabezas de misiles.
Los ojos de Yuri se dirigieron al manómetro de la presión interior. La presión descendió instantáneamente cuando la unidad se puso en marcha. Incluso el ligero recelo que había sentido debido a la extraña anotación del cuaderno se desvaneció cuando la presión siguió bajando tras la ligera elevación que mostraba mientras la unidad estuvo parada. Era obvio que los de mantenimiento habían rectificado realmente el problema.
Yuri examinó los demás relojes y visores. Todos se encontraban, como era deseable, en la zona verde. Tomando una pluma empezó laboriosamente a hacer la anotación del turno de día del 2 de abril, copiando cada lectura en su columna. Cuando llegó al manómetro de presión interior, advirtió algo sorprendente. Había seguido bajando y ahora estaba más baja de lo que Yuri la había visto nunca. De hecho la aguja estaba pegada a la parte más baja de la escala.
Golpeó ligeramente el manómetro con el nudillo del índice derecho. Quería asegurarse de que el viejo manómetro de aguja no estaba atascado. No se movió. Yuri no sabía qué hacer. No había un límite inferior en la zona verde de la presión interior, sólo un límite superior. Lo que se pretendía era mantener el polvo dentro con un flujo constante de aire procedente de la sala hacia el interior de la maquinaria en cualquier punto en que hubiera una comunicación. Por tanto no importaba si la presión era más baja de lo habitual. De hecho, eso significaba que el sistema funcionaba más eficazmente.
Yuri observó de nuevo el teléfono y pensó en llamar a su supervisor de turno, pero se abstuvo. Vladimir había sermoneado a Yuri por lo que consideraba preocupaciones estúpidas, y Yuri no quería tener que pasar por ello otra vez. A Vladimir no le gustaba que le molestasen con insignificancias. Estaba demasiado ocupado.
A las ocho Yuri pensó en que su madre estaría de camino a la fábrica de cerámica, situada al sudeste del Recinto 19. Nadya le decía a menudo que pensaba en él cuando pasaba por delante. Yuri nunca le había contado qué clase de trabajo hacía exactamente. Hubiera sido peligroso para ambos.
El tiempo pasaba despacio. Yuri anhelaba la pausa de las nueve. Cuando sólo quedaban quince minutos, volvió a hacer anotaciones en el cuaderno. Cuando miró el reloj de la presión interna, dudó otra vez. La aguja no se había movido de su posición en el extremo más bajo de la escala.
Mientras Yuri contemplaba el reloj, sintió una opresión en el pecho. De pronto se le ocurrió un pensamiento horrible.
—¡Por favor! ¡Que no sea así! —rogó. Como acto reflejo extendió la mano y apretó el botón rojo de parada. El ruido de las bolas de acero en el cilindro se detuvo. A Yuri empezaron a zumbarle los oídos.
Temblando de miedo por lo que pudiera encontrar, abrió la puerta de la sala de control. Oyó sonar el teléfono tras él. En lugar de responder, caminó hasta el extremo del pulverizador. Respiraba tan bruscamente que la máscara de plástico se empañó. Fue más despacio al aproximarse a una serie de puertas verticales que había en la cubierta del sistema. Cada una de ellas medía dos metros de ancho y un metro de alto.
Las manos le temblaban cuando las extendió para abrir una de las puertas. Dudó un momento antes de abrirla.
—¡Blyad! —gritó, horrorizado.
¡El compartimento estaba vacío! Rápidamente abrió demás puertas. Todos los compartimentos estaban vacíos. ¡No estaban colocados los filtros! ¡El sistema había estado ventilando durante dos horas hacia fuera sin ninguna protección!
Retrocedió tambaleándose. Era una catástrofe. Sólo entonces se dio cuenta de que el teléfono había estado sonando incesantemente en el fondo. Sabía quién era: el supervisor de turno, que se preguntaría por qué había detenido el pulverizador.
Se precipitó dentro de la sala de control mientras trataba de calcular mentalmente cuántos gramos de ántrax letal se habrían dispersado sobre la ciudad desprevenida. Recordaba de su paseo hasta la fábrica que había un viento moderado del noroeste. Eso significaba que las esporas se habrían dirigido hacia el sudeste, hacia el principal recinto militar. ¡Pero lo peor era que eso significaba que las esporas se estarían dirigiendo hacia la fábrica de cerámica!
—Es la cuarta casa a la derecha —dijo la mujer estonia, sacando a Yuri de su pesadilla. El dedo de la mujer sobresalió por la mampara de plexiglás y señaló unos escalones blancos.
Yuri se dio cuenta de que sudaba profusamente y tenía la cara caliente. Se había visto obligado a recordar un hecho en el que trataba de no pensar. Veinte años después el recuerdo de aquel día terrible tuvo en él un efecto tan potente como el día que ocurrió.
La mujer estonia le pagó antes de bajarse del taxi. Intentó darle una propina, pero él la rechazó. Le dio las gracias por su generosidad y por el ofrecimiento de compartir sus vacaciones. Evitó mirarla. Temía que ella advirtiera su sudor y su cara enrojecida. Le preocupaba que pensase que le estaba dando un infarto.
Mientras la mujer estonia subía por su escalera Yuri quitó la señal de «Libre». Condujo un trecho y aparcó junto al bordillo. Necesitaba unos instantes para recuperar el aliento. Metió la mano debajo del asiento para buscar su botella de vodka. Tras asegurarse de que nadie le miraba, echó un rápido y vivificador trago. Dejó que el licor bajase por su garganta. La sensación era deliciosa y tranquilizadora. La ansiedad insoportable que acababa de experimentar se calmó. Se limpió la boca con el dorso de la mano.
La consecuencia de que los pulverizadores hubiesen girado sin los filtros fue peor de lo que Yuri había imaginado. Como se temía, una nube invisible de esporas de ántrax había flotado hacia el sur de la ciudad, una zona que incluía la principal instalación militar y la fábrica de cerámica. Cientos de personas enfermaron de ántrax inhalatorio y la mayoría murió. Una de las víctimas fue Nadya.
Sus primeros síntomas fueron fiebre y dolor de pecho. Yuri intuyó inmediatamente lo que tenía, pero esperaba equivocarse. Había jurado guardar secreto bajo pena de muerte, y no le contó sus sospechas. A ella la mandaron a un hospital especial y la metieron en un ala separada con pacientes que sufrían síntomas similares. En el grupo había varios militares. El progreso de su enfermedad fue imparable y rápido. Murió a las veinticuatro horas.
El KGB empezó a elaborar una campaña de desinformación, diciendo que el problema procedía de esqueletos contaminados de ganado procesados en la planta de empaquetado de carne de Aramil. A las familias no se les entregaron los cuerpos de sus seres queridos. Por decreto todos fueron enterrados en tumbas profundas en un lugar apartado del principal cementerio de la ciudad.
Yuri sufrió terriblemente. Era mucho más que el trauma emocional de haber perdido a su madre y el enorme sentimiento de culpa por saber que había tenido participación en su muerte. Como empleado más joven, él fue el cabeza de turco. Aunque la investigación oficial posterior sugirió que la responsabilidad principal recaía sobre el trabajador de mantenimiento nocturno y el supervisor de turno, que no volvió a sustituir los filtros atascados con unos nuevos ni anotó debidamente que había retirado los viejos filtros, fue Yuri el que cargó con la mayor parte de la responsabilidad. En teoría se suponía que debía comprobar la presencia de los filtros antes de poner en marcha el sistema, pero como los filtros duraban meses y rara vez se cambiaban, nadie los comprobaba a diario y a Yuri su supervisor no le había dicho que lo hiciera durante su aprendizaje.
A causa de los asuntos de seguridad nacional y de secreto necesario, Yuri fue retenido durante un tiempo en un recinto militar en lugar de una cárcel corriente antes de ser enviado a Siberia. Allí acabó en otras instalaciones de Biopreparat llamadas Vector, en una ciudad llamada Novosibirsk. Aunque Vector era conocida sobre todo por trabajar con virus letales entre los que se encontraba el de la viruela, Yuri fue destinado a un pequeño equipo que trataba de mejorar la eficacia del ántrax letal y la toxina del botulismo.
A su hermano Yegor nunca volvió a verlo. Él no se había infectado con el ántrax que se escapó, pero no se le permitió visitar a Yuri durante su confinamiento en el recinto militar ni en Siberia. Luego, después de graduarse en junio, Yegor fue reclutado por el ejército. En diciembre de 1979 le enviaron a Afganistán y fue una de las primeras bajas.
Yuri suspiró. No le gustaba pensar en sus pasadas miserias. Le hacía sentirse ansioso y descontrolado. Furtivamente sus ojos recorrieron de nuevo el vecindario en que se encontraba. Había unos cuantos viandantes, pero ninguno le prestaba atención. Yuri vació de un trago su botella antes de colocarla de nuevo bajo el asiento. Una vez más se había quedado sin vodka antes de que acabase el día.
Sintiéndose aún agitado, abrió la puerta y salió. No se apartó de su taxi. Simplemente se estiró para aliviar una molestia crónica que sentía en los riñones por estar todo el día sentado. Estaba a punto de poner la señal de libre cuando se dio cuenta de que se encontraba no muy lejos de la calle Walker y de la Compañía de Alfombras Corintias. Necesitando distraerse un poco, decidió dirigirse hacia allá. Se sentiría mejor si tenía noticias positivas del comerciante de alfombras.
A las tres y media el tráfico estaba empezando a atascarse. Yuri tardó más de lo previsto en bajar por Broadway, sobre todo a la altura de la calle Canal. Luchando por conservar la paciencia, consiguió finalmente girar hacia la relativamente tranquila calle Walker.
Mientras se acercaba a la oficina de la Compañía de Alfombras Corintias, esperaba verla cerrada a cal y canto como lo había estado antes. Estaba dispuesto a considerar la situación como una confirmación de que Jason Papparis había sido infectado y que estaba muerto o a las puertas de la muerte. Lo que se preguntaba Yuri era si debería arriesgarse a preguntar en la tienda de sellos. Pero para sorpresa y consternación de Yuri, ¡la puerta delantera de la oficina de la compañía de alfombras estaba abierta de par en par y las luces encendidas!
Desconsolado, Yuri fue frenando y pasó muy despacio para echar un vistazo al interior de la tienda. ¡Jason Papparis estaba de pie delante de uno de sus archivadores!
—Oh Godspodi! —murmuró Yuri a pesar de sus creencias ateas.
Aparcó en una zona de carga y descarga. Girándose en su asiento volvió a mirar la puerta de la oficina. ¿Qué podía haber salido mal? El polvo tenía que haber sido efectivo. Había utilizado todos los trucos que él y su equipo habían ideado en Vector. En los más de diez años que había trabajado en la instalación siberiana, él y sus compañeros habían multiplicado la eficacia del ántrax letal. La mayor parte del aumento procedía de añadir sencillos aditivos al polvo para mejorar la suspensión y la difusión de las partículas por el aire aunque parte del aumento procedía del modo en que se hacían los cultivos.
Se mesó el pelo. ¿Quizá la carta se había perdido o había sido entregada a una persona equivocada? ¿Quizá incluso alguien en correos había decidido abrirla por curiosidad? Yuri se preguntó si no habría debido pensar en otro modo de infectar a Papparis. Cuando se le ocurrió la idea de la carta, le había parecido perfecta.
Yuri salió del taxi y cruzó la calle corriendo, rodeó una bicicleta de montaña atada a una señal de «Prohibido aparcar» y pasó a la tienda de filatelia. Al llegar al escaparate de la compañía de alfombras oteó hacia dentro. A Jason no se le veía por ninguna parte. Las dos puertas de la parte de atrás de la oficina estaban cerradas.
Después de asegurarse de que no había a la vista ningún vigilante de aparcamiento ni ningún policía, Yuri se acercó a la puerta. Dudó un momento, no muy seguro de lo que iba a hacer. La curiosidad y la confusión le empujaron a cruzar el umbral. Tenía que hablar con el comerciante de alfombras.
—¿Alguien ha pedido un taxi? —exclamó con voz débil e insegura. Una figura surgió de detrás del escritorio de la copiadora y el fax, con unos papeles en la mano. Para asombro de Yuri, el hombre llevaba una mascarilla quirúrgica, una capucha y una bata. La imagen fue tan inesperada que Yuri retrocedió, saliendo de la oficina.
—¡Espere! —gritó Jack. Dejó los papeles sobre el escritorio y salió corriendo detrás del taxista. Le alcanzó en la acera.
—¿Ha llamado usted un taxi, señor Papparis? —preguntó Yuri. Indicó con los ojos el taxi que esperaba. Quería largarse como alma que lleva el diablo.
—No soy Papparis —dijo Jack. Se quitó los guantes de látex y sacó su identificación de forense. Se la enseñó a Yuri, que retrocedió un paso más, creyendo que era una identificación policial.
—Mi nombre es Jack Stapleton, soy forense. —Guardó su cartera y se quitó la mascarilla—. ¿Conocía al señor Papparis? ¿Le llevaba a menudo en el taxi?
—Sólo soy un taxista —contestó dócilmente Yuri. No estaba seguro de lo que era un forense, aunque con una identificación oficial seguro que trabajaba para el gobierno.
—¿Conocía al señor Papparis? —repitió Jack.
—No —dijo Yuri—. Nunca le llevé en el taxi.
—¿Cómo sabía su nombre?
—Recibí un aviso para recogerle.
—Ya.
Yuri se sintió incómodo. No quería tratar con ningún tipo de representante del gobierno. Además, aquel individuo le resultaba vagamente familiar, un hecho que aumentaba su incomodidad. Y encima, el extraño le estaba mirando con curiosidad, incluso con suspicacia.
—¿Está seguro de que recibió un aviso del señor Papparis de la calle Walker? ¿El señor Papparis de la Compañía de Alfombras Corintias?
—Creo que eso me dijeron —repuso Yuri.
—Me resulta difícil de creer. El señor Papparis murió este fin de semana.
—¡Oh! —Tosió nerviosamente mientras buscaba alguna explicación plausible. No se le ocurría nada.
—¿Quizá llamaría la semana pasada? —sugirió Jack.
—Es posible.
—Tal vez deberíamos llamar a su compañía de taxis. Sería útil averiguar si el señor Papparis era un cliente habitual. Murió de una extraña enfermedad infecciosa que estoy investigando. Cualquier información que pueda encontrar acerca de sus actividades de la semana pasada, como si visitó su almacén, por ejemplo, puede ser importante. También me interesan sus contactos. Sobre todo la semana pasada y especialmente el viernes.
—Puedo darle el teléfono de la centralita.
—Estupendo —dijo Jack—. Voy por lápiz y papel. Mientras Jack volvía a la tienda, Yuri suspiró de alivio. Por un momento había pensado que había metido la pata yendo hasta allí. Ahora estaba seguro de que no habría ningún problema. La centralita no daría ninguna información. Nunca lo hacía, sobre todo referente a los taxis amarillos.
Jack volvió enseguida y escribió el nombre y el número.
—¿De qué enfermedad murió el señor Papparis? —preguntó Yuri. Sentía curiosidad por lo que las autoridades sabían o sospechaban.
—De una infección llamada ántrax.
—Sé algo de eso. Es una enfermedad del ganado.
—Me impresiona usted. ¿Cómo sabe eso?
—La vi de niño —explicó Yuri—. Crecí en la Unión Soviética en una ciudad llamada Sverdlovsk. En las zonas rurales de los alrededores de la ciudad las vacas y las ovejas se infectaban a veces.
—He oído hablar de Sverdlovsk —dijo Jack—. Precisamente hoy. Leí sobre una fuga de ántrax en una planta secreta de armas biológicas.
Yuri se atragantó. El comentario casual de Jack fue completamente inesperado, sobre todo después de que Yuri hubiera estado torturándose con sus recuerdos.
—¿Oyó hablar alguna vez de aquel caso? —preguntó Jack—. Al parecer hubo muchos enfermos y muchas muertes.
—No sé nada de eso —dijo Yuri. Tuvo que aclararse la garganta.
—No me sorprende. No creo que el gobierno soviético quisiera que se enterase nadie. Durante años trataron de decir que procedía de carne contaminada.
—Hubo episodios de carne contaminada —consiguió decir Yuri.
—El problema del que hablo tuvo lugar en 1979. ¿Vivía usted en Sverdlovsk por entonces?
—Supongo —contestó Yuri con vaguedad. Estaba temblando.
En cuanto pudo regresó a su taxi. Mientras ponía el motor en marcha miró hacia atrás. Jack se estaba poniendo de nuevo la mascarilla y los guantes. Al menos no se había quedado en la calle tomando nota de la matrícula.
Yuri arrancó y se marchó. Su euforia había sido breve. Ahora volvía a sentir pánico. Aunque había confirmado la potencia de su ántrax con la muerte de Jason Papparis, a Yuri le preocupaba que alguien que relacionaba el ántrax con su uso como arma estuviese en el lugar investigando el caso. Se había molestado en infectar a alguien que podía haber pillado la enfermedad por su actividad laboral. Se suponía que aquel hecho eliminaría cualquier investigación.
A pesar de su preocupación, Yuri puso la señal de libre. La hora punta era vital en su trabajo, siempre que el tráfico no se atascara. Yuri necesitaba el dinero. Tenía que trabajar, y recogió a un cliente casi inmediatamente.
Durante la hora siguiente hizo cortos recorridos por Manhattan, de un lado a otro. Ninguno de los clientes le importunó mucho, pero el tráfico sí. Preocupado y agitado, tenía los nervios a flor de piel. Después de estar a punto de chocar varias veces, decidió dejarlo. Cuando el último cliente bajó del taxi, Yuri dio el día por terminado. Puso la señal de fuera de servicio y se dirigió a su casa a Brighton Beach. Era poco después de las cinco de la tarde, su día más corto desde hacía seis meses, cuando tuvo la gripe. Pero no le importaba. Lo que necesitaba era un trago de vodka.
Durante el trayecto para cruzar el puente de Brooklyn, que le pareció eterno debido al intenso tráfico, Yuri se angustió pensando en su encuentro con Jack Stapleton. No podía entender qué motivos tendría aquel hombre. Lo que más le preocupaba era que encontrase algún residuo de la carta de Servicios de Limpieza ACME, o la misma carta. Yuri no tenía ni idea de lo que habría ocurrido con ella. Lo que había pensado al principio era que la carta sería arrojada a la papelera como todo el correo inútil. Pero ahora que Jack había salido a escena, ya no estaba tan seguro.
Al sur de Prospect Park, Yuri se detuvo en una tienda de licores para comprar vodka. Más tarde, en Ocean Parkway, con la botella escondida en una bolsa marrón, bebió un par de sorbos al detenerse en los semáforos. Eso le tranquilizó bastante.
Al entrar en Brighton Beach todos los letreros empezaron a aparecer en el familiar alfabeto cirílico y la agitación de Yuri se apaciguó. Las letras le producían nostalgia. Se sentía como si ya estuviera de vuelta en la Madre Rusia. Junto con la calma, recuperó la capacidad de pensar. El primer pensamiento que le vino a la cabeza fue que quizá sería prudente adelantar la fecha de la Operación Glotón.
Asintió para sí mientras enfilaba su calle. No había duda que adelantar la fecha sería más seguro. No es que le preocupase ser descubierto, pero no quería que se sospechase de sus planes. Para ser verdaderamente efectiva, un arma biológica debía ser lanzada de improviso. Pero avanzar la fecha no dejaba de plantear problemas, en especial dos muy importantes.
El primero era que Yuri tenía que probar aún la toxina del botulismo, aunque estaba más confiado en su toxicidad de lo que lo estaba del polvo de ántrax. El otro escollo era la producción. Quería tener al menos dos kilos o dos kilos y medio de ántrax y al menos cien gramos de toxina botulínica cristalizada. No le importaba qué agente usar en Central Park o qué agente usaría Curt en el edificio federal Jacob Javits, ya que confiaba en que ambos fueran igualmente efectivos. Conseguir la producción necesaria de ántrax no era un problema ya que estaba cerca de tener la cantidad requerida, pero no ocurría lo mismo con la toxina botulínica. Estaba teniendo dificultades con los cultivos de Clostridium botulinum. No crecían como deseaba o esperaba.
Yuri disminuyó la velocidad al acercarse a su casa. Ésta se encontraba en un laberinto de pequeñas edificaciones construidas como casitas de verano en los años veinte. Todas tenían estructuras de madera y pequeños patios con zonas de hierba valladas. La casa de Yuri era una de las más grandes y, contrariamente a la mayoría de las otras, tenía un garaje aparte para dos coches. Yuri le alquilaba la casa a un hombre que se había mudado a Florida pero se resistía a abandonar sus contactos en Brooklyn.
La puerta del garaje chirrió cuando Yuri la levantó. El interior estaba casi vacío, en comparación con los demás garajes de la zona, repletos hasta el techo de todo menos de coches. El suelo del garaje de Yuri estaba manchado de las gotas de aceite caídas de coches durante más de medio siglo. El olor rancio de vapores de gasolina y aceite se cernía en el aire. Había una pequeña colección de herramientas de jardinería, como una vieja segadora de mano apoyada contra una pared. Una carretilla, ladrillos de cemento sueltos y unos trastos se agrupaban contra la otra pared.
Con el taxi a resguardo para pasar la noche, Yuri se llevó su botella de vodka a la casa. Trató de abrir la puerta trasera con su llave, pero para su sorpresa descubrió que estaba abierta. La empujó y escudriñó el interior con suspicacia.
A Yuri le habían robado una vez. Ocurrió unos meses después de haber alquilado la casa. Había llegado alrededor de las nueve de la noche y encontró el lugar hecho un desastre. Los ladrones, al parecer irritados por no haber encontrado nada de valor, resarcieron su frustración con los escasos muebles de Yuri.
Deteniéndose a escuchar, Yuri oyó la televisión del dormitorio de Connie. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el bolso de su mujer estaba en la mesa de cocina de fórmica junto con los reveladores envoltorios de una tienda cercana de comida rápida.
Yuri llevaba casi cuatro años casado. Había conocido a su mujer, Connie, cuando empezó a trabajar en la compañía de taxis, antes de tener su propio vehículo. Su visado estaba a punto de caducar. Casarse con una ciudadana estadounidense parecía su única opción.
Connie era una negra de veintitantos años que parecía aburrida de su vida y se sintió encantada de flirtear con un ruso recién llegado. Se desvivió por resultarle agradable y, utilizando su puesto en la centralita, se aseguró de que tuviera buenas carreras.
Al principio Yuri se sintió atraído por ella, aparte de su necesidad de obtener la residencia. De joven, en la Unión Soviética, le encantaba el jazz, que asociaba a los negros americanos. Relacionarse socialmente con uno de ellos era emocionante. No había conocido a ningún negro, pero los había visto por la televisión, sobre todo en acontecimientos deportivos, y le impresionaban mucho.
Las atenciones de Connie eran bienvenidas dada la soledad de Yuri. La mayoría de la comunidad rusa judía de Brighton Beach, donde le aconsejaron que se trasladase, le ignoraba. La pareja empezó a verse y a frecuentar clubes de jazz en Manhattan, donde vivía Connie, y en Brooklyn, cerca del apartamento de Yuri. Al mismo tiempo él empezó a aprender acerca del racismo americano, que inicialmente le confundió, ya que pensaba que los afroamericanos debían de ser muy apreciados por sus contribuciones culturales. Nunca había oído la palabra nigger hasta que Connie y él fueron insultados por la calle varias veces. También le sorprendió enterarse de que la familia de Connie, sobre todo su hermano Flash y sus amigos, no le tenían en muy alta estima. Le llamaban honky, que, según supo, era tan despreciativo entre los negros como nigger entre los blancos.
El matrimonio solucionó los problemas de Yuri con la tarjeta de residencia y la soledad, al menos al principio. Por desgracia, pronto se enteró de que Connie no tenía la menor intención de ser la esposa que había esperado según la tradición rusa. No le interesaban las faenas domésticas y pretendía cenar fuera todas las noches, como habían hecho durante su breve noviazgo. Como la ascensión económica de Yuri se encontraba en un callejón sin salida al darse cuenta de que no podía utilizar sus conocimientos en microbiología sin hacer unos caros estudios para ponerse al día, y que no podía dejar de conducir el taxi, su tolerancia hacia el estilo de vida de Connie disminuyó. Si no hubiera sido por el miedo a perder su residencia, la hubiera echado de casa.
El ardor de Connie había menguado igualmente. Al principio veía a Yuri como una figura romántica venida de un país lejano para rescatarla de una vida aburrida. Pero poco después de su boda Yuri se negó a hacer nada más que conducir su coche y beber vodka frente a la televisión. Y surgió la violencia. A Connie no le habían pegado nunca. Tras el primer incidente, se habría ido si hubiera tenido algún lugar al que ir. El problema era que había quemado sus naves al casarse con Yuri contra la voluntad de su familia. El orgullo la mantuvo allí.
El método de Connie para superar su infelicidad era comer. Encontraba consuelo en un bote de helado, patatas fritas y un Big Mac, y buscaba ese consuelo a menudo. Entre eso y una rutina exenta de ejercicio, Connie no tardó mucho en subir de peso. Cuanto más bebía Yuri, más comía Connie.
Al afianzarse en sus malos hábitos, la hostilidad entre ellos crecía. Yuri y Connie vivían en la misma casa, pero se ignoraban mutuamente hasta que la mera proximidad hacía surgir el conflicto. Invariablemente, las peleas iban subiendo de tono desde los improperios a la violencia física, y cuando esto ocurría, era Connie quien llevaba la peor parte.
Hubo una pausa en esta dinámica cuando Yuri se hizo amigo de Curt Rogers y Steve Henderson. No le habló a Connie de sus nuevos amigos pero pasaba más tiempo fuera de casa como resultado de su amistad. Curt y Steve nunca fueron a Brighton Beach. Yuri siempre iba a Bensorihurst a verles. Connie estaba convencida de que tenía una aventura, una convicción que provocó varias peleas.
Luego, de pronto, Yuri empezó a pasar un tiempo inhabitual en el sótano. Al principio estuvo construyendo algo y los martillazos y el ruido de la sierra volvieron loca a Connie. Cuando le preguntó qué estaba haciendo, él le dijo que no era asunto suyo. Luego empezó a traer aparatos, entre ellos unos potentes ventiladores. Connie pudo entrever incluso unos grandes tambores de acero inoxidable que traían unos jóvenes cabezas rapadas. Semejante gente aterrorizaba a Connie, que se aseguró de que no la vieran.
En más de una ocasión preguntó qué estaba ocurriendo en su sótano, pero Yuri se negó a hablar de ello. Empezó a pensar que su marido había instalado una destilería para fabricar su propio vodka. Pero cuando se lo dijo una noche, él respondió agarrándola por la garganta.
—Sí, es un alambique —soltó—. ¡Y si se lo dices a alguien te mato! ¡Y si metes las narices te hago papilla! ¡No te acerques a mi sótano!
Connie intentó soltarse empujándolo, pero no pudo. Normalmente cuando estaba furioso, Yuri la abofeteaba y eso era todo. Pero esta vez fue diferente. Sus ojos negros la perforaron como si se hubiera vuelto loco.
De puro terror Connie empezó a desmayarse, la imagen púrpura de la cara de Yuri empezó a ponerse borrosa y se le doblaron las rodillas. Sólo entonces la soltó. Connie se tambaleó hasta recuperar el equilibrio y se atragantó a causa de la presión que él había ejercido en su garganta. Ahogada en lágrimas corrió hacia su habitación y se arrojó sobre la cama. A partir de entonces, Connie evitó sacar el tema del sótano. Fuera lo que fuese, no merecía la pena arriesgar su vida.
A Yuri le irritó que Connie estuviera en casa. Los lunes por la noche se suponía que ella trabajaba hasta las nueve al menos. Su inesperada presencia no hacía más que añadir tensión a un día que ya le había hecho sentir un remolino de emociones. Con mano temblorosa se sirvió un vaso de vodka de la nevera.
Apoyándose en la encimera echó un trago y contempló los restos grasientos de la comida rápida. Al fondo oyó la risa enlatada de una comedia de la televisión. Tomó más vodka en un intento por frenar su creciente resentimiento. Al tragar, sus ojos vagaron hasta la puerta del sótano. Se sorprendió al ver que estaba ligeramente abierta.
—¿Qué coño…? Solía jurar en ruso, pero desde que era amigo de Curt y Steve, era capaz de hacerlo también en inglés. Confuso y asustado, dejó a un lado el vaso y se acercó a la puerta. Estaba seguro de haberla cerrado aquella mañana. Yuri tenía la costumbre de trabajar al menos una hora por la mañana y otra por la noche para asegurarse de que su producción de miniarmas biológicas funcionaba bien. Los miércoles, su día libre habitual, se pasaba todo el día en el sótano. Era cuando activaba el pulverizador improvisado, ya que la mayoría de los vecinos estaban trabajando. Igual que el pulverizador de Sverdlovsk, el suyo hacía ruido aunque fuese muchísimo más pequeño.
La puerta chirrió al abrirla. Encendiendo la luz, empezó a bajar por las escaleras. Se detuvo en seco cuando vio la sólida puerta de acero y madera contrachapada que había hecho para el laboratorio. Alguien había apalancado el candado, desprendiendo el pestillo.
Yuri bajó corriendo. El atropello le nublaba la visión. Su respiración se convirtió en silbidos entre dientes. El laboratorio y la venganza que en él se preparaba eran el auténtico centro de su vida. Le aterrorizaba que lo hubieran violado.
Más allá de la puerta de contrachapado estaba la cámara de entrada con una ducha y botellas de plástico con lejía. En un colgador de madera había un traje protector que Curt había conseguido sacar del cuartel de bomberos. La mascarilla estaba formada por un cilindro de acero lleno de aire comprimido. Cuando Yuri estaba en el laboratorio llevaba el traje con el cilindro a la espalda, como un buceador.
La cámara de entrada tenía otras dos puertas, ambas construidas de forma similar a la principal. Las dos habían sido cerradas también con candados de seguridad, que también estaban forzados. Yuri abrió de golpe la puerta que había a su izquierda. Era el almacén y estaba rodeado por dos lados por las paredes de cemento de la casa. La tercera pared contenía estantes del suelo al techo con materiales de microbiología, como cápsulas de Petri, filtros sueltos, agar-agar y botes con nutrientes. El interior de la habitación estaba intacto, a pesar del candado roto.
Preparándose para lo que pudiera encontrar, Yuri se acercó a la puerta del laboratorio. Encendió las luces de dentro antes de abrir la puerta. Los principales ventiladores de circulación de aire estaban funcionando; siempre lo hacían gracias a la brisa que entraba en la habitación. Se mesó el pelo. Para estar seguro, contuvo el aliento hasta que miró en el interior del laboratorio.
Los relucientes fermentadores estaban colocados justo enfrente de él a lo largo de la pared trasera del laboratorio. Su campana improvisada se encontraba a la derecha. Funcionaba como incubadora, con una lámpara para calentar y un termostato, y también como almacén para el ántrax y la toxina botulínica letales que ya había fabricado.
El banco del laboratorio de Yuri estaba inmediatamente a la izquierda. En el banco almacenaba los utensilios de vidrio que usaba para cristalizar la toxina del botulismo. Más allá del banco del laboratorio estaba el pulverizador y la secadora para las esporas de ántrax.
Yuri empezó a tranquilizarse. Nada estaba fuera de su sitio. El laboratorio tenía el mismo aspecto que cuando se marchó por la mañana, incluyendo el modo en que los frascos de vidrio estaban colocados sobre el banco. Con alivio, Yuri cerró la puerta. El aire entró silbando antes de que se cerrara del todo.
Miró el pestillo roto. Aunque su preocupación había disminuido, su furia no. Vio algo en el suelo, junto a su pie había una patata frita y una manchita de ketchup. ¡Connie!
Una risa sofocada se filtró desde arriba. Yuri estaba furioso. Soltando una ristra de juramentos, salió corriendo de la habitación y subió las escaleras de dos en dos. Llegó a la puerta del dormitorio y la abrió de golpe.
Connie levantó la mirada de la televisión. Estaba tumbada boca arriba en la cama.
—¿Por qué fuiste abajo? —le espetó Yuri.
—Quería saber qué estaba pasando en mi sótano —dijo ella—. Tengo derecho, teniendo en cuenta todo el tiempo que pasas allí.
—¿Tocaste algo?
—¡No, no toqué nada! Pero te voy a decir que no me siento nada tranquila con todo eso que parece que viene de un hospital.
—¡Te voy a enseñar a desobedecerme! —gritó Yuri lanzándose contra su esposa.
Connie chilló y rodó hacia un lado. La combinación del impacto de Yuri y el peso de Connie fue demasiado para los muelles y la cama se hundió en el suelo.