Lunes 18 de octubre. 12.30 h.
—Toc toc —dijo una voz. Tanto Jack como Chet levantaron la vista de sus respectivos escritorios y vieron a Agnes Finn, la directora del laboratorio de microbiología, de pie en la puerta.
—Me parece que esto es un déja vu —dijo Agnes—. Por desgracia es un vu que no me gusta. —Esbozó una sonrisa vacilante en su rostro habitualmente severo. Su comentario era lo más parecido a algo gracioso que Jack le hubiese oído decir nunca. Llevaba una hoja de papel en la mano.
Jack supo al instante a qué déja vu se refería. Tres años antes, cuando él hizo un sorprendente diagnóstico de epidemia en un curioso caso de infección, ella se tomó muy a pecho el confirmar los resultados personalmente.
—No me digas que es ántrax.
Agnes se subió las gruesas gafas y le tendió la hoja de papel a Jack. Era el resultado de una prueba directa fluorescente de anticuerpos de uno de los nódulos linfáticos mediastínicos. En grandes letras se leía:
ÁNTRAX POSITIVO.
—Esto es increíble —dijo Jack. Le tendió la hoja a Chet, que la leyó con la misma incredulidad.
—Pensé que te gustaría saberlo lo antes posible —dijo Agnes.
—Desde luego —contestó abstraído Jack. Tenía los ojos fijos y le daba vueltas la cabeza.
—¿Cuál es la fiabilidad de este test? —preguntó Chet.
—Cerca de un cien por cien —dijo Agnes—. Es muy específico y los reactivos no son viejos. Después de todas las enfermedades exóticas que Jack diagnosticó hace un par de años, me he asegurado de que estemos listos para casi cualquier cosa. Naturalmente, para tener una confirmación final he hecho cultivos.
—Esta enfermedad se difunde por esporas —dijo Jack como si se estuviera despertando de un trance—. ¿Hay tests para las esporas, o tienes que cultivarlas y hacer un test a las bacterias?
—Hay una reacción en cadena de polimerasas o test RCP para las esporas —dijo Agnes—. No lo hacemos en microbiología, pero estoy segura de que Ted Lyneli, del laboratorio de ADN, podría ayudarte. ¿Tienes algo que quieras analizar para buscar esporas?
—Todavía no —dijo Jack.
—Ay, ay —gimió Chet—. No me gusta cómo suena esto. No estarás planeando hacer una salida, ¿no?
—No lo sé —admitió Jack. Seguía aturdido. Diagnosticar un caso de ántrax por inhalación en Nueva York era tan inesperado como una epidemia.
—¿Has olvidado lo que te ocurrió la última vez que te metiste a hacer trabajo de campo sobre enfermedades infecciosas? —preguntó Chet—. Déjame que te lo recuerde: casi te matas.
—Gracias, Agnes —dijo Jack a la jefa del departamento de microbiología. Ignoró a Chet. Volvió a su escritorio y apartó el expediente referente a la muerte del preso bajo custodia que Calvin quería terminado lo antes posible. Jack sacó el contenido de la carpeta de Jason Papparis y hojeó los papeles hasta que encontró informe forense de Janice Jaeger.
—Eh, te estoy hablando —dijo Chet. Siempre le fastidiaba el modo en que Jack era capaz de desconectarse de él.
—Aquí está —dijo Jack. Sostuvo el informe de Janice señalando con el dedo la frase que decía que el señor Papparis trabajaba en el negocio de las alfombras—. Mira.
—Ya lo veo —dijo Chet molesto—. Pero ¿me has oído?
—El problema es que no sabemos qué clase de alfombras —dijo Jack—. Creo que eso podría ser importante. —Dio la vuelta al informe. Como había dicho Janice, allí estaba el nombre y el teléfono del médico de cabecera que atendía al señor Papparis.
Jack cogió el teléfono. Marcó el número y le contestó la centralita del Hospital General del Bronx.
—Estupendo —dijo Chet moviendo la mano, dándose por vencido—. No me has escuchado. Demonios, en cualquier caso vas a hacer lo que te dé la gana te digan lo que te digan. —Contrariado, volvió a su trabajo.
—¿Puede avisar al doctor Kevin Fowler al busca? —preguntó Jack a la operadora del hospital. Mientras esperaba sujetó el auricular con el hombro para sacar de la estantería su ejemplar de los Principios de medicina interna de Harrison. Las páginas del capítulo de enfermedades infecciosas estaban muy sobadas. Buscó la sección de ántrax. Sólo le dedicaban dos páginas. Casi las había acabado de leer cuando el doctor Kevin Fowler se puso al aparato.
Jack le explicó quién era y por qué llamaba. El doctor Fowler se quedó asombrado ante el diagnóstico.
—Nunca he visto un caso de ántrax —admitió el doctor Fowler—. Naturalmente, sólo soy un residente, así que no tengo mucha experiencia.
—Ahora es usted miembro de un grupo selecto —dijo Jack—. Estaba leyendo que sólo ha habido un puñado de casos durante la última década aquí en Estados Unidos y todos se dieron en la forma cutánea más común. La variedad inhalatoria como la del señor Papparis solía llamarse enfermedad de los esquiladores. Los pacientes la contraían a partir del pelo y la piel contaminadas de animales.
—Puedo decirle que evolucionó muy rápidamente —dijo Fowler—. No me importaría no volver a ocuparme nunca de otro caso. Supongo que aquí en Nueva York llegamos a ver de todo.
—¿Hizo una historia del paciente? —preguntó Jack.
—No, no. Me llamaron cuando al paciente le entró el agotamiento respiratorio. Todo lo que sabía de la historia era lo que estaba en el gráfico.
—¿Así que no sabe con qué tipo de alfombras trabajaba el paciente?
—No tengo ni la menor idea. ¿Por qué no llama a su médico, el doctor Heitman?
—¿Tiene su número de teléfono?
—Desde luego —dijo Fowler—. Es uno de los miembros de nuestro personal.
Jack llamó al doctor Heitman pero descubrió que había estado sustituyendo al doctor Bernard Goldstein y que Papparis era en realidad paciente de Goldstein. Jack llamó entonces a éste, que tardó unos minutos en ponerse al teléfono y estuvo poco amable y bastante impaciente. Jack no perdió el tiempo y le preguntó lo que quería saber.
—¿Qué quiere decir con eso de que qué tipo de alfombras? —preguntó irritado Goldstein. Era evidente que no le gustaba ser interrumpido en mitad del día por lo que le sonaba como una pregunta frívola. Su secretaria había dudado en molestarlo incluso después de que Jack le dijera que era urgente.
—Quiero saber qué clase de alfombras vendía —dijo Jack—. ¿Vendía alfombras de nudo u otra cosa?
—Nunca me lo dijo y nunca se lo pregunté —dijo Goldstein. Y colgó.
—No está en la profesión que debiera —dijo Jack. Encontró la hoja de identificación en la carpeta de Papparis y vio que el cuerpo había sido identificado por la esposa del fallecido, Helen Papparis. Había un número de teléfono en la hoja y Jack lo marcó. Hubiera deseado no tener que molestar a la familia.
Helen Papparis resultó una persona exquisitamente educada y contenida. Si estaba de duelo, lo ocultó muy bien aunque Jack sospechó que su extremada educación era su método para soportar la pérdida. Después de que Jack le diera el pésame y explicara su situación oficial así como la naturaleza del exótico diagnóstico, hizo la pregunta sobre el negocio del señor Papparis.
—La Compañía de Alfombras Corintias comerciaba sólo con alfombras hechas a mano —dijo Helen.
—¿De dónde? —preguntó Jack.
—Sobre todo de Turquía. —Jack notó que se le entrecortaba la voz—. Algunas alfombras venían de Grecia, pero la gran mayoría procedía de Turquía.
—Así que comerciaba con pieles y cueros así como con alfombras tejidas —dijo él con académica satisfacción. El misterio se iba resolviendo rápidamente.
—Así es —contestó ella. Jack miró el libro de texto abierto que tenía delante, justo en el centro de la sección sobre el ántrax, se describía cómo la forma animal del ántrax era un problema en diversos países, como Turquía, y que los productos procedentes de esos animales, sobre todo el pelo de cabra, podían estar contaminados con las esporas.
—¿Comerciaba con pieles de cabra?
—Sí, naturalmente —dijo Helen—. Las pieles de oveja y de cabra eran una parte importante de su negocio.
—Bueno, creo que hemos resuelto el misterio —dijo Jack. Le explicó a Helen la relación.
—Es irónico —dijo ella—. Esas alfombras nos han proporcionado una vida confortable. Incluso hemos podido enviar a nuestra única hija a una universidad de la lvy League.
—¿Recibió el señor Papparis algún pedido recientemente? —preguntó Jack.
—Hace un mes más o menos.
—¿Y alguna de esas alfombras están en su casa?
—No —dijo Helen—. Jason opinaba que ya era bastante trabajar con ellas durante todo el día. Se negaba a tener ninguna en casa.
—A la vista de las circunstancias, fue una sabia decisión. ¿Dónde están esas alfombras? ¿Se han vendido muchas?
Helen le explicó que las alfombras habían sido trasladadas a un almacén en Queens y que dudaba que se hubieran vendido muchas. Le explicó a Jack que el negocio de Jason era de mayorista y que los pedidos llegaban meses antes de que se necesitaran. También dijo que no había empleados ni en el almacén ni en la oficina.
—Suena como un negocio de un solo hombre —dijo él.
—Así es.
Jack le dio las gracias e insistió en su pésame. Luego le sugirió que se pusiese en contacto con su médico por si tenía que tomar antibióticos a modo de profilaxis, aunque le explicó que seguramente no corría riesgo, ya que el contagio de persona a persona no se daba y ella no había estado expuesta a las pieles. Finalmente le dijo que probablemente la llamarían del Departamento de Sanidad. Ella le dio las gracias y colgaron.
Jack miró a Chet, que no había podido evitar oír la conversación.
—Parece que lo has resuelto muy rápidamente —dijo Chet—. Al menos ahora no tienes que arriesgar vida saliendo a hacer campaña por ahí.
—Lo siento —dijo Jack con un suspiro.
—¿Por qué lo sientes? —preguntó Chet con exasperada incredulidad—. Has hecho un brillante y rápido agnóstico e incluso has resuelto lo que podía haber sido un difícil enigma epidemiológico.
—Ése es el problema. Ha sido demasiado fácil, demasiado oportuno. Mi última enfermedad exótica fue un auténtico misterio. Me gustan los desafíos.
—No sé de qué te quejas. Me gustaría que algunos e mis casos tuvieran un final tan claro.
Jack cogió su libro de texto de medicina y lo colocó bajo la nariz de Chet. Señaló un párrafo y le dijo que lo leyera. Chet así lo hizo. Cuando acabó, levantó la mirada.
—Eso sí que era un desafío epidemiológico —dijo Jack—. ¿Te lo imaginas? ¡Casos mortales de ántrax inhalatorios por esporas procedentes de una fuga en una fábrica de armas químicas! ¡Qué desastre!
—¿Dónde está Sverdlovsk? —preguntó Chet.
—¿Cómo quieres que lo sepa? Obviamente en algún lugar de la antigua Unión Soviética.
—Nunca oí hablar de ese incidente de 1979. —Volvió a leer el párrafo—. ¡Vaya broma! Los rusos trataron de hacerlo pasar por una ingestión de carne contaminada.
—Desde el punto de vista forense habría sido un caso fascinante —dijo Jack—. Desde luego, mucho más provocativo que encontrar un caso en un comerciante de alfombras. Se levantó. Tras haber estado tan animado, ahora parecía deprimido.
—¿Adónde vas? —preguntó Chet.
—A ver a Calvin. Me dijo que si mi caso resultaba ser ántrax, lo quería saber inmediatamente.
—¡Ánimo! Vaya cara que llevas.
Jack trató de sonreír. Lo que no le había dicho a Chet era que su humor inquieto no provenía sólo del hecho de haber resuelto el caso de ántrax tan fácilmente. También contribuía el misterio de Laurie. ¿Por qué le había llamado a las 4.30 de la madrugada para quedar con él a cenar? ¿Y por qué iba a venir también Lou?
Mientras el ascensor bajaba, Jack trató de pensar en cómo podía vengarse de ella, Lo único que se le ocurrió fue comprarle un regalo de Navidad durante los próximos días y luego empezar a darle pistas confusas. Laurie siempre sentía curiosidad por los regalos y el suspense la reconcomía. Dos meses de suspense serían sin duda una venganza adecuada.
Al salir en el primer piso se sentía mejor. La idea del regalo de Navidad cada vez le sonaba mejor, aunque sabía que ahora tendría que pensar en qué le iba a comprar.
Calvin estaba en su despacho trabajando con los montones de papeles que pasaban por su escritorio cada día. Tenía la mano tan grande que el modo en que sus dedos sujetaban la pluma resultaba cómico. Levantó la vista cuando Jack se acercó al escritorio.
—¿Estás seguro de que no quieres hacer una apuesta acerca de ese diagnóstico de ántrax? —preguntó Jack.
—No me digas que era positivo. —Calvin se inclinó hacia atrás en su silla, que protestó sonoramente bajo su peso.
—Según Agnes es ántrax. Estamos esperando los cultivos.
—¡Vaya mierda! Eso va a poner algunos pelos de punta en el Departamento de Sanidad.
—La verdad es que creo que no.
—¿Ah, no? —contestó Calvin. Jack nunca dejaba de sorprenderle—. ¿Y por qué no?
—Porque la enfermedad no se contagia de persona a persona y porque fue una exposición laboral limitada al fallecido. La fuente está aparentemente guardada a salvo en un almacén de Queens.
—Soy todo oídos —dijo Calvin—. ¡Cuéntamelo!
Jack le explicó la relación con la Compañía de Alfombras Corintias y el reciente pedido de alfombras y pieles de cabra procedente de Turquía. Calvin asentía a medida que Jack hablaba.
—¡Gracias sean dadas al Señor! —dijo Calvin. Se inclinó hacia delante en su silla y los muelles volvieron a gemir—. He hecho que Bingham llame a Patricia Markham, la comisaria de Sanidad. ¿Por qué no telefoneas al epidemiólogo de la ciudad, aquél con el que trabajaste tan estrechamente en el caso de la epidemia? ¿Cómo se llamaba?
—Clint Abelard.
—Sí, ése. Llámale. Eso contribuirá a fomentar ese proyecto de cooperación entre departamentos con el que nos machaca el alcalde.
—No se puede decir que Clint Abelard y yo hayamos trabajado estrechamente —dijo Jack—. Por entonces, cuando trataba de hablar con él ni siquiera se ponía al teléfono.
—Estoy seguro de que se sentirá de otra manera a la luz de los hechos actuales.
—¿Por qué no haces que cualquier otro de nuestro eficaz personal le llame? Por ejemplo, uno de los conserjes.
—No seas sarcástico —repuso Calvin—. ¡No me causes problemas! ¡Llama a ese tipo! Y ahora, ¿qué pasa con la muerte del preso?
—¿Qué quieres decir? Viste la sangre en los músculos del cuello y el hueso hioides roto. Le mataron agarrándole del cuello.
—¿Y su cerebro? —preguntó Calvin—. ¿Encontraste algo?
—Quieres decir un tumor del lóbulo temporal, por ejemplo, para que podamos sugerir que tuvo un ataque psicomotor que le convirtió en un loco rabioso. Lo siento. El cerebro era normal.
—Hazme el favor de revisar cuidadosamente la histología —pidió Calvin—. ¡Encuentra algo!
—El caso está en manos de nuestro feliz toxicólogo. Quizá él pueda encontrar cocaína o algo por el estilo.
—Quiero el informe completo que incluya el certificado de defunción en mi escritorio el jueves —dijo Calvin—. Ya he recibido una llamada de la oficina del fiscal.
—En ese caso, quizá te serviría de algo si llamases a John DeVries. Una petición al laboratorio de un resultado rápido por parte de la oficina principal tendría más efecto que la de un recluta como yo.
—Llamaré a John —dijo Calvin—. Pero independientemente de lo que diga él, será labor tuya asegurarte de que haya algo en el informe que deje una puerta abierta, incluso un resquicio.
Jack puso los ojos en blanco y se dirigió a la puerta. Sabía lo que Calvin quería decir: que el comisario había convencido a Bingham de que los policías implicados necesitaban alguna justificación para la mortal fuerza represiva que habían utilizado. Jack sabía que los presos podían ser violentos. Tratar con ellos era un trabajo que no envidiaba. Al mismo tiempo había habido casos de abusos por parte de la policía. Emitir juicios más allá de las simples realidades forenses era una pendiente resbaladiza por la que se negaba a trepar.
—¡Espera! —le llamó Calvin. Jack volvió al despacho del subdirector.
—Hay alguien más a quien quiero que llames por el caso de ántrax. Stan Thornton. ¿Le conoces?
—Claro —dijo Jack. Stan Thornton era el director del Departamento Municipal para Situaciones de Emergencia. Había sido el ponente de una de las conferencias forenses de los jueves por la tarde, organizadas según el espíritu de cooperación interdepartamental. El tema había sido la acción a tomar ante las bajas en el caso de un desastre asociado a un arma de destrucción masiva.
A Jack le preocupó la charla. Antes de la conferencia nunca había pensado seriamente en la logística necesaria para manejar un número masivo de víctimas. Ya sólo el problema de identificar a miles de cadáveres era apabullante. Además, estaba el problema de qué hacer con ellos.
—¿Qué quieres que le diga? —preguntó Jack.
—Dile exactamente lo que me has dicho a mí —contestó Calvin—. Teniendo en cuenta que el caso es una exposición laboral limitada, es más una llamada de cortesía que cualquier otra cosa. Pero como el ántrax surgió en su charla sobre el terrorismo biológico, al menos querrá saber del incidente.
—¿Por qué yo? No se me da bien todo ese asunto de la cortesía profesional.
—Tienes que aprender —dijo Calvin—. Además, el caso es tuyo. Ahora sal de aquí para que pueda trabajar un poco.
Jack abandonó la zona de administración, se detuvo en el segundo piso para comprar un sándwich en una máquina expendedora y se dirigió al quinto piso. Aunque pensaba volver directamente a su despacho, no pudo evitar asomarse al de Laurie. Su idea era presionarla una vez más para que le contase el «gran secreto». Por desgracia no estaba allí. La doctora Riva Mehta, su compañera de despacho, le dijo que Laurie estaba con los representantes de la ley en el despacho de Bingham.
Jack se dejó caer en la silla de su escritorio protestando entre dientes por el día que llevaba.
—Tienes tan mal aspecto como cuando te fuiste —dijo Chet—. Espero que no hayas estado discutiendo con el subdirector.
Jack y Calvin se peleaban a menudo. Calvin creía en las reglas estrictas y en los protocolos establecidos. Jack veía todas las reglas como directrices. Creía que la inteligencia y los instintos naturales eran más prácticos que los edictos burocráticos.
—Es mal día —dijo Jack evasivamente. Se rascó la cabeza y luego hizo crujir sus nudillos mientras decidía cuál de las desagradables tareas que le habían asignado debería abordar primero. Mientras abría la guía telefónica para buscar el número de Clint Abelard, se le ocurrió una idea preocupante. Quizá a Laurie le hubieran hecho una oferta de trabajo en algún sitio como Detroit o, peor aún, en algún lugar de la costa Oeste. Tenía sentido; si se iba a mudar, querría decírselo a él y a Lou, y como ese traslado representaría sin duda un ascenso, seguramente estaría muy animada. Por un momento Jack se quedó mirando al vacío mientras trataba de imaginar lo que sería la vida en la Gran Manzana sin Laurie. Era difícil imaginarlo, y deprimente.
—Oye, olvidé decirte lo de la exposición del Met —dijo Chet—. Hay una exposición de Monet que Colleen se muere por ver. Tenemos entradas para el jueves por la noche.
Chet había estado saliendo con Colleen Anderson intermitentemente desde hacía tres años. Ella era directora de arte en Sauce y Brezo, una agencia de publicidad de Madison Avenue. Jack conocía tanto a Colleen como a Sauce y Brezo, pues había tenido relación con ellos durante la investigación sobre el caso de la enfermedad infecciosa que consolidó su reputación.
—¿Queréis venir Laurie y tú a ver la exposición? —continuó Chet—. Luego podíamos ir a cenar.
Jack se estremeció al pensar que no estuviera Laurie cerca para acompañarle en visitas a los museos. Y eso no sería nada comparado con lo mucho que echaría de menos el verla cada día. Chet no podía saber los sentimientos que su invitación había provocado.
—Le preguntaré —dijo Jack. Cogió el teléfono y marcó el número de Clint Abelard.
—Dime lo que te contesta —añadió Chet—. Si venís, tendré que decirle a Colleen que consiga más entradas. Como miembro del museo, no tendrá ningún problema.
—Voy a ver a Laurie esta noche —dijo Jack mientras esperaba que le contestasen—. Tengo que hablar con ella. Se lo preguntaré entonces.
—¿Viste el caso, de ese cabeza rapada del que se estaba ocupando ella esta mañana? Hablando de cosas horribles, ése merece un premio. Es vomitivo lo que un ser humano es capaz de hacerle a otro.
Jack preguntó por el epidemiólogo municipal; le dijeron que esperara.
—Por desgracia, lo vi —dijo Jack. Cubrió el auricular con la mano—. El agente del FBI cree que los que lo hicieron eran cabezas rapadas compañeros suyos.
—Esos chicos están mal de la cabeza.
—¿Sabes si Laurie encontró algo que le fuera útil a la policía? —preguntó Jack.
—No lo sé.
Cuando finalmente el doctor Clint Abelard se puso al teléfono, Jack hizo un esfuerzo por ser amistoso y optimista. Su amabilidad no fue recíproca.
—Por supuesto que le recuerdo —dijo Clint con sequedad—. ¿Cómo iba a olvidarme? Gracias a Dios no todos los días me hace el trabajo más difícil un juez de instrucción.
Jack se mordió la lengua. En el pasado, cuando Jack conoció a Clint, le había explicado la diferencia entre un juez de instrucción y un forense. Como forense, Jack era un médico con estudios de patología y una subespecialidad en medicina forense. Sin embargo un juez de instrucción podía carecer por completo de estudios de medicina.
—A los forenses siempre nos gusta agradar.
—¿Por qué me llama? —preguntó Clint.
—Tuvimos un caso de ántrax inhalatorio esta mañana. Pensamos que le gustaría saberlo. Trajeron al paciente del Hospital General del Bronx.
—¿Sólo un caso?
—Así es.
—Gracias.
—¿No va a preguntarme nada sobre el origen? —preguntó Jack.
—Descubrir el origen es nuestro trabajo —dijo Clint inexpresivamente.
—Puede que lo sea. Pero para su información, deje que le cuente lo que hemos descubierto.
Le explicó la historia de la Compañía de Alfombras Corintias, le contó que acababa de llegar un pedido de alfombras y pieles turcas que estaban depositadas en un almacén de Queens, que Jason Papparis era el único empleado y que nunca había llevado ninguna alfombra a casa.
—Gracias —dijo Clint sin emoción alguna—. Qué astuto es usted. Si me encuentro con algún misterio epidemiológico, seguro que le llamo para que me ayude.
—Si no le importa que se lo pregunte —dijo Jack, ignorando su sarcasmo—, me gustaría saber qué piensa hacer con este caso de ántrax.
—Mandaré a uno de mis ayudantes a Queens para que selle el almacén.
—¿Eso es todo?
—Tenemos un importante brote de ciclosporas que nos está dejando sin personal en este momento —dijo Clint—. Un caso de enfermedad ocupacional no supone una emergencia epidemiológica. Nos ocuparemos de él en cuanto podamos, siempre, naturalmente, que no haya más casos.
—Supongo que sabe lo que se hace —dijo Jack—, pero me parece…
—Gracias por su voto de confianza —interrumpió Clint. Y colgó.
Jack hizo lo propio.
—Diablos —le dijo a Chet, que se había ido girando en su silla a medida que la conversación progresaba—, cuánta cooperación interdepartamental. Ese tío es más sarcástico que yo.
—Debiste herir su ego cuando tuviste que tratar con él en aquel caso de epidemia.
—Bueno, vamos a ver si tengo más suerte con el jefe de Emergencias del ayuntamiento.
—¿Por qué demonios vas a llamarle? —preguntó Chet.
—Es una llamada de cortesía. Órdenes estrictas de nuestro subdirector.
Contestó una secretaria y Jack preguntó por Stan Thornton.
—¿Es el que nos dio la conferencia sobre armas de destrucción masiva? —preguntó Chet.
Jack asintió. Para su sorpresa, el propio director se puso al teléfono. Jack le explicó quién era y por qué llamaba.
—¡Ántrax! —exclamó Stan. Era obvio que estaba impresionado. Contrariamente a Clint Abelard, bombardeó a Jack con preguntas. Sólo después de haberse enterado de que la causa probable estaba controlada y que sólo había habido un caso, su voz dejó de sonar alarmada.
—Sólo para cerciorarnos —dijo Stan—. Utilizaré mis contactos en el Departamento de Sanidad para asegurarnos de que no hay otros pacientes en la ciudad con los mismos síntomas.
—Buena idea.
—Y haré que pongan ese almacén en cuarentena.
—Eso ya está en marcha —dijo Jack, y le contó su conversación con Abelard.
—¡Perfecto! —dijo Stan—. Clint Abelard habría sido uno de los primeros con los que yo me habría puesto en contacto. Me pondré de acuerdo con él.
¡Buena suerte! —pensó Jack.
—Gracias por su rápida respuesta —continuó Stan—. Como dije en mi conferencia, ustedes lo médicos serían los primeros que comprobarían el efecto del terrorismo biológico. Cuanto más rápida sea la respuesta, mayor será la probabilidad de que el hecho pueda ser controlado.
—Desde luego que lo tendremos en cuenta —dijo Jack antes de dar por terminada la conversación y colgar.
—Enhorabuena —dijo Chet—. Ésa sí ha sido una conversación civilizada.
—Mis habilidades interdepartamentales están mejorando. No he irritado lo más mínimo a ese tío.
Recogió los papeles del archivo de Papparis y los metió en la carpeta. La apartó a un lado y se concentró en el caso del preso en custodia.
Durante unos minutos reinó la paz en la repleta oficina. Los dos forenses volvieron al trabajo en sus respectivos escritorios. Chet pegó los ojos al microscopio mientras revisaba diligentemente un trozo de hígado de un caso fatal de hepatitis. Jack empezó a perfilar la patología significativa del caso del preso.
Por desgracia la tranquilidad no duró mucho. Un sonido semejante al de un disparo reverberó en la pequeña habitación. Chet se enderezó bruscamente. Jack soltó una ristra de imprecaciones que pusieron a Chet aún más nervioso. Pero entonces se dio cuenta de que no corrían el riesgo de ser ellos mismos los dos casos siguientes de la oficina. El repentino ruido procedía del bolígrafo de Jack, que éste había arrojado sobre la superficie metálica de su escritorio.
—¡Maldita sea! ¡Qué susto me has dado! —se quejó Chet.
—No puedo concentrarme.
—¿Qué pasa ahora?
—Muchas cosas —dijo Jack vagamente. No quería ponerse a hablar de Laurie.
—Eso no es muy específico.
Jack agarró la carpeta de Jason Papparis.
—Este caso, por ejemplo.
—¿Qué te preocupa ahora? —preguntó Chet irritado—. Hiciste el diagnóstico, informaste al subdirector, llamaste al epidemiólogo municipal e incluso al jefe del Departamento de Emergencias. ¿Qué más puedes hacer?
Jack suspiró.
—Como dije antes, es demasiado sencillo. Es como si estuviese diseñado para ponerlo en un libro de texto, y eso me preocupa.
—¡Caramba! —dijo Chet—. Me suena como si lo estuvieras utilizando de excusa. ¿Qué otra cosa tienes en la cabeza?
Jack parpadeó y miró a su compañero de oficina. Le impresionaba la clarividencia de Chet. Durante un instante pensó en contarle la temprana llamada de Laurie, pero luego decidió que no. Una conversación así conduciría a los auténticos sentimientos de Jack hacia Laurie, un tema que no estaba dispuesto a investigar, ni siquiera para sí mismo.
—Hay algo más —dijo Jack. Puso una cara exageradamente angustiada—. Siento que hayan quitado Seinfeld.
—Oh, por Dios —dijo Chet—. Es imposible hablar en serio contigo. ¡Muy bien! Guárdatelo todo, pero al menos hazme el favor de hacerlo en silencio y, si eso es imposible, ¡vete a otra parte!
Chet se dio la vuelta una vez más y sustituyó el portaobjetos que tenía en el microscopio por otro. Se inclinó sobre el visor murmurando lo difícil que podía llegar a resultar Jack.
—Clint Abelard dijo que se aseguraría de que la Compañía de Alfombras Corintias fuese puesta en cuarentena —dijo éste. Tocó a Chet en el hombro con la esquina de la carpeta de Papparis para asegurarse de que le estaba escuchando—. ¿Y qué pasa con la oficina de aquí de Manhattan? ¿Y si el comerciante de alfombras llevó alguna de las pieles a la oficina? ¿Será aconsejable revisar los archivos de la compañía para ver si parte del último cargamento fue vendido y enviado a algún lugar?
Chet se giró una vez más y vio que su compañero hablaba en serio.
—¿Qué quieres que te diga? —repuso Chet.
—Quiero que confirmes mis preocupaciones.
—Muy bien. ¡Tienes razón! ¡Haz algo al respecto! ¡Vuelve a llamar al epidemiólogo y asegúrate de que ha pensado en todas esas cosas! Desahógate. Y después tú y yo podremos trabajar un poco.
Jack miró su teléfono y luego otra vez a Chet.
—¿De verdad lo crees así? No es admirador mío y no es lo que se diría una persona abierta a las sugerencias, sobre todo a las mías.
—¿Qué más da si el tipo es un cretino? Al menos tendrás la satisfacción de haber hecho todo lo que estaba en tu mano. ¿Qué te importa lo que piense de ti?
—Supongo que tienes razón —dijo Jack cogiendo el teléfono—. No puedo esperar que todo el mundo me quiera como lo hago yo.
Jack volvió a llamar al epidemiólogo. La secretaria preguntó su nombre y luego le puso a la espera. Jack esperó varios minutos. Levantó la vista para mirar a Chet.
—Así que el chico se ha puesto un poco pasivo agresivo —dijo Chet—. Te hace esperar.
Jack asintió. Dibujó círculos entrecruzados en su cuaderno de notas y luego tamborileó sobre el escritorio. Finalmente la secretaria se puso otra vez.
—Lo siento pero el doctor está ocupado —dijo—. Tendrá que volver a llamar.
Jack colgó.
—Supongo que no debería sorprenderme. Me encanta esta mierda de la cooperación interdepartamental.
—Mándale un fax —sugirió Chet—. Servirá igual, sin el agravante de tener que hablar con él.
—He tenido una idea mejor. —Sacó la hoja de identificación y recuperó el número de teléfono de Helen Papparis. Luego volvió a llamar a la desconsolada esposa del comerciante de alfombras—. Siento molestarla de nuevo —dijo tras identificarse.
—No es ninguna molestia —dijo Helen. Era tan amable como en la primera llamada.
—Querría preguntarle si la ha llamado alguien de Sanidad.
—Sí. Llamó un tal doctor Abelard poco después de que hablase con usted.
—Me alegro. ¿Puedo preguntarle qué le dijo?
—Fue algo muy oficial —contestó Helen—. Quería saber la dirección del almacén, y que le diese las llaves. Luego dispuso las cosas para que la policía local viniese aquí y se las llevase.
—Excelente. ¿Y la oficina de Manhattan? ¿Le preguntó el doctor Abelard por ella?
—No dijo nada de la oficina.
—Ya veo —repuso Jack. Miró a Chet, que se encogió de hombros. Se lo pensó un momento y luego dijo—: Me gustaría echar un vistazo a la oficina. ¿Le importaría?
Chet empezó a mover las manos y a gesticular diciendo en silencio «no» una y otra vez. Jack le ignoró.
—Si cree que eso puede servir de algo —dijo Helen—. Por mí no hay ningún problema.
Jack le explicó lo que le había dicho a Chet, sobre todo lo que se refería a comprobar si se había vendido y entregado parte del último pedido. Helen lo entendió inmediatamente.
—Quizá pueda acercarme y recoger las llaves —sugirió Jack.
—No será necesario. La dirección es calle Walter 27, y la tienda de al lado es una filatelia. El nombre del propietario es Hyman Feingold. Era amigo de mi marido. Los dos tenían llaves de las dos tiendas por si acaso. Puedo llamarle para que esté esperándole.
—Perfecto —dijo Jack—. Mientras tanto, ¿ha hablado con su médico?
—Sí —contestó ella—. Me va a recetar antibióticos. También me ha recomendado que me vacune.
—Creo que es una buena idea.
Después de colgar Jack se levantó y cogió su cazadora de detrás de la puerta.
—¿No vas a preguntarme mi opinión acerca de esta salida? —preguntó Chet.
—No —contestó Jack—. Ya sé lo que piensas. Pero voy a ir igual. No puedo concentrarme, así que será mejor que haga algo útil. Además, ahora podrás trabajar un poco. ¡Ánimo, hombre!
Chet le despidió con la mano, con una expresión de irritada resignación en el rostro. Pensaba que era una locura por parte de Jack irse corriendo a visitar el escenario de un hecho, pero por experiencias anteriores sabía que era inútil tratar de cambiar las ideas de Jack una vez éste había tomado una decisión.
Silbando una cancioncilla, Jack bajó por las escaleras hasta el tercer piso y se metió en el laboratorio de microbiología. Pensando en su paseo en bicicleta por el centro empezó a sentirse mejor de lo que se había sentido en todo el día.
Agnes Finn no estaba disponible así que Jack habló con la supervisora de turno. Ella le proporcionó encantada una bolsa con tubos para cultivos, guantes de látex, mascarillas de microporos, un traje aislante y una capucha. Jack sabía que hubiera sido más seguro un traje de aislamiento biológico, pero tenía la sensación de que no iba a ser necesario. Tampoco podía conseguirlo inmediatamente, y Jack no quería esperar. Además, lo más probable era que el señor Papparis se hubiese contagiado de su enfermedad en el almacén, no en la oficina.
Con el material en la mano Jack bajó al sótano y quitó el candado a su bicicleta. Pero en lugar de dirigirse al centro, fue hacia el Hospital Universitario. Como firme creyente en el viejo dicho mejor prevenir que curar, decidió que sería prudente tomar algunos antibióticos como profilaxis.
El paseo hasta el centro fue estimulante y prácticamente sin incidentes. Bajó hacia el sur por la Segunda Avenida y atajó hacia el oeste por Houston. Luego siguió por Broadway para llegar a la calle Walker. En Broadway tuvo un leve altercado con el conductor de una furgoneta de reparto. Pero sólo intercambiaron unos cuantos improperios antes de que la furgoneta desapareciera.
Jack ató su bicicleta a una señal de «prohibido aparcar» justo al lado de la Compañía de Alfombras Corintias. Se acercó al escaparate delantero de la tienda y miró las alfombras y pieles expuestas. Sólo había unas pocas, todas descoloridas por el sol y cubiertas por una fina capa de polvo, dando la impresión de que no las tocaban desde hacía años. Jack estaba seguro de que no formaban parte del último pedido.
Haciéndose pantalla con las manos, Jack oteó el interior de la oficina. Había dos escritorios. Uno era utilizado como escritorio normal, con los objetos habituales encima, y en el otro había una copiadora y un fax. Había varios archivadores verticales. En la parte de atrás se veían dos puertas interiores, ambas cerradas.
Se dirigió a la puerta y probó a abrirla. Estaba cerrada con llave, como esperaba.
La tienda de filatelia estaba a la derecha de la de alfombras y Jack entró directamente. La campanilla de la puerta le sorprendió con su brusco tintineo y le hizo darse cuenta de que estaba tenso. Un cliente estaba sentado hojeando una colección de sellos en sobres de celofán.
Detrás del mostrador se encontraba un hombre que a Jack le pareció el propietario. Se presentó en cuanto él levantó la vista.
—Ah, doctor Stapleton —dijo Hyman en voz baja, e invitó a Jack a acercarse—. Es una tragedia lo que le ha pasado al señor Papparis —susurró Hyman. Le tendió a Jack un manojo de llaves en un aro—. ¿Cree que tengo alguna razón para alarmarme?
—No —susurró Jack—. A menos que el señor Papparis acostumbrase a enseñarle su mercancía.
Hyman negó con la cabeza.
—¿Trajo alguna vez el señor Papparis alguna de sus alfombras y pieles a la oficina? Quiero decir, aparte de las que están en el escaparate.
—Últimamente no. Solía traer muestras hace años, cuando salía a vender. Pero ya no tenía que hacerlo.
Jack alzó las llaves.
—Gracias por su ayuda. Se las devolveré enseguida.
—Cuando quiera —dijo Hyman—. Me alegro de que revise las cosas.
Jack volvió a su bicicleta y sacó las cosas del cestillo. Luego se dirigió a la puerta de la oficina e hizo girar la llave en la cerradura. Antes de abrir se puso el traje, la capucha, los guantes y la mascarilla. Algunos de los que pasaban se entreparaban cuando se daban cuenta de los preparativos de Jack. Éste consideró su indiferencia un tributo a la ecuanimidad de los neoyorquinos.
Abrió la puerta y cruzó el umbral. El vello de la nuca se le erizó. Había algo inquietantemente siniestro en la posibilidad de que algunas de las motas de polvo que bailoteaban en el rayo de sol procedente de la calle pudieran ser letales. Durante un instante pensó en retroceder y dejar la tarea a otros. Luego se reprendió por lo que consideró una tonta superstición. Después de todo, iba razonablemente protegido.
La oficina era tan espartana como le había parecido a través del escaparate. La única decoración eran carteles de viaje de las líneas aéreas Olympic. Un gran calendario de pared mostraba también escenas de Grecia. Aunque las pieles y las alfombras del escaparate estaban polvorientas, el resto de la oficina estaba impecable. A los pies de Jack había cartas y revistas que evidentemente habían sido introducidas por la ranura del buzón. Las recogió y llevó al escritorio.
Sobre la superficie de éste había un secante, una bandeja de correspondencia y varias vasijas griegas de imitación. La oficina estaba limpia y ordenada. Jack puso la correspondencia en la bandeja.
Jack encendió las luces. Sacó su colección de tubos para cultivos y frotó vanas superficies. Mientras frotaba el escritorio advirtió algo reluciente en medio del secante. Al inclinarse vio que era una estrella diminuta, azul cerúleo, iridiscente. Parecía extrañamente fuera de lugar en aquel entorno tan austero.
Miró en el interior de la papelera. Estaba vacía. Caminó hasta las puertas cerradas. Una conducía al servicio, donde frotó el lavabo y la parte de atrás del retrete. La otra puerta daba a un pasillo que comunicaba con la escalera central del edificio. Excepto las pocas que estaban en el escaparate, allí no había más alfombras ni pieles.
Cuando acabó con los tubos de cultivos, los llevó al baño y los lavó por fuera antes de meterlos en la bolsa en que los había traído. Finalmente, se acercó a los archivadores. Quería averiguar todo lo que pudiera sobre el último envío de alfombras y pieles y si se había repartido alguna de ellas.