Miércoles 20 de octubre. 22.30 h.
Yuri se enderezó y estiró la espalda. Había estado muy ocupado ajustando la tolva al pulverizador de cosechas en el garaje después de haberla llenado meticulosamente con polvo de ántrax. El procedimiento completo le había llevado casi dos horas, incluyendo el tiempo pasado en el laboratorio, enfundado en el traje protector. Pero ahora estaba hecho y la camioneta de control de plagas estaba lista para su cita con el destino a la mañana siguiente.
Yuri echó un vistazo a su reloj y se permitió relajarse por primera vez en toda la velada. Desde que había conseguido escapar del chalado de Curt y aquellos trogloditas empeñados en la espeluznante persecución de Jack Stapleton, Yuri había sentido cierto pánico. Le preocupaba no haber podido terminar todo lo que tenía que hacer antes de la hora límite de las once. Pero la preocupación había sido gratuita. Estaba listo a las diez y media, media hora antes de lo acordado. En la mesa de la cocina había cinco salchichas de plástico de dos kilos y medio que contenían el ligero polvo oscuro, esperando ser entregadas a Curt y Steve. Encima estaba el sobre cerrado que Curt le había pedido. Sobre la encimera había una gruesa toalla de baño que serviría para envolverlas.
Tras dar una palmada apreciativa al costado de la camioneta por el papel que pronto iba a jugar, Yuri miró dentro del taxi para asegurarse de que las llaves estaban donde las había dejado, colgando del retrovisor. No quería errores estúpidos por la mañana, como olvidar dónde estaban las llaves. Tenía planeado salir hacia Manhattan a las ocho en punto con su maletín, su falso pasaporte y el billete de avión.
Se acercó a la puerta lateral. Después de una mirada más de admiración a la camioneta, apagó la luz. Antes de abrir la puerta empuñó la pistola Glock. Seguía temiendo que Flash Thomas pudiera aparecer, aunque en aquel momento de la noche había pocas posibilidades. Al menos no tenía que preocuparse más por Stapleton.
Cuando abrió la puerta se quedó pensando en lo chiflado que estaba Curt. Steve también era raro, pero no como Curt. Yuri no era psicólogo, pero imaginaba que algo terriblemente anormal debía haberle ocurrido a Curt durante su infancia. Los americanos eran codiciosos, violentos y poco conscientes, pero Curt llevaba esos rasgos a extremos ridículos; sólo su visión del mundo era la única correcta. Pero lo que realmente irritaba a Yuri era su tendencia antieslava que se había agudizado a medida que pasaba el tiempo.
Sujetando la llave ante la puerta de la cocina, vaciló. Pensar en la personalidad de Curt le había hecho surgir una duda en la que no había reparado antes. Teniendo en cuenta el egoísmo de Curt, ¿qué evitaría que hiciese planes para que el Ejército del Pueblo Ario se llevase todos los honores por el atentado con las armas biológicas, incluso aunque Curt y los demás no tuvieran nada que ver con el ataque a Central Park?
—Chert —murmuró cuando se dio cuenta de este nuevo inconveniente. Hasta ese momento no se le había ocurrido.
—¿Señor Davydov? —llamó una voz femenina. Sorprendido, Yuri miró hacia el sendero de entrada. A pesar de la proximidad de las casas de la zona, siempre había evitado tener relaciones con sus vecinos. Su mano se cerró en torno a la automática.
—¡Perdone! ¿Es usted el señor Davydov?
Yuri tuvo que entrecerrar los ojos para ver en la oscuridad. Como tenía la luz de fuera apagada y no había farolas, todo lo que podía adivinar era que había dos figuras en la acera, fuera de su verja de tela metálica. Se relajó al ver que ambos eran blancos. Al menos no era Flash Thomas.
—¿Quién lo pregunta?
—Soy la doctora Laurie Montgomery. Si es usted el señor Davydov, es urgente que hablemos unos minutos.
Yuri se encogió de hombros. Sin dejar de sujetar la pistola y asegurándose de que podría sacarla, avanzó hacia la verja. Pudo ver que el segundo individuo era un hombre.
—Sentimos molestarle tan tarde —dijo Laurie—. Soy forense de Manhattan. ¿Sabe lo que es un forense?
Yuri trató de hablar pero no le salieron las palabras. A pesar de la oscuridad, había reconocido a la otra figura: ¡era Jack Stapleton!
Laurie interpretó el silencio como una negativa y se puso a explicar lo que hacían los forenses.
Yuri tragó saliva. No podía creerse que estuviera viendo a Jack Stapleton. ¿Qué podía haber ocurrido? ¿Por qué no le habían informado? Pero recordó que tenía el teléfono descolgado.
—Y la razón por la que estamos aquí —continuó Laurie—, es porque su difunta esposa, Connie, aparentemente ha muerto por envenenamiento de botulismo. ¿Sabe lo que es eso?
Yuri asintió. Oía su corazón latir y temía que aquellas dos personas pudieran oírlo también. No sabía qué hacer. ¿Deshacerse de ellos? ¿Tratar de hacerles entrar y esperar a Curt? No tenía ni idea.
—Nos preocupa mucho que el origen pueda estar todavía en su casa—. ¿Hacía conservas caseras su esposa?
—No lo sé —espetó Yuri.
—Bueno, sería importante comprobarlo —insistió Laurie—. Hay otros posibles culpables, como ajo fresco en aceite. Las tartas heladas también han sido el origen alguna vez. Por cierto, ¿es usted ruso?
—Sí —acertó a decir Yuri.
—Lo pensé por su acento.
—¿De qué parte de Rusia es? —preguntó Jack, hablando por primera vez.
—Hummm —dudó Yuri—. San Petersburgo.
—He oído que es una ciudad muy bonita —dijo Laurie—. Bueno, el caso es que hay un pescado blanco que gusta a los inmigrantes rusos y que se sabe que porta la toxina. ¿Lo suelen comer a menudo?
—No muy a menudo —dijo Yuri. No sabía de lo que estaba hablando Laurie.
—Nos gustaría entrar y echar un vistazo a su cocina —pidió ella—. No puedo explicarle lo peligroso que podría llegar a ser.
—Bueno, yo… —empezó Yuri.
—No nos llevará mucho tiempo —dijo Laurie—. Se lo prometemos. Sabe, hemos venido desde Manhattan. Naturalmente, podemos llamar al Departamento de Sanidad. Ellos insistirán en entrar y tienen autoridad legal para hacerlo.
—Supongo que no pasa nada si no están mucho tiempo —cedió Yuri, que empezaba a recuperarse de su sorpresa inicial. Desde luego no quería que ninguna autoridad pública de sanidad viniera durante la noche esgrimiendo una orden judicial. Además, estaba empezando a pensar en un modo de convertir esa visita en algo a su favor.
—Gracias —dijo Laurie. Ella y Jack entraron por la verja.
Yuri les condujo hasta la puerta trasera de la cocina. La abrió y entró. Laurie y Jack le siguieron.
Los ojos de Laurie recorrieron la repleta habitación en forma de L.
—Esto es… —empezó. Dudó tratando de encontrar una palabra hasta decir finalmente—: Muy bonito.
Jack asintió, pero le interesaba más mirar a Yuri.
—Tiene usted una buena irritación en la cara.
Yuri se tocó la cara con embarazo. Tenía la otra mano aún en el bolsillo, sujetando la Glock.
—Es una reacción alérgica.
Jack ladeó la cabeza y lo miró entrecerrando los ojos.
—¿Nos hemos visto alguna vez?
—No lo creo —dijo Yuri. Señaló la cocina—. Toda la comida está ahí.
Laurie se acercó a la nevera y abrió la puerta. Había muy pocas cosas.
Jack la siguió pero sintió curiosidad por los objetos que había sobre la mesa.
—¿Qué es eso? —preguntó tocando con un dedo una de las salchichas de plástico transparente.
Yuri dio un respingo.
—¡Cuidado! —gritó, pero se calmó cuando Jack retiró la mano—. No quiero que se rompan.
—Lo siento. No las he tocado con fuerza. ¿Es alguna exquisitez rusa?
—En cierto modo —dijo Yuri con vaguedad.
—Espere un segundo —dijo Jack de pronto—. Le recuerdo. Pero ¿no es usted de Sverdlovsk?
—No, soy de San Petersburgo.
—¿No nos encontramos ante la oficina de la Compañía de Alfombras Corintias? Su vecino Yegor me dijo que usted es taxista. ¿No fue a la compañía de alfombras a recoger al señor Papparis?
—Debe de haber sido algún otro —dijo Yuri incómodo.
—Es usted clavado a aquel tipo.
Laurie abrió el congelador de la nevera. Todo lo que había era una botella de vodka y una bandeja de cubitos de hielo.
—Mi esposa comía comida rápida —dijo Yuri—. Yo como por ahí.
Laurie asintió. Abrió los armaritos de la cocina. Al no encontrar nada sospechoso, retrocedió y contempló la pequeña cocina.
—No veo material para hacer conservas caseras.
—Está todo abajo —dijo Yuri.
—¿Así que su esposa hacía conservas?
—Solía hacerlas —dijo Yuri—. Ahora que lo pienso.
—¿Queda algo de esa comida?
—No sé. Hace mucho que no miro. Solía bajar a menudo.
—¿Podemos verlo? —pidió Laurie. Miró a Jack, que puso cara de sorpresa.
—¿Por qué no? —dijo Yuri. Abrió la puerta y bajó. Laurie y Jack intercambiaron una mirada de confusión y le siguieron. Cuando llegaron al nivel del sótano, Yuri ya había abierto el candado de acero y la pesada puerta que daba acceso a la habitación. Estaba dentro abriendo la puerta igualmente robusta del almacén.
Laurie y Jack entraron en la antecámara. Sus ojos se detuvieron en el traje protector, la ducha y las botellas de plástico con lejía. Pudieron sentir el inconfundible olor del cloro así como el más sutil de la fermentación. Oyeron el sonido del ventilador. Se miraron asombrados.
Yuri estaba de pie junto a la puerta del almacén. Señaló hacia dentro.
—Creo que esto es lo que estaban buscando.
Laurie y Jack pasaron para mirar. Cuando lo hicieron Yuri se deslizó tras ellos. Vieron las cápsulas de Petri, el agar-agar, los frascos con nutrientes y los filtros HEPA.
—Qué les parecería entrar —dijo Yuri. Laurie y Jack se volvieron para mirar al ruso y se quedaron boquiabiertos. Yuri les apuntaba con un arma.
—Por favor —dijo con voz serena—. ¡Entren!
—Ya hemos visto todo lo que queríamos ver —dijo Jack con viveza, tratando de restar importancia a la repentina aparición del arma—. Es hora de que nos vayamos.
Yuri levantó la pistola, y disparó. Arriba había tenido miedo de hacerlo por si le oían los vecinos. Pero en el sótano, con el ventilador funcionando, no le preocupaba nada. Aun así el ruido fue ensordecedor. La bala rebotó en una vigueta y cayó una lluvia de polvo del techo. Laurie chilló.
—La próxima vez apuntaré.
—No hará falta —dijo Jack con voz trémula. Alzando las manos a la altura del pecho retrocedió forzando a Laurie, que estaba entre él y Yuri, a entrar en el almacén.
—Apártense de la puerta —ordenó el ruso.
Jack y Laurie obedecieron y se apretaron contra la pared de cemento. Ambos parecían tan pálidos como la pintura blanca que cubría el cemento.
Yuri cerró la puerta, corrió el pestillo y cerró el candado; luego retrocedió y observó la puerta. La había diseñado para mantener a la gente fuera, pero suponía que funcionaría igual para mantenerla dentro.
—¿No podemos hablar de esto? —gritó Jack a través de la puerta.
—Desde luego. De otro modo no podrán ayudarme.
—Tiene que explicarse. Pero escuchamos mejor y ayudamos más si no tenemos que chillar a través de una puerta.
—No van a salir, probablemente en varios días —dijo Yuri—. Así que pónganse cómodos. Hay agua destilada en la estantería y me disculpo por la ausencia de retrete.
—Apreciamos su interés. Pero podemos asegurarle que estaríamos mejor arriba. Le prometo que nos comportaremos bien.
—¡Callen y escuchen! —ordenó Yuri. Miró el reloj. Iban a ser las once—. Lo primero que quiero decir es que dentro de unos minutos estará aquí el Ejército del Pueblo Ario. ¿Significa algo ése nombre para ustedes?
—Desde luego.
—Entonces supongo que saben que les quieren muertos. De hecho, me sorprende que no lo esté usted, ya que fueron a matarle esta tarde. Si les encuentran aquí, bajarán y les matarán sin vacilar. Yo preferiría que siguieran vivos.
—Bueno, al menos estamos de acuerdo en algo.
—Son gente muy loca y egoísta.
—Ya.
—Y tienen muchas armas que les gusta usar.
—Ya.
—Así que, cuando les oigan permanezcan callados —dijo Yuri—. ¿Les parece bien?
—Supongo. Pero ¿cuál es esa ayuda de la que hablaba?
—Mañana por la mañana el Ejército del Pueblo Ario y yo mismo vamos a lanzar armas biológicas sobre Manhattan. No es una amenaza vana. En este laboratorio he fabricado muchos kilos de potente ántrax para ser utilizado como arma. Supongo que ustedes, doctores, habrán adivinado que esto es un laboratorio.
—Albergábamos ciertas sospechas —admitió Jack—. Sobre todo porque parece que estamos en un almacén microbiológico.
—Eso es exactamente. La ayuda que quiero de ustedes es simplemente que se aseguren de que yo también me llevo los honores por lo que pasará mañana.
Yuri, esperó una respuesta. Oyó a Jack y a Laurie cuchichear.
—¿Me han oído? —preguntó.
—Nos preguntábamos si ha producido usted toxina botulínica además de ántrax.
—Lo he intentado. Pero el cultivo iba demasiado despacio para conseguir la toxina suficiente para convertirla en arma biológica.
—¿Qué pasó con el cultivo? —preguntó Jack—. ¿Lo tiró por el desagüe?
—Lo que pasó con el cultivo de Clostridium no tiene importancia —dijo Yuri—. Lo que va a pasar con el ántrax mañana, sí.
—Estamos de acuerdo. Y nos aseguraremos de que se lleve todos los honores que merece.
—Sólo para estar seguro, quiero contarles con detalle lo que está planeado para mañana —dijo Yuri—. Eso les convertirá en testigos míos extraordinariamente creíbles.
—Somos todo oídos.
—Si el Ejército del Pueblo Ario llega, tendré que interrumpirme.
—Trataremos de aguantar la emoción. Oigámoslo.
Yuri contó a Jack exactamente los detalles de los dos lanzamientos incluyendo el momento y el modo exacto en que Curt y Steve planeaban meter el polvo en el conducto de aire acondicionado del edificio Jacob Javits. Les dijo cómo los bomberos pensaban cerrar el panel de control de todo el edificio después de haber colocado el material para que el polvo no pusiera en marcha los detectores de humo. Luego les contó cómo iba a ir por Central Park al mismo tiempo con su camioneta robada. Acabó haciendo una previsión de las víctimas del plan, que él calculaba en un millón de muertos, dos mil más o dos mil menos. Dijo que esperaba que el ántrax se extendiera en un arco de al menos ochenta kilómetros sobre Long Island. Lo único que no les explicó fueron sus planes posteriores a los atentados.
—¿De dónde ha sacado estos conocimientos? —Preguntó Jack tras un momento de silencio lleno de temor.
—¿Les interesa de verdad? —Yuri se sentía halagado.
—Como ya he dicho, somos todo oídos.