Lunes 18 de octubre. 9.30 h.
—¡Chert! ¡Chert! —gritó Yuri Davydov. Golpeó la parte superior del volante de su taxi amarillo Chevy Caprice con el puño derecho. Cuando se ponía furioso Yuri hablaba en su lengua materna rusa, y en ese momento estaba furioso, atrapado en un atasco y rodeado de un ruido ensordecedor de bocinas. Delante de él había una masa inmóvil de taxis amarillos con las luces de freno encendidas. Peor aún, el cruce siguiente estaba lleno de coches que iban en dirección perpendicular así que, a pesar del semáforo en verde, Yuri estaba atrapado.
El día había empezado mal, ya durante la primera carrera de Yuri. Cuando se dirigía hacia la Segunda Avenida, un ciclista dio una patada a la puerta delantera derecha de Yuri, abollándola, tras quejarse de que Yuri le había cortado el paso. Yuri había salido del coche de un salto y le había lanzado una retahila de imprecaciones en ruso. Al principio había pensado ser agresivo físicamente, pero pronto cambió de opinión. El ciclista era de su altura, robusto, tan furioso como Yuri, y obviamente en mejor forma física. A los cuarenta y cuatro años Yuri se había abandonado. Tenía sobrepeso y estaba fofo, y lo sabía.
Un ligero golpe en la parte de atrás de su coche sobresaltó a Yuri. Se inclinó por la ventanilla abierta, sacudió el puño y con su fuerte acento maldijo al taxista de detrás por golpearle el coche.
—Que te den por el culo —le contestó el otro—. ¡Muévete!
—¿Dónde quieres que vaya? —chilló Yuri—. ¿Qué te pasa?
Se mesó ansiosamente el pelo espeso, casi negro. Torció el retrovisor para mirarse. Tenía los ojos enrojecidos y la cara arrebolada. Sabía que tenía que calmarse; si no, le iba a dar un ataque al corazón. Lo que necesitaba era un trago de vodka.
—¡Vaya broma! —masculló Yuri en ruso. No se refería a la situación del tráfico, sino a su vida. Metafóricamente, su vida tenía mucho en común con el tráfico atascado. Todo estaba estancado y él se sentía desilusionado. Por triste experiencia sabía que el atractivo sueño americano que había sido su fuerza motora era una farsa, difundida en todo el mundo por los medios de comunicación dominados por los judíos.
Los coches empezaron a moverse. Yuri adelantó su coche, esperando al menos poder atravesar el cruce embotellado, pero no pudo. El coche de delante se detuvo en seco y Yuri tuvo que hacer lo mismo. Entonces el taxi de atrás le golpeó de nuevo. La segunda colisión, igual que la primera, fue un mero empujón, nada para causar daños, pero para Yuri fue el colmo.
Volvió a sacar la cabeza por la ventanilla.
—¿Qué coño te pasa? ¿Es el primer día que conduces?
—Cállate, maldito extranjero —chilló el conductor de atrás—. ¿Por qué no te llevas el culo de regreso a tu pueblo?
Yuri empezó a replicar pero de pronto cambió de opinión. Exhaló ruidosamente, como un neumático pinchado desinflándose. Aquel comentario le había despertado una sensación de toska: palabra rusa que significa melancolía, depresión, anhelo, angustia, fatiga y nostalgia, sufridos todos a la vez en forma de dolor físico.
Yuri miró al frente sin ver. La desilusión y la ira hacia América fueron arrastradas por un recuerdo evocador. De pronto en su mente surgió la imagen de sí mismo y de su hermano yendo a la escuela en una mañana fría y cristalina en su ciudad natal de Sverdlovsk. En su mente veía la cocina comunal con su calor, y en el corazón recordaba el orgullo de formar parte del poderoso imperio soviético.
Desde luego había habido ciertas privaciones bajo el régimen comunista, como las colas que hacían las mujeres de vez en cuando para conseguir leche y otros productos básicos. Pero no había sido tan malo como decía la gente o como querían creer los idiotas aquí en América. De hecho, la igualdad para todos, excluyendo los altos cargos del partido, fomentaba la amistad. Había sin duda menos conflictos sociales que aquí en América. Por entonces Yuri no se daba cuenta de lo bueno que era todo. Pero ahora lo recordaba e iba a volver a casa. Yuri volvía a Rossiya-matashka, la pequeña madre Rusia. Había tomado la decisión hacía unos meses.
Pero no se iba a marchar hasta haberse vengado. Había sido engañado y rechazado. Ahora devolvería el golpe de un modo que llamaría la atención de todo el mundo en ese país pagado de sí mismo y fraudulento. Y una vez de vuelta a casa, ofrecería su venganza como regalo a Vladimir Jirinovsky, el auténtico patriota de la rodina, la madre patria, que seguramente devolvería la gloria a la URSS si le dieran la oportunidad.
Las cavilaciones de Yuri fueron bruscamente interrumpidas al abrirse una puerta trasera de su taxi. Un pasajero con maletín de piel se metió en el coche.
Irritado, Yuri miró por el retrovisor. Era un hombre bajo, con bigote, con un caro traje italiano, camisa blanca y corbata de seda. Un pañuelo a juego le sobresalía del bolsillo de la chaqueta. Debía ser un hombre de negocios o un banquero.
—Union Bank, 820 de la Quinta Avenida —dijo el hombre. Se reclinó en el asiento y manipuló un teléfono móvil.
Yuri siguió mirándolo. Vio algo que no había visto al principio. El hombre llevaba un gorro judío.
—¿Qué pasa? —preguntó el hombre—. ¿No está de servicio?
—Sí —dijo Yuri con desgana antes de poner en marcha el taxímetro y luego miró al tráfico atascado. Era precisamente lo que le faltaba: un banquero judío, una de esas sanguijuelas que estaban acabando con el mundo.
Mientras el hombre telefoneaba, Yuri pudo avanzar lentamente la distancia de un coche entero. Al menos ahora estaba al borde del difícil cruce. Tamborileó sobre el volante y estuvo pensando en decirle al judío que se largara de su coche. Pero no lo hizo. Al fin y al cabo el tipejo le estaba pagando por estar allí sentado entre el tráfico.
—Vaya atasco —dijo el hombre tras acabar de hablar por teléfono. Se inclinó y metió la cabeza por el agujero que había en la mampara de plexiglás—. Puedo ir más deprisa andando.
—Como quiera —dijo Yuri.
—Tengo tiempo. Es agradable estar un rato sentado. Por suerte mi próxima reunión es a las diez y media. ¿Cree que podré llegar puntual a mi destino?
—Lo intentaré.
—Tiene usted acento ruso.
—Sí —dijo Yuri. Suspiró. Aquel tipo iba a volverle loco.
—Supongo que podría haberlo adivinado al leer el nombre en la licencia del taxi. ¿De qué parte de Rusia es usted, señor Yuri Davydov?
—De Rusia central.
—¿Muy lejos de Moscú?
—Unos mil doscientos kilómetros al este. En los Urales.
—Mi nombre es Harvey Bloomburg.
Yuri echó un vistazo a su cliente por el retrovisor. Le intrigaba por qué personas como Harvey querían contarle cosas personales. A Yuri no podía importarle menos cómo se llamaba Harvey.
—Acabo de volver de Moscú hace una semana —dijo Harvey.
—¿De verdad? —Se animó. Hacía mucho tiempo que Yuri no iba por allí. Recordaba el placer que había sentido la primera vez que visitó la plaza Roja con la catedral de San Basilio destellando como una joya arquitectónica. Nunca había visto nada tan hermoso y conmovedor.
—Estuve allí casi cinco días —dijo Harvey.
—Qué suerte. ¿Lo pasó bien?
—¡Ja! —dijo Harvey con desdén—. Estaba deseando marcharme. En cuanto acabé las reuniones me marché a Londres. Moscú está descontrolado, con tanta delincuencia y una caótica situación económica. Es un desastre.
Yuri sintió una nueva punzada de furia, sabiendo que los problemas actuales que asolaban Rusia habían sido creados por gente como Harvey Bloomburg y el resto de la conspiración sionista mundial. Sintió que se le enrojecía la cara, pero se mordió la lengua. Ahora sí necesitaba un vaso de vodka.
—¿Cuánto tiempo lleva en Estados Unidos? —preguntó Harvey.
—Desde 1994 —masculló Yuri, Llevaba sólo cinco años, pero le parecían diez. Pero recordaba el día en que llegó como si hubiera sido ayer. Había volado desde Toronto después de tres días de problemas con la inmigración estadounidense, a resultas de los cuales sólo obtuvo un visado temporal.
La odisea de Yuri para alcanzar Estados Unidos había sido agotadora y le costó un año. Había empezado en Novosibirsk, Siberia, donde trabajaba en una compañía gubernamental llamada Vector. Había estado allí once años, pero perdió el puesto cuando la compañía redujo personal. Por suerte había ahorrado unos cuantos rublos antes de ser despedido, y mediante una combinación de avión, tren y amables camioneros consiguió llegar a Moscú.
En Moscú sobrevino el desastre. A causa de la delicada naturaleza de su trabajo anterior la FSK (sucesora del KGB) fue notificada cuando tramitó el pasaporte. Yuri fue detenido y enviado a la prisión de Lefortovo. Después de unos meses consiguió salir accediendo a trabajar en otras instalaciones del gobierno en Zagorsk. El problema era que no le pagaban, al menos en dinero. Le daban vodka y papel higiénico en lugar de efectivo.
Huyendo en la quietud de la noche la tarde anterior a unos días de vacaciones de invierno, hizo autostop a lo largo de los mil seiscientos kilómetros que le separaban de Tallinn, Estonia. Fue un viaje terrible, lleno de contratiempos, enfermedades, heridas, casi inanición y un frío inimaginable. Fue el tipo de dificultades que los ejércitos de Napoleón y Hitler tuvieron que padecer con desastrosos resultados.
Aunque los estonios no fueron muy amables con él por ser ruso, y unos jóvenes le golpearon una noche, Yuri pudo ganar el dinero suficiente como para comprar papeles falsos que le permitieron conseguir un trabajo en un carguero que recorría el Báltico. En Suecia pidió asilo, pero se lo denegaron aunque le permitieron quedarse temporalmente. Le dejaron trabajar en pequeñas cosas para ganar lo suficiente para un billete de avión a Toronto y luego a Nueva York. Cuando finalmente llegó a Estados Unidos, se inclinó como el Papa y besó el suelo.
Hubo muchas ocasiones durante los largos y desesperados intentos de Yuri por llegar a Nueva York en los que se sintió tentado de darse por vencido. Pero no lo hizo. Durante toda la odisea le empujaba la idea de la promesa americana: libertad, riqueza y buena vida.
Una mueca burlona se extendió por su rostro. ¡Vaya buena vida! Era más bien una broma cruel. Conducía un coche durante doce y a veces catorce horas diarias para sobrevivir. Los impuestos, el alquiler, la comida y la sanidad para él y para la gorda esposa con la que se había tenido que casar para conseguir la residencia le estaban matando.
—Tiene que dar gracias a Dios por haber podido salir de Rusia cuando lo hizo —dijo Harvey—. No sé cómo se las arregla la gente.
Yuri no contestó. Quería que Harvey se callara. De pronto, el tráfico se despejó. Pisó el acelerador y el coche brincó haciendo caer a Harvey hacia atrás en su asiento. Los neumáticos chirriaron.
—¡Eh, que mi reunión no es tan importante! —gritó Harvey desde el asiento de atrás.
Cuando se acercaban a un nuevo cruce y un semáforo en rojo, Yuri pisó el freno. El coche empezó a derrapar y se precipitó entre un autobús y una furgoneta aparcada, deteniéndose bruscamente tras un camión de la basura.
—¡Dios mío! —gritó Harvey—. ¿Qué trabajo hacía usted en Rusia? No me diga que era piloto de coches de carreras.
Yuri no contestó.
Harvey se inclinó hacia adelante.
—Me interesa —dijo—. ¿Qué hacía usted? La semana pasada conocí a un taxista que daba clases de matemáticas antes de venir aquí. Dijo que había estudiado para ingeniero eléctrico. ¿Puede creerlo?
—Puedo creerlo. Yo también estudié ingeniería. —Yuri sabía que estaba exagerando, ya que sólo había sido un técnico, no un ingeniero, pero no le importaba.
—¿Qué tipo de ingeniería?
—Biotecnológica. —El semáforo cambió y él pisó el acelerador. En cuanto pudo, salió de detrás del camión de la basura y se dirigió a la parte alta de la ciudad, tratando de sincronizarse con los semáforos.
—Un pasado muy interesante —dijo Harvey—. ¿Cómo es que todavía está conduciendo un coche? Tengo entendido que sus conocimientos son muy solicitados. La biotecnología es uno de los campos que están creciendo más rápidamente.
—Tengo problemas para acreditar mis estudios —dijo Yuri.
—Vaya. Le aconsejo que siga intentándolo. Al final merecerá la pena.
Yuri no contestó. No iba a enfrentarse más con la indignidad de seguir intentándolo. No se iba a quedar allí.
—Ah, menos mal que ganamos la guerra fría —dijo Harvey—. Al menos los rusos tienen un poco de prosperidad y libertades básicas. Sólo espero que no lo echen todo a perder.
La irritación de Yuri se convirtió en rabia. Le enfurecía oír la falsedad de que América había ganado la guerra fría y destruido el imperio soviético. La Unión Soviética había sido traicionada desde dentro: primero por Gorbachov y sus estúpidas glasnost y perestroika y luego por Yeltsin, por la única razón de alimentar su ego.
Yuri aceleró hacia la parte alta, sorteando el tráfico, saltándose semáforos y asustando a los peatones.
—¡Eh! —gritó Harvey—. ¡Vaya más despacio, demonios! ¿Qué le pasa?
Yuri no respondió. Odiaba la prepotente superioridad de Harvey, sus ropas caras, su maletín y, por encima de todo, su estúpido gorrito encasquetado en un cabello escaso y ralo.
—¡Eh! —chilló Harvey. Golpeó la mampara de plástico—. Vaya más despacio o llamo a la policía.
La advertencia acerca de la policía pudo con la furia de Yuri. Lo último que quería era un altercado con las autoridades. Levantó el pie del acelerador y respiró profundamente para calmarse.
—Lo siento —dijo—. Sólo trataba de hacerle llegar a tiempo a su reunión.
—Preferiría llegar vivo.
Yuri mantuvo la velocidad dentro de los límites normales mientras se abría paso hasta la Quinta Avenida. Una vez allí, se dirigió hacia el sur. Dos manzanas más allá se detuvo frente al Union Bank.
Harvey salió del taxi. De pie en la acera, contó el importe centavo a centavo y depositó la suma en la mano de Yuri.
—¿No hay propina? —preguntó éste.
—Merece usted una propina como yo que me claven un pincho en un ojo. Tiene suerte de que le pague. —Se dio la vuelta y se dirigió a las puertas giratorias del elegante edificio de granito y cristal del banco.
—¡De cualquier modo no esperaba una propina de un cerdo sionista! —le chillo Yuri.
Harvey le enseñó el dedo medio antes de desaparecer.
Yuri cerró los ojos. Tenía que mantener el control para no hacer alguna estupidez. Rogó que Harvey Bloomburg viviera en el Upper East Side, porque aquélla era la zona de la ciudad que Yuri iba a devastar. Advirtió que abrían la puerta trasera de su coche y alguien entraba. Se giró en redondo.
—No estoy libre —dijo—. ¡Salga!
—Lleva la señal de libre —dijo una mujer indignada. Llevaba un maletín de Louis Vuitton y un ordenador portátil.
Yuri apagó la señal.
—Ya no —gruñó—. ¡Fuera!
—Oh, por Dios —murmuró la mujer, que agarró sus carteras y salió del coche dejando la puerta trasera abierta. Caminó hacia la acera, miró a Yuri de arriba abajo con una mirada condescendiente y llamó a otro taxi.
Yuri sacó la mano por la ventanilla y empujó la puerta abierta, que se cerró. Luego se incorporó al tráfico y se dirigió hacia la parte baja de la ciudad. De momento no tenía humor para pelearse con más ejecutivos altaneros, sobre todo si eran banqueros judíos. Quería solazarse pensando en su venganza, y para eso necesitaba corroborar que su agente era tan mortal como imaginaba. Ello significaba comprobar lo de Jason Papparis.
La oficina de la Compañía de Alfombras Corintias estaba en la calle Walker, al sur de la calle Canal. Estaba situada en un almacén a nivel de calle, con un par de deslucidas alfombras turcas de dibujos geométricos y unas pieles de cabra en los escaparates. Yuri aminoró la marcha a medida que se acercaba. La puerta tenía un cartel dorado. Estaba cerrado, pero Yuri sabía que eso no significaba nada. Cuando exploró inicialmente el lugar, pasando innumerables veces por allí, siempre había visto la puerta cerrada.
Se metió en una zona de carga y descarga al otro lado de la calle, desde donde podía ver la entrada, y aparcó. Había decidido esperar aunque no sabía exactamente qué. De algún modo tenía que averiguar el estado de salud de Jason Papparis. Estaba seguro de que el hombre ya había recibido el sobre de Servicios de Limpieza ACME.
La espera tranquilizó a Yuri, y pensar en el siguiente paso de aquel plan de gran envergadura le excitó. Podría decir a Curt Rogers que el ántrax era potente. Eso significaba que lo único que quedaba por comprobar era la toxina del botulismo. Para el día decisivo Yuri había decidido usar dos agentes mejor que uno. Quería eliminar cualquier tipo de fallo técnico. Los dos agentes mataban de un modo diferente, incluso aunque los dos se difundieran por vía aérea.
Metió la mano debajo del asiento y sacó su petaca. Se merecía un trago de vodka. Después de asegurarse de que no le veía nadie, bebió un largo sorbo del fuerte licor. Suspiró cuando una sensación de calor se extendió deliciosamente por su cuerpo. Ahora se sentía incluso más tranquilo. Era capaz hasta de apreciar que recientemente había habido algunos episodios brillantes en su vida.
Una de las cosas más afortunadas que le habían ocurrido desde que llegó a Estados Unidos fue conocer a Curt Rogers y al amigo de Curt, Steve Henderson. Y establecer una relación con ellos. Era una relación que había convertido la fantasía vengativa de Yuri en una realidad posible. La reunión inicial tuvo lugar por pura casualidad. Tras un larguísimo día de verano conduciendo, Yuri se detuvo en un bar minúsculo llamado Orgullo Blanco en Bensonhurst, Brooklyn. Hacía tiempo que su petaca se había secado y necesitaba hasta tal punto un trago de vodka que no podía esperar a llegar a casa en Brighton Beach.
Pasaban de las once de la noche y el lugar estaba repleto, oscuro y lleno de ruido con el rock duro de Screwdriver reverberando en las paredes. Los clientes eran rudos jóvenes blancos trabajadores con las cabezas afeitadas, camisetas sin mangas y profusión de tatuajes. Yuri podía haberlo adivinado. Fuera había visto una serie de resplandecientes Harleys adornadas con pegatinas nazis, justo enfrente de la puerta del bar.
Recordaba haber dudado en el umbral mientras decidía si entrar o no. Su intuición le decía que el peligro estaba en el aire, igual que los miasmas sobre un pantano. La gente le miró con hostilidad. Tras una indecisión momentánea, se arriesgó a entrar por dos razones. Una era el miedo a que la huida provocase una persecución, igual que escapar de un perro feroz pero indeciso. La otra era que realmente necesitaba el vodka y que todos los bares de Bensonhurst serían seguramente igual de intimidantes. Se sentó en un taburete y apoyó los codos en la barra. Mantuvo los ojos al frente. En cuanto pidió su copa, su acento provocó un remolino. Varios jóvenes de expresión arrogante le rodearon. Pero cuando Yuri pensaba que estaba a punto de producirse algún problema, los gamberros se apartaron y apareció un hombre de buen aspecto, de treinta y tantos o cuarenta años, al que los jóvenes parecían respetar.
El recién llegado tenía el pelo rubio ceniza, era alto y esbelto. Llevaba el pelo corto, pero no afeitado. El estilo era más bien militar. También llevaba camiseta, pero limpia, de manga corta y al parecer planchada. Había un dibujo pequeño de un sombrero de bombero en la parte de arriba. Debajo decía: Compañía Motorizada 7. Contrariamente a los cabezas rapadas, parecía tener un solo tatuaje: una banderita estadounidense en el brazo derecho.
—No sé si eres valiente o estúpido viniendo aquí sin ser invitado, amigo —dijo—. Es un club privado.
—Lo siento —masculló Yuri y empezó a levantase. Pero el hombre rubio le puso una mano en el hombro para que siguiera sentado.
—Pareces ruso —dijo.
—Lo soy.
—¿Eres judío?
—¡No! —le espetó Yuri—. En absoluto. —La pregunta le había sorprendido.
—¿Vives en Brighton Beach?
—Así es —dijo Yuri nervioso. No sabía hacia dónde iba la conversación.
—Creí que todos los rusos de allí eran judíos.
—Yo no —dijo Yuri. El hombre sabía de lo que estaba hablando. La mayoría de inmigrantes rusos de Brighton Beach eran judíos. Era una de las razones por las que Yuri tenía tan pocos amigos. Había toda clase de organizaciones judías que acogían a sus compañeros refugiados. Los judíos habían sido los únicos a los que se les había permitido salir de Rusia durante el régimen comunista, así que ya había una comunidad respetable allí cuando cayó la URSS. Yuri fue ignorado por no tener religión.
—¿Detecto una actitud negativa hacia las creencias judías? —preguntó el hombre rubio.
Los ojos de Yuri se posaron en algunos de los eslóganes que adornaban las camisetas de muchos de los cabezas rapadas. Vio cosas como:
EL HOLOCAUSTO ES UN MITO SIONISTA
Y
ABAJO CON EL GOBIERNO DE EE. UU. OCUPADO POR SIONISTAS.
Al ver aquello, a Yuri le pareció oportuno reconocer su tendencia antisemita.
Yuri nunca había pensado mucho en los judíos hasta las recientes elecciones presidenciales rusas. Fue entonces cuando se sintió atraído por la retórica del neofascista Vladimir Jirinovsky y el neocomunista Gennedy Zyuganov. Debido a la toska y a su herido orgullo nacionalista, había sido presa fácil de ambas teorías demagógicas cargadas de cabezas de turco.
—¿Sabes? Creo que te hemos juzgado mal, amigo —dijo el hombre rubio cuando Yuri admitió su racismo. Le palmeó la espalda—. No sólo eres bienvenido a beber aquí, sino que te invito a otra.
El rubio chasqueó los dedos al barman, que se había apartado temiendo un enfrentamiento. El barman trajo la botella de vodka y le llenó el vaso a Yuri.
—Me llamo Curt Rogers —dijo el rubio. Se acomodó en el taburete junto al de Yuri—. Y éste de aquí es Steve Henderson. —Curt señaló con un gesto a un tipo sentado al otro lado de Yuri. Aunque Steve era más musculoso que Curt, se parecía a él, sobre todo en el modo de vestir. Su camiseta tenía el mismo dibujo.
El primer encuentro había traído otros muchos ya que los tres hombres compartían opiniones similares en otros temas, aparte del antisemitismo. Coincidían especialmente con respecto a sus opiniones acerca del actual gobierno estadounidense.
—Todo el maldito follón es ilegal, opresivo e inconstitucional —susurró Curt cuando surgió el tema por primera vez—. Y sólo hay una solución. El gobierno de Estados Unidos tiene que ser derrocado por la fuerza. No hay otro modo. Y tiene que ser pronto porque los sionistas se están haciendo más fuertes cada día.
—¿De verdad? —había preguntado Yuri. Le sorprendió oír que había americanos a quienes no les gustaba el gobierno. Y según Curt, que era una autoridad en todos los aspectos del gobierno estadounidense así como en historia americana, los descontentos no eran sólo una pequeña minoría. Los patriotas, como los llamaba Curt, estaban diseminados por todo el país, todos fuertemente armados y esperando la señal para alzarse en una revuelta.
—Toma nota de lo que digo —susurró Curt en otra ocasión—. Sé de fuentes fidedignas que el gobierno está entrenando tropas de gurkhas en Montana con miles de helicópteros negros. A menos que se haga algo contra este gobierno espurio, van a salir de su base en un futuro próximo y van a quitar todas las armas a cada maldito patriota. Entonces nos encontraremos indefensos ante los sionistas de todo el mundo.
Por entonces Yuri no sabía qué significaba «fidedignas» pero no preguntó, ya que había captado la esencia del mensaje de Curt. El gobierno de Estados Unidos era más perverso y peligroso de lo que había imaginado. También estaba claro que tanto él como Curt querían solucionar algo y sin duda podrían ayudarse mutuamente, ya que ambos podían hacer algo que el otro no podía hacer. Yuri tenía la experiencia tecnológica y los conocimientos necesarios para fabricar un arma biológica de destrucción masiva, mientras que Curt disponía de gente que podía conseguir el equipamiento y materiales necesarios. Curt había puesto en marcha una milicia de cabezas rapadas, el Ejército del Pueblo Ario, tropas de choque que obedecerían cualquier orden que les diese.
—¿Un pulverizador de insecticida agrícola? ¡No hay problema! —dijo Curt en respuesta a una de las primeras peticiones de Yuri. Podemos robar uno en Long Island cuando sea necesario. Los usan para fumigar las plantaciones de patatas. La mayor parte del tiempo están allí tirados esperando a que alguien se los lleve.
Unas semanas más tarde, bebiendo vodka helado, Curt, Yuri y Steve establecieron un pacto para poner en marcha lo que llamaban Operación Glotón. Yuri no sabía qué era un glotón y Curt le explicó que era un animal pequeño, muy feroz y astuto. En aquel momento Curt le guiñó un ojo a Steve porque glotón se refería realmente a un grupo de jóvenes que salían en una película clásica de supervivencia llamada Aurora roja. Era la película favorita de Curt y Steve. En ella los Glotones habían derrotado al ejército ruso entero, que quería invadirles.
Yuri hubiera querido llamar al plan Operación Venganza, pero cedió cuando Curt y Steve se mostraron inflexibles con el nombre de Glotón. Curt explicó que el nombre tendría un significado evidente para los grupos clandestinos de extrema derecha.
Tras haberse acabado el vodka, se sintieron muy excitados. Su relación era, en palabras de Curt, un matrimonio celestial.
—Tengo la sensación de que va a ser la chispa que enciende la mecha —había dicho—. Algo así de grande que ocurra en Nueva York está destinado a dar la señal de partida para la revolución generalizada. Hará que lo ocurrido en Oklahoma parezca una broma infantil.
A Yuri no le importaba que la Operación Glotón fuese el origen de un alzamiento general. Sólo quería golpear con dureza en la sucia cara a Estados Unidos. Cualquier gloria que pudiese alcanzar se la cedería de buena gana al movimiento de Jirinovsky y al resurgimiento del imperio soviético.
Un golpe repentino en el guardabarros de Yuri le sacó de sus ensoñaciones. Se giró y vio a una vigilante de parquímetros.
—Tiene que marcharse de aquí —dijo la mujer—. Esto es carga y descarga.
—Lo siento. —Puso en marcha el vehículo y se marchó.
Pero no fue muy lejos. Se limitó a dar la vuelta a la manzana y volver al mismo sitio. La vigilante estaba ya lejos, avanzando en dirección opuesta.
Yuri encendió las luces de emergencia, como si estuviera esperando a un pasajero, y bajó del coche. Nadie había salido ni entrado de la Compañía de Alfombras Corintias durante la media hora que había estado vigilando. Cruzó la calle. Haciéndose pantalla con las manos se apoyó contra la puerta de cristal de la oficina y oteó. El lugar estaba vacío y no había luces encendidas. Trató de abrir la puerta. Cerrada.
Caminó unos pasos y entró en una tienda vecina. Había visto a varias personas entrando y saliendo de ella mientras permanecía en el taxi. Era una tienda de filatelia. Dentro reinó un silencio sepulcral cuando las campanillas de la puerta dejaron de tintinear. El propietario salió de la trastienda con lentes trifocales ajustados sobre una nariz bulbosa. En su cabeza calva llevaba un gorro judío; Yuri pensó que debía de estar pegado con cola.
—Me han llamado para que recoja al señor Papparis, de la Compañía de Alfombras Corintias —explicó Yuri—. Ése de ahí fuera es mi taxi. Pero la compañía está cerrada. ¿Conoce al señor Papparis?
—Naturalmente.
—¿Le ha visto? ¿O sabe algo de él?
—No le he visto en todo el día. Pero eso no es raro. Nuestros caminos raramente se cruzan.
—Gracias —dijo Yuri.
—De nada.
Fue al almacén que había al otro lado de Alfombras Corintias. Recibió la misma respuesta. Entonces volvió al taxi y pensó en qué hacer a continuación. ¿Llamar a los hospitales cercanos? No, porque no sabía dónde vivía Papparis. Se le ocurrió buscar en una guía telefónica el número de Papparis, pero llamar a su casa sería temerario. Hasta entonces Yuri había sido en extremo cuidadoso y no deseaba correr riesgos innecesarios. Para lo que tenía pensado hacer en Nueva York, era mejor no poner a nadie sobre aviso.
Se marchó. Cuando llegó a la esquina de la calle Walker y Broadway se le ocurrió que apenas había seis manzanas hasta el cuartel de bomberos de Curt y Steve en la calle Duane. Aunque Yuri nunca había visitado el lugar de trabajo de sus socios, decidió pasarse por allí. No podía confirmar aún que el ántrax fuera potente, una cuestión que a Yuri le parecía meramente teórica, pero podía al menos informarles que el proceso estaba en marcha. Eso era muy emocionante porque significaba que la Operación Glotón se había iniciado de verdad. La planificación y los preliminares se habían acabado. Ahora era sólo cuestión de producir cantidades suficientes y de dispersarlas.