Martes 19 de octubre. 19.30 h.
A Jack le gustaba trabajar hasta tarde. Como había pocas personas en el edificio y ninguna llamada de teléfono que le distrajera, podía hacer mucho más que durante la jornada laboral. La única persona que había visto durante la hora anterior era uno de los conserjes, que se había asomado a la puerta con una gran mopa.
Para ser más eficiente se distribuía las cosas por todo el despacho, agrupando tareas similares para diferentes casos en los mismos sitios. Incluso se apropiaba del escritorio de Chet, donde había colocado su microscopio para examinar los portaobjetos histológicos. Aprovechando las ruedas de su silla se movía de un punto a otro.
—Dios mío, no tengo hogar —dijo una voz, rompiendo el silencio.
Era Chet, que contemplaba tristemente su escritorio ocupado.
—¡Hombre, el forense desaparecido! —dijo Jack—. ¡Hablando de salir a hacer trabajos de campo! ¿Dónde has estado? No te he visto desde esta mañana temprano.
—Te dije que iba a la conferencia de patología.
—¿Me lo dijiste?
—Claro que te lo dije —replicó Chet—. En la sala de identificación esta mañana, cuando tomábamos café.
—Lo siento, supongo que se me olvidó —dijo Jack. Recordaba haber estado preocupado por las disculpas que tenía que pedirle a Laurie.
—Parece que ha pasado un ciclón por este despacho.
—Supongo que vas a trabajar. Retiraré mis cosas de tu escritorio.
—No, no te molestes por mí. Sólo he pasado a recoger mi maletín. Tengo dentro la ropa de deporte. Me voy al gimnasio.
—¿Estás seguro de que no quieres que quite mis cosas?
—Seguro —dijo Chet. Saltó alegremente por encima de las carpetas que Jack había colocado por el suelo—. Tendrías que haber venido a la conferencia. Fue una de las mejores que he oído.
—¿De verdad? —preguntó Jack sin interés. Dirigió su atención al caso del prisionero bajo custodia cuyos portaobjetos habían llegado milagrosamente pronto del laboratorio de histología.
—El último seminario fue especialmente interesante —continuó Chet. Abrió el cajón de arriba de su archivador y sacó su maletín.
—Ya sé lo que son esos zoólogos.
—Resultó tan buena porque había varios veterinarios municipales. Me quedé asombrado al ver la cantidad de enfermedades animales con las que luchan constantemente. Es increíble.
—No me digas —repuso Jack con vaguedad, intentando encontrar los portaobjetos del cerebro de David Jefferson, en especial las secciones del lóbulo temporal.
—Y no estoy hablando sólo de las que oímos hablar en los medios de comunicación, como la rabia en los mapaches. De hecho uno de los chicos dijo que precisamente hoy había habido una gran mortandad de ratas de alcantarilla en Brooklyn, en la zona de Brighton Beach.
La cabeza de Jack se alzó súbitamente.
—¿Qué dices?
—Como de costumbre, no estabas escuchándome —se quejó Chet.
—Sólo me he perdido la última parte.
Chet repitió lo que había dicho de las ratas.
—¿Y fue en Brighton Beach? —Jack se quedó pensativo.
—¡Sí! —dijo Chet, ligeramente ofendido. Le irritaba el modo en que Jack le ignoraba—. ¿Por qué te sorprende Brighton Beach?
Jack no respondió. Estaba como en trance.
—¡Hola! —exclamó Chet, moviendo la mano delante del rostro de Jack—. ¡La Tierra a Jack! ¡Habla, por favor! —Meneó la cabeza—. Dios mío, no usaba esa frase desde tercero.
—¿De qué murieron las ratas? ¿Era una epidemia o algo así?
No han determinado la causa aún. Pero están muy preocupados. Y para que el misterio sea aún mayor, varias ratas muertas tenían úlceras cutáneas que han resultado ser ántrax.
—¡Vaya! —exclamó Jack—. ¿Creen que las demás tenían ántrax?
—No, en absoluto. Han descartado las bacterias como culpables, incluido el ántrax. Se están centrando más bien en algún tipo de virus. El ántrax no es más que un detalle curioso.
—Es la segunda vez que oigo hablar de Brighton Beach hoy —dijo Jack—. Y antes ni siquiera sabía que existiera.
—Lo que me sorprendió fue saber que ese tipo de problema, quizá no tan fuerte como con las ratas, ocurre continuamente. Pero no oímos hablar de ello. Esos epidemiólogos veterinarios son unos chicos muy ocupados.
—¿Tienen alguna idea de dónde procedía el ántrax? —preguntó Jack.
—No. Pero les ha hecho pensar que quizá algunas ratas lo tuviesen como huésped, cosa que no mencionan los libros de texto. Te digo que es una cosa fascinante.
—Deja que te hable de mi caso de Brighton Beach. ¿Tienes un minuto?
—Si no es muy largo —contestó Chet mirando el reloj—. No quiero perderme esta clase de aeróbic. Hay una chica con una figura como para morirse que sólo viene los martes por la noche.
Jack le hizo una rápida sinopsis del asunto de Connie Davydov, insistiendo en el misterio del diagnóstico. Enumeró todos los agentes que había tenido en cuenta y luego preguntó a Chet si se le ocurría algo.
Chet hizo una mueca y negó con la cabeza.
—Creo que has pensado en todo.
—Es bastante curioso que Connie Davydov muera de repente de lo que parece un envenenamiento misterioso el mismo día en que hay una importante mortandad de ratas en la misma zona.
—¡Vaya! —dijo Chet con una sonrisa—. Es una asociación un poco complicada, a menos, claro que la señora Davydov hubiera estado cierto tiempo en las cloacas durante las veinticuatro horas anteriores o que unas cuantas ratas se pasasen por su casa.
Jack se mesó el pelo mientras se reía de las absurdas sugerencias de Chet.
—Claro, tienes razón. Pero que extraña coincidencia; aclara la mente si añadimos el ántrax al cuadro y el caso de ántrax humano que tuve ayer aquí en Manhattan.
—Bueno, voy a tener que dejarte para que pienses en esos misterios —dijo Chet—. Mientras yo voy a pensar en otro mucho más divertido en la clase de aeróbic.
—Perdone, doctor Stapleton.
Era Peter Letterman, de pie en la puerta con su larga bata blanca y las inevitables manchas de colores en ella. Llevaba en la mano un papel impreso por el ordenador.
—¡Peter! —dijo Jack animadamente. Buscó en la cara del chico un rastro de las noticias que traía, pero sus delicados rasgos no revelaban nada.
—He hecho todas las pruebas que me sugirió —dijo Peter.
—¿Y? —preguntó Jack expectante. Era como esperar la apertura del sobre en la ceremonia de los Oscar. Peter le tendió el papel. Jack lo estudió sin entender nada de lo que veía.
—Todo ha resultado negativo —dijo Peter con aspecto culpable—. No he encontrado nada.
—¿Nada? —Jack levantó la vista, desilusionado.
Peter negó con la cabeza.
—Lo siento. Sé que esperaba que algo diera positivo, así que he hecho alguna de las pruebas varias veces. Todo ha resultado negativo.
—¡Mierda! —exclamó Jack. Alzó las manos—. Vaya intuición que tengo. No sirvo para esto.
—¿Buscaste monóxido de carbono? —preguntó Chet.
—Desde luego.
—¿Y cianuro?
—Todo lo que me había pedido el doctor Stapleton más unas cuantas drogas que no mencionó.
—Muchas gracias —dijo Jack—. De momento puede que no parezca tan agradecido como debería, pero te agradezco que te quedaras hasta tan tarde y que hayas hecho esto.
—Si se le ocurre otra cosa que pueda buscar, llámeme.
—De acuerdo.
Peter se marchó.
—Bueno —dijo Jack. Arrojó su lápiz sobre el escritorio. Luego empezó a reunir todos los papeles dispersos de los diversos casos y los metió en sus respectivas carpetas.
—Si se me ocurre algo que se pueda buscar, te llamo.
Jack le sonrió débilmente y siguió recogiendo.
—¿Te vas a casa? —preguntó Chet.
—Sí. Creo que yo también necesito un poco de actividad física.
Tras despedirse Chet se marchó. Mientras Jack colocaba el microscopio sobre su propio escritorio, pensaba en los extraños acontecimientos que habían sucedido durante las veinticuatro horas anteriores. Todo era un misterio, pero tuvo que sonreír. Aquellos enigmas eran lo que más le gustaba de su trabajo.
Después de cerrar la puerta de su despacho Jack miró por el pasillo hacia la de Laurie. Estaba cerrada. Evidentemente se había marchado sin decir adiós. Se encogió de hombros. No tenía ni idea de qué hacer con ella.
Abajo, quitó el candado a su bicicleta y salió a la calle. Montó y se dirigió hacia la Primera Avenida.
Como de costumbre, el viaje a casa era una oportunidad para relajarse. El tráfico de hora punta ya había disminuido y pudo correr. El sol se había puesto una hora antes y el cielo era de un azul violeta plateado que viraba al índigo. En medio del oscurecido parque pudo ver incluso las estrellas brillando en el firmamento.
Al enfilar su calle se dirigió hacia la valla de tela metálica que separaba la cancha de baloncesto de la acera. Cuando se detuvo vio lo que quería ver: un partido jugándose. Cuando los chicos se acercaron por la cancha en su dirección vio a Warren y Flash jugando, pero en diferentes equipos.
Con una sensación de urgencia Jack subió la bicicleta hasta su apartamento y se cambió de ropa. Luego bajó corriendo y cruzó la calle. Cuando llegó al partido, estaba ligeramente sin aliento.
Por desgracia había empezado otro juego durante el tiempo que Jack tardó en cambiarse, lo que significaba que tendría que esperar uno o quizá dos juegos para unirse al alegre grupo. Como de costumbre, el equipo de Warren había ganado así que él aún estaba en la cancha. Flash estaba de pie en medio de los que esperaban para jugar. Jack se acercó a él.
—Hola, tío, ¿qué pasa contigo? —dijo Flash en cuanto le vio.
—Todo bien. ¿Y tú?
—De momento —contestó Flash con los ojos fijos en el juego—. Estaría mejor si hubiéramos ganado el último juego.
—Escucha. Le he entregado a la doctora O’Connor la muestra que recogí en tu hermana hoy. Están en ello. Quería asegurarme de que tendrás paciencia y que no harás ninguna tontería.
—Estoy tranquilo.
—Me alegro —dijo Jack. A pesar de los resultados negativos de las pruebas que había hecho Peter, Jack seguía inclinado a pensar que Connie había sido envenenada de un modo u otro—. Siento curiosidad por saber dónde vivía. Dijiste que era una zona con pequeños chalets de madera. ¿Es una zona histórica?
—No creo que sea histórica —dijo Flash—. Pero es vieja.
—¿Cómo de vieja?
—Tío, yo qué sé. ¿Por qué coño lo preguntas?
Jack se encogió de hombros.
—Como te he dicho, siento curiosidad. No hay muchas zonas de Nueva York donde haya todavía chalets. ¿Podrían tener cien años?
—Supongo que sí —dijo Flash—. Creo que fueron chalets de veraneo en alguna época.
Jack asintió mientras trataba de visualizar un grupo de viejas casas de madera construidas como chalets de veraneo hacía cien años. La fontanería debía de ser rudimentaria en el mejor de los casos. De hecho quizá tuvieran fosas sépticas en vez de estar conectados al alcantarillado.
—¿Cuál era la dirección? —preguntó—. ¿El 15 de Ocean View Lane?
—Sí, eso es —dijo Flash—. ¿Por qué lo preguntas? ¿Vas a ir allí?
—Tal vez. A veces los forenses tienen que visitar el lugar del fallecimiento para reconstruir los hechos. Pero eso es cuando el cuerpo sigue donde fue encontrado.
—Pero me dijeron que Connie murió en el hospital de Coney Island.
—Es verdad —repuso Jack. Dio a Flash una palmada en la espalda—. Pero se supone que fue en su cuarto de baño donde se encontró mal. En cualquier caso, te mantendré informado.
—Gracias, doc.
Jack recogió una pelota y se acercó a una de las canastas laterales. Pensó en calentar un poco haciendo unos lanzamientos.
Mientras lo hacía reflexionaba sobre la coincidencia de que Connie muriera a causa de un veneno desconocido, posiblemente en su cuarto de baño, en la misma zona donde había habido una mortandad de ratas.
Jack lanzó la pelota a la canasta y luego la contempló botar, cada vez menos hasta que se detuvo. La mente le funcionaba sin parar. Por demencial que pareciera la idea, no podía evitar preguntarse si Connie y las ratas habían muerto a causa del mismo agente. ¿Y si había sido algún tipo de gas que salió por los desagües del baño de Connie? El problema era que el gas de las cloacas apestaba, y los enfermeros lo habrían notado.
—Oh, es imposible —se dijo Jack en voz alta.
Se inclinó y recogió la pelota. Trató de pensar en otras cosas, pero no pudo. Mientras lanzaba tiros de práctica su mente seguía cavilando acerca de Connie, las ratas e imágenes de los chalets de veraneo de Brighton Beach.
Laurie colocó la carta de postres en la mesa y negó con la cabeza.
—Estoy repleta —dijo—. No puedo tomar postre.
—¿Te importa que pida algo que podamos compartir? —preguntó Paul—. Sé cuánto te gusta el chocolate.
—Claro —respondió ella—. Siempre que asumas que tendrás que comerte la mayor parte. Pero me tomaré un cappuccino descafeinado.
—¡Marchando! —dijo Paul. Alzó la mano para llamar al camarero.
La velada había sido agradable y Laurie se encontraba bastante mejor de lo que se sentía antes, tras hablar con Lou y Jack.
Cuando Laurie llegó a casa había pensado en cancelar los planes que había hecho con Paul una semana antes para ir al ballet en el Lincoln Center y luego a cenar. Pero después de un rato sola decidió que aquella información que le habían proporcionado Lou y Jack no requería una confrontación desagradable. No confiaba enteramente en que fuese cierto, e incluso si lo era, estaba más que dispuesta a oír una explicación. Lo que más la había alterado era lo sorprendente que era todo aquello.
—¿Un poco de vino para el postre? —preguntó Paul.
Laurie sonrió y negó con la cabeza. Ya habían tomado un estupendo vino tinto con la cena y ella estaba disfrutando de sus efectos. Sabía cuándo había tomado el alcohol suficiente.
Paul había llegado a buscarla con más flores y una disculpa por el leve altercado de la mañana. Le aseguró que entendía sus compromisos con el trabajo e incluso llegó a decir que admiraba y valoraba que estuviese tan comprometida.
Laurie se había sentido tentada de sacar el tema del trabajo de Paul en el contexto de su conversación acerca del de ella, pero se abstuvo. Ante sus sinceras disculpas no quería enturbiar el ambiente. Esperaría una oportunidad mejor.
Entonces hubo otra sorpresa. Paul le dijo que había conseguido cambiar el viaje a Budapest al fin de semana siguiente con la esperanza de que su agenda le permitiera ir. Incluso dijo que tenía toda la semana para decidirse.
Llegó el postre, una obra de arte de chocolate. En el centro era un pastel de chocolate húmedo, oscuro y sin harina al que Laurie no pudo resistirse. Tras probarlo chasqueó los labios con delicia.
Paul había pedido un coñac. Cuando llegó, lo hizo girar, lo olió y lo probó. Satisfecho, se reclinó en su asiento y sonrió. Era la imagen de la satisfacción.
—Hay algo que quiero preguntarte, Paul —dijo Laurie, con la sensación de que no habría mejor momento para sacar el tema del trabajo—. Sé que cuando te hice la pregunta esta mañana, parecía belicosa. No pretendía serlo y desde luego no pretendo serlo ahora, pero me gustaría saber en qué tipo de negocio trabajas.
Paul miró a Laurie con sus ojos color carbón.
—¿Por qué quieres saberlo? —repuso con voz tranquila.
—Como tu futura esposa, creo que querrías que lo supiera —dijo ella con cierta sorpresa. No esperaba esa respuesta—. Si tú no supieras lo que hago, estaría sin duda deseando decírtelo.
—Mi respuesta esta mañana fue preguntar si importaba —dijo Paul—. ¿Importa?
—Podría ser. Mira mi trabajo, por ejemplo. Mi madre tiene la equivocada idea de que es repugnante. A ti podría parecerte lo mismo.
—Pues no es así.
—Me alegro —dijo Laurie—. Pero ya ves. No creo que mi madre se hubiera casado con mi padre si él hubiera sido forense; al menos eso creo.
—¿Tratas de decirme que si mis negocios son algo que no apruebas no te casarías conmigo?
—Paul, esto no es una pelea. La verdad es que me estás asustando convirtiendo esta conversación en algo que no tendría que ser. Por favor, dime en qué trabajas.
—Negocios.
—Muy bien, eso es un principio. —Miró hacia la superficie en espiral de su cappuccino—. ¿Podrías ser un poco más específico?
—¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio?
—No, Paul. Sólo es una conversación.
—¡Una conversación muy entretenida! —replicó Paul sarcásticamente.
—¿Por qué te pones a la defensiva? No pareces tú.
—Me pongo a la defensiva porque mucha gente tiene la misma respuesta prosaica acerca del negocio de las armas.
—¿Y tú crees que yo voy a tener la misma respuesta?
—Es posible.
—¿Qué vendes?
—Vendo armas. ¿No es suficiente? ¿No podemos hablar de otra cosa?
—¿Quieres decir cañones, bombas o pistolas?
—Un poco de todo. Lo que me pidan.
—¿Rifles de asalto búlgaros AK-47?
—Claro —dijo él, sorprendido ante una pregunta tan específica—. Es uno de mis productos preferidos. Es un arma fiable, barata y bien hecha. Mucho mejor que la versión china.
Laurie cerró los ojos. Vio un montaje de imágenes del cuerpo de Brad Cassidy y sus apenados padres. Recordaba cómo se había sentido cuando Shirley Cassidy le dijo que el chico vendía AK-47 búlgaros a otros cabezas rapadas. Pensar que Paul estuviese mezclado en tales cosas le resultaba difícil de asimilar, sobre todo recordando las tragedias causadas por las armas durante los años que llevaba ejerciendo como forense.
Inspiró profundamente. Era consciente de que sus emociones estaban embargándola y que en semejantes ocasiones tenía tendencia a llorar. No quería llorar. Cada vez que lo hacía se sentía irritada porque ello conducía a más discusiones. Abrió los ojos y miró a Paul. Vio en su expresión sentimientos defensivos y arrogancia.
—¿Has pensado alguna vez en las consecuencias de las armas que vendes? —preguntó Laurie. Quería que la conversación siguiera.
—Naturalmente —dijo él animadamente—. Proporcionan a la gente la capacidad para defenderse por sí mismos en un mundo peligroso.
—¿Y si las armas acaban en manos de grupos violentos de extrema derecha, como los rapados? El problema es que en esos grupos fanáticos, las armas suelen ser utilizadas, y matan a gente.
—Las armas no matan a la gente —dijo Paul con arrogancia—. La gente mata a la gente.
—Hablas como un portavoz de la Asociación Nacional del Rifle.
—La ANR tiene algunas buenas ideas. Como señalar el hecho de que la propia Constitución nos autoriza a llevar armas. Cuando el gobierno interviene como lo hizo con la Omnibus Crime Bill, está actuando de modo abiertamente anticonstitucional.
Laurie se quedó mirando a su posible futuro esposo y negó con la cabeza. No podía creer que pudieran estar tan en desacuerdo en un tema tan importante y que fueran tan compatibles en tantas otras cosas.
Paul arrojó su servilleta sobre la mesa.
—Me siento desilusionado de que tu respuesta a mi negocio haya resultado ser exactamente la trillada respuesta que me temía. Ahora ya sabes por qué no te lo dije antes.
—Yo también estoy desilusionada. No me gusta pensar en que vendes armas, sobre todo esos rifles de asalto búlgaros donde sea que los vendas. Es decir, ya no los vendes en este país, ¿no?
—Va contra la ley gracias a la Omnibus Crime Bill —respondió Paul.
—No es eso lo que he preguntado. Sé que están prohibidos. Te he preguntado si los vendes. —Lo miró fijamente.
Durante unos momentos él no respondió. Su único movimiento era el de su pecho al respirar. Los ojos de ambos estaban fijos en una especie de duelo.
—¿No vas a contestar? —preguntó Laurie, incrédula.
—Es una pregunta tonta —dijo Paul altivamente—, y no creo que merezca una respuesta.
—Pero a mí me gustaría que me contestaras —dijo Laurie desafiante.
Él bebió un sorbo de coñac, retuvo un momento el licor en la boca y lo tragó.
—No, no vendo AK-47 búlgaros en Estados Unidos. ¿Satisfecha?
Laurie tomó un sorbo de su cappuccino. No respondió mientras reflexionaba acerca de la conversación. No estaba satisfecha en absoluto. De hecho estaba enfadada por el modo en que Paul había contestado a su razonable pregunta. La parte buena del asunto era que el enfado había refrenado su tendencia a las lágrimas. Para acabar de arreglarlo Paul la estaba mirando con irritante desdén.
—Francamente, no me gusta nada todo esto —dijo Laurie—. Lo que me impulsó a preguntarte por la naturaleza de tu trabajo fue que me habían dicho que estabas en el negocio de las armas.
—¿Quién?
—No creo que eso importe. Pero la misma fuente me informó que estuviste detenido por posesión de cocaína. ¿Hay algo que quieras decir sobre ello?
Los ojos de Paul destellaron con el reflejo de la vela de la mesa.
—Esto es un auténtico interrogatorio —exclamó.
—Puedes llamarlo como quieras. Desde mi punto de vista es aclarar las cosas. Son temas que debería haber conocido por ti, no por otros.
Paul se levantó bruscamente y su silla cayó hacia atrás. Otros comensales levantaron la vista de sus tranquilas cenas y dos camareros se precipitaron a recoger la silla.
—Ya he oído suficiente —le espetó Paul. Furioso, rebuscó en su bolsillo y sacó la cartera. Extrajo unos billetes de cien dólares y los arrojó despreciativamente sobre la mesa—. Esto bastará para la cuenta —dijo. Luego salió del restaurante.
Laurie estaba mortificada. Había oído hablar de tales escenas en público pero nunca se había visto envuelta en una ella misma.
Tímidamente alzó su cappuccino y tomó varios sorbos. Intelectualmente sabía que era una tontería pretender que no le preocupara lo ocurrido, pero no podía evitarlo. Se sentía obligada a mantener un comportamiento calmado y educado. Incluso esperó hasta terminar el café para pedir la cuenta.
Cuando salió del restaurante quince minutos más tarde le preocupaba ligeramente que Paul estuviera esperándola, pero no fue así.
No quería hablar con él, al menos durante un tiempo. Se detuvo en el bordillo para reponerse. El restaurante estaba en Columbus Avenue, en el Upper West Side. Estaba a punto de alzar la mano para llamar a un taxi que la llevara a la parte baja de la ciudad, cuando se dio cuenta de que estaba sólo a unas veinte manzanas de la casa de Jack. Así que decidió hacerle una visita. Más que ninguna otra cosa, necesitaba un amigo. Cuando subió a un taxi y dio la dirección de Jack, el conductor le pidió que la repitiera. Al oírla, alzó las cejas como diciendo que estaba loca y arrancó.
Como había poco tráfico, el trayecto fue rápido. El conductor giró a la izquierda para salir de Columbus y se dirigió al norte por Central Park West. Laurie tuvo que señalar el edificio de Jack porque no había número.
—¿Irá todo bien, señorita? —preguntó el taxista después de que ella le pagara—. Este barrio es peligroso.
Laurie le aseguró que no pasaba nada y salió del taxi. Levantó la vista para mirar la fachada del edificio de Jack. Parecía tan triste como siempre, con sólo un trozo de su friso decorativo intacto y dos ventanas del tercer piso cubiertas con tablones.
Cada vez que Laurie lo visitaba no podía evitar maravillarse ante el hecho de que Jack viviera aún allí. Entendía lo del baloncesto, pero pensaba que él podría encontrar un edificio mejor conservado incluso en el mismo barrio.
El portal estaba en peor estado que la fachada. En tiempos fue bastante elegante, con suelo de mosaico y paredes de mármol.
Ahora era sólo una sombra de lo que había sido. Faltaba más de la mitad de los azulejos del suelo y las paredes estaban manchadas y cubiertas de graffiti. Ninguno de los buzones tenía la cerradura en buen estado. La basura ensuciaba los rincones.
Laurie no llamó al portero automático. Sabía que no funcionaba. Además, habían roto la puerta interior hacía mucho tiempo y nunca había sido arreglada.
A medida que subía por las escaleras su resolución flaqueó.
Después de todo era tarde, no había llamado y llegaba sin haber sido invitada. Ni siquiera estaba ya segura de querer hablar de la velada antes de haber tenido tiempo de reflexionar sobre ella.
Se detuvo en el descansillo del segundo piso. Se oían gritos y chillidos en el apartamento delantero. Recordó que Jack le había contado que allí se peleaban sin cesar. Se sintió triste al pensar en lo difícil que resultaba a las personas llevarse bien unas con otras.
Laurie dudó si seguir adelante. Pero pensó en cómo se sentiría si la situación fuese al revés. Cómo se sentiría si Jack apareciera de pronto en su apartamento porque necesitaba un amigo. Se dio cuenta de que se habría sentido halagada y continuó. Al llegar a su puerta, llamó con los nudillos. No había timbre.
Cuando Jack abrió la puerta, Laurie tuvo que reprimir una sonrisa. La mirada de sorpresa en la mal afeitada cara de Jack le recordó la exagerada expresión que hubiera puesto un actor de pantomima. Jack llevaba puestos unos calzoncillos largos, una camiseta y zapatillas sin talón. Sostenía un libro de medicina en la mano. Era evidente que no esperaba a nadie excepto, quizá, a Warren o a alguno de sus amigos del equipo de baloncesto.
—¡Laurie! —exclamó él como si fuera una aparición.
Ella se limitó a asentir.
Durante un momento se miraron.
—¿Puedo entrar? —preguntó Laurie finalmente.
—Naturalmente —respondió Jack avergonzado por no haberle dicho antes que entrara. Se hizo a un lado.
Al cerrar la puerta recordó su aspecto. Entró rápidamente en su dormitorio a buscar unos pantalones cortos.
Laurie se dirigió a la sala. No había muchos muebles: un sofá, una silla, una estantería hecha con bloques de cemento y tablones y un par de mesas pequeñas. No había cuadros ni posters en las paredes. La única luz procedía de una lámpara de suelo junto al sofá donde Jack había estado leyendo. El resto de la habitación estaba en penumbra. Sobre una mesita lateral había una botella de cerveza y en el suelo, un diccionario médico abierto.
Jack reapareció unos instantes más tarde remetiéndose una camisa en los pantalones cortos color caqui. Parecía estar disculpándose.
—Espero no molestarte —dijo Laurie—. Sé que es muy tarde.
—No me molestas lo más mínimo. La verdad es que es una agradable sorpresa. ¿Me das tu abrigo?
—Supongo —dijo Laurie. Se lo tendió.
—¿Te apetece una cerveza? —preguntó Jack mientras buscaba una percha en el armario.
—No, gracias. —Se sentó en el viejo sillón.
Sus ojos recorrieron la habitación. Conocía la razón del ascetismo doméstico de Jack, lo que la deprimió un poco más. Hacía ocho años que la familia de Jack había muerto en un accidente aéreo y Laurie hubiera deseado que él se sintiera más libre para rehacer su vida.
—¿Y otra cosa? —preguntó Jack—. ¿Agua, té, un zumo? Tengo incluso Gatorade.
—Nada. Acabo de cenar.
—Ya. —Se sentó en el sofá.
—Espero de verdad que no te importe que haya aparecido así en tu casa. Estaba en un restaurante no muy lejos de aquí, en Columbus Avenue, junto al Museo de Historia Natural.
—Me parece muy bien. Me alegro de verte.
—Así que pensé en pasarme por aquí. Como estaba tan cerca…
—Muy bien. De verdad que no me importa. En serio.
—Gracias.
—¿Pasó algo en esa cena? —preguntó Jack.
—Sí. Algo desagradable.
—Lo siento. ¿Fue por lo que Lou y yo te contamos esta tarde?
—Tenía algo que ver.
—¿De verdad quieres hablar de ello?
—No mucho —dijo Laurie—. Supongo que suena ilógico ya que he venido a tu casa en lugar de irme a la mía para estar sola conmigo misma.
—Oye, nadie va a obligarte a hablar de algo de lo que no quieras hablar.
Ella asintió. Jack no sabía si estaba realmente bien o a punto de echarse a llorar.
—Hablemos de ti —dijo Laurie rompiendo el silencio.
—¿De mí? —preguntó Jack incómodo.
—He oído que Warren Wilson se acercó hoy a la oficina. ¿Para qué?
Laurie conocía bien a Warren y sabía que nunca había visitado el depósito. Ella y Jack habían salido alguna que otra vez con Warren y su novia Natalie Adams, cuando salían mucho juntos.
—¿Conoces a Flash Thomas? —preguntó Jack.
Laurie negó con la cabeza.
—No que yo recuerde.
—Es otro de los habituales del equipo de baloncesto. Su hermana murió repentina e inexplicablemente la noche pasada.
—Qué horrible. ¿Querían que lo investigaras?
Él asintió.
—Es una historia bastante curiosa. ¿Quieres oírla?
—Me encantaría. Pero primero voy a aceptar tu oferta de algo de beber. Un vaso de agua.
Mientras Jack iba a la cocina empezó a contarle la historia. Laurie se instaló cómodamente y enseguida se sintió interesada. Cuando oyó hablar de las payasadas de Randolph Sanders se indignó.
Después de que te molestases en ir hasta allí.
Jack se encogió de hombros.
—Para serte sincero, no me sorprendió nada. Siempre ha tenido algo en contra de nosotros, los forenses de Manhattan.
—Creo que piensa que ha sido relegado como jefe de Brooklyn o por el subjefe de aquí.
—Ha sido relegado, es verdad, pero por una buena razón.
Cuando Jack contó la historia de cómo se habían colado en la funeraria para conseguir las muestras de fluidos corporales, Laurie no pudo evitar reírse con ganas.
Jack siguió hablándole de las posibles causas de muerte que se le habían ocurrido. Acabó admitiendo que Peter Letterman no había encontrado nada; todos los análisis habían resultado negativos, incluso el contenido del estómago.
—Interesante —dijo Laurie mientras sopesaba todos los puntos que había señalado Jack—. Qué pena que no pudieses hacer una autopsia rápida.
—Tuve suerte al poder tomar muestras de piel. Pero ¿qué habrías buscado tú específicamente, aparte de lo habitual?
—¿Dijeron los enfermeros específicamente que estaba cianótica?
—Sí —dijo Jack—. Y le encontraron el oxígeno arterial muy bajo cuando llegó al hospital, lo que lo confirmaba. Por eso pensé que la culpa era de alguna droga que le hubiera deprimido la respiración. Estaba tan seguro que cuando Peter vino diciendo que no había nada, me quedé asombrado.
—A mí me hubiera gustado asegurarme que no tenía un desvío congénito de derecha a izquierda que se hubiera reabierto.
—Nunca he visto algo así —dijo Jack.
—Bueno, eso explicaría la situación clínica.
—¿Alguna otra idea? ¿Se te ocurre alguna clase en particular de veneno o sobredosis de drogas?
—Si Peter no encontró nada en el contenido de su estómago, no imagino qué podría ser. ¿Consideraste la metemoglobinemia?
—No, pero ¿no es muy raro? —La metemoglobinemia es un estado en el que la hemoglobina se vuelve incapaz de transportar oxigeno.
—Bueno, me estás preguntando por algo que cause la cianosis —dijo Laurie—. Deberías tener en cuenta los nitratos y nitritos que pueden provocar metemoglobinemia. Incluso las Sulfonamidas.
—Pero ¿no le ocurriría eso solamente a una persona que fuese congénitamente susceptible?
—Probablemente en lo que se refiere a las sulfonamidas. Pero no necesariamente en el caso de los nitratos y nitritos. Aún así, si quieres ser exhaustivo, tienes que tenerlo en cuenta.
—De acuerdo. Pediré a Peter que haga análisis por la mañana. ¿Algo más?
Laurie reflexionó y luego negó con la cabeza.
—Esta historia tiene una vuelta más —dijo Jack, y le habló acerca de la mortandad de ratas en el mismo barrio de Brooklyn en el que vivía Connie Davydov.
—¿Crees que puede haber una relación?
Jack se encogió de hombros.
—Se te ha ocurrido lo mismo que a mí, pero es una curiosa coincidencia. —Le contó a Laurie que al parecer Connie vivía en un viejo chalet, en una zona de edificios parecidos. Dijo que pensaba que la fontanería podía ser muy precaria.
—Me parece una relación un poco forzada. Si salió algo mortal del desagüe, ¿por qué iba a estar en una sola casa?
—Tienes razón —admitió Jack—. Pero pasemos a mi otro misterio. —Y contó el análisis que Ted había hecho de la estrellita brillante—. Es como si la estrella estuviera hecha de papel matamoscas y se hubiese caído en un cuenco de esporas de ántrax.
—¿Por qué te tocan a ti todos los casos interesantes?
—Hablo en serio. ¿Te lo puedes explicar? Recuerda que tomé muestras alrededor de la estrella, incluyendo el secante sobre el que estaba, y sobre el propio escritorio. El test RCP es tan sensible que puede detectar la mínima presencia de esporas. Todo estaba limpio.
—Has vuelto a dejarme perpleja. —Echó una mirada a su reloj—. ¡Vaya! Es más de medianoche y estoy haciendo que los dos estemos despiertos aún. —Se levantó.
—¿Estarás bien? Puedes quedarte aquí. Te dejo la cama. La mitad de las veces me quedo dormido aquí en el sofá.
—Gracias por el ofrecimiento. Has sido muy hospitalario pero tengo que irme a casa. No tengo ropa para mañana ni nada.
—Como quieras. Eres más que bienvenida. Pero si te vas, prométeme que me llamarás al llegar a casa. Es tarde para andar incluso por tu barrio.
—Lo haré —dijo Laurie y le dio un prolongado abrazo.
Tomó un taxi en Central Park West.
Mientras Laurie viajaba hacia el centro, pensaba en la velada.
Estaba agradecida por la hospitalidad y amistad de Jack. Hablar con él —incluso aunque fuera sólo de trabajo— la había tranquilizado mucho y le había proporcionado cierta perspectiva de las cosas. Lo que más le preocupaba del episodio con Paul era su incapacidad para tener un diálogo con él. No se consideraba una persona tan rígida como para estar en desacuerdo en determinados puntos y de acuerdo en otros, aunque ello no incluía el que vendiese armas ilegales. Pero si ella y Paul no podían comunicarse, Laurie no le veía futuro a su relación a pesar de su aparente compatibilidad en el día a día.
Cuando llegó a su calle sus pensamientos se habían centrado en el caso de Jack, y sonrió al recordar sus peripecias en la funeraria.
Esperaba que no se hubiese buscado problemas por ello o por la visita a la oficina del forense de Brooklyn. Harold Bingham y Calvin Washington tenían poca paciencia con los irregulares métodos de Jack a pesar de que apreciaban su competencia e inteligencia.
Mientras abría su puerta, la del vecino se abrió. Como de costumbre Laurie tuvo una rápida visión del rizado pelo gris y ojos inyectados de Debra Engler, que consideró oportuno recordarle lo intempestivo de la hora.
Laurie no le contestó. La perenne curiosidad de su vecina era lo único que Laurie no soportaba de su casa. Cerró de un golpe la puerta de su apartamento como protesta y volvió a echar todos los cerrojos. Había sido abiertamente grosera con aquella mujer en varias ocasiones e incluso le había dicho que se metiese en sus asuntos, pero sin éxito.
Acarició a Tom-2 y se quitó el abrigo, por ese orden. Su afectuoso siamés era insistente y se le hubiera subido por la pierna si ella hubiera tratado de hacer aquellos movimientos en orden inverso Incluso tuvo que ponerse al ronroneante gato sobre el regazo mientras telefoneaba a Jack.
—¿Sigues despierto? —preguntó cuando Jack contestó con voz adormilada.
—Casi.
—Te llamo como me pediste. Estoy a salvo en casa.
—Me hubiera gustado que te quedases.
Laurie se preguntó qué querría decir realmente, pero por experiencias anteriores sabía que era mejor no pedir explicaciones. Además, era tarde. Así que dijo:
—He estado pensando en Connie Davydov de camino a casa.
—¿Se te ha ocurrido algo?
—Sí. Pensé en algo que puedes pedir a Peter que busque.
—¿Qué es?
—La toxina del botulismo. Tendría que estar en un nivel alto, lo que significaría que había tomado una gran dosis.
Hubo un silencio.
—Jack, ¿sigues ahí?
—Sí. ¿Hablas en serio?
—Claro que hablo en serio. ¿Qué te parece el botulismo como causa de muerte?
—Usando tus mismas palabras, me parece forzado —dijo él—. No había síntomas de nervio craneal o bulbares, ni síntomas que pudiesen hacer pensar en botulismo. Se supone que entró en el cuarto de baño y se desmayó.
—Pero la toxina del botulismo deprime la respiración y causaría cianosis —dijo Laurie.
—Sí, pero ¿cuántos casos hay al año?
—Más casos que ántrax —dijo ella—. Y acabas de tener uno.
—Vale, de acuerdo. Lo añadiré a la lista junto a los nitratos, nitritos y sulfonamidas que le daré a Peter por la mañana.
—Gracias por estar ahí esta noche —dijo Laurie—. Ha significado mucho para mí.
—Estaré siempre.
Laurie colgó y abrazó brevemente a Tom-2. Se le ocurrió que Jack sería tan encantador si no… si no actuase como Jack. Rió ante lo absurdo de la idea y se dispuso a irse a la cama.