Martes 19 de octubre. 13 h.
Jack apartó a un lado el libro de texto sobre enfermedades infecciosas que había sacado de la biblioteca y maldijo en voz alta. Estaba tratando de leer más cosas sobre el ántrax. El caso de Jason Papparis seguía preocupándole, pero le resultaba difícil concentrarse. Giró en su silla y miró la silla vacía de Chet, preguntándose dónde se encontraría su compañero de oficina. Jack estaba deseando hablar de su reciente experiencia que confirmaba su sospecha acerca de que las mujeres eran imposibles.
Durante la noche Jack se había despertado sufriendo por no haber sido más amable con el novio de Laurie. Aunque era consciente de que los celos jugaban un papel en su evaluación de aquel hombre, había algo en el individuo que realmente no le gustaba. Como insinuó a Lou, tenía que ver con el galante gesto de haberse llevado a Laurie a París para el fin de semana. Para Jack, semejante comportamiento era sospechoso. Según su experiencia tales hombres resultaban invariablemente unos verdaderos machistas una vez la relación se había establecido y la mujer estaba emocionalmente comprometida.
Alrededor de las cuatro de la mañana Jack decidió reconocer su error. Incluso aunque le fastidiase, resolvió aguantarse y pedir disculpas. Luego sería amable con Paul de alguna forma que se le ocurriera. La decisión le había costado unas cuantas horas. Lo que inclinó la balanza fue darse cuenta de lo importante que era para él su amistad con Laurie.
Pero las cosas no habían salido del modo previsto. Una vez hizo lo que tenía pensado, ella aceptó someramente sus disculpas antes de marcharse. Le había evitado durante toda la mañana y no había hecho nada que indicase que apreciaba su gesto. A Jack le pareció que no hacía nada bien. Laurie se había enfadado porque no había sido amable con Paul y ahora estaba enfadada porque lo había sido. Meneó la cabeza. No sabía qué más podía hacer.
Girando de nuevo en su silla, alargó la mano para coger el teléfono. Si no podía leer acerca del ántrax, al menos trabajaría por teléfono. Durante la hora anterior había llamado a media docena de hospitales de Nueva York para hablar con los jefes de sección de enfermedades infecciosas, o en su caso con el médico residente de enfermedades infecciosas.
Cuando tenía a la persona adecuada al teléfono, describía el caso de ántrax inhalatorio que les habían traído del hospital general del Bronx y preguntaba si había habido algún caso en su hospital que pudiera ser ántrax. Las respuestas fueron negativas pero al menos Jack tenía la sensación de que estaba plantando la semilla de la sospecha en la gente adecuada. De aquella forma, si les llegaba un caso o si dejaban algún caso sin diagnosticar, al menos podían pensar en ello. El ántrax nunca era lo primero en que pensaba el personal de los hospitales de Nueva York.
El médico residente de enfermedades infecciosas del Centro Médico Presbiteriano de Columbia se puso al teléfono y Jack le soltó su discurso. Aunque le sorprendió oír hablar del señor Papparis, el residente le aseguró que no había nadie en el hospital que pudiera ser considerado un candidato a diagnóstico de ántrax.
Jack colgó y miró la página abierta del listín de páginas amarillas buscando el número de otro hospital. Antes de que pudiera marcar, sonó el teléfono. Pero no era un residente llamándole con noticias interesantes, sino la señora Sandford, la secretaria del jefe, con una petición que le resultaba familiar: el jefe quería verle lo antes posible.
Mal dispuesto ante los absurdos burocráticos, como Jack llamaba sus frecuentes peleas con la oficina principal, cogió el ascensor hasta el primer piso. Como un colegial que espera ser castigado se presentó ante la señora Cheryl Sandford, que le sonrió y le guiñó un ojo. A lo largo de los años Jack y Cheryl se habían llegado a conocer bien, ya que cada vez que el jefe llamaba a Jack, invariablemente le hacía esperar. El tiempo les proporcionaba la ocasión de charlar amigablemente.
Jack le devolvió el guiño. Era parte de un método de comunicación no verbal que los dos habían desarrollado. Significaba que Jack podía relajarse porque el encuentro con el jefe era sólo rutinario y que el jefe se sentía obligado, no motivado, a gritarle por leve que fuese la trasgresión.
—¿Cómo está tu chico? —preguntó Jack mientras se sentaba en el duro sofá de vinilo frente al escritorio de la secretaria. La puerta del despacho estaba entreabierta y se oía al jefe hablando por teléfono.
—Muy bien —dijo Cheryl orgullosamente—. Sigue sacando sobresalientes en el colegio.
—Fantástico —dijo Jack. Casualmente conocía al hijo de Cheryl, Arnold. A veces jugaba al baloncesto en la misma cancha que él. Era un jugador joven y vacilante pero con evidente habilidad natural. Cheryl, negra y madre soltera, vivía en un edificio de la calle Ciento cinco que Jack podía ver desde la ventana de su dormitorio.
—Dice que espera jugar al baloncesto tan bien como usted algún día —dijo Cheryl.
Él soltó una risa burlona.
—Va a ser diez veces mejor de lo que yo haya sido nunca. —Jack no exageraba; Arnold acababa de cumplir los quince y era un jugador buscado ya hasta por Warren.
—Preferiría que tuviese sus habilidades médicas —dijo ella.
—Ha manifestado cierto interés. Él y yo estuvimos hablando la semana pasada, mientras esperábamos para jugar.
—Me lo dijo. Le agradezco que se tomara la molestia.
—Bueno, es un chico muy simpático —dijo Jack—. Es un placer hablar con él.
En aquel momento el jefe, el doctor Harold Bingham, gritó que Jack entrase en su despacho.
Jack se levantó y se dirigió a la puerta. Al pasar junto al escritorio de Cheryl, ésta susurró:
—¡Sea agradable! ¡No le ponga de mal humor! Si no, estará insoportable todo el día.
El jefe estaba tras su enorme y repleto escritorio. Acababa de cumplir los sesenta y cinco años, y los representaba. En los cuatro años que Jack llevaba trabajando en la oficina del forense la bulbosa nariz de Bingham parecía haberse expandido junto con la red de capilares sobre las aletas nasales. La luz de la ventana que tenía detrás se reflejaba en su sudorosa calva con un brillo que hizo parpadear a Jack.
—¡Siéntese! —ordenó Bingham. Jack lo hizo y esperó. Ignoraba por qué le había llamado pero sabía que había muchas posibles causas.
—¿No le aburre esta rutina? —preguntó Bingham.
Entrecerró sus ojos legañosos, de un azul acerado, que estudiaron a Jack a través de unas gafas de montura metálica. Aunque parecía viejo como Matusalén, el jefe seguía tan agudo como siempre y era una auténtica enciclopedia andante de datos y experiencias forenses. Era mundialmente reconocido como una personalidad en ese campo.
—Es agradable verle de vez en cuando, jefe —dijo Jack. Parpadeó; sabía que con su impertinencia ya estaba ignorando el consejo de Cheryl.
Bingham se quitó las gafas y se frotó los ojos con sus gruesos dedos. Negó con la cabeza.
—A veces me gustaría que no fuese tan ingenioso, porque entonces sabría exactamente qué hacer con usted.
—Gracias por el cumplido, jefe. Hoy necesitaba un poco de ánimo.
—El problema es que usted es un grano en el culo.
Jack se mordió la lengua. Se le ocurrieron unas cuantas salidas ingeniosas, pero se abstuvo en deferencia a Cheryl. Después de todo, ella tendría que estar junto a Bingham el resto del día. El carácter de Bingham era casi tan legendario como su sabiduría forense.
—¿Tiene alguna idea de por qué está aquí? —Preguntó Bingham.
—Me niego a responder para no autoincriminarme.
Bingham sonrió a su pesar, pero la sonrisa se desvaneció al instante.
—Es usted el colmo, hijo mío. Pero escuche. He recibido una llamada de la doctora Patricia Markham, la comisionada de Sanidad. Parece que ha estado usted molestando al epidemiólogo de la ciudad otra vez, al doctor…
Bingham se puso las gafas y repasó unos papeles en busca del nombre.
—Doctor Abelard —dijo Jack.
—Sí, ése.
—¿De qué se me acusa?
—Le molestaba que hiciera usted su trabajo. ¿Qué pasa? ¿No le doy bastante que hacer aquí?.
—Llamé a ese hombre, como sugirió el doctor Washington —dijo Jack—. Pensé que le gustaría saber acerca de un caso de ántrax que diagnostiqué.
—Eso me ha dicho Calvin.
—Pero el doctor Abelard se tomó la noticia con calma. Dijo que se ocuparía de ello cuando tuviera tiempo, o algo por el estilo.
—Pero tengo entendido que el foco está a salvo encerrado en Queens.
—Cierto —admitió Jack.
—Entonces se dedicó usted mismo a revisar los papeles de negocios de la víctima. ¿Qué le ocurre, está loco? ¿Y si algún abogado que se ocupe de las libertades civiles se entera? No tenía una orden de registro ni nada parecido.
—Pedí permiso a la esposa del fallecido —dijo Jack encogiéndose de hombros.
—Oh, eso se sostendría muy bien ante el tribunal —ironizó Bingham.
—Me preocupaba que parte del último pedido de la víctima se hubiera vendido. Si era así, el ántrax habría podido extenderse. Podíamos haber tenido una miniepidemia.
—Abelard tiene razón —bufó Bingham—. Está hablando de su trabajo, no del nuestro.
—Se supone que tenemos que proteger a la gente. Me pareció que había un riesgo del que el doctor Abelard no se estaba ocupando. No dedicaba a la situación la atención que merecía.
—¡Cuando piense así de un compañero en la administración, venga a decírmelo! —rugió Bingham—. En lugar de ir por ahí jugando a los detectives epidemiólogos, yo hubiera llamado a Pat Markham. Como comisionada de Sanidad, seguramente hará mover el culo a la gente que tenga que hacerlo. Ése es el modo en que se supone que tiene que funcionar el sistema.
—De acuerdo —dijo Jack encogiéndose de hombros. Como otra deferencia a Cheryl no quiso entrar en una discusión acerca de la ineficacia burocrática y la frecuente incompetencia de los funcionarios. Como trabajador municipal sabía por experiencia que, demasiado a menudo, si no hacía algo él mismo, la cosa no se hacía.
—Muy bien, entonces lárguese —dijo Bingham con un movimiento de la mano. Su mente ya se había trasladado al siguiente problema de su agenda.
Jack salió del despacho y se detuvo ante el escritorio de Cheryl.
—¿Qué tal lo he hecho?
—La verdad, un aprobado justo —dijo ella con una sonrisa torcida—. Pero como generalmente suspende, poniéndole al borde de la apoplejía, diría que está progresando.
Jack se despidió con la mano y se dirigió al pasillo. Pero no llegó lejos. Calvin le vio a través de la puerta de su despacho.
—¿Cómo va el caso de David Jefferson? —gritó Calvin.
Jack asomó la cabeza.
—Todavía no ha llegado nada. ¿Llamaste a John DeVries a toxicología para que acelerase las cosas en el laboratorio?
—Nada más decírtelo —contestó Calvin.
—Vale, entonces iré ahora para allá.
—¡Recuerda, quiero que el caso esté firmado para el jueves! —dijo Calvin.
Jack hizo el signo de levantar los pulgares aunque dudaba de que fuese a conseguirlo ya que el trabajo del laboratorio no iba a estar terminado. Pero no merecía la pena discutirlo ahora. En lugar de ello, tomó el ascensor hasta la cuarta planta. Siempre podía suceder un milagro.
Encontró a DeVries en su minúsculo cubículo sin ventanas y le preguntó por el caso del prisionero bajo custodia. En respuesta John se lanzó a un encendido lamento acerca de los fondos para toxicología. Cuando Jack se marchó, estaba aún más seguro de que el caso no iba a estar listo para el jueves.
Subió por las escaleras hasta el sexto piso y entró en el laboratorio de ADN. Ted Lynch, el director, estaba frente a una de sus muchas máquinas de alta tecnología junto con uno de sus técnicos. El manual de instrucciones de la máquina estaba abierto sobre el mostrador. Algo funcionaba mal.
—Vaya, justo el hombre al que quería ver —dijo Ted cuando vio a Jack. Se enderezó y estiró la espalda. Ted era un hombre alto y una antigua estrella de fútbol de la Ivy League.
La cara de Jack se animó.
—¿Eso quiere decir que tienes algún resultado positivo para mí?
—Sí. Una de esas muestras que trajiste dio positivo en esporas de ántrax.
—No bromees —dijo Jack, sorprendido. A pesar de haber hecho el esfuerzo de recoger todas aquellas muestras, no esperaba resultados positivos—. ¿Cuál de las muestras? ¿Lo recuerdas?
—Desde luego. La que tenía dentro una estrellita iridiscente azul.
—¡Madre mía! —Recordaba haber encontrado la estrella en medio del papel secante que había sobre el escritorio. Parecía fuera de lugar en aquel entorno tan espartano. Jack se había figurado que sería el resto de alguna celebración pasada—. ¿Puedes decirme algo acerca de ello?
—Sí —dijo Ted—. Hice que Agnes mandase una muestra del cultivo que había tomado del paciente. Estamos haciendo una prueba identificativa del ADN. Podremos decir si es la misma cepa. Es decir, suponemos que sí, pero sería mejor tener la confirmación.
—Desde luego. ¿Algo más?
—¿Cómo qué? —preguntó Ted quejumbroso. Pensaba que Jack tenía que estar más que satisfecho con lo que le había dicho ya.
—No sé. Tú eres el que tiene todas estas brujerías de alta tecnología. Ni siquiera sé cuál es la pregunta que debería hacerte. No leo las mentes. Necesito saber lo que tú quieres saber.
—Bueno, por ejemplo, si la estrella estaba muy contaminada con las esporas o sólo ligeramente contaminada.
—Una pregunta interesante —dijo Ted. Se quedó pensativo y se mordió la mejilla un instante mientras cavilaba—. Tendré que pensar en ello.
—Y yo tendré que pensar en cómo se contaminó.
—¿No estaba en la oficina de la víctima? —preguntó Ted.
—Sí. La estrella estaba sobre el escritorio de la oficina, pero la fuente del ántrax estaba en el almacén, no en la oficina. Aparentemente las esporas procedían de un cargamento de pieles de cabra y alfombras de Turquía.
—Ya veo.
—Supongo que podría tener las esporas encima. Así que cuando volvió a la oficina y se sentó, se cayeron.
—Me parece razonable —dijo Ted—. ¿Y has pensado en la posibilidad de que tosiera alguna de las esporas? Tengo entendido que era un caso inhalatorio.
—Ésa también es buena idea. Pero de cualquier modo, ¿por qué demonios están sólo en la estrella?
—Tomé muestras de varias partes del escritorio y todas fueron negativas.
—Quizá tosió la estrella —dijo Ted riendo.
—Esa sí es una sugerencia útil —repuso Jack sarcásticamente.
—Bueno, te dejo el trabajo detectivesco. Mientras tanto tengo que volver a ocuparme de mi máquina defectuosa.
—Claro —dijo Jack. Siguió pensando en el rompecabezas de la estrella contaminada mientras salía del laboratorio y bajaba por las escaleras hasta la quinta planta. Tenía la incómoda sensación de que la estrella estaba tratando de decirle algo. Era como un mensaje en un código sin clave.
Jack se asomó al despacho de Laurie, pero ella no estaba allí. Riva, su compañera de despacho, levantó la vista del escritorio. Con su suave voz de acento indio le dijo que Laurie seguía aún en la sala de autopsias.
Sin dejar de pensar en la estrella, Jack se encaminó a su propio despacho. Se le ocurrió que la estrella podía haber tenido una ligera carga electrostática ya que su brillo sugería que podía estar hecha de un material metálico o plástico. Eso explicaría por qué las esporas se le habían adherido.
Entró en su despacho y se sentó en la silla, aún obsesionado por el misterio de la minúscula estrella cerúlea. Trató de pensar.
—¿Sobre qué estrella azul estás murmurando? —preguntó una voz.
Jack levantó la mirada y le sorprendió ver a Lou. La expresión del detective era tan derrotada como cuando se encontraron en el bar la noche anterior, pero volvía a tener su aspecto habitual, arrugado y desaliñado. Habían desaparecido el traje planchado y los zapatos limpios.
—¿Estaba hablando en voz alta? —preguntó Jack.
—No; es que leo las mentes. ¿Puedo entrar?
—Claro. —Se estiró y acercó una de las sillas de respaldo recto que Chet y él compartían a su escritorio. Palmeó el asiento con la manó.
Lou se sentó pesadamente. No parecía haberse afeitado aquella mañana.
—Si estás buscando a Laurie, está abajo, en el pozo —dijo Jack.
—Te estaba buscando a ti. —Jack alzó las cejas.
—Me siento halagado. ¿Qué pasa?
—Tengo que hacer una confesión.
—Eso suena interesante —dijo Jack.
—Me siento tan mal que no he podido dormir. Estuve despierto casi toda la noche.
—Me suena familiar.
—No quiero que pienses mal de mí ni nada —dijo Lou.
—Trataré de no hacerlo. —Jack tamborileó los dedos con impaciencia.
—Porque no es algo que suela hacer. Quiero que lo sepas.
—¡Por amor de Dios, Lou, confiesa! Si no, ¿cómo voy a darte la absolución?
Lou se miró las manos y suspiró.
—Vale, déjame adivinar —dijo Jack—. Te masturbaste y tuviste pensamientos impuros.
—¡No estoy de broma!
—Entonces dímelo para que no tenga que adivinar.
—Bien. Busqué el nombre de Paul Sutherland en el sistema.
—¿Eso es todo? —repuso Jack con exagerada desilusión—. Esperaba algo más salaz.
—Pero es abusar de mis prerrogativas como agente de la ley.
—Puede ser, pero yo hubiera hecho lo mismo —admitió Jack.
—¿De verdad?
—Desde luego. Y ¿qué encontraste?
Lou se inclinó en actitud conspiradora y bajó la voz.
—Tiene antecedentes.
—¿Algo serio? —preguntó Jack.
—No muy serio, la verdad. Supongo que depende de tu punto de vista. El cargo era posesión de cocaína.
—¿Eso es todo?
—Era una buena cantidad de cocaína —dijo Lou—. No lo bastante como para pensar que era vendedor, pero sí como para una buena fiesta. No impugnó la acusación, quedó en libertad vigilada y tuvo que hacer trabajos para la comunidad.
—¿Vas a decírselo a Laurie?
—No lo sé —admitió Lou—. Eso es lo que quería preguntarte.
—Oh, vaya. —Se frotó la frente. Era una pregunta difícil.
—Me he estado preguntando por qué se lo diría.
Jack asintió.
—Ya. Ella puede hacerse la misma pregunta y dirigir toda la rabia que la noticia le genere en contra del mensajero.
—Eso pensé —dijo Lou—. Pero como amigo, creo que debería saberlo. Claro que puede habérselo dicho ya él.
—Mi intuición me dice que no. Está demasiado pagado de sí mismo.
—Pienso lo mismo —dijo Lou. Por el rabillo del ojo, Jack vio una figura que llenaba por completo el quicio de su puerta. Era Ted Lynch, del laboratorio de ADN.
—Lo siento —dijo Ted—. No creí que estuvieras ocupado.
—No importa —dijo Jack. Presentó a Ted y a Lou, pero ellos dijeron que ya se conocían.
—No he podido quitarme tu pregunta de la cabeza —dijo Ted.
—¿Te refieres al grado de contaminación de la estrella?
—Ajá. ¡Y hay un modo de hacerlo! —dijo Ted excitado—. Se llama tecnología TaqMan. Es un nuevo pliegue en la RCP.
—¿Y qué es la RCP? —preguntó Lou.
—La Reacción en Cadena de la Polimerasa —explicó Jack—. Es un modo de aumentar una porción minúscula de ADN para que pueda ser analizado.
—¡Ya! —dijo Lou pretendiendo haberlo entendido.
—En cualquier caso esta técnica es fantástica —dijo orgulloso Ted—. Hay que poner una enzima específica en la mezcla de reacción de la RCP. Lo que hace esa enzima es engullir cabos sueltos de ADN como en aquel viejo videojuego, PacMan. ¿Os acordáis?
Ambos asintieron.
—Lo astuto es que cuando llega a una sonda adjunta de lo que estás buscando, la enzima lo señala. ¿No es ingenioso? Así que puedes cuantificar lo que estaba originalmente en la muestra sabiendo el número de duplicaciones que ha sufrido la reacción durante un tiempo determinado.
Jack y Lou miraron inexpresivamente al excitado experto en ADN.
—¿Quieres que lo haga? —preguntó Ted.
—Sí, claro —dijo Jack—. Sería estupendo.
—De acuerdo —dijo Ted, y desapareció tan deprisa como había aparecido.
—¿Lo has entendido? —preguntó Lou.
—Ni una palabra. Ted está en su propio mundo allá arriba. Por eso pusieron el laboratorio de ADN en la planta superior. Todos creemos que los resultados vienen del cielo.
—Tengo que aprender más sobre eso del ADN —admitió Lou—. Es cada vez más importante para la aplicación de la ley.
—Lo malo es que la tecnología cambia muy rápidamente.
—¿Qué es eso de una estrella azul? ¿Es la misma sobre la que murmurabas cuando entré?
—Precisamente —dijo Jack. Le contó a Lou la historia de la diminuta y brillante estrella, incluyendo el hecho de que era lo único que había en la Compañía de Alfombras Corintias contaminado con esporas de ántrax.
—He visto estrellitas como ésas —dijo Lou—. De hecho, la invitación de este año al baile de la policía las llevaba dentro del sobre.
—¡Tienes razón! Una vez recibí una invitación en la que también las había. Me estaba preguntando dónde las había visto.
—Qué raro encontrarla en una tienda de alfombras. Me pregunto si habrían tenido una fiesta.
—Volvamos a tu pregunta. ¿Cómo vas a decidir si contarle o no a Laurie lo de los antecedentes de su novio?
—No lo sé —dijo Lou—. Supongo que estaba esperando que tú te ofrecieras a contárselo.
—En absoluto. Éste es tu juego. Has conseguido esa información y es cosa tuya decidir qué hacer con ella.
—Bueno, hay algo más.
—Dispara.
—He descubierto a qué clase de negocios se dedica.
—¿Está en su ficha policial? —preguntó Jack.
Lou asintió.
—Es traficante de armas.
La mandíbula de Jack se abrió lentamente. El que Paul Sutherland fuera un traficante de armas era más peligroso para Laurie que el que hubiera sido condenado por posesión de cocaína.
—Tenía una especie de monopolio de importación de AK-47 de Bulgaria, al menos hasta 1994, cuando se decretó la Omnibus Crime Bill y fueron prohibidos, junto con otras dieciocho armas de asalto semiautomáticas.
—Esto es serio.
—Claro que lo es —repuso Lou—. Esos AK-47 búlgaros son muy populares entre los grupos de milicias de ultraderecha y toda esa gentuza.
—Hablo en relación con Laurie. ¿Tienes idea de sus opiniones acerca del control de armas?
—No exactamente —admitió Lou.
—Bueno, te lo voy a decir. Le gustaría desarmar al país entero, incluyendo a los patrulleros. Ha hecho de las heridas de bala su especialidad forense.
—Nunca me lo dijo —reconoció Lou. Parecía dolido.
—Bueno, creo que el hecho de que su novio potencial trafique con armas es muchísimo más importante que contarle lo de la cocaína.
—¿Quieres decir que vas a hacerlo?
—Oh, mierda —dijo Jack—. ¿No lo vas a hacer tú? Tú lo has descubierto, y ella seguro que me pregunta de dónde lo he sacado. Tendría que decirle que habías sido tú en cualquier caso.
—No importa. Creo que tú puedes hacerlo mejor que yo. Tienes más en común con ella.
—Cobarde.
—Bueno, no es que tú seas muy valiente —señaló Lou—. ¡Vamos! La ves más a menudo que yo. Trabajáis en el mismo edificio.
—Muy bien, pensaré en ello. Pero no te prometo nada.
El teléfono de Jack sonó. Contestó con voz casi enfadada. Era Marlene Wilson, la recepcionista.
—Espero no molestarle, doctor Stapleton —dijo Marlene. Tenía un ligero acento sureño.
—En absoluto. ¿Qué ocurre?
—Aquí abajo hay varios caballeros que quieren verle. ¿Está esperando a alguien?
—Que yo sepa, no. ¿Cómo se llaman?
—Un momento.
—Bueno, tengo que irme —dijo Lou. Se levantó—. Será mejor que me marche de aquí antes de que me encuentre con Laurie.
—Manténte en contacto —dijo Jack saludándole con la mano—. Vamos a tener que tomar una decisión acerca de esa delicada información que has descubierto.
Loti asintió y se marchó. Marlene volvió al teléfono.
—Son Warren Wilson y Flash Thomas. ¿Qué quiere que les diga?
—Vaya —dijo Jack—. ¡Dígales que suban!
Jack colgó lentamente. No podía creer que Warren hubiera ido a visitarle. Se lo había sugerido unas cuantas veces pensando que Warren podía encontrar interesante ver de primera mano lo que hacía para ganarse la vida. Era parte de los intentos de Jack para que Warren volviera a la escuela. Pero Warren había dicho que sólo visitaría un depósito cuando estuviera muerto.
Jack cogió la silla que estaba junto al escritorio de Chet y la acercó a la otra. Luego salió al pasillo y caminó hacia los ascensores. Llegó justo a tiempo. Las puertas se abrieron y salieron sus dos compañeros de baloncesto.
—Este sitio no vale nada —dijo Warren poniendo cara de disgusto. Luego sonrió—. ¿Cómo te va, tío? —Levantó la mano.
Jack la golpeó como si se estuviesen saludando en la cancha de baloncesto. Hizo lo mismo con Flash, visiblemente más intimidado ante el lugar que Warren.
—Como todos los días. Excepto por vuestra visita. Me sorprende veros, chicos, pero venid a mi despacho.
Les acompañó por el pasillo.
—Este sitio huele raro —dijo Flash.
—Me recuerda a un hospital —dijo Warren.
—No un hospital en el que quisiera estar —repuso Flash con una risita nerviosa.
—Me dijiste que hacíais las autopsias en un sitio llamado el pozo —dijo Warren—. Todo este lugar parece un pozo.
—Le vendría bien renovarse un poco —admitió Jack. Les indicó con un gesto que entrasen en el despacho.
Los tres se sentaron. Jack sonrió.
—¿Habéis venido hasta aquí sólo para aseguraros de que voy a jugar esta noche?
—Tenías que haber jugado anoche —dijo Warren—. Hubieras tenido la oportunidad de jugar con nosotros. Nunca perdemos.
—Quizá tenga suerte esta noche.
Warren miró a Flash.
—¿Se lo preguntarás tú o se lo pregunto yo?
—Hazlo tú —dijo Flash mientras se revolvía en su asiento, claramente nervioso.
Warren se volvió hacia Jack.
—Flash ha tenido malas noticias esta mañana. Su hermana ha muerto.
—Lo siento —dijo Jack. Miró a Flash, pero éste evitó su mirada.
—No era mayor —dijo Warren—. De tu edad, más o menos. Fue de repente. Y Flash dice que cree que está pasando algo raro. Sabes, ella y su marido no se llevaban muy bien, ya sabes.
—¿He de suponer violencia doméstica en esa relación? —preguntó Jack.
—Si llamas así a que la zurrara de vez en cuando —dijo Warren.
—Es el eufemismo habitual.
—Mucha violencia doméstica —soltó Flash acalorado.
—Tranquilo —le dijo Warren y le dio una palmadita tranquilizadora en el hombro. Volviéndose de nuevo hacia Jack, añadió—: He tenido que convencer a Flash de que no fuese allí y le rompiese la cara al marido de su hermana.
—Ese hijo de puta la mató —gruñó Flash.
—¡Vamos, tío! —terció Warren—. No lo sabes seguro.
—Lo sé —dijo Flash. Warren se volvió hacia Jack.
—Ya ves lo que pasa. Si Flash va allí, habrá problemas. Alguien acabará muerto, y no creo que vaya a ser Flash.
—¿Qué puedo hacer para ayudar? —preguntó Jack.
—Ver si puedes descubrir de qué murió —dijo Warren—. Si fue de muerte natural, Flash tendrá que desahogarse con otro, como por ejemplo contigo o conmigo en la cancha. —Le lanzó a Flash un golpecito cariñoso a la coronilla. Flash paró el golpe irritado.
—¿Dónde está su cuerpo en este momento? —pregunto Jack.
—En el depósito de Brooklyn —contestó Warren—. Al menos eso le dijeron a Flash en el hospital de Coney Island donde la atendieron.
—Bueno, entonces será fácil —dijo Jack—. Hablaré con el que vaya a hacer su autopsia y tendremos la respuesta.
—No habrá autopsia —soltó Flash—. Eso es en parte lo que me preocupa. La llevaron al depósito para hacerle la autopsia, pero ahora no se la van a hacer. Aquí pasa algo, ¿sabes lo que quiero decir?
—No necesariamente —dijo Jack—. No a todos los cadáveres que llevan al depósito se les hace la autopsia. De hecho, el que no se la hagan significa que hay pocas probabilidades de que hubiese algo turbio. Como murió en un hospital, eso significa que el médico que la atendió certificó la causa de la muerte, y en ese caso la autopsia no es imprescindible.
—Flash cree que hay una conspiración —dijo Warren.
—Puedo aseguraros que no hay ninguna conspiración —dijo Jack—. Incompetencia, tal vez, pero conspiración, no.
—Pero… —empezó Flash.
—¡Espera! —interrumpió Jack—. Investigaré de todos modos. ¿Cómo se llamaba?
—Connie Davydov —dijo Flash. Jack escribió el nombre y cogió el teléfono. Llamó a la oficina de Brooklyn del Departamento Forense de Nueva York. Técnicamente, Bingham era el jefe, pero la oficina de Brooklyn tenía su propio director. Su nombre era Jim Bennett.
—¿Quién es el forense de turno esta semana? —preguntó Jack, después de identificarse, a la operadora.
—El doctor Randolph Sanders —dijo ésta—. ¿Quiere que se lo busque?
—Si no le importa —dijo Jack. No le gustaba aquello. Conocía bastante a Randolph, al que colocaba en la misma categoría de negligentes que a George Fontworth. Jack tamborileó con el lápiz mientras esperaba. Le hubiera gustado tratar con cualquiera de los otros cuatro forenses de Brooklyn.
Cuando Randolph contestó Jack no perdió el tiempo y fue directo al grano. Preguntó por qué no se había hecho una autopsia a Connie Davydov.
—Tengo que buscar la carpeta —dijo Randolph—. ¿Por qué lo preguntas?
—He recibido una petición de investigar el caso. —No dijo quién se lo había pedido. Si Randolph quería pensar que había sido Bingham o Calvin, mejor.
—Espera —dijo Randolph. Jack se volvió hacia Flash con la palma de la mano sobre el auricular.
—Davydov no suena muy afroamericano.
—No lo es —dijo Flash—. El marido de Connie es un chico blanco.
Jack asintió, pensando que había más razones para una posible hostilidad entre Flash y el marido de Connie que la historia de la violencia doméstica.
—¿Se llevaba bien con el resto de tu familia?
—¡Ja! —exclamó Flash desdeñosamente—. La familia no les hablaba a ninguno de los dos. No querían que se casase con él.
—Bien, ya tengo la carpeta —dijo Randolph al teléfono—. Y tengo el informe del fiscal delante.
—¿Cuál es el resumen? —preguntó Jack.
—El médico que la atendió, Michael Cooper, hizo un diagnóstico de estado asmático con resultado de muerte —dijo Randolph—. Había un largo historial de asma con hospitalización y múltiples visitas a urgencias. También era muy obesa, lo que estoy seguro que no le ayudaba a respirar cuando le daba el ataque. También dice que tenía muchas alergias.
—Ya veo —dijo Jack—. Dime, ¿miraste el cuerpo?
—¡Claro que miré el cuerpo!
—Según tu opinión profesional ¿había signos de violencia doméstica? —preguntó Jack.
—Si hubiera habido signos de violencia doméstica habría hecho la maldita autopsia —repuso Randolph a la defensiva.
—¿Alguna señal de ahogo? Como hemorragias petequiales en la esclerótica. ¿Algo de eso?
—Me estás insultando con esas preguntas —contestó Randolph.
—¿Y qué hay de la toxicología? ¿Se tomaron muestras?
—¡Si no se hizo autopsia! —gritó Randolph—. No hacemos análisis toxicológicos de los casos en que no se hace la autopsia. Ni vosotros tampoco.
Randolph colgó sin más. Jack alzó las cejas mientras colgaba el auricular.
—¡Qué tipo más sensible! Aunque, en su defensa, mi falta de habilidades diplomáticas es legendaria. Bueno, ¿habéis oído la conversación?
Warren y Flash asintieron.
—Dijo que no había signos de violencia doméstica —explicó Jack—. La verdad es que no es el mejor forense del mundo en mi opinión, pero reconocer la violencia doméstica no es difícil, aunque a veces pueda ser sutil.
—¿Por qué le preguntaste por la toxicología? —preguntó Warren.
—Los venenos y esa clase de cosas aparecen en toxicología —dijo Jack—. Son cosas que permanecen en el cuerpo.
Warren miró a Flash.
—¿Queréis que siga investigando? —preguntó Jack. Flash asintió.
—Estoy seguro de que la mató.
—Después de lo que acabas de oír, ¿por qué sigues pensando lo mismo?
—Porque no tenía un historial de asma y alergias.
—¿Estás seguro? —repuso Jack con asombro.
—Sí, estoy seguro. Soy su hermano, ¿no? Bueno, tuvo un poco cuando era pequeña. Pero estoy hablando de cuando tenía diez años. Durante los dos últimos años he hablado con ella al menos una vez por semana. No tenía alergias ni asma.
—Eso da un nuevo giro al asunto —dijo Jack.
—¿Qué más puedes hacer? —preguntó Warren.
—Puedo llamar al médico que la atendió, para empezar. El médico que se ocupó de ella en el hospital de Coney Island.
Como Jack tenía las páginas amarillas abiertas por la sección de hospitales, le resultó fácil encontrar el número. Llamó y preguntó por el doctor Michael Cooper. Cuando éste se puso al teléfono, le dio las explicaciones del caso. Contrariamente a Randolph, Michael se mostró cooperador.
—Recuerdo a Connie Davydov —dijo Michael—. ¡Un caso duro! Llegó prácticamente moribunda. Los enfermeros dijeron que estaba muy cianótica cuando llegaron a su casa y que apenas respiraba. Se había desmayado en el cuarto de baño, donde su marido la encontró. Le dieron oxígeno inmediatamente y ventilación. Cuando llegó aquí a urgencias estaba acidótica con un CO2 que se salía del gráfico y baja saturación arterial de oxígeno. Las cifras mejoraron con la ventilación adecuada pero su estado clínico no. No tenía reflejos periféricos, y tenía las pupilas dilatadas y fijas y un electro plano. No pudimos hacer gran cosa.
—¿Cuál era el sonido de su pecho? —preguntó Jack.
—Cuando llegó aquí sonaba claro. Pero eso no nos sorprendió, con la baja saturación de oxígeno y el grado de acidosis que tenía. Todos sus músculos, incluidos los blandos, estaban esencialmente paralizados. Teniendo en cuenta su tamaño, era como una ballena varada.
—¿Alguna indicación de ataque de corazón?
—No —dijo Michael—. El electrocardiograma era normal aunque la velocidad era muy baja, y hubo varios cambios acordes con su bajo oxígeno arterial.
—¿Y un derrame?
—Lo descartamos con un escáner TAC que dio normal —dijo Michael—. También hicimos una punción cerebral y el fluido era limpio.
—¿Fiebre, lesiones de piel u otros signos de infección?
—Nada. De hecho, su temperatura estaba por debajo de lo normal.
—¿Y encontraron un historial de asma y alergias? —dijo Jack—. ¿De dónde lo sacaron? ¿Estaba entre las historias del hospital?
—No; nos lo dijo el marido —dijo Michael—. Estaba bastante entero a pesar de la prueba por la que acababa de pasar y pudo contarnos la historia.
Jack le dio las gracias y colgó. Se volvió hacia Warren y Flash.
—Esto se está poniendo interesante. No parece que la historia fuese corroborada. Creo que tal vez debería echar un vistazo a Connie.
—¿Puedes hacerlo? —preguntó Warren.
—¿Por qué no? —dijo Jack. Volvió a telefonear para tratar de hablar con Randolph, pero nadie contestó. Luego trató de que le localizasen a través del busca. Cuando la operadora preguntó quién le llamaba, Jack dio su nombre y volvió a esperar. Cuando la operadora se puso de nuevo, dijo que el doctor estaba ocupado. Jack dejó el mensaje de que iba para allá.
—Parece que el doctor Sanders está permitiéndose tener un comportamiento pasivo-agresivo —dijo Jack mientras se levantaba. Recogió su móvil y su pequeña cámara y se los metió en el bolsillo—. ¿Qué queréis hacer? Podéis venir conmigo si queréis.
—¿Quieres ir? —preguntó Warren a Flash—. Yo tengo tiempo.
Flash asintió.
—Quiero ver esto hasta el final.
—¿Cómo llegasteis hasta aquí? —preguntó Jack. Warren le enseñó unas llaves.
—Tengo el ruedas aparcado ahí fuera en la calle Treinta.
—Perfecto —dijo Jack—. ¡Vámonos!
Tomaron el ascensor hasta el sótano e iban a salir por el muelle de carga cuando Jack se detuvo.
—Estaba pensando… —dijo—. No sé cómo me recibirán en Brooklyn. Quizá sea mejor que lleve mi propio material.
—¿De qué tipo de material hablas? —preguntó Warren.
—Sería muy largo de explicar. Chicos, esperadme aquí o fuera, junto al coche. Vuelvo enseguida.
Volvió al interior del depósito, pasando junto a la fila de compartimentos refrigerados donde se almacenaban los cuerpos antes de que se les hiciera la autopsia. Se encontró felizmente a Vinnie, que venía del pozo. Jack le pidió al empleado que le buscase unos cuantos botes para muestras de fluidos corporales, una mascarilla, guantes de goma, un puñado de jeringuillas, un par de escalpelos y un tubo nasogástrico.
—¿Qué demonios va a hacer? —preguntó Vinnie con suspicacia.
—Probablemente meterme en camisa de once varas —dijo Jack.
—¿Sale de la casa?
—Me temo que sí.
—¿Quiere que vaya con usted? —preguntó Vinnie.
—Gracias, pero no. Agradezco el ofrecimiento. Vinnie no tardó en reunir todo el material y, cuando reapareció, Jack había recogido una pequeña cartera que usaba para llevar y traer del trabajo a casa un juego limpio de ropa interior. Especialmente durante el verano, sudaba mucho en su trayecto en bicicleta y tenía que ducharse y cambiarse.
Metió todos los materiales en la cartera, dio las gracias a Vinnie y se dirigió al muelle de carga. Encontró a Warren y a Flash en la acera. Estaban discutiendo de nuevo acerca de si Flash debería ir a enfrentarse con su cuñado.
Cuando se metieron en el coche, los dos amigos de toda la vida se comportaron como si estuvieran furiosos el uno con el otro. Jack entró en el amplio asiento trasero mientras Warren y Flash subían delante. El coche era un Cadillac de cinco años de antigüedad.
—¿Podemos tener un viaje agradable? —preguntó Jack, deseando relajar la atmósfera.
—¡Está loco! —se quejó Warren alzando las manos—. Quiere meterse en un buen lío, o hacerse matar, ¿sabes lo que quiero decir?
—Sí, pero es mi hermana la que ha sido asesinada —contestó Flash—. Si fuese la tuya sentirías lo mismo.
—Pero no sabes si fue asesinada —repuso Warren—. Ésa es la cuestión. Por eso estamos aquí hablando con el médico.
—Escucha, Flash —dijo Jack—. Estoy razonablemente seguro de poder determinar si hubo juego sucio, pero tienes que tener paciencia. Quizá no pueda decírtelo de manera definitiva hasta dentro de un par de días.
—¿Cómo que un par de días? —replicó Flash. Se giró en el asiento para mirar a Jack—. Creía que podrías decirlo sólo con verla.
—Podría ser. Pero lo dudo, ya que Randolph no vio nada. No es tan mal forense. Lo que me preocupa es que haya algún tipo de veneno.
—¿Como qué? —preguntó Warren.
—Tal vez monóxido de carbono —dijo Jack—. Pero el problema es que los enfermeros la describieron como cianótica, es decir, azulada.
—¿Eso es todo? —preguntó Warren—. ¿No puede haber otros venenos?
—¿Qué es esto? ¿Un examen? —preguntó Jack.
—No, es que me interesa —dijo Warren.
—Bueno, ahora me estáis atosigando. Pero supongo que se puede pensar en barbitúricos, benzodiazepinas, como el Valium, glicoletileno o cosas así. Lo que todos esos agentes tienen en común es que causan depresión respiratoria, que es al parecer lo que padecía Connie.
—¿Cómo pudo matarla su marido con monóxido de carbono? —preguntó Flash.
—¿Tenían coche?
—Sí —dijo Flash—. Y garaje.
—Bueno, podía haberla emborrachado o drogado lo bastante como para llevarla al coche que estuviera en marcha en el garaje. O, mejor aún, con el tubo de escape enchufado directamente hacia el interior. Entonces, cuando estuvo casi muerta, pudo haberla llevado al cuarto de baño y llamar al 919.
—No pudo llevarla a ninguna parte —dijo Flash—. Pesaba casi ciento cincuenta kilos.
—Te hablo de una situación hipotética —dijo Jack—. ¡Venga, vamos!
—Tienes que decirme a dónde —dijo Warren.
—Al hospital Kings County. Está al sudeste de Prospert Park, en Brooklyn.
—¿Voy por la FDR Drive? —preguntó Warren.
—Sí. Y pasa por el puente de Brooklyn. Luego toma la avenida Flatbush.
Warren arrancó.
—Flash —dijo Jack desde el asiento trasero mientras avanzaban junto al East River—, ¿qué posibilidades hay de que tu hermana se suicidara?
—¡Ninguna! No daba el tipo.
—¿Alguna vez se deprimía?
—No en el sentido habitual —dijo Flash—. Pero quizá un poco. Quizá por eso comía tanto. Sabía que se había casado con un demente.
—¿Y eso? —preguntó Jack.
—El tío no hacía nada —dijo Flash furioso—. Volvía a casa del trabajo y se ponía a beber frente a la televisión. Eso era todo, al menos hasta hace unos meses, cuando empezó a pasar todo su tiempo en el sótano.
—¿Haciendo qué? —preguntó Jack.
—El tonto, supongo. Connie no me dijo lo que hacía. Creo que no lo sabía.
—¿Bebía ella mucho?
—No. Si te refieres al alcohol. Los batidos eran otra historia.
—¿Y drogas?
—No tomaba drogas —dijo Flash—. Nunca las había tomado.
—¿En qué parte de Brooklyn vivía? —preguntó Jack.
—En el 15 de Ocean View Lane —dijo Flash.
—¿Dónde cae eso?
—En Brighton Beach —contestó Flash—. Vivía en una zona que no estaba mal, con unos cuantos chalets de madera. En verano podía ir andando a la playa y darse un baño. Estaba bastante bien.
—Hum —comentó Jack. Se preguntaba qué aspecto tendría el lugar. No podía imaginarse chalets en Nueva York.
Aparcar en los alrededores del hospital Kings. County era una pesadilla hecha realidad, pero Warren no se desanimó. En el maletero tenía un viejo cubo de basura sin fondo. Se limitó a buscar un sitio delante de una boca de riego, aparcar y cubrir la boca con el cubo. Jack se maravilló de las adaptaciones necesarias para vivir en aquella ciudad.
Delante de la oficina del forense, Warren y Flash se detuvieron.
—Quizá deberíamos esperar aquí —dijo Warren. Flash asintió.
—Por mí, de acuerdo —dijo Jack—. Trataré de darme prisa.
Entró en el edificio. Mostró rápidamente su identificación a la recepcionista, que nunca le había visto. Debidamente impresionada, ella le dejó entrar.
Fue directamente a la oficina del depósito, junto a la sala de autopsias. Un funcionario estaba sentado tras el escritorio.
—Hola. Soy el doctor Stapleton, de la oficina de Manhattan —dijo Jack con rapidez. Mostró su identificación como había hecho con la recepcionista.
—Soy Doug Smithers. ¿En qué puedo ayudarle? —El hombre parecía sorprendido. El intercambio de visitas no era habitual.
—En un par de cosas —dijo Jack—. Primero, como cortesía, ¿podría localizar al doctor Randolph Sanders? Pregúntele si no le importaría venir.
—Muy bien —dijo Doug con un atisbo de incertidumbre. Decirles a los forenses lo que tenían que hacer no era parte de la tarea de los funcionarios del depósito. Cogió el teléfono. Cuando tuvo al doctor en la línea, le transmitió la petición de Jack.
—¡Perfecto! —dijo Jack—. Ahora me gustaría que me buscase un cuerpo y lo llevase a algún lugar donde pudiera echarle un vistazo.
—¿Quiere que se lo ponga en una mesa de la sala de autopsias?
—No —dijo Jack—. No será necesario. Sólo quiero echarle un vistazo al cuerpo y tomar unas muestras de fluidos corporales. Así que llévelo sólo a un sitio donde haya luz.
Doug Smithers se puso de pie.
—¿Cuál es el número de entrada?
—No lo sé —dijo Jack—. El nombre es Connie Davydov. Llegó aquí, creo, esta mañana.
—Ese cuerpo no está aquí —dijo Doug.
—Bromea.
—No, no. Salió no hace mucho; una media hora.
—¡Maldita sea! —gritó Jack sacudiendo la cabeza. Colocó de golpe su cartera sobre el escritorio. Su cara enrojeció.
—Lo siento —dijo Doug. Se encogió como si esperase que Jack fuese a pegarle.
—No es culpa suya —dijo Jack—. ¿Adónde fue el cuerpo?
Doug se inclinó cautelosamente sobre el libro mayor. Utilizó su dedo índice para buscar en la columna.
—A la funeraria Strickland.
—¿Dónde coño está eso?
—Creo que en la avenida Caton, cerca del cementerio de Greenwood.
—¡Mierda! —murmuró Jack. Empezó a caminar de un lado a otro mientras trataba de pensar qué hacer a continuación.
—El doctor Stapleton, supongo —dijo una voz condescendiente—. ¿No está usted un poco lejos de casa?
Jack levantó la mirada hacia la puerta. En el umbral estaba el doctor Randolph Sanders. Era un poco mayor que Jack, con el pelo casi gris peinado hacia atrás y cara estrecha.
Llevaba gafas de gruesa montura negra que le daban aspecto de búho. En la jerarquía de la oficina forense estaba muy por encima de Jack, con casi veinte años de experiencia.
—Pensé en pasar por aquí y proporcionarle una ayuda que necesita mucho —repuso Jack.
—¡Oh, por favor! —dijo Randolph despreciativamente.
—¿Por qué coño ha dejado salir el cuerpo de Davydov cuando sabía que yo venía para aquí?
—Recibí un misterioso mensaje acerca de que nos iba a hacer una visita, pero no se pedía que retuviese el cuerpo.
—Supongo que no debería sorprenderme, ya que hace falta un coeficiente de inteligencia de al menos cincuenta para haberlo supuesto.
—No tengo por qué escuchar sus insultos infantiles —dijo Randolph—. Tenga buen viaje de vuelta a Manhattan. —Giró sobre los talones y desapareció.
Jack salió al pasillo y lo llamó.
—Déjeme decirle algo. Connie Davydov no tenía ni asma ni alergia. Era una mujer sana que experimentó de pronto un fallo respiratorio sin tener un ataque de corazón ni un derrame. ¡Si eso no merece que se haga una autopsia, no sé qué lo merece!
Randolph se detuvo ante los ascensores.
—¿Cómo sabe que no tenía asma ni alergias?
—Por su hermano.
—Bueno, déjeme que le diga una cosa —dijo Randolph desdeñosamente—. Resulta que mi fuente de información es el investigador forense más experimentado de esta oficina. Puede usted creer a quien quiera. Yo me fío de un profesional.
Randolph se volvió y apretó el botón del ascensor. Miró brevemente a Jack con una sonrisa condescendiente.
Jack estaba a punto de contestar furioso cuando de pronto se dio cuenta de lo inútil que era estar allí discutiendo con aquel cabeza cuadrada. Además, un enfrentamiento con el forense no le ayudaría a avanzar en la investigación del caso de Connie Davydov. Negando con la cabeza, Jack volvió a la oficina del depósito y recogió su cartera. Doug le miró con curiosidad, pero no dijo nada.
Aún furioso, Jack salió del edificio y caminó por la acera hacia el coche de Warren. Éste y Flash estaban apoyados en el guardabarros del Cadillac. Miraron expectantes a Jack a medida que se acercaba, pero Jack no dijo ni una palabra. Subió al asiento trasero.
Warren y Flash se miraron y se encogieron de hombros antes de entrar también en el coche. Los dos se giraron en sus asientos y miraron a Jack, que tenía los labios apretados.
—Pareces jodido —observó Warren.
—Lo estoy —admitió Jack.
—¿Qué pasó? —preguntó Flash.
—Han mandado el cuerpo a una funeraria.
—¿Y eso? —preguntó Warren—. Sabían que venías para acá.
—Tiene algo que ver con lo competitivos que son los médicos entre ellos. Es difícil de explicar y vosotros seguramente no os lo creeríais.
—Te creemos —dijo Warren—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—No sé. Estoy pensando.
—Yo sé lo que voy a hacer —dijo Flash—. Me voy a Brighton Beach.
—Calla, tío —dijo Warren—. Esto es sólo un contratiempo.
—¿Un contratiempo? —dijo Flash—. Si hubiera sido blanca nada de esto hubiera sucedido.
—Flash, ése no es el problema —dijo Jack—. Hay mucho racismo en esta ciudad, lo admito, pero no es el problema aquí, créeme.
—¿Por qué no puedes decirle a los de la funeraria que vuelvan a traer el cuerpo? —sugirió Warren.
—Ojalá fuese tan fácil. El problema es que es un caso de Brooklyn y yo soy de la oficina de Manhattan, lo que significa que hay mucha política por medio. Tendría que conseguir que lo hiciera el superjefe, lo que pondría al jefe de Brooklyn a la defensiva porque supondría que es una crítica a su trabajo. Se convertiría en una especie de guerra burocrática. Además llevaría siglos y mientras tanto la funeraria podría haber embalsamado el cuerpo o, peor aún, incinerado.
—Mierda —dijo Warren.
—Decidido —dijo Flash—. Me voy a Brighton Beach.
—No; vamos a la funeraria. Puede provocar algún revuelo, pero, quizá tengamos suerte. Está en la avenida Caton, cerca del cementerio Greenwood. ¿Tenéis un plano?
Warren asintió. Le dijo a Flash que rebuscase en la guantera. Jack trató de imaginar lo que se iban a encontrar en la funeraria. Suponía que el encargado no iba a ser especialmente cooperador.
—Cuando entremos en la funeraria, vamos a tener que hacerlo avasallando —dijo Jack.
Warren levantó la vista.
—¿Qué quieres decir?
—Tendremos que hacerlo antes de que les dé tiempo a reparar en ello.
—Pero tú eres forense —dijo Warren—. Eres funcionario municipal.
—Sí, pero esto es bastante irregular. Al encargado de la funeraria no le va a gustar. Sabes, el modo en que funciona el sistema consiste en que el cuerpo es técnicamente entregado al pariente más cercano, que en este caso es el marido, aunque sea la funeraria la que recoge el cuerpo. Se supone que no tiene que suceder nada al cuerpo a menos que el marido lo diga. Obviamente no queremos que llamen al marido, porque si es culpable de lo que sospecha Flash, pondrá el grito en el cielo.
—¿Por qué no dices simplemente que eres de la oficina de Brooklyn y que había un par de cosas que olvidaste?
—El encargado llamaría a la oficina de Brooklyn —dijo Jack—. Se preguntarían por qué no han recibido una llamada para devolver el cuerpo. Recuerda que trabajan con ellos continuamente y conocen a los forenses. El que yo aparezca de repente les parecerá muy extraño. Creedme.
—Entonces ¿qué propones? —preguntó Warren.
—Estoy pensando. ¿Habéis encontrado el plano?
—Eso creo —dijo Flash.
—Vamos allá.
Después de avanzar unas manzanas Jack tuvo una idea. Sacando su móvil, llamó a la oficina de Bingham. Como esperaba, le contestó Cheryl Sandford, con su voz melosa. Jack preguntó si el jefe podía oírla.
—Difícilmente —dijo ella—. Está en la oficina de la comisionada de Sanidad en una reunión improvisada.
—Mejor todavía. Escucha, tengo un problema y necesito tu ayuda.
—¿Me va a meter en un lío? —dijo Cheryl. Conocía demasiado bien a Jack dado el número de veces que había estado en la oficina de Bingham para recibir un rapapolvo.
—Es posible —admitió él—. Si es así, asumo toda la responsabilidad. Pero es por una buena causa.
Jack le explicó la pérdida de Flash, el dilema acerca del cuerpo de Connie y las discrepancias acerca del historial médico que sugería juego sucio. La generosa naturaleza de Cheryl y su sentido de la justicia ganaron. Accedió a escuchar lo que había pensado Jack, que se aclaró la garganta.
—Si recibes una llamada de la funeraria Strickland durante la próxima media hora para el jefe, dile que está con la comisionada, lo cual es cierto. Pero luego añade que el doctor Jack Stapleton ha sido autorizado a tomar muestras de los fluidos corporales de Connie Davydov.
—¿Eso es todo? —preguntó Cheryl.
—Eso es todo. Si quieres, puedes decir que habías pensado llamar antes, pero que se te pasó a causa de la necesidad repentina del jefe de ver a la comisionada.
—Es usted un sinvergüenza —observó Cheryl—. Pero es una buena causa, sobre todo si hay un homicidio por medio. En cualquier caso, lo haré.
—Me gustaría pensar que soy ingenioso, no sinvergüenza —bromeó Jack. Dio las gracias a Cheryl tanto de su parte como de la de Flash, se despidió y colgó.
—Parece que lo has arreglado —dijo Warren.
—Ya veremos —dijo Jack. No las tenía todas consigo. Por experiencia sabía que los encargados de funerarias tendían a ser muy puntillosos. Había muchos posibles inconvenientes. Si había mucho personal, Jack se imaginaba que incluso podrían retenerle físicamente.
La funeraria Strickland era un edificio de estuco de dos pisos que en otro tiempo había sido la mansión de algún rico vecino de Brooklyn. Estaba pintada de blanco en un intento de hacerla parecer alegre. Incluso así seguía siendo una pesada estructura de estilo indeterminado. Todas sus ventanas estaban cerradas con pesados cortinajes. Desde el aparcamiento se veía una parte del cementerio de Greenwood erizado de lápidas.
Warren puso el freno de mano y apagó el motor.
—Parece un poco amenazador, ¿no? —comentó Jack.
—¿Qué hacen ahí dentro? —dijo Warren—. Siempre me lo he preguntado.
—¡No preguntes! Seguro que no lo querrías saber —respondió Jack—. Acabemos con esto antes de que me arrepienta.
—Te esperamos aquí —dijo Warren. Echó una mirada a Flash, que asintió.
—¡Oh, no! Esta vez no. Cuando antes dije nosotros, lo decía en serio. Esto va a ser como una miniinvasión y necesito vuestra ayuda, chicos. Además, Flash, tú eres de la familia, lo que nos concede cierta legitimidad.
—¿Lo dices en serio, tío? —dijo Warren.
—Desde luego. ¡Vamos! Esto no se discute.
Jack se dirigió resueltamente a la puerta llevando la cartera en la mano. Oía los pasos de Warren y Flash detrás de él. Sabía que venían de mala gana y no les culpaba. También sabía que no estaban preparados emocionalmente para lo que iban a ver.
El interior de la funeraria era bastante corriente. Había mucha madera oscura, cortinajes de terciopelo, luces suaves e himnos a bajo volumen sonando de fondo, dando una impresión general de serenidad. En el vestíbulo había un libro de visitas abierto sobre una consola. Junto a él se encontraba una mujer de aspecto austero con un traje negro. En el centro de la habitación a la derecha había un ataúd abierto sobre un catafalco a la altura de la cintura con unas cuantas filas de sillas plegables colocadas delante. El interior de la tapa estaba tapizado de satén blanco. Jack entrevió el perfil del ocupante del ataúd.
—¿Puedo ayudarles? —dijo la mujer con una voz apenas más fuerte que un susurro.
—Sí —dijo Jack—. ¿Dónde está el encargado?
—En su despacho. ¿Quieren que le llame?
—Por favor —contestó Jack—. Y rápido, si no le importa. Esto es una emergencia.
Jack miró por encima del hombro a Warren y Flash, que estaban pegados a él.
—¡Mierda, tío! —susurró Warren—. ¿Estás seguro de que nos necesitas?
—Sin duda —susurró—. Tranquilos
El encargado sólo tardó unos minutos en aparecer por una puerta lateral acompañado por un par de tipos musculosos que podían haber sido guardaespaldas. El encargado parecía de guardarropía con su inmaculado traje negro, la inmaculada camisa blanca y el pelo engominado y perfectamente peinado. Lo único fuera de lugar era su tez. Estaba moreno como si acabase de volver de unas vacaciones en Florida.
—Mi nombre es Gordon Strickland —dijo con tono ceremonioso—. Entiendo que hay una emergencia. ¿En qué podemos servirles?
—Soy el doctor Jack Stapleton —dijo con toda la autoridad de que pudo revestirse—. Soy un representante de la oficina del forense de Manhattan, el doctor Harold Bingham.
—He oído el nombre. ¿Cómo nos afecta todo eso aquí en Brooklyn?
—Me han enviado a examinar el cuerpo de Connie Davydov. Así como a obtener algunas muestras de fluidos corporales. Imagino que le habrán llamado a tal efecto.
—No, no nos han llamado —dijo Gordon. Su labio superior empezó a crisparse.
—Entonces me disculpo por la sorpresa —dijo Jack—. Pero tenemos que ver el cuerpo. —Dio un paso al frente en dirección a un par de puertas dobles que conducían al centro del edificio.
—¡Un momento! —dijo Gordon, alzando la mano—. ¿Quiénes son estos otros señores?
—Éste es Warren Wilson —dijo Jack mientras lo señalaba con la cabeza—. Es mi ayudante. El otro es Frank Thomas, hermano de la fallecida. —Jack no pudo evitar preguntarse si eso colaría, ya que sus amigos iban vestidos con un estilo hip-hop modificado. Warren no parecía en absoluto un profesional por muchos esfuerzos que hiciera uno.
—No comprendo —dijo Gordon—. El cuerpo fue enviado por un tal señor Davydov. Tampoco él ha contactado con nosotros con referencia a este tema.
—Estamos investigando un posible homicidio —dijo Jack—. Han aparecido nuevos datos.
—¿Homicidio? —repitió Gordon. La crispación de su labio aumentó.
—Pues sí —dijo Jack. Empezó a andar de nuevo, obligando a Gordon a retroceder—. Ahora, por favor, si puede conducirnos al refrigerador o a donde guarden los cuerpos recién llegados, haremos nuestra tarea y nos iremos.
—El cuerpo está en la sala de embalsamar —dijo Gordon—. Hemos estado esperando las instrucciones del señor Davydov. Se suponía que iba a llamar una vez llegase el cuerpo aquí.
—Entonces veremos el cuerpo en la sala de embalsamar —repuso Jack—. A nosotros nos da lo mismo.
Anonadado, Gordon se volvió y empujó las puertas dobles. Jack, Warren y Flash le siguieron. Los silenciosos ayudantes de Gordon iban los últimos.
—Esto es bastante irregular —dijo Gordon a nadie en particular mientras caminaban por el pasillo—. No nos han dicho nada de la oficina del forense de Brooklyn tampoco. Quizá debería llamarles.
—Le ahorraría tiempo llamar al doctor Bingham directamente —dijo Jack—. Naturalmente, sabrá usted que la oficina de Brooklyn está a las órdenes de la oficina de Manhattan.
—No lo sabía —dijo Gordon. Jack sacó su teléfono móvil, marcó el número de marcación abreviada del jefe y tendió el teléfono a Gordon, que se lo llevó al oído. Jack oyó a Cheryl Sandford contestar con su frase habitual:
—Oficina del doctor Harold Bingham, forense jefe. ¿En qué puedo ayudarle?
El grupo se detuvo ante otro par de puertas mientras Gordon hablaba con Cheryl. Jack oía sólo fragmentos de lo que Cheryl decía. Gordon asentía diciendo: «Sí», «Ya veo» y «Comprendo». Finalmente dijo:
—Gracias, señora Sandford. Lo entiendo perfectamente y no necesita usted disculparse. Haré lo que pueda para ayudar al doctor Stapleton.
Gordon devolvió el teléfono a Jack, que se dio cuenta de que el labio de Gordon temblaba. El hombre no se sentía del todo cómodo con la situación pero de momento se había aplacado.
—Aquí —dijo Gordon señalando las puertas dobles.
El grupo entró en la sala de embalsamar, que olía a un ambientador perfumado. El lugar era más grande de lo que había esperado Jack, más o menos del tamaño de la sala de autopsias donde él trabajaba la mayoría de los días. Pero en lugar de las ocho mesas de la sala de autopsias, allí había sólo cuatro, dos de las cuales estaban ocupadas. La más alejada albergaba a un hombre en proceso de ser embalsamado. La más cercana, a una mujer obesa.
—La señora Davydov está aquí —dijo Gordon señalando al cadáver más cercano.
—¡Muy bien! —dijo Jack. Colocó la cartera sobre una mesita con ruedas y la acercó. Tras abrir la cartera miró a sus dos amigos. Estaban inmóviles junto a la puerta. Warren estaba paralizado ante el proceso de embalsamamiento que tenía lugar al otro lado de la habitación; Flash contemplaba a su hermana. Las caras de ambos estaban pálidas. Jack se imaginaba lo que debían estar sintiendo.
Jack dio una palmada para que la situación no se deteriorase más. El sonido fue como un disparo en la habitación alicatada y todos se sobresaltaron. Hasta las personas que realizaban el embalsamamiento levantaron la vista de su espantosa tarea.
—¡De acuerdo! —dijo Jack animadamente, como si le encantara lo que estaba a punto de hacer—. Vamos a poner esto en marcha para que estos caballeros puedan seguir con su trabajo. Frank Thomas, ¿puede identificar a esta mujer?
Flash asintió.
—Es mi hermana, Connie Thomas Davydov.
—¿Está absolutamente seguro? —preguntó Jack mientras miraba el rostro de la fallecida por primera vez. Se quedó sorprendido al ver la evidencia de un traumatismo. El ojo izquierdo estaba púrpura y casi cerrado de la hinchazón. La piel sobre el pómulo estaba arañada.
—Segurísimo —dijo Flash. Se acercó un paso más y señaló el ojo hinchado—. Y el muy bastardo le había pegado como hizo otras veces.
—No saquemos conclusiones —replicó Jack rápidamente—. ¡Recuerde! Los enfermeros la encontraron en el baño, donde se había desmayado. Un cuarto de baño es un lugar peligroso para desmayarse, entre el lavabo, la bañera y el retrete, por no hablar de los toalleros y los grifos.
—Hace un mes fui a comer con ella y tenía el ojo igual —dijo Flash, ignorando a Jack—. Me dijo que le había pegado. La única razón por la que no fui a romperle la cara fue porque ella me pidió que no lo hiciera.
—¡Bueno, cálmese! —dijo Jack. Ahora que estaba a punto de conseguir sus muestras, no quería que Flash lo echase todo a perder.
A tal fin le sugirió que quizá sería mejor para él esperar fuera. Flash no discutió; se dio la vuelta, y se marchó. Tras una señal de la cabeza del encargado, los dos forzudos salieron detrás de él.
—Es muy difícil para él —explicó Jack—. Así que es mejor que hagamos nuestro trabajo y le saquemos de aquí.
Gordon se acercó a la mesa mientras Jack se ponía los guantes de látex.
—Espero que no vaya a estropear el cadáver de manera visible —advirtió el encargado—. No sabemos si el señor Davydov tiene previsto un ataúd abierto o no.
—Lo único que vamos a hacer es tomar muestras de fluidos corporales —dijo Jack.
Indicó a Warren que se acercara y le tendió varios frascos para muestras. Tuvo que hacer como si Warren fuera realmente su ayudante para justificar su intimidante presencia. Jack quería que estuviera allí porque planeaba hacer lo que Gordon acababa de advertirle que no hiciera, es decir, tomar una muestra de la piel arañada del rostro. Naturalmente, también le hubiera gustado tomar muestras del cerebro, del hígado, los riñones, los pulmones y la grasa, si se le hubiera ocurrido algún modo de hacerlo.
Lo primero que hizo fue sacar su cámara. Antes de que Gordon pudiera protestar, hizo una serie de fotografías del cuerpo con especial atención al trauma facial. Jack recolocó la cabeza para que tuviese la máxima exposición. En el proceso también buscó alguna señal sutil de estrangulamiento o asfixia. No había ninguna.
Tras apartar la cámara terminó su rápido pero completo examen externo. Mientras trabajaba, iba haciendo una descripción verbal destinada a Warren. Mencionó que no había señales de inyecciones más que las iatrogénicas, ningún trauma más que el del ojo y la mejilla y ninguna señal de enfermedad infecciosa.
A continuación Jack sacó su colección de jeringuillas y empezó a extraer muestras de fluidos corporales. Sacó sangre del corazón, orina de la vejiga, humor vítreo del cristalino y fluido cerebroespinal del sistema nervioso central. Luego sacó el tubo nasogástrico y recogió parte del contenido del estómago. Trabajaba deprisa por miedo de ser interrumpido antes de que hubiera acabado. Warren trató de mantener los ojos cerrados a lo largo de todo el proceso.
El encargado había retrocedido hacia la pared. Estaba vigilante con los brazos cruzados sobre el pecho. Su expresión y su labio crispado evidenciaban que no estaba encantado con los esfuerzos de Jack, pero permanecía en silencio. Al menos hasta que el escalpelo de Jack brilló bajo la luz fluorescente.
—¡Espere! —exclamó cuando entrevió el cuchillo, y se adelantó rápidamente—. ¿Qué va a hacer?
—Está hecho —dijo Jack. Se enderezó y metió un trozo de tejido facial y párpado en un frasco. Había tomado la muestra con rapidez cegadora.
—Pero usted prometió que no lo haría —balbució Gordon. Con desconsuelo miró el corte en la cara de Connie.
—Es verdad. Pero me he dado cuenta de que estamos obligados a asegurarnos de que este ojo hinchado no es el resultado de un proceso infeccioso. Y con mi usual precisión quirúrgica, he tomado sólo una diminuta muestra. Tengo plena confianza en que usted pueda hacerla desaparecer con su habilidad cosmética.
—¡Esto es ofensivo! —se quejó Gordon. Se inclinó para estudiar el defecto y se quedó desolado. Según él, no era diminuto en absoluto. Connie tenía un aspecto horrible e irrevocablemente alterado.
Tan rápido como pudo, Jack metió todos los frascos, el material usado e incluso sus guantes de goma al revés en la cartera y la cerró. En aquel momento se sentía como un ladrón de bancos al que acabasen de entregar todo el dinero y tuviera que huir. Agarrando a Warren por la manga de su sudadera de capucha, tiró de él hacia la puerta.
—Vámonos rápido pero ordenadamente —le susurró.
Salieron por la doble puerta, oyendo aún a Gordon maldiciendo al fondo. Tras cruzar la segunda puerta, se pusieron a buscar a Flash. No se le veía por ninguna parte. Al salir del edificio lo encontraron paseando por la acera.
—¡Vámonos! —ordenó Jack. Los tres se acercaron rápidamente al coche. A Jack no le preocupaba que le persiguieran, pero quería marcharse lo antes posible. Sabía que había puesto a Gordon muy nervioso con la maniobra de la muestra de piel. Para el encargado de una funeraria, desfigurar un rostro era el peor pecado.
Se metieron en el coche y se dirigieron de vuelta hacia Prospect Park, conduciendo en silencio. Fue Flash el que finalmente habló:
—Bueno, chicos, ¿vais a decir algo? ¿Qué habéis descubierto?
—Yo he descubierto que no volveré a una funeraria hasta que me lleven a la fuerza —dijo Warren—. Por Dios, ¿qué estaba haciendo aquel tipo en la otra mesa? ¿Sacándole los entresijos con una aspiradora? Casi me desmayo, os lo juro. Tíos, ha sido la peor experiencia de mi vida.
—En otras palabras —dijo Flash enfadado—, no os habéis enterado de una mierda con respecto a Connie.
—Recogimos las muestras que necesitábamos —dijo Jack—. Ahora has de tener paciencia. Como dije antes, no sabremos nada definitivo hasta que esas muestras sean procesadas.
—Vi que la había golpeado en la cara —dijo Flash—. Eso me basta.
Warren miró a Jack por el retrovisor.
—¿Ves lo que me pasa con este tío? Es como hablar con una pared, ya sabes.
—Escucha, Flash —dijo Jack enfáticamente—. Me he metido en un lío por ti. ¿Lo entiendes?
—Supongo —admitió Flash de mala gana.
—Podría tener serios problemas si Strickland o la oficina de Brooklyn arman jaleo con esto, sobre todo si las muestras resultan negativas. Ahora, lo menos que puedo esperar de ti es que prometas que no vas a ir a casa de tu cuñado.
—¿Y lo del ojo negro? —preguntó Flash.
—Por última vez, no sabemos cómo ocurrió. Tomé una muestra de piel y veremos lo que dice. Puede haber sido por un puñetazo, pero también puede que no. He visto caídas en el cuarto de baño mucho peores. De hecho he visto casos en que la caída fue lo que mató a la víctima, no lo que hubiera ocurrido antes.
—Prométeselo —dijo Warren—. O me vas a joder a mí también. Oye, que hay muchas cosas que hubiera hecho hoy mejor que estar de pie en una funeraria revolviéndome las tripas, ¿sabes lo que digo?
—Vale, lo prometo —dijo Flash—. ¿Ya estáis contentos?
—Aliviados, diría yo —repuso Jack. Miró por la ventanilla el tráfico de hora punta y se preguntó qué precio tendría que pagar por sus manejos.