8 de septiembre de 2005.
El otoño es una estación gloriosa, pese que a menudo se emplea como metáfora de la muerte y la agonía inminentes. En ningún lugar se hace más patente su atmósfera vigorosa y sus exuberantes colores que en el nordeste de Estados Unidos. Ya a principios de septiembre, los días tórridos, brumosos y húmedos del verano de Nueva Inglaterra empiezan a dar paso a días cristalinos de aire fresco, claro y seco bajo un cielo intensamente azul. El 8 de septiembre de 2005 fue uno de aquellos días. Ni una sola nube manchaba el cielo diáfano desde Maine hasta New Jersey, y tanto en el laberinto de macadán del centro de Boston como en la parrilla de hormigón de la ciudad de Nueva York, la temperatura se situaba en unos agradables veinticinco grados.
Cuando el día ya tocaba a su fin, dos médicos sacaron al mismo tiempo y con idéntica desgana el teléfono móvil que llevaban prendido a la cinturilla en sus respectivas ciudades. A ninguno de los dos les hacía ninguna gracia la intromisión, pues ambos temían que el timbrazo melódico del aparato anunciara una crisis que requeriría su atención y presencia profesionales. Una interrupción inoportuna, pues ambos tenían planeadas sendas actividades personales muy interesantes para aquella noche.
Por desgracia, la intuición no les falló, pues ambas llamadas hacían justicia a la reputación metafórica del otoño. La llamada de Boston hacía referencia a una persona a punto de morir, aquejada de un intenso dolor en el pecho, debilidad profunda y dificultades respiratorias, mientras que la de Nueva York se refería a una persona reciente pero inequívocamente muerta. Ambas situaciones constituían urgencias para los dos médicos y requerían que aplazaran sus planes personales. Lo que los dos ignoraban era que una de las llamadas desencadenaría una secuencia de acontecimientos que tendría graves repercusiones sobre ambos, los pondría en peligro y los convertiría en enemigos encarnizados, mientras que la segunda llamada daría un giro distinto a la primera.
Boston, 19.10 horas.
El doctor Craig Bowman dejó caer los brazos unos instantes para aliviar el dolor de los antebrazos. Estaba frente al espejo instalado en la cara interior de la puerta del vestidor, pugnando por anudarse una elegante pajarita negra. Había llevado esmoquin a lo sumo media docena de veces en su vida, la primera vez en el baile de graduación del instituto y la última el día de su boda, y en todas las ocasiones se había conformado con un modelo de pajarita ya anudada que se incluía en los esmóquines alquilados. Pero ahora, en la era de su reencarnación, quería una de verdad. Se había comprado un esmoquin nuevo y no tenía intención de conformarse con una pajarita falsa. El problema residía en que no sabía anudársela y le había dado demasiada vergüenza pedir ayuda al dependiente de la tienda. En aquel momento no se había preocupado, porque imaginaba que se parecería bastante a atarse los zapatos.
Por desgracia, no tenía nada que ver, y llevaba diez minutos intentando anudarse el maldito artilugio. Por fortuna, Leona, su nueva y explosiva secretaria y administrativa, además de novia reciente, se estaba maquillando en el baño. En el peor de los casos tendría que preguntarle si sabía anudar pajaritas. Lo cierto es que no le apetecía recurrir a ella. No llevaban demasiado tiempo saliendo juntos, y Craig prefería que Leona conservara su aparente fe en la sofisticación de su novio, porque temía que de lo contrario no dejaría de darle la vara. Leona tenía lo que su madura recepcionista y su enfermera denominaban una «boca de cuidado». El tacto no era uno de sus puntos fuertes.
Craig desvió la mirada hacia Leona. La puerta del baño estaba entornada, y la joven se estaba maquillando los ojos, pero lo único que veía era la silueta lateral de su sinuoso trasero de veintitrés años enfundado en reluciente crepé rosa. Estaba de puntillas, inclinada sobre el lavabo para poder acercarse más al espejo. Una breve sonrisa de satisfacción curvó los labios de Craig al imaginarse a sí mismo aquella noche recorriendo el pasillo de la Sinfónica, motivo por el cual se estaban acicalando tanto. En compensación por su «boca de cuidado», Leona era un «auténtico bombón», sobre todo en aquel vestido de generoso escote que habían comprado hacía poco en Neiman Marcus. Craig estaba convencido de que muchos se volverían para mirarla y de que recibiría miradas envidiosas de otros hombres de cuarenta y cinco años. Comprendía que aquellos pensamientos eran bastante infantiles, por expresarlo de forma delicada, pero no los había experimentado desde la última vez que se pusiera un esmoquin y tenía la sana intención de disfrutarlos al máximo.
La sonrisa de Craig se desvaneció cuando acudió a su mente la posibilidad de toparse con algún amigo suyo y de su mujer entre el público. Desde luego, no albergaba el propósito de humillar a nadie ni herir los sentimientos de nadie. Sin embargo, no creía que fuera a encontrarse con ningún conocido, ya que él y su mujer nunca habían ido a la Sinfónica, ni tampoco ninguno de sus pocos amigos, en su mayoría otros médicos sobrecargados de trabajo como él. Aprovechar la oferta cultural de la ciudad no había formado parte de su estilo de vida suburbano, por causa de la gran cantidad de horas de dedicación que exigía el ejercicio de la medicina.
Craig llevaba seis meses separado de Alexis, de modo que no era ningún escándalo salir acompañado. No creía que fuera cuestión de la edad. Siempre y cuando saliera con una mujer adulta de edad razonable, postuniversitaria, no pasa nada. A fin de cuentas, tarde o temprano lo verían por ahí acompañado por alguna mujer, sobre todo teniendo en cuenta la actividad que desplegaba en los últimos tiempos. Además de asistir con regularidad a conciertos, se había convertido en asiduo a un nuevo gimnasio, así como al teatro, el ballet y toda una serie de otras actividades y reuniones sociales en las que participaba cualquier persona culta normal en una ciudad cosmopolita. Puesto que Alexis se había negado sistemáticamente a formar parte de su transformación desde el principio, ahora Craig se consideraba con el derecho a acompañar a quien le viniera en gana. Nada lo impediría convertirse en la persona que aspiraba a ser. Incluso se había hecho miembro del Museo de Bellas Artes y esperaba con impaciencia las inauguraciones de las exposiciones, pese a que nunca había asistido a ninguna. Se había visto obligado a sacrificar el disfrute de toda actividad cultural durante los arduos y solitarios años de estudio y trabajo para convertirse en médico, en el mejor médico posible, lo cual significaba que durante diez años de su vida adulta, solo se había ausentado del hospital para dormir. Y en cuanto terminó la especialidad en medicina interna y puso por fin su placa, aún le quedó menos tiempo para dedicarse a cualquier actividad personal, incluyendo por desgracia la vida familiar. Se había convertido en el adicto al trabajo arquetípico e intelectualmente provinciano que solo tenía tiempo para sus pacientes. Pero todo aquello estaba cambiando, y tanto los lamentos como los sentimientos de culpabilidad, sobre todo en lo tocante a los asuntos familiares, debían quedar relegados a segundo término. El nuevo doctor Craig Bowman había dejado atrás la vida anodina, monótona, ajetreada, insatisfactoria y vacía de cultura. Sabía que algunas personas calificaban su situación de crisis de la mediana edad, pero él la consideraba más bien un renacimiento o, mejor dicho, un despertar.
A lo largo del año pasado, Craig se había propuesto, incluso obsesionado por transformarse en una persona más interesante, feliz, completa y mejor, y como consecuencia de todo ello, en un médico mejor. Sobre la mesa de su piso en la ciudad se apilaba un montón de catálogos de distintas universidades de la zona, entre ellas Harvard. Tenía intención de asistir a clases de humanidades; tal vez uno o dos cursos por semestre para recuperar el tiempo perdido. Y lo mejor de todo era que gracias a su transformación había podido volver a su amada investigación, que había quedado del todo olvidada al empezar a ejercer. Lo que había comenzado en la facultad como un trabajo remunerado, encargándose de las tareas de machaca para un profesor que estudiaba los canales de sodio en miocitos y neuronas, se convirtió en una pasión cuando lo ascendieron a la categoría de investigador asociado. Craig incluso había sido coautor de varios artículos científicos de gran repercusión durante su época de estudiante y residente. Y ahora estaba de nuevo en la brecha, con la posibilidad de pasar dos tardes a la semana en el laboratorio, lo cual le encantaba. Leona lo llamaba hombre renacentista, y si bien sabía que era un calificativo prematuro, Craig creía que con un par de años de esfuerzo bien podría acercarse a esa figura.
El origen de la metamorfosis de Craig había sido bastante repentino y lo había cogido del todo desprevenido. Poco más de un año antes y de forma bastante casual, su vida profesional había dado un giro de ciento ochenta grados, lo cual le había reportado el doble beneficio de un considerable aumento de ingresos y también de satisfacción profesional. De pronto se le brindaba la posibilidad de practicar el tipo de medicina que había aprendido en la facultad, en la que las necesidades de los pacientes eclipsaban las enrevesadas reglas de su cobertura médica. Ahora Craig podía dedicar una hora entera a un paciente si su situación así lo requería, y había tomado la acertada decisión de hacerlo. De un solo plumazo se había visto libre de la doble lacra de los reembolsos cada vez más exiguos y el aumento de los costes, circunstancias que hasta entonces le habían obligado a dar cabida a un número cada vez mayor de pacientes en su consulta. Para cobrar ya no tenía que pelearse con los empleados de las aseguradoras, a menudo ignorantes en toda cuestión médica. Incluso había empezado a hacer visitas domiciliarias si ello era lo mejor para el paciente, algo que habría resultado impensable en su vida anterior.
El cambio había sido un sueño hecho realidad. Al recibir, de forma inesperada, la oferta por correo electrónico, Craig había respondido a su aspirante a benefactor y ahora socio que tenía que pensárselo. ¿Cómo había podido ser tan idiota como para no aceptar de inmediato? ¿Y si hubiera perdido la oportunidad? Todo empezó a ir mejor, salvo los problemas familiares, pero el origen de dichos problemas residía en lo absorto que había estado en su antigua situación profesional. En última instancia había sido culpa suya, lo cual no tenía reparo en reconocer. Había permitido que las exigencias del ejercicio moderno de la medicina gobernaran y limitaran su vida. Pero desde luego, ahora no se estaba ahogando, de modo que tal vez las dificultades familiares pudieran resolverse con el tiempo. Quizá lograra convencer a Alexis de que las vidas de todos ellos podían mejorar de forma drástica. Entretanto, tenía intención de disfrutar de su evolución personal. Por primera vez en su vida, Craig tenía tiempo libre y dinero en el banco.
Con un extremo de la pajarita en cada mano, Craig estaba a punto de intentar una vez más anudársela cuando sonó su teléfono móvil. Su rostro se ensombreció. Miró el reloj; las siete y diez. El concierto empezaba a las ocho y media. Echó un vistazo al nombre que indicaba la pantalla del teléfono. Stanhope.
—¡Maldita sea! —masculló.
Abrió la pestaña del teléfono, se lo llevó a la oreja y saludó.
—¿Doctor Bowman? —preguntó una voz refinada—. Le llamo por Patience. Ha empeorado. De hecho, creo que esta vez está realmente enferma.
—¿Qué le ocurre, Jordan? —inquirió Craig mientras volvía la mirada hacia el baño.
Leona había oído el teléfono y lo estaba mirando. Craig formó en silencio la palabra «Stanhope», y Leona asintió. Sabía lo que aquello significaba, y Craig adivinó en su expresión que albergaba el mismo temor que él, es decir, que la velada que habían planeado corriera peligro. Si llegaban tarde al concierto, tendrían que esperar al intermedio para ocupar sus butacas, lo cual significaba perderse la diversión y la emoción de la entrada, que ambos esperaban con ilusión.
—No lo sé —repuso Jordan—. Parece mucho más débil de lo normal. No parece capaz ni de incorporarse en la cama.
—¿Qué otros síntomas tiene aparte de la debilidad?
—Creo que deberíamos pedir una ambulancia e ir al hospital. Está muy alterada, y me tiene muy preocupado.
—Jordan, si usted está preocupado, yo también lo estoy —señaló Craig en tono tranquilizador—. ¿Qué síntomas tiene? Quiero decir que esta mañana he estado en su casa atendiendo sus molestias habituales. ¿Se trata de algo diferente?
Patience Stanhope era una del puñado de pacientes que Craig calificaba de «pacientes problemáticos», pero sin duda era la peor del grupo. Todos los médicos tenían algún paciente así en cualquier tipo de consulta, y los hallaban pesados en el mejor de los casos y enloquecedores en el peor. Eran los pacientes que perseveraban día tras día con una letanía de dolencias que en su mayoría eran completamente psicosomáticas o inexistentes, y que rara vez respondían a ningún tratamiento, ni siquiera a los de la medicina alternativa. Craig lo había probado todo con aquellos pacientes, pero en vano. Por lo general eran personas deprimidas, exigentes, exasperantes y absorbentes. Asimismo, a causa de internet, se habían vuelto muy creativos respecto a sus supuestos síntomas y su deseo de largas conversaciones y solicitud. En su consulta anterior, tras verificar su hipocondría más allá de toda duda razonable, Craig se las arreglaba para visitarlos con la menor frecuencia posible, lo cual conseguía derivándolos a la enfermera y, en contadas ocasiones, a otro especialista, sobre todo a un psiquiatra, si conseguía persuadir a los pacientes a que acudieran a uno. Pero en su nueva etapa profesional, su capacidad de recurrir a semejantes tretas era limitada, lo que significaba que los «pacientes problemáticos» eran la única pesadilla que sufría en su consulta. Según su contable, representaban tan solo el tres por ciento de su clientela y consumían más del quince por ciento de su tiempo. Patience era el ejemplo por excelencia. Craig llevaba ocho meses visitándola al menos una vez por semana, muy a menudo por la noche. Como comentaba con frecuencia a su personal, Patience ponía a prueba su paciencia, un chiste que siempre arrancaba carcajadas.
—Esto es muy distinto —aseguró Jordan—. Muy diferente de las molestias que tenía anoche y esta mañana.
—¿En qué sentido? —quiso saber Craig—. ¿Puede darme algún detalle?
Quería saber con la mayor exactitud posible qué le pasaba a Patience y se obligó a recordarse que los hipocondríacos a veces se ponían enfermos de verdad. El problema de tratar a aquella clase de pacientes era que bajaban en gran medida el umbral de suspicacia. Era como la alegoría del niño que anunció al lobo demasiadas veces.
—El dolor se sitúa en otra parte.
—De acuerdo, es un buen punto de partida —dijo Craig.
Se encogió de hombros en dirección a Leona y le indicó con un gesto que se diera prisa. Si el problema era el que imaginaba, quería llevar a la joven consigo a la visita domiciliaria.
—¿En qué sentido es diferente el dolor?
—Esta mañana tenía dolores en el recto y en el bajo vientre.
—Lo recuerdo —contestó Craig.
¿Cómo iba a olvidarlo? Hinchazón, gases y problemas de evacuación descritos en todos sus desagradables detalles eran las molestias más habituales.
—¿Dónde le duele ahora?
—Dice que en el pecho. Nunca se había quejado del dolor en el pecho.
—Eso no es del todo cierto, Jordan. El mes pasado tuvo varios episodios de dolor en el pecho. Por eso le hice la prueba de esfuerzo.
—Es verdad, lo había olvidado. Me resulta imposible estar al corriente de todos sus síntomas.
Y a mí, sintió deseos de corroborar Craig, pero se contuvo.
—Creo que debería ir al hospital —repitió Jordan—. Me parece que le cuesta respirar e incluso hablar. Hace un rato ha conseguido decirme que tenía dolor de cabeza y náuseas.
—Las náuseas son una de sus dolencias habituales —le recordó Craig—. Y el dolor de la cabeza también.
—Pero esta vez ha vomitado un poco. También ha dicho que tenía la sensación de estar flotando en el aire y que se sentía entumecida.
—Esos son síntomas nuevos.
—Ya le digo que esto es del todo diferente.
—¿Es un dolor visceral y como aplastante, o bien agudo e intermitente, como un calambre?
—No lo sé.
—¿Puede preguntárselo? Es posible que sea importante.
—De acuerdo, espere un momento.
Craig oyó a Jordan dejar el auricular. Leona salió del baño. Estaba lista. A los ojos de Craig merecía ocupar la portada de una revista. Se lo hizo saber levantando el pulgar en señal de aprobación. Leona sonrió y preguntó en silencio qué sucedía.
Craig se encogió de hombros sin apartarse el teléfono de la oreja, pero sí de la boca.
—Me parece que tendré que hacer una visita domiciliaria.
Leona asintió.
—¿Tienes problemas con la pajarita? —inquirió acto seguido.
Craig asintió a regañadientes.
—A ver qué puedo hacer —se ofreció la joven.
Craig alzó el mentón para dejarle más espacio, y en aquel momento Jordan volvió a ponerse al teléfono.
—Dice que tiene dolores terribles, con todos los adjetivos que ha mencionado usted.
Craig asintió. Parecía un episodio clásico de la Patience a la que conocía tan bien. Eso no le ayudaba en nada.
—¿El dolor irradia hacia otras partes del cuerpo, como el brazo, el cuello u otro lugar?
—Dios mío, no lo sé. ¿Quiere que se lo pregunte?
—Sí, por favor.
Con unos cuantos movimientos hábiles, Leona tiró de los extremos lazados de la pajarita y apretó el nudo que había hecho. Tras un pequeño ajuste retrocedió un paso.
—No está mal, modestia aparte —declaró.
Craig se miró al espejo y no pudo por menos de estar de acuerdo. Leona había conseguido que pareciera un juego de niños.
Jordan se puso una vez más al teléfono.
—Dice que solo le duele el pecho. ¿Cree que está sufriendo un ataque al corazón, doctor?
—Tendremos que descartarlo, Jordan —repuso Craig—. Recuerde que le dije que había observado ciertos cambios leves en la prueba de esfuerzo, razón por la que recomendé que se sometiera a más pruebas cardíacas, aunque ella no parecía muy dispuesta.
—Ahora que lo dice, sí que me acuerdo. Pero sea cual sea la dolencia actual, creo que se está agravando. Está bastante azul.
—De acuerdo, Jordan, ahora mismo voy. Una última pregunta. ¿Se ha tomado alguno de los antidepresivos que le he dejado esta mañana?
—¿Es importante?
—Podría serlo. Si bien no parece que esté sufriendo una reacción adversa a un fármaco, tenemos que tomarlo en consideración. Se trata de una medicación nueva para ella. Por eso le dije que no empezara a tomarla hasta esta noche, cuando se acostara, por si le provocaba mareos u otros síntomas.
—No sé si se los ha tomado o no. Tiene muchos medicamentos que le recetó el doctor Cohen.
Craig asintió de nuevo. Sabía muy bien que el botiquín de Patience parecía una farmacia en miniatura. El doctor Ethan Cohen tenía tendencia a recetar muchos más medicamentos que Craig y era el antiguo médico de Patience. Había sido el doctor Cohen quien había ofrecido la oportunidad a Craig de compartir su consulta, pero en la actualidad era su socio mucho más en teoría que en la práctica. El médico también tenía problemas de salud y había cogido una baja que bien podía tornarse permanente. Craig había heredado todos sus pacientes problemáticos de su socio ausente. Para su alivio, ninguno de los pacientes problemáticos de su consulta anterior había decidido pagar la cuota necesaria para cambiar a la nueva consulta.
—Escuche, Jordan —dijo Craig—. Salgo ahora mismo, pero entretanto intente localizar el pequeño frasco de muestra que le he dado a Patience esta mañana, para que podamos contar los comprimidos.
—Haré lo que pueda —prometió Jordan.
Craig cerró el teléfono y se volvió hacia Leona.
—En efecto, tengo que hacer una visita domiciliaria. ¿Te importaría acompañarme? Si resulta ser una falsa alarma, podemos ir directamente desde allí al concierto sin perdernos el principio. Su casa no está lejos de la Sinfónica.
—Estupendo —accedió Leona alegremente.
Mientras se ponía la chaqueta del esmoquin, Craig se dirigió con paso rápido al armario de la entrada. Del estante superior sacó el maletín negro y lo abrió. Su madre se lo había regalado cuando se licenció en la facultad de medicina. En aquel momento había significado mucho para Craig, porque imaginaba cuánto tiempo habría tenido que apartar su madre el dinero sin que su padre se enterara. Era un maletín de médico grande y anticuado, confeccionado de cuero negro con cierres de latón. En su consulta anterior nunca lo había utilizado porque no hacía visitas domiciliarias, pero en el último año lo había usado mucho.
Craig guardó en el maletín una serie de cosas que creía poder necesitar, entre ellas un aparato portátil de ensayo de infarto de miocardio o de biomarcadores de ataque al corazón. La ciencia había avanzado mucho desde su época de residente. Por entonces podía llevar varios días obtener los resultados del laboratorio, mientras que ahora se podía efectuar la prueba a la cabecera del paciente. No se trataba de un ensayo cuantitativo, pero no importaba. Lo esencial era obtener las pruebas para el diagnóstico. Del mismo estante bajó el electrocardiógrafo portátil, que entregó a Leona.
Al separarse formalmente de Alexis, Craig había encontrado un piso en Beacon Hill, en el centro de Boston. Era un dúplex en la cuarta planta de un edificio sin ascensor situado en Revere Street. Era muy soleado, tenía terraza y vistas al río Charles y Cambridge. Beacon Hill era el centro neurálgico de la ciudad y satisfacía a la perfección las necesidades de Craig, sobre todo porque podía llegar a pie a varios buenos restaurantes y al distrito de los teatros. El único inconveniente menor era el estacionamiento, por lo que se había visto obligado a alquilar una plaza en un aparcamiento de Charles Street, a cinco minutos a pie de su casa.
—¿Qué posibilidades tenemos de acabar a tiempo para llegar al concierto? —preguntó Leona mientras se dirigían hacia el oeste por Storrow Drive en el Porsche nuevo de Craig.
—Por lo visto Jordan cree que la cosa va en serio —repuso Craig, alzando la voz para hacerse oír por encima del rugido del motor—. Eso es lo que me asusta. El hecho de vivir con Patience lo convierte en la persona más cualificada para valorarlo.
—¿Cómo puede vivir con ella? Patience es una lata, y en cambio él parece un hombre muy refinado.
Leona había observado a los Stanhope en la consulta en un par de ocasiones.
—Imagino que debe de tener alguna ventaja. Me da la impresión de que ella es quien tiene el dinero, pero quién sabe. La vida privada de la gente nunca es lo que parece, incluyendo la mía hasta hace bien poco —comentó mientras oprimía el muslo de Leona.
—No sé cómo puedes tener tanta paciencia con personas como ella —se maravilló Leona—. Y no pretendía hacer un juego de palabras.
—No es fácil, y entre tú y yo, no los soporto. Por suerte son una minoría. Me formaron para atender a enfermos. Para mí, los hipocondríacos se encuentran en la misma categoría que los que fingen estar enfermos. Si hubiera querido hacerme psiquiatra, habría estudiado psiquiatría.
—¿Quieres que te espere en el coche cuando lleguemos allí?
—Como quieras —contestó Craig—. No sé cuánto tardaré. A veces me acorrala durante una hora entera. Creo que deberías entrar conmigo. Te aburrirás sola en el coche.
—Será interesante ver cómo viven.
—No son una pareja estándar precisamente.
Los Stanhope vivían en una enorme casa de ladrillo de tres pisos estilo georgiano, situada en medio de una espaciosa parcela arbolada cerca del club de campo Chestnut Hill, en una zona elegante de Brighton, Massachusetts. Craig entró en el sendero circular y detuvo el coche delante del edificio. Conocía muy bien el camino. Jordan abrió la puerta mientras subían los tres escalones que conducían a ella. Craig llevaba el maletín negro, y Leona, el electrocardiógrafo.
—Está arriba, en su dormitorio —anunció Jordan de inmediato.
Era un hombre alto y de aspecto pulcro, ataviado con un batín de terciopelo verde oscuro. No manifestó sorpresa alguna al ver el atuendo formal de Craig y Leona. Se limitó a alargar a Craig un pequeño frasco de plástico, que dejó caer en la palma de su mano antes de girar sobre sus talones.
Era el frasco de muestra de Zoloft que Craig había dado a Patience aquella mañana. Al instante comprobó que faltaba uno de los seis comprimidos. A todas luces, la mujer había empezado a tomar la medicación antes de lo que Craig le había recomendado. Se guardó el frasco en el bolsillo y echó a andar en pos de Jordan.
—¿Le importa que nos acompañe mi secretaria? —le preguntó—. Tal vez pueda echarme una mano.
En la consulta, Leona había mostrado en varias ocasiones su disposición a ayudar. A Craig le había impresionado su iniciativa y su compromiso desde el principio, mucho antes de pensar en invitarla a salir. También le impresionaba el hecho de que asistiera a clases nocturnas en la Escuela de Bunker Hill, en Charleston, con la intención de obtener algún tipo de título sanitario de auxiliar o incluso de enfermera. En su opinión, ello acentuaba su atractivo.
—En absoluto —repuso Jordan por encima del hombro al tiempo que les indicaba por señas que lo siguieran.
Estaba subiendo la escalera principal, que rodeaba la ventana de paladiana situada sobre la puerta de entrada.
—Dormitorios separados —susurró Leona a Craig mientras se apresuraban a seguir a Jordan—. Qué absurdo, ¿no? Creía que estas cosas solo se veían en las películas antiguas.
Craig no respondió. Recorrieron a toda prisa un largo pasillo enmoquetado y entraron en la femenina suite principal, tapizada con lo que parecían ser varios kilómetros de seda azul. Patience estaba tendida en una cama de grandes dimensiones, recostada sobre varios almohadones muy mullidos. Una criada ataviada con un discreto uniforme de doncella francesa, que le había estado humedeciendo la frente con un paño húmedo, se incorporó al verlos.
Tras echar un breve vistazo a Patience y sin decir una palabra, Craig se acercó a toda prisa a la mujer, dejó caer el maletín sobre la cama junto a ella y le buscó el pulso. Acto seguido abrió el maletín, sacó el medidor de la tensión arterial y el estetoscopio.
—¡Pida una ambulancia! —gritó a Jordan mientras rodeaba el brazo derecho de Patience con la banda.
Sin apenas enarcar siquiera las cejas para indicar que lo había oído, Jordan se dirigió al teléfono que había sobre la mesilla de noche y marcó el número de emergencias al tiempo que despachaba a la doncella con un gesto.
—¡Dios mío! —musitó Craig al retirar la banda.
Retiró los almohadones que incorporaban a Patience, y el torso de la mujer se desplomó sobre la cama como una muñeca de trapo. Bajó la ropa de cama, le abrió el camisón y la auscultó unos instantes antes de pedir a Leona que le pasara el electrocardiógrafo. Jordan estaba hablando con la operadora de emergencias. Craig forcejeó un poco para desenrollar los cables del electrocardiógrafo y aplicó las ventosas a toda prisa con un poco de gel conductor.
—¿Se pondrá bien? —le preguntó Leona en un susurro.
—No tengo ni idea —replicó Craig—. Está cianótica, por el amor de Dios.
—¿Qué quiere decir cianótica?
—Que no tiene suficiente oxígeno en la sangre. No sé si es porque su corazón no bombea bien o porque no está respirando lo suficiente. Puede ser una de las dos cosas o ambas.
Craig se concentró en el electrocardiógrafo, que empezó a escupir la lectura. Los picos eran pequeños y muy espaciados.
Craig arrancó la tira de papel y la estudió con más detenimiento antes de guardársela en el bolsillo de la chaqueta. Luego retiró las ventosas de las extremidades de Patience.
Jordan colgó el teléfono.
—La ambulancia viene de camino.
Craig se limitó a asentir mientras revolvía el contenido del maletín en busca de una bolsa de respiración asistida. Colocó la mascarilla sobre la nariz y la boca de Patience y comprimió la bolsa. El pecho de la mujer se elevó con facilidad, lo cual sugería que ventilaba bien.
—¿Podrías encargarte tú de esto? —pidió Craig a Leona sin dejar de ventilar a Patience.
—Supongo que sí —repuso Leona, vacilante.
Se situó entre Craig y el cabezal de la cama para ocuparse de la respiración asistida.
Craig le enseñó a mantener la mascarilla sellada y la cabeza de Patience echada hacia atrás. Acto seguido examinó las pupilas de la paciente; estaban muy dilatadas y no reactivas. Mala señal. Comprobó la respiración de Patience con el estetoscopio. Seguía ventilando bien.
Craig sacó del maletín el aparato de ensayo para detectar los biomarcadores asociados al ataque de corazón. Abrió la caja de un tirón y sacó uno de los dispositivos de plástico. Con una jeringuilla pequeña y heparinizada extrajo sangre de una vena principal, la agitó y dejó caer seis gotas en la zona de muestras antes de sostener el dispositivo a la luz.
—Positivo —anunció al cabo de un instante.
Volvió a guardarlo todo de cualquier manera en el maletín.
—¿Qué es positivo? —preguntó Jordan.
—Resultado positivo de mioglobina y troponina en sangre —explicó Craig—. En términos sencillos, significa que ha sufrido un ataque al corazón.
Una vez más, Craig se cercioró con el estetoscopio de que Leona estaba ventilando correctamente a Patience.
—De modo que su impresión inicial era acertada —observó Jordan.
—Nada de eso —objetó Craig—. Me temo que está muy mal.
—Es lo que intentaba decirle por teléfono —espetó Jordan con sequedad—. Pero en aquel momento me refería al infarto.
—Está peor de lo que me dio a entender —insistió Craig mientras sacaba adrenalina y atropina, junto con un pequeño frasco de solución intravenosa.
—Perdone, pero le dije claramente que estaba empeorando.
—Me dijo que le costaba un poco respirar, y lo cierto es que apenas respiraba cuando hemos llegado. Podría habérmelo hecho saber. También me dijo que la veía bastante azul, y resulta que está completamente cianótica.
Craig inició la infusión intravenosa con movimientos eficaces. Fijó la aguja con esparadrapo y le administró adrenalina y atropina antes de colgar el frasco de solución intravenosa de la pantalla de la lámpara con ayuda de un pequeño gancho en forma de S que había confeccionado para aquellos casos.
—He intentado explicarme lo mejor posible, doctor.
—Y se lo agradezco —aseguró Craig, alzando la mano en ademán conciliador—. Lo siento, no pretendía mostrarme crítico, pero es que estoy preocupado por su mujer. Lo que tenemos que hacer ahora es llevarla al hospital lo antes posible. Necesita oxígeno y un marcapasos. Además, estoy seguro de que está acidótica y necesita tratamiento para eso.
A lo lejos se oía el ulular de la sirena de la ambulancia. Jordan salió de la habitación para bajar, abrir la puerta a los enfermeros y conducirlos hasta la habitación de Patience.
—¿Saldrá de ésta? —inquirió Leona sin dejar de comprimir la bolsa de respiración asistida—. Ya no parece tan azul.
—Lo estás haciendo muy bien —contestó Craig—, pero no soy muy optimista, porque las pupilas siguen muy dilatadas y está muy flácida. Pero lo averiguaremos en cuanto la llevemos al hospital Newton Memorial, le hagan análisis de sangre, le pongan respiración asistida y un marcapasos. ¿Te importaría conducir mi coche? Quiero ir en la ambulancia por si entra en parada. Si necesita reanimación cardiopulmonar, quiero encargarme del masaje torácico.
Los enfermeros formaban un equipo muy eficiente. Eran un hombre y una mujer que a todas luces llevaban algún tiempo trabajando juntos, ya que se adelantaban a las necesidades del otro. En un abrir y cerrar de ojos pasaron a Patience a una camilla, la bajaron y la metieron en la ambulancia. Pocos minutos después de su llegada a la residencia de los Stanhope, estaban de nuevo en marcha. Conscientes de que se hallaban ante una auténtica emergencia, pusieron la sirena a toda volumen, y la mujer conducía en consecuencia. Por el camino, el enfermero llamó al hospital para ponerlos en antecedentes.
Cuando llegaron al hospital, el corazón de Patience aún latía, pero a duras penas. Habían avisado a una cardióloga a la que Craig conocía bien, y los recibió en la entrada de ambulancias. Entraron a Patience a toda velocidad, y el equipo entero se puso a trabajar con ella. Craig contó a la cardióloga cuanto sabía, incluyendo los resultados del ensayo de biomarcadores, que habían confirmado el diagnóstico de infarto de miocardio o ataque al corazón.
Tal como Craig había augurado, conectaron a Patience al aparato de respiración asistida con oxígeno al cien por cien antes de colocarle un marcapasos externo. Por desgracia, no tardaron en constatar que tenía actividad eléctrica sin pulso, lo cual significaba que el marcapasos creaba una imagen en el electrocardiograma, pero el corazón no reaccionaba con latido. Uno de los residentes se encaramó a la camilla para iniciar el masaje cardíaco. Llegaron los resultados del hemograma, y los índices de gases en sangre no eran malos, pero el nivel de acidosis era casi el más alto que la cardióloga había visto en su vida.
Craig y la cardióloga cambiaron una mirada. Ambos sabían por experiencia que la actividad eléctrica sin pulso tenía un pronóstico nefasto en los pacientes hospitalarios, aun cuando se detectara de forma precoz. La situación de Patience era mucho peor puesto que había llegado en ambulancia.
Tras varias horas realizando todos los esfuerzos posibles para que el corazón reaccionara, la cardióloga llevó a Craig aparte. Craig seguía ataviado con la camisa de vestir y la pajarita perfectamente anudada. Varias salpicaduras de sangre le adornaban la parte superior del brazo derecho, y la chaqueta del esmoquin estaba colgada de un poste de infusión intravenosa junto a la pared.
—Debe de haber sufrido una lesión masiva en el músculo cardíaco —señaló la cardióloga—. Es la única forma de explicar las anomalías de conducción y la actividad eléctrica sin pulso. Quizá las cosas habrían sido distintas si hubiéramos podido atenderla un poco antes. Por tu descripción de la secuencia de acontecimientos, imagino que el tamaño del infarto inicial aumentó de forma significativa.
Craig asintió. Se volvió para mirar al equipo, que seguía ocupado en la reanimación cardiopulmonar sobre el delgado cuerpo de Patience. Paradójicamente, había recuperado un color de piel casi normal gracias al oxígeno y al masaje cardíaco, pero por desgracia, se les estaban acabando las ideas.
—¿Tenía antecedentes de enfermedad cardiovascular?
—Hace unos meses obtuvimos un resultado equívoco en una prueba de esfuerzo —explicó Craig—. Sugería un problema menor, pero la paciente se negó a toda prueba de seguimiento.
—Mal hecho —observó la cardióloga—. Por desgracia, sus pupilas no se han reducido en ningún momento, lo que indica lesión cerebral anóxica. Teniendo en cuenta eso, ¿qué quieres hacer? Tú decides.
Craig respiró hondo y exhaló el aire ruidosamente en señal de desaliento.
—Creo que deberíamos dejarlo.
—Estoy de acuerdo —convino la cardióloga.
Le oprimió el hombro con ademán tranquilizador y regresó a la camilla para anunciar al equipo que todo había terminado.
Craig cogió la chaqueta del esmoquin y se dirigió a la recepción de urgencias a fin de firmar los papeles conforme la paciente había fallecido a causa de una parada cardíaca consecuencia de un infarto de miocardio. Luego salió a la sala de espera. Leona estaba sentada entre enfermos, heridos y familiares, hojeando una revista antigua. Tal como iba vestida, le pareció una pepita de oro entre un montón de grava anodina. La joven alzó la vista cuando se acercó a ella. Craig advirtió que comprendía la situación.
—¿No ha habido suerte? —dijo Leona.
Craig negó con la cabeza y paseó la mirada por la sala de espera.
—¿Dónde está Jordan Stanhope?
—Se fue hace más de una hora.
—¿En serio? ¿Por qué? ¿Qué ha dicho?
—Que prefería estar en casa y esperar tu llamada. Comentó que los hospitales lo deprimen.
Craig lanzó una breve carcajada.
—Muy coherente. Siempre me ha parecido un tipo raro y frío que se limitaba a cuidar de su mujer de forma mecánica.
Leona dejó la revista y siguió a Craig afuera. Craig consideró la posibilidad de decirle algo filosófico sobre la vida, pero cambió de idea. No creía que Leona lo entendiera y le preocupaba no saber explicárselo. Ninguno de los dos habló hasta que llegaron al coche.
—¿Quieres que conduzca? —se ofreció Leona.
Craig sacudió la cabeza, le abrió la portezuela del acompañante, rodeó el coche y se sentó al volante sin arrancar el motor.
—Es evidente que nos hemos perdido el concierto —constató con la mirada fija al frente.
—De lejos —corroboró Leona—. Son más de las diez. ¿Qué quieres hacer?
Craig no tenía ni idea. Solo sabía que debía llamar a Jordan Stanhope y que la perspectiva no le hacía ninguna gracia.
—Perder a un paciente debe de ser lo peor de ser médico —comentó Leona.
—A veces es peor enfrentarse a los supervivientes —replicó Craig sin saber cuán proféticas resultarían ser sus palabras.
Nueva York, 19.10 horas.
El doctor Jack Stapleton llevaba sentado en su exiguo despacho en la quinta planta de la oficina del forense más horas de las que estaba dispuesto a admitir. Su compañero de despacho, el doctor Chet McGovern, lo había abandonado poco después de las cuatro para ir a su gimnasio pijo del centro. Como hacía a menudo, había intentado convencer a Jack para que lo acompañara con jugosas descripciones del nuevo lote de jovencitas que asistían a su clase de body sculpting con sus modelitos ajustados que nada dejaban a la imaginación. Sin embargo, Jack había declinado la invitación con la respuesta habitual de que, en cuestión de deportes, prefería ser participante a espectador. Le resultaba increíble que a Chet todavía le hiciera gracia lo que se había convertido en una réplica tan trillada.
A las cinco en punto, la doctora Laurie Montgomery, compañera y amiga del alma de Jack, asomó la cabeza al despacho para anunciar que se iba a casa a ducharse y cambiarse para la cita romántica que Jack había organizado para los dos en su restaurante predilecto de Nueva York, Elio’s, donde habían celebrado muchas cenas memorables a lo largo de los años. Le sugirió que la acompañara para refrescarse, pero de nuevo Jack declinó el ofrecimiento, alegando que estaba ahogado de trabajo y que se reuniría con ella en el restaurante a las ocho. A diferencia de Chet, Laurie no intentó hacerle cambiar de opinión. Desde su punto de vista, era tan infrecuente que Jack se mostrara tan disponible una noche entre semana que lo que más deseaba era hacer lo imposible por alentar aquel comportamiento. Por regla general, los planes de Jack después del trabajo incluían el regreso a casa en bicicleta a una velocidad temeraria, un agotador partido en la cancha de baloncesto del barrio con sus colegas de la zona, una ensalada rápida en uno de los restaurantes de Columbus Avenue alrededor de las nueve y poco después una caída en picado sobre la cama.
Pese a lo que había dicho, Jack no tenía mucho trabajo y llevaba un buen rato, sobre todo la última hora, remoloneando para mantenerse ocupado. De hecho, ya antes de sentarse a su mesa tenía bastante al día todas sus autopsias pendientes. La razón por la que se estaba obligando a trabajar aquella tarde en concreto residía en que quería mantener la mente ocupada en un intento vano de dominar el nerviosismo que le ocasionaba el plan secreto que había urdido para aquella velada. Sumergirse en el trabajo o bien en actividades deportivas intensas había sido su bálsamo y su salvación durante los últimos catorce años, de modo que no estaba dispuesto a prescindir ahora de esa treta. Por desgracia, el escaso trabajo que se había impuesto a sí mismo no le interesaba en absoluto, sobre todo porque se le estaba acabando. Su mente empezó a desviarse hacia regiones prohibidas, amenazando con atormentarlo lo suficiente para que se retractara del plan. Fue en aquel momento cuando sonó su móvil. Miro el reloj. Faltaba menos de una hora para el momento crucial. Sintió que se le aceleraba el pulso. Una llamada en aquel momento no auguraba nada bueno. Puesto que la probabilidad de que se tratara de Laurie era nula, la probabilidad de que se tratara de alguien capaz de tirar por la borda sus planes era inmensa.
Retiró el teléfono de la pinza de la cintura y echó un vistazo a la pantalla. Tal como había temido, era Allen Eisenberg. Allen era uno de los residentes de patología en nómina de la oficina del forense para cubrir situaciones rutinarias fuera del horario normal, problemas que en opinión del investigador forense requerían la presencia de un médico. Si el problema escapaba a los conocimientos del residente de patología, se hacía necesario avisar al forense de guardia, que aquella noche era Jack.
—Siento tener que llamarle, doctor Stapleton —se disculpó Allen con voz áspera y quejumbrosa.
—¿Qué ocurre?
—Un suicidio, señor.
—¿Y bien? ¿No pueden ocuparse ustedes?
Jack no conocía demasiado bien a Allen, pero sí a Steve Marriott, el investigador forense del turno de noche, un profesional con mucha experiencia.
—Se trata de un caso sonado, señor. La difunta es la esposa o novia de un diplomático iraní. Lleva un buen rato gritándole a todo el mundo y amenazando con llamar al embajador iraní. El señor Marriott me ha llamado para pedirme ayuda, pero creo que la situación me sobrepasa.
Jack no respondió. No tendría más remedio que acudir. Aquellos casos notorios siempre acababan teniendo implicaciones políticas, la parte del trabajo que Jack más detestaba. No sabía si podía acudir al lugar de la muerte y llegar a tiempo al restaurante, lo cual no hizo más que acentuar su ansiedad.
—¿Sigue ahí, doctor Stapleton?
—Que yo sepa sí —replicó Jack.
—Creía que se había cortado —comentó Allen—. En fin, el lugar es el apartamento cincuenta y cuatro J de las Torres de Naciones Unidas, en la calle Cuarenta y siete.
—¿Alguien ha movido o tocado el cadáver? —inquirió Jack mientras se ponía la americana de pana marrón y palmeaba sin darse cuenta el objeto que llevaba en el bolsillo derecho.
—El investigador forense y yo no.
—¿Qué me dice de la policía? —preguntó Jack al tiempo que recorría el pasillo desierto en dirección a los ascensores.
—No lo creo, pero todavía no lo he preguntado.
—¿Y el marido o novio?
—Tendrá que preguntárselo a la policía. Tengo a mi lado al detective encargado del caso, y quiere hablar con usted.
—Pásemelo.
—¡Eh, colega! —bramó una voz, obligando a Jack a apartarse el auricular de la oreja—. ¡Haz el favor de mover el culo y venir ya mismo!
Jack reconoció la voz de inmediato; pertenecía al teniente Lou Soldano, de la división de Homicidios de la Policía de Nueva York y amigo suyo desde hacía diez años. Jack lo conocía desde hacía casi tanto tiempo como a Laurie. De hecho, había sido ella quien los presentara.
—¡Tendría que haberme imaginado que andarías metido en esto! —se lamentó Jack—. Espero que recuerdes que tenemos que estar en Elio’s a las ocho.
—Eh, que yo no decido los horarios de estas porquerías. Pasan cuando pasan.
—¿Qué estás haciendo en un suicidio? ¿Creéis que igual es otra cosa?
—¡Qué va! Es un suicidio, está clarísimo, con un disparo de contacto en la sien derecha. Mi presencia se debe a una petición especial de mi querido capitán por deferencia a las partes implicadas, capaces de armar la gorda si se lo proponen. ¿Vienes o qué?
—Ahora mismo salgo. ¿Alguien ha movido o tocado el cadáver?
—Nosotros no.
—¿Quién está gritando?
—El diplomático, el novio o marido, todavía no sabemos cuál de las dos cosas. Es un enano, pero muy guerrero, y me hace añorar a los afligidos calladitos. No ha parado de gritarnos desde que hemos llegado, intentado darnos órdenes como si fuera Napoleón.
—¿Qué le pasa? —quiso saber Jack.
—Quiere que tapemos a su mujer o novia y está cabreadísimo porque hemos insistido en no tocar nada hasta que vosotros acabéis de examinarlo todo.
—¡Un momento! —exclamó Jack—. ¿Me estás diciendo que la mujer está desnuda?
—En pelota picada. Por no llevar, no lleva ni vello púbico. Va afeitada como una bola de billar, lo cual…
—¡Lou! —lo interrumpió Jack—. ¡No se ha suicidado!
—¿Cómo dices? —preguntó Lou, incrédulo—. ¿Pretendes decirme que sabes que es un homicidio sin ni siquiera haber visto el escenario de la muerte?
—Lo examinaré, por supuesto, pero ya te digo ahora que no ha sido un suicidio. ¿Hay alguna nota?
—Se supone que sí, pero está en farsi, así que no sé qué dice. El diplomático dice que es una nota de suicidio.
—No ha sido un suicidio, Lou —insistió Jack.
En aquel momento llegó el ascensor. Jack entró, pero mantuvo las puertas abiertas para no perder la cobertura.
—Te apuesto cinco dólares. Nunca he sabido de ninguna mujer que se suicidara desnuda. Esas cosas no pasan y punto.
—¡Estarás de guasa!
—No. Lo que pasa es que las mujeres suicidas no quieren que las encuentren desnudas. Será mejor que actúes en consecuencia y avises a los de la policía científica. Y ya sabes que el diplomático guerrero, marido, novio o lo que sea, tiene que ser tu principal sospechoso. No permitas que desaparezca en la embajada iraní, porque podrías no volver a verlo.
Las puertas del ascensor se cerraron en el momento en que Jack cerraba la pestaña del teléfono. Esperaba que aquella interrupción de sus planes no encerrara un significado más profundo. La verdadera bestia negra de Jack era el miedo a que la muerte acechara a sus seres queridos, convirtiéndolo en cómplice cuando morían. Miró el reloj. Eran las siete y veinte.
—Maldita sea. —Masculló y golpeó unas cuantas veces la puerta del ascensor con la palma de la mano en señal de frustración.
Tal vez le conviniera replantearse la idea.
Con la rapidez nacida de la costumbre, Jack sacó la bicicleta de montaña de la zona del depósito de cadáveres donde se almacenaban los ataúdes de Potter’s Field, se puso el casco y la llevó hasta el portón de carga de la calle Treinta. Montó entre los furgones del depósito y salió a la calle. Al llegar a la esquina giró a la derecha por la Primera Avenida.
Una vez sobre la bicicleta, la angustia de Jack se disipó. Se puso de pie para pedalear con más fuerza, y la bicicleta cobró velocidad en un abrir y cerrar de ojos. El tráfico de la hora punta se había despejado un tanto, de modo que los coches, taxis, autobuses y camiones circulaban a buen ritmo. Jack no podía conducir a aquella velocidad, pero casi. Una vez alcanzó su velocidad de crucero, se sentó de nuevo en el sillín y cambió a un desarrollo mayor. Gracias al ejercicio diario con la bicicleta y el baloncesto, estaba en una forma física espectacular.
Era un atardecer glorioso, con un fulgor dorado que difuminaba las siluetas de los edificios. Algunos rascacielos se recortaban prístinos contra el cielo azul, que se oscurecía a cada minuto que pasaba. Jack dejó el Centro Médico de la Universidad de Nueva York a su derecha y un poco más al norte, el complejo de la Asamblea General de la ONU. En cuanto pudo, se desplazó hacia la izquierda para poder torcer por la calle Cuarenta y siete, que era de una sola dirección y lo conduciría hacia el este.
Las Torres de la ONU se hallaban a poca distancia de la Primera Avenida. La impresionante estructura de vidrio y mármol se elevaba sesenta y tantas plantas hacia el cielo crepuscular. Justo enfrente de la marquesina que se extendía desde la entrada hasta la calle había estacionados varios coches patrulla de la policía de Nueva York con las luces del techo encendidas. Numerosos neoyorquinos curtidos por la ciudad pasaban por delante sin mirar siquiera. También vio un destartalado Chevrolet Malibu aparcado en doble fila junto a uno de los coches patrulla. Era el de Lou. Delante del Malibu había un coche fúnebre de los Servicios Sanitarios y Humanos.
Mientras aseguraba la bicicleta a una señal de prohibido aparcar, la angustia volvió a apoderarse de él. El trayecto había sido demasiado corto para surtir un efecto duradero. Eran las siete y media. Mostró su identificación de forense al portero uniformado, quien le indicó que subiera al piso treinta y cuatro.
En el apartamento 54 J, la situación se había calmado bastante. Cuando Jack entró, Lou Soldano, Allen Eisenberg, Steve Marriott y varios agentes uniformados estaban sentados en el salón como si de la sala de espera de un médico se tratara.
—¿Qué hay? —preguntó Jack.
En el salón reinaba un silencio absoluto.
—Te estábamos esperando a ti y a los de la policía científica —repuso Lou al tiempo que se levantaba.
Los demás siguieron su ejemplo. En lugar de su proverbial atuendo arrugado y algo desaliñado, Lou llevaba una camisa pulcramente planchada y abrochada hasta el cuello, una corbata nueva muy discreta y una elegante americana a cuadros que por desgracia no le quedaba demasiado bien, pues resultaba algo pequeña para su corpulenta figura. Lou era un detective curtido que había pasado seis años en la unidad de crimen organizado antes de pasar a homicidios, donde llevaba más de una década, y su aspecto era acorde a su trayectoria.
—Vaya, vaya, estás muy elegante —comentó Jack.
Incluso el cabello muy corto de Lou parecía recién cepillado, y no había rastro de su famosa barba incipiente.
—Todo lo elegante que puedo estar —replicó Lou al tiempo que alzaba los brazos como si quisiera mostrar los bíceps—. En honor de tu cena, me he escabullido a casa para cambiarme. ¿Qué celebramos, por cierto?
—¿Dónde está el diplomático? —inquirió a su vez Jack, haciendo caso omiso de la pregunta de Lou.
Echó un vistazo a la cocina y a una estancia que se utilizaba como comedor. A excepción del salón, el piso parecía desierto.
—Se ha largado —repuso Lou—. Salió hecho una furia después de que hablara contigo, amenazándonos a todos con consecuencias terribles.
—No deberías haberlo dejado marchar —objetó Jack.
—¿Y qué querías que hiciera? —se quejó Lou—. No tenía una orden de detención.
—¿No podrías haberlo retenido para interrogarlo hasta que llegara yo?
—Mira, el capitán me ha encargado el caso para no complicar las cosas. Retener a ese tipo en este momento las habría complicado pero que mucho.
—Vale —accedió Jack—. De todas formas, es problema tuyo, no mío. Veamos el cadáver.
Lou señaló la puerta abierta del dormitorio.
—¿Habéis identificado ya a la mujer? —preguntó Jack.
—Todavía no. El supervisor del edificio dice que llevaba aquí menos de un mes y que hablaba poco inglés.
Jack miró en derredor antes de acercarse al cadáver. La habitación despedía un leve olor a carnicería. La decoración era de diseño, con paredes y moqueta negras, el techo de espejo y las cortinas, los objetos de adorno, los muebles y la ropa de cama, blancos. Tal como Lou le había explicado, el cadáver estaba completamente desnudo, cruzado en posición supina sobre la cama con los pies colgando por el borde izquierdo. Sin duda había sido de tez muy morena en vida, pero ahora su piel aparecía cenicienta sobre la sábana, a excepción de unos cuantos cardenales en el rostro y un ojo morado. Tenía los brazos extendidos a los lados con las palmas vueltas hacia arriba. En la mano derecha sostenía una pistola automática, con el dedo índice junto al gatillo. Su cabeza se ladeaba ligeramente hacia la derecha, y tenía los ojos abiertos. En la parte superior de la sien derecha se apreciaba con claridad un balazo de entrada. Detrás de la cabeza, una gran mancha de sangre teñía la sábana blanca. De la víctima partían hacia la izquierda algunas salpicaduras de sangre, así como fragmentos de tejidos.
—Algunos de estos tipos de Oriente Próximo pueden llegar a ser muy brutos con sus mujeres —comentó Jack.
—Eso he oído —convino Lou—. ¿Los cardenales y el ojo morado se deben a la herida de bala?
—Lo dudo —repuso Jack antes de volverse hacia Steve y Allen—. ¿Han sacado fotografías del cadáver?
—Sí —asintió Steve Marriott desde cerca de la puerta.
Jack se puso unos guantes de látex y retiró con cuidado el cabello oscuro, casi negro de la mujer para descubrir la herida de entrada. La lesión mostraba una distintiva forma estrellada, lo cual indicaba que el cañón del arma había estado en contacto con la víctima en el momento del disparo.
Con suma delicadeza, Jack giró la cabeza de la mujer para examinar la herida de salida. Se encontraba debajo de la oreja izquierda.
—Bueno, aquí tenemos más pruebas —comentó mientras se incorporaba.
—¿Pruebas de qué? —inquirió Lou.
—De que no es un suicidio —explicó Jack—. La bala entró desde arriba en un ángulo descendente. La gente no se dispara así.
Jack formó una pistola con la mano derecha y se oprimió el dedo índice contra la sien como si del cañón se tratara. El plano del dedo quedaba paralelo al suelo.
—Cuando una persona se pega un tiro, la trayectoria de la bala suele ser casi horizontal o quizá un poco ascendente, pero nunca descendente. Esto es un homicidio escenificado para que parezca un suicidio.
—Vaya, muchas gracias —refunfuñó Lou—. Tenía la esperanza de que tu deducción sobre su desnudez fuera equivocada.
—Lo siento —se disculpó Jack.
—¿Tienes idea de cuánto tiempo lleva muerta?
—Todavía no, pero a bote pronto diría que no mucho. ¿Alguien ha oído el disparo? Eso nos daría información más precisa.
—Por desgracia no —repuso Lou.
—¡Teniente! —lo llamó uno de los agentes uniformados desde el umbral—. Ha llegado la policía científica.
—Dígales que vengan ya mismo —respondió Lou por encima del hombro antes de volverse de nuevo hacia Jack—. ¿Has terminado o qué?
—Sí. Tendremos más datos para vosotros mañana por la mañana. Yo mismo me encargaré de la autopsia.
—En tal caso, haré lo posible por estar ahí.
A lo largo de los años, Lou había aprendido a valorar la gran cantidad de información que podía obtenerse de las víctimas de homicidio durante la autopsia.
—Estupendo —dijo Jack mientras se quitaba los guantes—. Me largo.
Miró el reloj. Aún no eran las ocho, pero llegaría tarde; eran las siete y cincuenta y dos. Le llevaría más de ocho minutos llegar al restaurante. Miró a Lou, que se había agachado para examinar un pequeño desgarrón en la sábana a cierta distancia del cadáver, cerca del cabezal.
—¿Qué has encontrado?
—¿Qué te parece esto? ¿Crees que puede ser el punto donde la bala penetró en el colchón?
Jack se inclinó para examinar el desgarrón lineal de un centímetro de longitud y asintió.
—Diría que sí. Hay un poco de sangre en los bordes.
Lou se irguió cuando los técnicos de la policía científica entraron con su equipo. Lou les pidió que sacaran la bala, y los técnicos le prometieron que harían cuanto estuviera en su mano.
—¿Crees que podrías escaparte de aquí a una hora razonable? —preguntó Jack.
—No veo por qué no puedo irme contigo —respondió Lou con un encogimiento de hombros—. Sin el diplomático, no hay motivo para que me quede. Te llevo.
—He venido en bicicleta —señaló Jack.
—¿Y qué? La cargamos en mi coche, así llegarás antes. Además, irás más seguro que en tu bici. Me parece increíble que Laurie aún te deje montar en ese trasto por la ciudad, sobre todo cuando veis a tantos mensajeros atropellados.
—Voy con mucho cuidado —aseguró Jack.
—Y una mierda —espetó Lou—. Te he visto ir como un loco más de una vez.
Jack intentó decidir qué hacer. Quería ir en bici por su efecto balsámico y también porque no soportaba el hedor de los ochocientos millones de cigarrillos que se habían fumado en el Chevrolet de Lou, pero tenía que reconocer que, tal como conducía Lou, sería un medio de transporte más rápido, e iba mal de tiempo.
—De acuerdo —accedió a regañadientes.
—Madre mía, un arranque de madurez —exclamó Lou al tiempo que sacaba las llaves y se las lanzaba—. Mientras te ocupas de cargar la bicicleta, hablaré con mis chicos para asegurarme de que lo tienen todo claro.
Al cabo de diez minutos, Lou conducía hacia el norte por Park Avenue, según él el trayecto más rápido hacia la parte alta de la ciudad. La bicicleta de Jack estaba en el asiento posterior con las dos ruedas desmontadas. Jack había insistido en bajar las cuatro ventanillas, de modo que entraba mucho aire, pero al menos se podía respirar pese al cenicero rebosante de colillas.
—Pareces un poco tenso —comentó Lou mientras rodeaban la estación central por el paso elevado.
—No me gusta llegar tarde.
—Como mucho llegaremos un cuarto de hora tarde, lo cual en mi opinión no es llegar tarde.
Jack miró por la ventanilla derecha. Lou tenía razón. Un cuarto de hora no era ninguna barbaridad, pero saberlo no mitigaba en modo alguno su ansiedad.
—Bueno, ¿qué celebramos? Al final no me lo has dicho.
—¿Hay que celebrar algo? —replicó Jack.
—Vale, vale —murmuró Lou, mirándolo de reojo.
Su amigo se estaba comportando de un modo extraño, pero decidió no insistir. Algo pasaba, pero lo dejaría correr.
Aparcaron en una zona prohibida a pocos pasos de la entrada del restaurante. Lou arrojó la tarjeta de coche policial sobre el salpicadero.
—¿Crees que es prudente? —preguntó Jack—. No me gustaría que la grúa se llevara mi bici con tu coche.
—¡La grúa no se va a llevar mi coche! —aseguró Lou con convicción.
Los dos hombres entraron en Elio’s y se dispusieron al combate. El establecimiento estaba abarrotado, sobre todo en la zona del bar cerca de la puerta principal.
—Todo el mundo ha vuelto de los Hamptons —comentó Lou a voz en cuello para hacerse oír por encima del estruendo de voces y risas.
Jack asintió y se disculpó ante los que estaban delante de él para adentrarse en el restaurante. La gente apartó sus copas para dejarlo pasar. Buscaba a la encargada, a la que recordaba como una mujer esbelta de hablar suave y sonrisa afable. Antes de que la encontrara, alguien le palmeó el hombro con insistencia. Al volverse se encontró frente a los ojos verdiazules de Laurie. Observó que se había tomado muy en serio lo de arreglarse. La exuberante cabellera color caoba le caía sobre los hombros en lugar de estar atrapada en la discreta trenza que llevaba a diario. Vestía uno de los conjuntos predilectos de Jack, una blusa blanca fruncida de estilo Victoriano y cuello alto y bajo una americana de terciopelo color miel. A la luz mortecina del restaurante, su piel relucía como iluminada desde el interior.
A los ojos de Jack estaba espléndida, pero había un problema. En lugar de la expresión cálida y emocionada que esperaba, en el rostro de Laurie se pintaba una expresión gélida, pétrea. Rara vez se molestaba en disimular sus emociones, y Jack supo que algo andaba mal.
Se disculpó por llegar tarde y le explicó que lo habían llamado para examinar un caso, en el que se había topado con Lou. Extendió la mano a su espalda para incluir a Lou en la conversación. Lou y Laurie se besaron varias veces en las mejillas. A su vez, Laurie tendió la mano hacia su espalda para tirar de Warren Wilson y su novia de siempre, Natalie Adams. Warren era un afroamericano musculoso de estatura formidable con quien Jack jugaba a baloncesto casi cada noche. Como consecuencia de ello, se habían hecho grandes amigos.
Tras intercambiar saludos, Jack gritó que iría en busca de la encargada para saber si su mesa estaba lista. Mientras empezaba a abrirse paso hacia la mujer, percibió que Laurie lo seguía de cerca.
Jack se detuvo ante el atril de la encargada. Tras él se alzaba una divisoria que separaba el comedor de los clientes del bar. Jack divisó a la encargada acomodando a un grupo en una mesa. Se volvió hacia Laurie para averiguar si su expresión había cambiado gracias a su disculpa de antes.
—No has llegado tarde —constató Laurie como si le hubiera leído el pensamiento; pese a que se trataba de un comentario de perdón, el tono lo desmentía—. Hemos llegado justo antes que tú y Lou, así que no pasa nada.
Jack escudriñó el rostro de Laurie. A juzgar por la posición de su mandíbula y los labios apretados, seguía enfadada, pero no sabía por qué.
—Pareces alterada. ¿Hay algo que debería saber?
—Esperaba una cena romántica —replicó Laurie en tono ahora más afligido que molesto—. No me dijiste que invitarías a un montón de gente.
—Warren, Natalie y Lou no son precisamente un montón de gente —objetó Jack—. Son nuestros mejores amigos.
—Bueno, pues podrías y deberías haberme avisado —insistió Laurie, de nuevo con actitud molesta—. Es evidente que he sobreinterpretado el significado de esta cena.
Jack apartó la vista un instante para dominar sus propias emociones. Después de la ansiedad y los sentimientos encontrados que le había costado la planificación de la velada, no estaba preparado para una reacción negativa, aun cuando fuera comprensible. A todas luces, había herido sin proponérselo los sentimientos de Laurie al obsesionarse tanto con los suyos. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza que ella esperara una cena a solas con él.
—¡Haz el favor de no poner esa cara! —espetó Laurie—. Podrías haberme explicado mejor en qué consistía la cena. Sabes perfectamente que nunca me opongo a que salgamos con Warren y Lou.
Jack miró a ambos lados y se mordió la lengua para no replicar. Por fortuna, sabía que si lo hacía, la velada bien podía tornarse insalvable. Respiró hondo, decidió reconocer su error y de nuevo miró a Laurie.
—Lo siento —dijo con toda la sinceridad que fue capaz de reunir dadas las circunstancias—. No se me ocurrió la posibilidad de que te molestara que montara una cena con amigos. Debería haber sido más claro. Para serte sincero, he invitado a los demás para que me ayuden.
Laurie frunció el ceño con evidente desconcierto.
—¿Para que te ayuden a qué? No lo entiendo.
—Ahora mismo es difícil de explicar —aseguró Jack—. ¿Podrías darme media hora?
—Bueno… —accedió Laurie, aún perpleja—. Pero no puedo imaginar a qué clase de ayuda te refieres. Sin embargo, gracias por disculparte.
—De nada —repuso Jack y exhaló el aire con fuerza antes de volverse de nuevo hacia las profundidades del restaurante—. Bueno, ¿dónde está la encargada y dónde está nuestra mesa?
Tardaron otros veinte minutos en sentarse a una mesa hacia el fondo de la sala. Para entonces, Laurie parecía haber olvidado la tensión momentánea y se comportaba como si lo estuviera pasando en grande, riendo a menudo y conversando animadamente. No obstante, Jack tenía la sensación de que rehuía su mirada. Estaba sentada a su derecha, de modo que lo único que veía era su perfil bien definido.
Para deleite de Jack y Laurie, acudió a su mesa el mismo camarero de largos bigotes que los había atendido en sus anteriores cenas en Elio’s. Casi todas aquellas cenas habían sido magníficas, otras no tanto, pero aun así inolvidables. La última de ellas, un año antes, se hallaba en la segunda categoría y había marcado el nadir de su relación, durante una pausa de un mes en su convivencia. En aquella ocasión, Laurie había anunciado a Jack que estaba embarazada, y éste había tenido la desfachatez de preguntarle con descaro quién era el padre. Aunque más tarde habían recompuesto su relación, el embarazo tuvo que interrumpirse de forma precipitada; se trataba de un embarazo ectópico que requirió cirugía urgente para salvar la vida de Laurie.
En apariencia por iniciativa propia, aunque en realidad siguiendo instrucciones previas de Jack, el camarero procedió a distribuir esbeltas copas de champán y a abrir una botella. El grupo lo vitoreó al oír el chasquido del corcho. El camarero llenó rápidamente todas las copas.
—Eh, tío —exclamó Warren mientras levantaba la suya—, por la amistad.
Todo el mundo siguió su ejemplo salvo Jack, que alzó una mano vacía.
—Si no os importa, me gustaría decir algo. Todos os habréis preguntado por qué os he invitado aquí esta noche, sobre todo Laurie. La verdad es que necesitaba vuestra ayuda para hacer algo que llevo tiempo queriendo hacer, pero hasta ahora no he conseguido reunir el valor suficiente. Dicho esto, me gustaría proponer un brindis bastante egoísta.
Jack deslizó la mano en el bolsillo lateral de su americana. Tras un leve forcejeo logró sacar una cajita cuadrada envuelto en papel color azul turquesa claro y adornado con un lazo plateado. Lo dejó sobre la mesa delante de Laurie y alzó su copa.
—Me gustaría brindar por Laurie y por mí.
—¡Genial! —exclamó Lou, encantado—. Por vosotros.
Alzó la copa y todos los demás lo imitaron, salvo Laurie.
—Por vosotros —repitió Warren.
—¡Eso, eso! —corroboró Natalie.
Todos bebieron menos Laurie, que estaba fascinada por el estuche colocado ante ella. Creía saber qué estaba sucediendo, pero no daba crédito. Luchó por dominar su lado emocional, que amenazaba con aflorar a la superficie.
—¿No vas a participar en el brindis? —le preguntó Jack.
Su inmovilidad le suscitó una desagradable duda respecto a la reacción que había esperado de ella. De repente se preguntó qué diría y haría si lo rechazaba.
Con cierta dificultad, Laurie apartó la vista de la cajita cuidadosamente envuelta para mirar a Jack. Creía saber qué contenía el paquete, pero la asustaba reconocerlo; se había equivocado demasiadas veces en el pasado. Amaba a Jack, pero sabía que estaba sometido a una gran carga psicológica. No cabía duda de que había quedado traumatizado por una tragedia antes de que se conocieran, y Laurie se había acostumbrado a la posibilidad de que tal vez jamás llegara a superarla.
—¡Venga! —instó Lou—. ¿Qué narices es? Ábrelo.
—Sí, vamos, Laurie —se sumó Warren.
—¿Tengo que abrirlo ahora? —preguntó Laurie sin apartar la mirada de Jack.
—Era lo que tenía en mente —repuso Jack—. Claro que si lo prefieres puedes esperar un par de años más. Lo último que quiero es presionarte.
Laurie esbozó una sonrisa. En ocasiones, el sarcasmo de Jack le hacía gracia. Con dedos temblorosos retiró el lazo y luego el envoltorio. Todos se inclinaron hacia delante menos Jack. El estuche que contenía el paquete estaba forrado de terciopelo negro arrugado. Nerviosa por la posibilidad de que Jack le estuviera gastando una broma intrincada y de mal gusto, Laurie abrió el estuche. Un solitario de Tiffany refulgió ante sus ojos, iluminado por lo que se antojaba una luz interior.
Dio la vuelta al estuche para que los demás vieran la joya mientras ella cerraba los ojos y pugnaba por contener las lágrimas. La tendencia a sucumbir a las emociones era un rasgo propio de ella que detestaba, si bien dadas las circunstancias, incluso ella era capaz de comprenderlo. Jack y ella llevaban casi una década de relación y habían vivido juntos a temporadas. Ella siempre había querido casarse con él y estaba convencida de que él sentía lo mismo.
Lou, Warren y Natalie lanzaron sendas exclamaciones de admiración.
—¿Y bien? —preguntó Jack a Laurie.
Laurie intentó recobrar el control. Se enjugó una lágrima en cada ojo con el nudillo, alzó la mirada hacia Jack y tomó la decisión de darle la vuelta a la tortilla y fingir que no entendía a qué se refería. Bien se lo podría haber dicho con claridad. Después de todos aquellos años, quería oírlo decir qué significaba aquel anillo de compromiso.
—¿Y bien qué? —replicó.
—¡Es un anillo de compromiso! —exclamó Jack con una carcajada breve y algo avergonzada.
—Ya lo sé —dijo Laurie—, pero ¿qué significa?
Estaba encantada; presionar a Jack le reportaba el beneficio de poder dominar sus propias emociones. Incluso se permitió esbozar una leve sonrisa mientras lo veía removerse inquieto en su silla.
—¡Al grano, burro! —le espetó Lou—. ¡Pídeselo!
Jack se dio cuenta de lo que había hecho Laurie y también sonrió.
—¡Vale, vale! —exclamó para acallar a Lou—. Laurie, amor mío, a pesar del peligro que corrieron en el pasado mis seres queridos y el temor a que dicho peligro te afecte también a ti, ¿quieres casarte conmigo?
—¡Eso ya está mejor! —elogió Lou al tiempo que volvía a alzar la copa—. Propongo un brindis por la declaración de Jack.
Esta vez, todos bebieron.
—¿Y bien? —repitió Jack, concentrándose de nuevo en Laurie.
Laurie meditó unos instantes antes de responder.
—Conozco tus temores y entiendo su origen, pero no los comparto. Sea como fuere, acepto el riesgo, sea real o imaginario. Si me pasa algo malo, será solo culpa mía. Dicho esto…, sí, me encantaría casarme contigo.
Todos lanzaron vítores mientras Jack y Laurie se besaban y abrazaban con cierta timidez. Acto seguido, Laurie sacó el anillo del estuche, se lo puso y extendió la mano para comprobar el efecto.
—Me va perfecto. ¡Y es precioso!
—Tomé prestado uno de tus anillos por un día para asegurarme —reconoció Jack.
—No es precisamente el pedrusco más grande que he visto en mi vida —refunfuñó Lou—. ¿Viene con una lupa?
Jack le arrojó la servilleta, que Lou cazó al vuelo antes de que se le estrellara contra el rostro.
—Tus mejores amigos siempre son sinceros —rió Lou al tiempo que le devolvía la servilleta.
—Tiene el tamaño perfecto —aseguró Laurie—. No me gustan las joyas llamativas.
—Pues entonces perfecto —constató Lou—, porque llamativo no es, desde luego.
—¿Cuándo será el gran día? —quiso saber Natalie.
Jack miró a Laurie.
—Evidentemente, no hemos hablado de ello, pero creo que dejaré que Laurie tome la decisión.
—¿En serio? —preguntó Laurie.
—En serio —asintió Jack.
—En tal caso me gustaría hablar con mi madre acerca de la fecha. Me ha dicho muchas veces que le gustaría celebrar mi boda en la iglesia de Riverside. Sé que es allí donde le habría gustado casarse, pero no pudo ser. Si te parece bien, me gustaría que ella pudiera opinar en lo relativo al día y el lugar.
—Me parece estupendo —aseguró Jack—. Bueno, ¿dónde está el camarero? Necesito más champán.
Boston, 9 de octubre de 2005, 16.45 horas.
Un mes después.
Había sido una sesión de gimnasio magnífica. Craig Bowman había pasado media hora en la sala de pesas para hacer estiramientos y tonificar los músculos. A continuación había participado en una serie de partidos de baloncesto tres contra tres muy competitivos. Por pura suerte había conseguido formar equipo con dos jugadores excelentes. Durante más de una hora, él y sus compañeros no habían perdido un solo partido y solo habían abandonado finalmente la cancha por agotamiento. Después del baloncesto, Craig se había dado el gusto de un masaje, seguido de un baño de vapor y una ducha.
En aquel momento, Craig estaba de pie ante el espejo de la sección VIP del vestuario masculino del Sports Club/LA, examinando su reflejo con ojo crítico. Tenía que reconocer que hacía años que no estaba tan en forma. Había perdido diez kilos y dos centímetros y medio de cintura desde que se apuntara al gimnasio seis meses atrás. Más manifiesta todavía era la desaparición de la redondez y la tez cetrina en su rostro, que había dado paso a una piel de aspecto sonrosado y saludable. En un intento de modernizar su imagen, se había dejado crecer un poco el cabello pajizo y se lo había arreglado en una peluquería, de modo que ahora se lo peinaba hacia atrás por los lados en lugar de dividírselo en el lado izquierdo de la cabeza, como había hecho toda la vida. Desde su punto de vista, el cambio era tan notable que un año antes ni siquiera él mismo se habría reconocido. Desde luego, ya no era aquel médico anodino y aburrido.
En la actualidad, Craig acudía al gimnasio tres veces por semana, los lunes, miércoles y viernes. De los tres días, el viernes era el mejor, porque el club estaba menos concurrido y además se añadía el estímulo psicológico de tener todo el fin de semana por delante, lleno de promesas. Había decidido cerrar la consulta el viernes a mediodía y atender las llamadas por el móvil. De ese modo, Leona podía ir al gimnasio con él. Como regalo para ella y para sí mismo, le pagaba la cuota del club.
Algunas semanas antes, Leona se había mudado a su piso de Beacon Hill. Había decidido por iniciativa propia que no tenía sentido pagar el alquiler de un piso en Somerville si de todas formas pasaba todas las noches con él. En un principio, Craig se había sentido un poco molesto, porque Leona no se lo había consultado, sino presentado como un hecho consumado. Se le antojaba una especie de coacción en un momento en que tanto empezaba a disfrutar de su libertad. Pero al cabo de unos días se había acostumbrado. Había olvidado el poder del erotismo y además se dijo que podía cambiar la situación en cualquier momento si surgía la necesidad.
Como toque final, Craig se puso la americana nueva de Brioni. Después de subir los hombros un par de veces para colocársela bien, volvió a mirarse al espejo. Mientras giraba la cabeza de un lado a otro para contemplarse desde ángulos ligeramente distintos, contempló por un instante la posibilidad de estudiar interpretación en lugar de arte. Sabía que la idea era propia de una imaginación desbocada, pero al mismo tiempo no era del todo ridícula. Tal como le iban las cosas, no podía evitar la sensación de que se iba a comer el mundo.
Una vez completamente vestido, comprobó si tenía mensajes en el móvil. No había ninguno. Tenía planeado regresar al piso, relajarse con una copa de vino y el nuevo número del New England Journal of Medicine durante una hora, luego dirigirse al Museo de Bellas Artes para echar un vistazo a la exposición en curso y por fin cenar en un restaurante nuevo en Back Bay que estaba muy de moda.
Silbando para sí, Craig salió del vestuario al vestíbulo principal del club. A su izquierda quedaba la recepción, mientras que a la derecha, al final de un pasillo que pasaba ante los ascensores, se encontraban el bar y el restaurante, de donde procedía una suave música. Si bien la zona deportiva no estaba muy concurrida los viernes por la tarde, la happy hour era harina de otro costal, y el bar empezaba a animarse.
Craig miró el reloj. Lo había sincronizado todo a la perfección. Eran las cinco menos cuarto, la hora a la que había quedado con Leona. Si bien llegaban y se marchaban del club juntos, dentro cada uno iba a lo suyo. En los últimos tiempos, Leona estaba obsesionada con la cinta de caminar, el Pilates y el yoga, actividades que no atraían lo más mínimo a Craig.
Con un breve vistazo a la sala confirmó que Leona aún no había salido del vestuario femenino. A Craig no le sorprendía. Junto con una falta relativa de reserva, la puntualidad no era precisamente uno de los puntos fuertes de Leona. Se sentó en un sillón, encantado de disponer de unos instantes para observar el desfile de personas atractivas que iban y venían. Seis meses antes se habría sentido fuera de lugar en circunstancias similares, pero ahora se encontraba por completo a sus anchas. Sin embargo, apenas se había acomodado cuando Leona apareció por la puerta del vestuario femenino.
Al igual que se había examinado con ojo crítico unos minutos antes, repasó a Leona de arriba abajo. El ejercicio físico también le estaba sentando bien a ella, si bien gracias a su juventud ya era una mujer de cuerpo esbelto y firme antes de inscribirse en el gimnasio. Mientras se acercaba, Craig se dijo que era una joven muy atractiva además de fogosa y testaruda. En opinión de Craig, su principal limitación eran el acento y la sintaxis de Revere, Massachusetts, con que hablaba. Lo más molesto era su tendencia a pronunciar todas las palabras acabadas en «er» como si terminaran en una «a» corta y brusca. Creyendo que actuaba por su bien, Craig había intentado llamar su atención sobre el asunto con la esperanza de que hiciera algo al respecto, pero Leona había reaccionado con furia, acusándolo de ser un elitista y un snob. Así pues, Craig había tenido la sensatez de desistir. Con el tiempo, su oído se había acostumbrado hasta cierto punto, y en el calor de la noche, lo cierto era que su acento daba igual.
—¿Qué tal el gimnasio? —le preguntó Craig mientras se levantaba.
—Genial —repuso Leona—. Mejor que de costumbre.
Craig hizo una mueca al oírla pronunciar la palabra costumbre como «costumbe». Cuando se dirigían al ascensor, resistió la tentación de hacer comentario alguno y se limitó a dejar de escucharla. Mientras ella charlaba sobre su sesión de ejercicio y las razones por las que Craig debía probar tanto el Pilates como el yoga, él se dedicó a pensar encantado en la velada que los esperaba y lo agradable que había sido el día hasta ese momento. Aquella mañana había visitado a doce pacientes en la consulta, ni demasiados ni demasiado pocos. No había tenido que correr como un poseso de sala en sala, lo cual era moneda corriente en su antigua consulta.
Con el paso de los meses, él y Marlene, su madura secretaria y recepcionista, habían desarrollado un sistema de visitas según las necesidades de cada paciente, sobre la base del diagnóstico y la personalidad de cada uno de ellos. Las visitas más cortas duraban un cuarto de hora y eran las de los pacientes dóciles y entendidos que acudían para seguimiento, mientras que las más largas duraban una hora y media. Las visitas de más de una hora solían reservarse a pacientes con problemas médicos bien conocidos y graves. A los pacientes nuevos sanos se les asignaba entre tres cuartos de hora y una hora, según la edad y la gravedad de sus trastornos. Si durante el día surgía un problema inesperado, como por ejemplo que Craig se viera obligado a visitar a un paciente sin hora concertada o tuviera que acudir al hospital, lo cual no había sucedido ese día, Marlene se encargaba de llamar a los pacientes previstos para darles otra cita si era posible y apropiado.
Como consecuencia de ello, los pacientes rara vez tenían que esperar, y él rara vez experimentaba la angustia de ir atrasado e intentar ganar tiempo. Era un modo muy civilizado de ejercer la medicina y beneficiaba a todo el mundo. A Craig le gustaba ir a la consulta. Era la clase de medicina que había imaginado ejercer cuando soñaba con convertirse en médico. El único leve inconveniente de aquella situación por lo demás casi perfecta era que no había sido posible mantener en secreto todos los aspectos de su relación con Leona. Las sospechas se propagaban como un reguero de pólvora y se acentuaban por causa de la juventud y la testarudez de Leona. En consecuencia, Craig se veía obligado a capear la desaprobación de Marlene y de su enfermera, Darlene, así como observar su comportamiento hostil y pasivo-agresivo hacia Leona.
—¡No me estás escuchando! —se quejó la joven, molesta.
Se inclinó hacia delante para lanzarle una mirada furiosa. Los dos estaban situados de cara a la puerta del ascensor que descendía hasta el aparcamiento.
—Claro que te escucho —mintió Craig con una sonrisa que no logró aplacar el enfado de Leona.
Las puertas del ascensor se abrieron en la planta del aparcamiento asistido, y Leona salió de él para unirse a la media docena de personas que esperaban sus vehículos. Craig la siguió a unos pasos de distancia. Los cambios relativamente bruscos de estado de ánimo eran un rasgo de Leona que a Craig no le gustaba demasiado, pero por lo general la tormenta amainaba deprisa si se limitaba a hacer caso omiso de ella. Si unos minutos antes, en el vestíbulo del gimnasio, se le hubiera ocurrido volver a hablarle de su acento, la cosa habría sido distinta. La primera y única vez que se había atrevido a hacer algún comentario le había costado dos días enteros de mal humor.
Craig entregó su ficha a uno de los empleados.
—Tendrá el Porsche rojo en un santiamén, doctor Bowman —prometió el empleado mientras se llevaba el dedo índice a la visera de la gorra a modo de saludo antes de salir corriendo.
Craig sonrió para sus adentros. Estaba orgulloso de poseer el que consideraba el vehículo más sexy del aparcamiento, la antítesis del Volvo familiar que conducía en su vida anterior. Craig imaginaba que las personas que lo rodeaban se sentirían adecuadamente impresionadas. A todas luces, los empleados del aparcamiento sí estaban impresionados, como demostraba el hecho de que siempre aparcaran su coche cerca del punto de control.
—Si te parezco un poco distraído —murmuró Craig a Leona—, es porque estoy pensando en esta noche…, en toda ella —añadió con un guiño seductor.
Leona se lo quedó mirando con una ceja arqueada para indicar que aquella justificación solo la aplacaba en parte. Lo cierto era que exigía el cien por cien de atención el cien por cien del tiempo.
En el instante en que Craig oía el conocido rugido del motor de su coche al arrancar cerca de donde se encontraba, también oyó que alguien pronunciaba su nombre a su espalda. Lo que le llamó la atención fue que la persona en cuestión incluyera la inicial de su segundo nombre de pila, la M. Pocos conocían aquella inicial y aún menos sabían que correspondía a Mason, el apellido de soltera de su madre. Craig se volvió, esperando ver a un paciente, tal vez a un colega o a un antiguo compañero de universidad. Sin embargo, lo que vio fue a un desconocido que se acercaba a él, un afroamericano apuesto, de movimientos rápidos, aspecto inteligente y edad próxima a la de Craig. Por un instante, éste creyó que se trataba de uno de sus compañeros de equipo de la maratón de baloncesto tres contra tres, deseoso de recrearse de nuevo con sus victorias.
—¿Doctor Craig M. Bowman? —repitió el hombre, deteniéndose frente a él.
—¿Sí? —preguntó Craig con ademán inquisitivo.
Seguía intentado situar al hombre. No era uno de los jugadores de baloncesto, tampoco un paciente ni un compañero de universidad. Intentó asociarlo con el hospital, pero no lo consiguió.
El hombre reaccionó dejando un gran sobre sellado en manos de Craig. Éste se lo quedó mirando. Su nombre, incluyendo la inicial, aparecía impreso en el anverso. Antes de que pudiera reaccionar, el hombre giró sobre sus talones y logró entrar en el ascensor en el que había bajado sin que las puertas llegaran a cerrarse. Desapareció sin más. La transacción había durado apenas unos segundos.
—¿Qué es? —inquirió Leona.
—No tengo ni la menor idea —aseguró Craig.
Volvió a bajar la mirada hacia el sobre y experimentó la primera punzada de temor. En la esquina superior se veía escrito: Tribunal Superior, condado de Suffolk, Massachusetts.
—¿Y bien? —instó Leona—. ¿No piensas abrirlo?
—No sé si quiero —masculló Craig.
Sin embargo, sabía que tarde o temprano tendría que hacerlo. Paseó la mirada por las personas que los rodeaban a la espera de sus coches. Varias de ellas lo miraban con expresión curiosa tras haber presenciado el encuentro.
Cuando el empleado llegó con el Porsche de Craig al punto de control y se apeó, dejando la portezuela del conductor entreabierta, Craig deslizó el pulgar bajo la pestaña del sobre y lo abrió.
Sintió que el pulso se le aceleraba mientras sacaba el contenido. Al cabo de un instante tenía en la mano un fajo grapado de papeles con las puntas dobladas.
—¿Y bien? —repitió Leona, preocupada al ver que la tez de Craig, sonrosada gracias al ejercicio, palidecía en extremo.
Craig levantó la vista para mirarla. En sus ojos se reflejaba una intensidad que Leona no había visto nunca en él. No sabía si se debía al desconcierto o a la incredulidad, pero sin duda acababa de sufrir un golpe tremendo. Por un instante pareció paralizado y dejó de respirar.
—Eh —intentó despabilarlo Leona—. ¿Hay alguien en casa?
Agitó la mano ante el rostro pétreo de Craig. Una mirada furtiva le reveló que se habían convertido en el centro de atención del aparcamiento.
Como si acabara de despertar de una crisis epiléptica de ausencia, las pupilas de Craig se estrecharon y su rostro recobró a toda prisa el color. De inmediato, sus manos empezaron a arrugar los papeles que sujetaban en un acto reflejo antes de que la racionalidad interviniera.
—Es una citación —siseó Craig—. ¡El muy hijo de puta me ha demandado!
Alisó los papeles y los ojeó a toda velocidad.
—¿Quién?
—¡Stanhope! ¡Jordan Stanhope!
—¿Por qué?
—Negligencia médica con resultado de muerte. ¡Es indignante!
—¿En relación con Patience Stanhope?
—¿Quién si no? —espetó Craig entre dientes con furia.
—Eh, que yo no soy el enemigo —se defendió Leona con las manos levantadas.
—¡No me lo puedo creer! ¡Esto es una afrenta!
Craig volvió a ojear los papeles como si cupiera la posibilidad de que los había malinterpretado.
Leona desvió la mirada hacia los empleados. Uno de ellos había abierto la portezuela del acompañante para ella, mientras que el primero seguía manteniendo abierta la del conductor. Leona se volvió de nuevo hacia Craig.
—¿Qué quieres hacer, Craig? —le susurró con insistencia—. No podemos quedarnos aquí para siempre.
Para «siempe».
—¡Cierra el pico! —espetó Craig, enervado por su acento.
Leona lanzó una carcajada ahogada y burlonamente ofendida.
—¡A mí no me hables así!
Como si despertara por segunda vez y se diera cuenta de que todas las miradas estaban fijas en ellos, Craig se disculpó en voz baja.
—Necesito una copa —añadió.
—Vale —accedió Leona, aún molesta—. ¿Dónde? ¿Aquí o en casa?
—¡Aquí! —exclamó Craig antes de dar media vuelta para regresar a los ascensores.
Con una sonrisa y un encogimiento de hombros de disculpa para los empleados, Leona siguió a Craig. Cuando llegó junto a él lo encontró golpeando una y otra vez con el nudillo el botón de llamada del ascensor.
—Tienes que calmarte —le dijo.
Miró por encima del hombro al grupo del aparcamiento. Todos apartaron la mirada para fingir que no los habían estado observando.
—Eso es fácil de decir —replicó Craig—. No es a ti a quien han demandado. Y que te entreguen una citación en público es humillante, maldita sea.
Leona no intentó volver a entablar conversación hasta que estuvieron sentados a una mesa pequeña pero alta lo más alejada posible de los clientes de la happy hour. En lugar de sillas había taburetes de respaldo bajo, lo cual explicaba la altura de las mesas. Craig pidió un whisky doble, lo cual era impropio de él. En general bebía muy poco por temor a que lo llamaran para atender a un paciente a cualquier hora. Leona pidió una copa de vino blanco. Por el temblor de las manos de Craig, la joven advirtió que su estado de ánimo había cambiado una vez más. Había pasado de la incredulidad inicial a la furia y luego a la ansiedad, todo ello en el cuarto de hora transcurrido desde que le entregaran la citación.
—Nunca te había visto tan trastornado —comentó Leona.
Aunque no sabía qué decir, se sentía en la obligación de decir algo. Nunca se le había dado bien guardar silencio a menos que fuera para expresar enfado con un buen mohín.
—Pues claro que estoy trastornado —espetó Craig.
Cuando levantó el vaso, la mano le temblaba tanto que el hielo tintineó varias veces contra el cristal, y al llevárselo a los labios incluso derramó un poco.
—Mierda —masculló mientras dejaba el vaso sobre la mesa y sacudía la mano para secarse el whisky antes de enjugarse los labios y el mentón con la servilleta de papel—. No puedo creer que ese cabrón de Jordan Stanhope me haga esto, sobre todo después de todo el tiempo y esfuerzo que he dedicado a la hipocondríaca y desgraciada de su mujer. Cómo la odiaba…
Craig vaciló un instante antes de añadir:
—Supongo que no debería contarte esto. Es la clase de cosas de las que los médicos no hablan.
—Pues yo creo que deberías hablar de ello, teniendo en cuenta cómo estás.
—La verdad es que Patience Stanhope me ponía de los nervios con sus repugnantes descripciones de cada maldita defecación, por no hablar de los gráficos relatos de la viscosa flema verde amarillenta que expectoraba cada día e incluso guardaba para enseñármela. Era penoso. Volvía locos a todos, incluyendo a Jordan y a sí misma, por el amor de Dios.
Leona asintió. Si bien la psicología no era su fuerte, intuía que para Craig era importante seguir hablando.
—No te imaginas cuántas veces en el último año tuve que ir después del trabajo o incluso en plena noche a esa casa enorme para cogerla de la mano y escuchar su verborrea. ¿Y para qué? Casi nunca seguía mis recomendaciones; ni siquiera dejó de fumar. Fumaba como un carretero pese a todas mis advertencias.
—¿En serio? —lo interrumpió Leona sin poder contenerse—. ¿Siguió fumando a pesar de la flema?
—¿No te acuerdas cómo apestaba a tabaco su habitación?
—La verdad es que no —reconoció Leona, meneando la cabeza—. Estaba demasiado impresionada por la situación para oler nada.
—Fumaba como si se acabara el mundo, un cigarrillo detrás de otro, varios paquetes al día. Y eso no es todo. Te digo que era la personificación del paciente que no hace ni caso de nada, sobre todo en lo relativo a la medicación. Me pedía recetas y luego se tomaba los medicamentos o no, según le diera.
—¿Sabías por qué no seguía tus instrucciones?
—Probablemente porque le gustaba estar enferma. La mantenía ocupada, ése es el quid de la cuestión. Era una pérdida de tiempo para mí, para su marido e incluso para sí misma. Su muerte fue una bendición para todo el mundo. No tenía vida.
Craig se serenó lo suficiente para beber un sorbo de whisky sin derramar nada.
—Recuerdo las pocas veces que la vi en la consulta… Parecía de armas tomar —comentó Leona en tono tranquilizador.
—Por expresarlo de forma muy delicada —refunfuñó Craig—. Era una zorra autoritaria con dinero heredado, lo cual significa que esperaba que la cogiera de la mano y escuchara sus problemas hasta la náusea. Pasé cuatro años luchando en la universidad, más otros cuatro años en la facultad de medicina, la residencia, la especialización, la publicación de un puñado de artículos científicos…, lo único que quería ella era que la cogiera de la mano. Nada más, y si se la cogía durante un cuarto de hora, ella quería media, y si le dedicaba media hora, quería tres cuartos, y si me negaba, se ponía huraña y hostil.
—Puede que se sintiera sola —aventuró Leona.
—¿De parte de quién estás? —espetó Craig, furioso, al tiempo que dejaba el vaso sobre la mesa con tal fuerza que los cubitos de hielo tintinearon—. Era un coñazo de mujer.
—¡Vale, vale, cálmate de una vez! —exclamó Leona.
Miró a su alrededor con temor y experimentó un gran alivio al comprobar que nadie les prestaba la más mínima atención.
—Bueno, pero no hagas de abogado del diablo —exigió Craig—. No estoy de humor.
—Solo intento tranquilizarte.
—¿Cómo quieres que me tranquilice? Esto es una catástrofe. Me he pasado la vida entera intentando convertirme en el mejor médico; de hecho, aún estoy en ello. ¡Y ahora esto! —gritó, propinando un manotazo a los papeles.
—Pero ¿no es por eso que pagas ese seguro de negligencia médica del que siempre te quejas?
Craig le lanzó una mirada exasperada.
—Me parece que no lo entiendes. Ese cabrón de Stanhope me difama públicamente al exigir su…, y cito…, día en los tribunales. El problema es el proceso. Es una porquería sea cual sea el resultado. Tengo las manos atadas, soy una víctima. Y cuando vas a juicio, nunca sabes cómo va a salir la cosa. No existen garantías, ni siquiera en mi situación, ni siquiera para mí, que siempre me he desvivido por mis pacientes, sobre todo por Patience Stanhope, visitándola en casa cientos de veces, por el amor de Dios. ¿Y eso del juicio por parte de mis iguales? Menuda chorrada. Las administrativas, los fontaneros y los maestros jubilados no tienen ni idea de lo que significa ser un médico como yo, que se levanta en plena noche para coger de la mano a una hipocondríaca. ¡Maldita sea!
—¿No puedes decírselo? ¿Incluirlo en tu declaración?
Craig bufó exasperado. En ocasiones, Leona lo sacaba de quicio. Era el inconveniente de estar con una persona tan joven y falta de experiencia.
—¿Por qué cree que hubo negligencia? —prosiguió Leona.
Craig desvió la mirada hacia las personas completamente normales y guapas que llenaban el bar, a todas luces disfrutando de la velada. La yuxtaposición hizo que se sintiera aún peor. Quizá no había sido buena idea ir al bar. Se le ocurrió que tal vez intentar convertirse en uno de ellos a través de sus esfuerzos culturales estaba fuera de su alcance. La medicina y sus problemas actuales, entre ellos el tema de la negligencia, lo tenían atado de pies y manos.
—¿Qué tipo de negligencia se supone que cometiste? —reformuló Leona.
Craig levantó las manos.
—¡Mira, pequeña! El documento no lo especifica, solo dice que no dediqué los conocimientos y el cuidado necesarios para efectuar un diagnóstico y administrar un tratamiento como habría hecho un médico competente y razonable bajo las mismas circunstancias, bla, bla, bla. Chorradas, en definitiva. La cuestión es que el desenlace fue malo, es decir, que Patience Stanhope murió. Un abogado especializado en daños físicos y negligencia partirá de esa base y se limitará a ser creativo. Esos tipos siempre encuentran a algún médico-«puta de tribunal» que diga que las cosas tendrían que haberse hecho de otra forma.
—¡Pequeña! —espetó Leona—. ¡No te pongas condescendiente conmigo!
—Vale, lo siento —se disculpó Craig antes de respirar hondo—. Es evidente que estoy muy alterado.
—¿Qué es un médico-puta de tribunal?
—Un médico que se vende como… entre comillas experto… para decir exactamente lo que le indique el abogado del demandante. Antes costaba encontrar a médicos dispuestos a testificar contra otros médicos, pero ya no. Algunos desgraciados se ganan la vida así.
—Es horrible.
—Eso es lo de menos —aseguró Craig, sacudiendo la cabeza con aire desanimado—. Me parece tremendamente cínico que ese cabrón de Jordan Stanhope me demande cuando ni siquiera se quedó en el hospital mientras yo intentaba reanimar a la desgraciada de su mujer. Joder, si varias veces me confesó que su mujer era una hipocondríaca sin remedio y que ni siquiera conseguía estar al corriente de todos sus síntomas. Incluso se disculpaba cuando ella lo obligaba a llamarme e insistía en que fuera a su casa a las tres de la madrugada porque creía que se estaba muriendo. Eso pasó más de una vez. Por lo general iba a verla a casa a última hora de la tarde, lo cual me obligaba a dejar lo que estuviera haciendo. Pero Jordan siempre me daba las gracias, así que sabía el esfuerzo que me suponía ir allí sin motivo alguno. Aquella mujer era un desastre. Creo que todo el mundo está mejor sin ella, incluido Jordan Stanhope, pero el tío va, me demanda y pide una indemnización de cinco millones por abandono de la vida conyugal. Parece una broma pesada —suspiró, sacudiendo de nuevo la cabeza con desazón.
—¿Qué es eso?
—Lo que se supone que tiene que darte tu cónyuge, o sea compañía, afecto, apoyo y sexo.
—No creo que tuvieran demasiada vida sexual. ¡Pero si dormían en habitaciones separadas!
—Probablemente tienes razón. No me imagino que tuviera ganas ni pudiera hacer el amor con esa bruja desgraciada.
—¿Crees que la razón por la que te demanda tiene algo que ver con que lo criticaras aquella noche? Dio la impresión de que se ofendía.
Craig asintió unas cuantas veces. Leona no iba desencaminada. Vaso en mano, se bajó del taburete y se dirigió a la barra para pedir otra copa. Mientras esperaba entre los bulliciosos clientes, reflexionó sobre la idea de Leona y se preguntó si tendría razón. Recordaba haber lamentado lo que le había dicho a Jordan al entrar en el dormitorio de Patience y ver lo mal que estaba. El comentario se le había escapado por culpa de la tensión y la sorpresa que se había llevado. En aquel momento le había parecido que su apresurada disculpa bastaba, pero quizá no era así. En tal caso, acabaría lamentando el incidente aún más.
Con el segundo whisky doble en la mano, Craig se abrió paso hasta la mesa y se encaramó de nuevo al taburete. Se movía con lentitud, como si cada pierna le pesara cincuenta kilos. A los ojos de Leona, su estado de ánimo había sufrido otra transformación. Ahora parecía deprimido, con las comisuras de los labios curvadas hacia abajo y los párpados pesados.
—Esto es un desastre —alcanzó a articular con un suspiro mientras clavaba la mirada en el whisky y cruzaba los brazos sobre la mesa—. Podría ser el final de todo, ahora que las cosas me iban tan bien.
—¿Cómo va a ser el final de todo? —intentó animarlo Leona—. Ahora que te han citado a comparecer, ¿qué tienes que hacer?
Craig no respondió ni se movió. Leona ni siquiera lo veía respirar.
—¿No deberías buscar un abogado? —insistió Leona, inclinándose hacia delante en un intento de mirarlo a la cara.
—La aseguradora tendría que ocuparse de mi defensa —repuso Craig con voz apagada.
—Bueno, pues eso. ¿Por qué no los llamas?
Craig alzó la cabeza, miró a Leona y asintió varias veces mientras consideraba su sugerencia. Eran casi las cinco y media de un viernes, pero cabía la posibilidad de que la aseguradora tuviera a alguien de guardia. Merecía la pena intentarlo. Le vendría bien tener la sensación de que estaba haciendo algo. Gran parte de su angustia se debía a la impotencia que sentía ante aquella amenaza incorpórea y abrumadora.
Con energía renovada, Craig se sacó el móvil del soporte que llevaba prendido al cinturón. Con dedos torpes revisó la agenda, y como un faro en una noche tenebrosa apareció el nombre y el número de móvil de su agente de seguros. Craig marcó el número.
Tuvo que hacer varias llamadas, llegando incluso a dejar su nombre y su número de teléfono en un buzón de voz para urgencias, pero al cabo de un cuarto de hora pudo contar su historia a una persona de carne y hueso, dotada de una voz firme y una actitud competente. Se llamaba Arthur Marshall, un nombre que a Craig se le antojó reconfortante.
—Puesto que se trata de su primer encontronazo con un asunto de estas características —señaló Arthur—, y puesto que sabemos por experiencia el trastorno que causa, creo que es importante que entienda que para nosotros es el pan de cada día. En otras palabras, estamos muy acostumbrados a los litigios por negligencia y prestaremos a su caso toda la atención que merece. Entretanto, permítame que subraye que no debe tomárselo como algo personal.
—¿Cómo voy a tomármelo si no? —se quejó Craig—. Esto pone en entredicho toda mi carrera profesional. Lo está poniendo todo en peligro.
—Es una sensación muy habitual en personas como usted y del todo comprensible. Pero le aseguro que no es cierto. Con frecuencia no son más que intentos que la gente hace con la esperanza de obtener un beneficio económico pese a que la defensa del demandante afirme lo contrario. Cualquier persona familiarizada con la medicina sabe que los desenlaces imperfectos, incluidos los derivados de errores inocentes, no constituyen negligencia, y el juez así se lo indicará al jurado si el caso llega a juicio. Pero no olvide que la inmensa mayoría de estos casos no llegan a juicio, y si llegan, la defensa los gana casi todos. Aquí en Massachusetts, la ley estipula que la demanda tiene que presentarse ante un tribunal, y con los datos que me ha facilitado, lo más probable es que la cosa quede en eso.
El pulso de Craig casi se había normalizado.
—Ha sido muy sensato al ponerse en contacto con nosotros tan pronto, doctor Bowman. En breve asignaremos al caso a un abogado con mucha experiencia, y para ello necesitaremos la citación y la demanda lo antes posible. Tiene que responder en el espacio de treinta días después de recibirla.
—Puedo enviarle los documentos por mensajero el lunes.
—Perfecto. Entretanto, le sugiero que intente recordar lo más posible acerca del caso, sobre todo sobre la base de sus archivos. Hay que hacerlo y además le dará la sensación de estar haciendo algo constructivo para protegerse. Sabemos por experiencia que eso es importante.
Craig asintió con la cabeza.
—En cuanto a sus archivos, doctor Bowman, debo advertirle que no los modifique en modo alguno. Ello significa no corregir ni siquiera una palabra mal escrita, un error gramatical evidente ni un concepto que le parezca mal expresado. Tampoco cambie ninguna fecha. En resumidas cuentas, no cambie nada, ¿entendido?
—Por supuesto.
—¡Estupendo! De los casos de negligencia que gana la acusación, buena parte se debe a algún cambio realizado en los archivos, aun cambios insignificantes. Cualquier alteración es la mejor receta para el fracaso, pues pone en entredicho la integridad y la sinceridad del demandado. Espero haberme expresado con claridad.
—Meridiana. Gracias, señor Marshall. Ya me siento un poco mejor.
—Y así debe ser, doctor. Le aseguro que prestaremos toda nuestra atención a su caso, ya que todos deseamos zanjarlo con éxito lo antes posible a fin de que usted pueda volver a dedicarse a lo que mejor hace, es decir, a atender a sus pacientes.
—Es lo que más deseo.
—Estamos a su servicio, doctor Bowman. Un último detalle que sin duda ya conoce. No…, repito, no hable de este asunto con nadie salvo su esposa y el abogado que le asignemos. Eso se aplica a todos sus colegas, conocidos e incluso amigos cercanos. Es muy importante.
Craig lanzó una mirada de culpabilidad a Leona, consciente de que se había ido de la lengua con ella.
—¿Amigos cercanos? —preguntó Craig—. Eso puede llegar a significar renunciar al apoyo emocional.
—Lo sabemos, pero la alternativa es peor.
—¿Y cuál es exactamente la alternativa?
No sabía si Leona alcanzaba a oír la voz de su interlocutor; la joven tenía la mirada fija en él.
—Los amigos y los colegas de profesión pueden ser testigos de cargo. Si creen que es en interés propio, los abogados de los demandantes pueden llegar y llegan a obligar a amigos, incluso a los más cercanos, y a compañeros de profesión a testificar en un juicio, a menudo con resultados demoledores.
—Lo tendré en cuenta —prometió Craig—. Muchas gracias por la advertencia, señor Marshall.
El pulso de Craig se había acelerado de nuevo. Para ser sincero, debía reconocer que de Leona no conocía más que su comprensible egocentrismo juvenil. Haber hablado tanto acentuaba su nerviosismo.
—Gracias a usted, doctor Bowman. Nos pondremos en contacto con usted en cuanto recibamos la citación y la demanda. Intente tranquilizarse y hacer vida normal.
—Lo intentaré —repuso Craig sin demasiada convicción.
Sabía que viviría bajo un nubarrón oscuro hasta que aquel asunto quedara zanjado. Lo que ignoraba era cuán oscuro llegaría a ser. En aquel momento se juró no volver a mencionar el acento de Leona. Era lo bastante inteligente para saber que lo que le había contado sobre sus sentimientos hacia Patience Stanhope no quedaría nada bien ante un tribunal.
Nueva York,
9 de octubre de 2005, 16.45 horas.
Jack Stapleton volvió su atención hacia el corazón y los pulmones. Sobre la mesa de autopsias que tenía ante él aparecían tendidos los restos desnudos y desentrañados de una mujer blanca de cincuenta y siete años. La cabeza de la víctima estaba recostada sobre un bloque de madera, y sus ojos muertos miraban sin ver los fluorescentes del techo. Hasta aquel momento de la autopsia, el único indicio patológico que había encontrado Jack era un fibroide uterino de grandes dimensiones y en apariencia asintomático. No había hallado nada que pudiera explicar la muerte de una mujer por lo visto sana que se había desplomado sin más en Bloomingdale’s. Miguel Sánchez, el técnico del turno de tarde que había llegado a las tres, lo asistía en el procedimiento. Mientras Jack se disponía a examinar el corazón y los pulmones, Miguel lavaba los intestinos en la pica.
Al palpar la superficie de los pulmones, los dedos expertos de Jack percibieron una resistencia anómala. El tejido era más firme de lo normal, lo cual encajaba con el hecho de que el órgano pesara más de lo habitual. Con un cuchillo que parecía de carnicero, Jack practicó múltiples cortes en el pulmón. De nuevo advirtió más resistencia de la que esperaba. Levantó el órgano y examinó las superficies seccionadas, que revelaban su consistencia. El pulmón parecía más denso de lo normal, y Jack estaba convencido de que el examen microscópico evidenciaría fibrosis. La cuestión era por qué estaban fibróticos los pulmones.
Se volvió hacia el corazón, cogió un fórceps dentado y unas tijeritas de punta redonda. Cuando se disponía a examinar el músculo, se abrió la puerta que daba al pasillo. Jack vaciló mientras una figura se acercaba a él. Apenas tardó un instante en reconocer a Laurie pese a que la luz se reflejaba en su mascarilla.
—Llevo rato preguntándome dónde estabas —comentó Laurie con un deje de exasperación.
Iba ataviada de la cabeza a los pies con un traje protector desechable, al igual que Jack y Miguel. Por orden del doctor Calvin Washington, subdirector de la oficina del forense, todos los médicos debían llevar aquellos trajes para protegerse de posibles agentes infecciosos en la sala de autopsias. Nunca se sabía qué clase de microbios podían traer los cadáveres, sobre todo en un depósito tan concurrido como el de Nueva York.
—Que te lo preguntaras implica que me estabas buscando.
—Brillante deducción —alabó Laurie mientras bajaba la mirada hacia el pálido cadáver tendido sobre la mesa—. Éste es el último lugar donde se me ha ocurrido buscarte. ¿Cómo es que sigues aquí tan tarde?
—Ya me conoces —replicó Jack—. No puedo resistir la tentación cuando llama a mi puerta.
—¿Algo interesante? —preguntó Laurie, inmune al sarcasmo de Jack.
Alargó la mano y rozó la superficie del pulmón cortado con el índice enguantado.
—Todavía no, pero creo que estamos a punto de dar con algo. Ya ves que el pulmón está fibrótico… Creo que el corazón nos dirá por qué.
—Cuéntame algo del caso.
—A la víctima se le paró el corazón cuando le dijeron el precio de unos zapatos en la tienda de Jimmy Choo de Bloomingdale’s.
—Muy gracioso.
—No, en serio, se desplomó en Bloomingdale’s. Por supuesto, no sé lo que estaba haciendo. Por lo visto, los empleados de la tienda y un médico del hospital Good Samaritan que estaba allí por casualidad la atendieron de inmediato. Se le practicó la reanimación cardiopulmonar allí mismo y también en la ambulancia hasta llegar al Hospital General de Manhattan. Cuando el cadáver llegó al depósito, el jefe de urgencias me llamó para contarme la historia. Dijo que lo habían intentado todo, pero sin obtener un solo latido, ni siquiera con el marcapasos. Estaban muy molestos con ella por negarse a revivir, pero en fin, esperaban que nosotros pudiéramos arrojar alguna luz sobre el caso para averiguar si podrían haber hecho algo más. Me impresionó su interés y su iniciativa, y puesto que ésa es la clase de conducta profesional que debemos promover, le prometí que me pondría con el caso enseguida y lo llamaría en cuanto supiera algo.
—Muy loable y diligente por tu parte —alabó Laurie—. Claro que al hacer una autopsia a estas horas consigues que todos los demás quedemos como unos vagos.
—Aquí hay una colilla, aquí se ha fumado.
—Muy bien, listillo, no pienso intentar competir con tu oratoria. Veamos lo que tienes. Ya has captado mi interés, así que venga.
Jack se inclinó hacia delante, buscó con rapidez y cuidado las arterias coronarias principales y procedió a abrirlas. De repente se irguió.
—Vaya, vaya, mira esto.
Sostuvo en alto el corazón para que Laurie viera mejor y señaló algo con la punta del fórceps.
—Madre mía —exclamó Laurie—. Creo que es el estrechamiento del tronco principal de la arteria descendente posterior más espectacular que he visto en mi vida. Y parece evolutivo, no ateromatoso.
—Estoy de acuerdo, y probablemente explica la falta de respuesta del corazón. Un bloqueo repentino aun transitorio habría causado un gran infarto, afectando parte del sistema de conducción. Pero por espectacular que sea, no explica las alteraciones pulmonares.
—¿Por qué no abres el corazón?
—A eso iba.
Tras cambiar las tijeras y el fórceps por el cuchillo de carnicero, Jack practicó una serie de incisiones en las cámaras cardíacas.
—¡Voilà! —exclamó al tiempo que se apartaba para que Laurie pudiera observar el órgano abierto.
—Ahí tienes la explicación, una válvula mitral dañada e incompetente.
—Una válvula mitral muy incompetente. Esta mujer era una bomba de relojería. Me parece asombroso que no fuera al médico por síntomas a causa del estrechamiento coronario o la válvula. Y es una lástima, porque ambos problemas tienen solución quirúrgica.
—Es muy triste, pero a menudo el miedo vuelve estoica a la gente.
—Tienes mucha razón —convino Jack mientras tomaba muestras para el examen microscópico y las guardaba en frascos debidamente etiquetados—. Todavía no me has dicho por qué me buscabas.
—Hace una hora he sabido que ya tenemos fecha para la boda. Quería comentarlo contigo porque tengo que darles una respuesta lo antes posible.
Jack dejó lo que estaba haciendo. Incluso Miguel dejó de lavar los intestinos en la pica.
—Un entorno bastante peculiar para semejante anuncio —observó Jack.
—Es aquí donde te he encontrado —replicó Laurie con un encogimiento de hombros—. Quería llamar esta misma tarde para no dejar pasar el fin de semana.
Jack miró de soslayo a Miguel.
—¿Qué día es?
—El nueve de junio, a la una y media. ¿Qué te parece?
Jack lanzó una risita ahogada.
—¿Qué quieres que me parezca? Pues que queda muy lejos ahora que por fin hemos decidido dar el paso. Yo más bien pensaba en que nos casáramos este jueves, por ejemplo.
Laurie se echó a reír. El sonido de su carcajada quedó amortiguado por la mascarilla de plástico, que se empañó por un instante.
—Qué cosas tan bonitas me dices. Pero la verdad es que a mi madre siempre le ha hecho ilusión celebrar la boda en junio, y a mí también me parece un buen mes, porque debería hacer buen tiempo, no solo para la ceremonia, sino también para la luna de miel.
—Me parece estupendo —aseguró Jack, mirando de nuevo a Miguel.
Le molestaba que el asistente estuviera ahí parado, a todas luces escuchando la conversación.
—Solo hay un problema. Junio es un mes tan buscado para las bodas que la iglesia de Riverside tiene todos los sábados ocupados. ¿Te lo imaginas, a ocho meses vista? Cuestión, que el nueve es un viernes. ¿Te importa?
—Viernes, sábado… Me da igual, la verdad.
—Genial. La verdad es que yo preferiría un sábado porque es más tradicional y más práctico para los invitados, pero es lo que hay.
—¡Eh, Miguel! —exclamó de pronto Jack—. ¿Qué tal si acabas ya con esos intestinos? A este paso estaremos aquí hasta mañana.
—Ya he terminado, doctor Stapleton. Estaba esperando a que viniera a echar un vistazo.
—¡Ah! —se limitó a farfullar Jack, algo avergonzado por haber supuesto que el técnico estaba escuchando su conversación—. Lo siento —dijo, volviéndose de nuevo hacia Laurie—, pero tengo que seguir con esto.
—No pasa nada —repuso ella, siguiéndolo hasta la pica.
Miguel le alargó los intestinos, abiertos en sentido longitudinal y lavados con meticulosidad para exponer la superficie mucosa.
—Y me he enterado de otra cosa hoy —añadió Laurie—. Algo que quería comentarte.
—Dime —repuso Jack mientras procedía a examinar metódicamente el sistema digestivo, empezando por el esófago en dirección descendente.
—¿Sabes? Nunca me he sentido demasiado a gusto en tu piso, sobre todo porque el edificio es una pocilga.
Jack vivía en una cuarta planta sin ascensor de un ruinoso edificio de la calle Ciento seis, justo enfrente del parque infantil cuya reforma integral había sufragado. Convencido de que no merecía vivir con comodidades, Jack vivía por debajo de sus posibilidades, pero la presencia de Laurie había alterado la ecuación.
—No es mi intención herir tus sentimientos —prosiguió Laurie—, pero con la boda tenemos que replantearnos la situación de la vivienda, así que me he tomado la libertad de localizar al propietario, cuyo nombre por cierto he tenido que arrancar a la empresa administradora a la que envías los cheques del alquiler. La cuestión es que he averiguado quiénes son los propietarios y me he puesto en contacto con ellos para ver si estarían interesados en vender. Considero que eso plantea una serie de posibilidades muy interesantes. ¿Qué te parece?
Jack había dejado de examinar los intestinos mientras Laurie hablaba, y en aquel momento se volvió hacia ella.
—Planes de boda junto a la mesa de autopsias y ahora cuestiones domésticas ante la pica de los intestinos. ¿No crees que no es el lugar más adecuado para hablar de esto?
—Lo he sabido hace unos minutos y tenía ganas de contártelo para que pudieras empezar a pensártelo.
—Genial —masculló Jack, conteniendo un impulso casi irresistible de mostrarse aún más sarcástico—. Pues misión cumplida. Pero ¿qué te parece si seguimos hablando de la compra… e imagino que de la reforma de una vivienda delante de una botella de vino y una ensalada de rúcula en un entorno algo más apropiado?
—Una idea magnífica —elogió Laurie, encantada—. Nos vemos en el piso.
Dicho aquello, Laurie giró sobre sus talones y salió.
Jack permaneció con la mirada clavada en la puerta varios segundos después de que ésta se cerrara.
—Me parece estupendo que se casen —comentó Miguel para romper el silencio.
—Gracias. No es un secreto, pero tampoco lo sabe todo el mundo… Espero que lo tenga en cuenta.
—No hay problema, doctor Stapleton. Pero tengo que decirle por experiencia que el matrimonio lo cambia todo.
—Cuánta razón tiene —corroboró Jack, que también lo sabía por experiencia.