La Habana, Cuba,
lunes, 12 de junio de 2006, 14.15 horas.
Jack había querido llevar a Laurie a un lugar único, lejos de las habituales rutas turísticas. Primero había pensado en algún lugar de África, pero decidió que estaba demasiado lejos. Luego contempló la India, pero lo descartó porque la distancia era aún mayor. Un día, alguien le habló de Cuba. Al principio desechó la idea porque creía que no podían viajar allí, pero al consultarlo en internet descubrió que estaba equivocado. Algunos estadounidenses, aunque no demasiados, viajaban a Cuba a través de Canadá, México o las Bahamas. Jack se decantó por las Bahamas.
El vuelo de Nueva York a Nassau, al día siguiente de la boda, fue muy aburrido, pero el de Nassau a La Habana, de las líneas aéreas cubanas, fue más divertido y les dio las primeras pistas acerca de la mentalidad cubana. Jack había reservado una suite en el hotel Nacional de Cuba, intuyendo que poseería el encanto cubano de antaño. No se llevaron ninguna decepción. El hotel estaba situado en el Malecón, en el antiguo distrito del Vedado. Algunas de las instalaciones eran anticuadas, pero por todas partes se respiraba el esplendor art déco. Lo mejor de todo era el servicio; al contrario de lo que había imaginado, los cubanos constituían un pueblo feliz.
Por suerte, Laurie todavía no había insistido en hacer más turismo que algunos paseos por el centro histórico de La Habana, restaurado en su mayor parte. En varias ocasiones se habían adentrado en la zona no rehabilitada, donde los edificios se hallaban en un estado lamentable, aunque conservaban algún vestigio de su grandeza original.
Por lo general, Jack y Laurie estaban encantados con dormir mucho, comer y tomar el sol. Aquel ritmo brindó a Jack la oportunidad de contar a Laurie todos los detalles de su viaje a Boston, así como de comentar la situación a fondo. Laurie manifestó compasión por todos los implicados, incluido Jack. Declaró que aquello era una tragedia médica estadounidense, y Jack se mostró de acuerdo.
—¿Qué tal si hacemos una excursión al campo? —propuso Laurie de repente, arrancando a Jack de su reposo reparador y vacío de pensamientos.
Jack se protegió los ojos del sol y se volvió para mirar a su flamante esposa. Ambos estaban tendidos sobre tumbonas blancas junto a la piscina, en bañador y embadurnados de crema protectora factor 45. Laurie lo miraba con las cejas enarcadas, que asomaban por encima del borde de las gafas de sol.
—¿De verdad quieres sacrificar esta vida maravillosamente ociosa? —replicó Jack—. Si en la costa ya hace calor, el interior debe de ser un horno.
—No digo que lo hagamos hoy ni mañana, sino algún día antes de irnos. Sería una lástima haber venido hasta aquí y no ver nada de la isla aparte de esta zona tan turística.
—Supongo que tienes razón —musitó Jack sin demasiado entusiasmo.
El mero hecho de pensar en el calor abrasador del interior de la isla le daba sed.
—Voy a buscar algo de beber —anunció al tiempo que se incorporaba—. ¿Quieres que te traiga algo?
—¿Vas a tomar un mojito?
—Es una idea tentadora —repuso Jack.
—Es evidente que estás de vacaciones —comentó Laurie—. Vale, si te tomas uno, me apunto. Lo único que pueda pasar es que tenga que echar una siesta por la tarde.
—Pues perfecto.
Jack se levantó y se desperezó. Lo que de verdad necesitaba era alquilar una bicicleta y hacer muchos kilómetros, pero a medio camino del bar desechó la idea y decidió volver a planteársela al día siguiente.
Captó la atención de un camarero y pidió los dos cócteles. Beber alcohol era excepcional para él, y más aún a mediodía, pero el día anterior lo habían animado a probarlo, y había disfrutado de la sensación relajante del licor.
Mientras esperaba paseó la mirada por la piscina. Había algunas mujeres de figura magnífica que merecían un buen vistazo. Al poco desvió la mirada hacia la inmensidad del mar del Caribe. Soplaba una leve y sedosa brisa.
—Aquí tiene, señor —anunció el camarero.
Jack firmó la cuenta y cogió los vasos. Cuando se disponía a volver junto a la piscina, su mirada tropezó con el rostro de un hombre en el otro extremo del bar en forma de península. Con un sobresalto, Jack se inclinó hacia delante y lo miró sin disimulo. La mirada del hombre se cruzó con la suya por un instante, pero no pareció reconocerlo y de inmediato se concentró de nuevo en la atractiva mujer latina sentada junto a él. Jack observó que lanzaba una carcajada.
Se encogió de hombros, dio media vuelta y se dirigió hacia las tumbonas, pero al cabo de unos pasos se giró de nuevo. De pronto decidió salir de dudas, rodeó el bar y se acercó al hombre por la espalda, avanzando hasta situarse justo detrás de él. Oyó que hablaba en un español pasable, desde luego mejor que el de Jack.
—¿Craig? —dijo en voz lo bastante alta para que el hombre lo oyera; el hombre no se giró—. ¿Craig Bowman? —preguntó Jack en voz un poco más alta.
No obtuvo reacción alguna. Jack bajó la mirada hacia los dos vasos que llevaba en las manos y que limitaban sus opciones. Vaciló un instante y por fin se inclinó hacia delante por el lado opuesto al de la acompañante del hombre. Dejó las bebidas sobre la barra y le dio una palmadita en el hombro. El hombre se volvió y cambió una mirada con él. En su expresión no había rastro de reconocimiento, tan solo una mirada inquisitiva, con las cejas enarcadas y el ceño fruncido.
—¿Puedo ayudarle en algo? —inquirió el hombre en inglés.
—¿Craig? —repitió Jack.
Lo miró de hito en hito, fijándose en sus ojos. Como oftalmólogo, Jack siempre tendía a mirar a la gente a los ojos. Con frecuencia daban pistas sobre alguna enfermedad, pero también sobre emociones. Sin embargo, Jack no observó cambio alguno; las pupilas no cambiaron de tamaño.
—Me parece que me confunde con alguien. Me llamo Ralph Lundrum.
—Lo siento, no pretendía molestarle —se disculpó Jack.
—No pasa nada —aseguró Ralph—. ¿Cómo se llama?
—Jack Stapleton. ¿De dónde es usted?
—De Boston. ¿Y usted?
—De Nueva York —explicó Jack—. ¿Se aloja en el Nacional?
—No —repuso Ralph—, he alquilado una casa en las afueras. Me dedico al negocio del tabaco, ¿y usted?
—Soy médico.
—Esta es Toya —presentó Ralph al tiempo que se inclinaba hacia atrás para que Jack pudiera ver a su amiga.
Jack le estrechó la mano por delante de Ralph.
—Encantado de conocerlos a ambos —dijo Jack tras farfullar unas palabras en español por deferencia a Toya—. Siento haberles molestado —se disculpó de nuevo al coger los cócteles.
—No pasa nada —aseguró Ralph—. Estamos en Cuba; aquí la gente espera que todo el mundo hable con todo el mundo.
Con una inclinación de cabeza, Jack se alejó, rodeó el bar y volvió junto a Laurie. Ella se incorporó sobre un codo y cogió uno de los vasos.
—Has tardado mucho —comentó en broma.
Jack se sentó en la tumbona y sacudió la cabeza.
—¿Alguna vez te has tropezado con alguien y sabes que lo conoces de algo?
—Algunas veces —repuso Laurie tras tomar un sorbo de mojito—. ¿Por qué me lo preguntas?
—Porque me acaba de pasar —explicó Jack—. ¿Ves a aquel hombre hablando con esa mujer pechugona vestida de rojo en la otra punta del bar? —señaló Jack.
Laurie bajó los pies de la tumbona, se sentó y miró.
—Sí, ya los veo.
—Estaba seguro de que era Craig Bowman —dijo Jack con una carcajada—. Se parece tanto que podría ser su gemelo.
—Creía que Craig Bowman tenía el pelo rubio como tú. Ese tipo tiene el pelo oscuro.
—Bueno, sí, el pelo es diferente —admitió Jack—. Es increíble. Me hace dudar de mi instinto.
Laurie se volvió hacia él.
—¿Por qué te parece tan increíble? Cuba sería un escondite ideal para Craig. No existe tratado de extradición con Estados Unidos. Puede que sea él.
—No, no lo es —negó Jack—. Se lo he preguntado para observar su reacción.
—Bueno, no te obsesiones —advirtió Laurie antes de tumbarse de nuevo con el cóctel en la mano.
—No voy a obsesionarme —aseguró Jack.
También él se tumbó, pero no logró desterrar de su mente aquella coincidencia. De repente se le ocurrió una idea, se incorporó de nuevo y rebuscó en el bolsillo del albornoz hasta dar con el móvil.
Laurie había percibido su repentino movimiento y abrió un ojo.
—¿A quién llamas?
—A Alexis —repuso Jack.
Su hermana contestó, pero le dijo que no podía hablar, porque estaba entre dos sesiones.
—Solo una pregunta —dijo Jack—. ¿Por casualidad conoces a un tal Ralph Lundrum, de Boston?
—Sí, lo conocía —asintió Alexis—. Oye, Jack, te tengo que dejar. Te llamo dentro de un par de horas.
—¿Por qué lo has dicho en pasado? —preguntó Jack.
—Porque murió —explicó Alexis—. Era paciente de Craig y murió de un linfoma hace cosa de un año.