Boston, Massachusetts,
martes, 6 de junio de 2006, 9.28 horas.
—¡Todos en pie! —ordenó el alguacil cuando el juez Marvin Davidson salió de su despacho y subió la escalinata del estrado; la toga le ocultaba los pies, de modo que parecía flotar como un fantasma—. Tomen asiento —ordenó el alguacil en cuanto el juez se acomodó.
Jack miró tras de sí para sentarse en el banco sin volcar su vaso de café de Starbucks. En aquel instante reparó en que nadie más había traído comida ni bebida a la sala, por lo que dejó el vaso sobre el banco con aire culpable.
Estaba sentado junto a Alexis en la sección del público. Le había preguntado por qué había tantos espectadores, pero Alexis no tenía ni idea. La sección aparecía abarrotada.
La mañana en casa de los Bowman había transcurrido mejor de lo que Jack había imaginado. Si bien Craig había vuelto a sumirse hasta cierto punto en su anterior actitud taciturna, al menos habían hablado con sinceridad, y Jack se sentía infinitamente más cómodo con la idea de alojarse en su casa. Después de que las niñas se fueran a la escuela, la conversación había continuado, pero sobre todo entre Alexis y Jack, porque Craig se mostraba de nuevo silencioso y distraído.
Se habían enzarzado en una larga discusión acerca del transporte a y de la ciudad, pero al final Jack había impuesto su deseo de ir en su coche. Quería ir al juzgado para familiarizarse con todos los detalles, sobre todo con los abogados, pero a media mañana quería ir a la oficina del forense de Boston, donde haría indagaciones sobre la normativa de Massachusetts en materia de exhumaciones. No sabía qué haría a continuación. Tal vez regresara al juzgado, pero en caso contrario, se reuniría con ellos en su casa a última hora de la tarde.
Mientras el tribunal se tomaba su tiempo preparando la tramitación de las habituales cuestiones de procedimiento, Jack estudió a los protagonistas del drama. El juez afroamericano parecía un ex jugador de fútbol americano ya cascado, pero la autoridad que irradiaba mediante los gestos con que disponía los papeles sobre su mesa y el modo en que conversaba en voz baja con el alguacil, infundió a Jack la tranquilidad de que sabía lo que se hacía. Los dos abogados eran tal como los había descrito Alexis. Randolph Bingham era la personificación del abogado elegante y refinado de un gran bufete en su modo de vestir, moverse y hablar. En marcado contraste, Tony Fasano era el abogado joven, llamativo y descarado que hacía ostentación de su ropa moderna y sus voluminosos accesorios de oro. Sin embargo, Jack reparó de inmediato en un rasgo que Alexis no había mencionado, y era que Tony parecía estar pasándolo en grande. Mientras que el demandante permanecía sentado en actitud rígida, Tony y su ayudante sostenían una conversación animada, salpicada de sonrisas y risitas ahogadas, que contrastaba sobremanera con la mesa de la defensa, cuyos integrantes permanecían inmóviles o bien mostraban una actitud entre desesperada y desafiante.
Jack paseó la mirada entre los miembros del jurado, que en aquel momento avanzaban en fila hacia sus asientos. A todas luces se trataba de un grupo muy diverso, lo cual le parecía favorable. Se le ocurrió que si en aquel instante se escabullía de la sala y salía a la calle, las primeras doce personas con que se cruzaría formarían un grupo equivalente.
Mientras Jack observaba a los miembros del jurado, Tony Fasano llamó al primer testigo del día. Era Marlene Richardt, la madura secretaria y recepcionista de Craig, que prestó juramento antes de sentarse en el estrado.
Jack se concentró en ella. A sus ojos tenía aspecto de alemana obstinada, tal como sugería su nombre. Era corpulenta y de constitución robusta, bastante parecida a Tony. Tenía el cabello recogido en un moño muy apretado, la boca apretada como un bulldog y una expresión retadora en los ojos relucientes. No resultaba difícil concluir que era una testigo reacia, y de hecho Tony solicitó al juez que se la declarara testigo hostil.
Desde el atril, Tony se lo tomó con calma, intentando bromear con la testigo, aunque en vano. Al menos eso fue lo que creyó Jack hasta que desvió la atención hacia el jurado. A diferencia de la testigo, casi todos sus miembros sonreían ante los intentos humorísticos de Tony. De repente, Jack comprendió a qué se refería Alexis, en el sentido de que a Tony se le daba de maravilla conectar con el jurado.
Jack había leído la declaración de Marlene, que apenas guardaba relación con el caso, pues el día de la muerte de Patience Stanhope no había estado en contacto con ella, ya que no había acudido a la consulta. Craig la había visitado dos veces en su casa. Por ello, Jack se sorprendió de que Tony la interrogara durante tanto rato, reconstruyendo con todo lujo de detalles su relación con Craig y su atribulada vida privada. Como Craig y ella llevaban quince años trabajando juntos, había mucho de qué hablar.
Tony continuó en tono jocoso. Al principio, Marlene hizo caso omiso de él, pero al cabo de una hora de lo que empezaba a apestar a maniobra obstruccionista por parte del abogado, la mujer empezó a enfadarse y a reaccionar de forma emocional. Fue entonces cuando Jack entendió que el estilo jocoso era una estratagema de Tony. El abogado quería sacarla de quicio, enfurecerla. Como si sospechara que se avecinaba algo inesperado, Randolph intentó objetar que aquel testimonio era eterno e irrelevante. El juez parecía estar de acuerdo, pero tras una breve discusión en el estrado, que Jack no alcanzó a oír, las preguntas continuaron y no tardaron en arrojar los frutos deseados.
—¿Puedo acercarme a la testigo, Señoría? —pidió Tony, que en aquel momento sostenía una carpeta en la mano.
—Sí —concedió el juez Davidson.
Tony se aproximó a la testigo y le alargó la carpeta.
—¿Podría explicar al jurado qué tiene en la mano?
—El historial de un paciente de la consulta.
—¿De qué paciente?
—Patience Stanhope.
—El historial está identificado con un número.
—¡Por supuesto! —espetó Marlene—. ¿Cómo si no vamos a localizarlos?
—¿Le importaría leerlo en voz alta para el jurado? —pidió Tony, haciendo caso omiso del miniarrebato de Marlene.
—PP ocho.
—Gracias —repuso Tony antes de recuperar el historial y volver a su sitio.
Varios miembros del jurado se inclinaron hacia delante en actitud expectante.
—Señora Richardt, ¿podría explicar al jurado qué representan las iniciales PP?
Como un gato acorralado, Marlene miró a su alrededor antes de fijarse en Craig.
—Señora Richardt —repitió Tony—. Hola, ¿hay alguien en casa?
—Son letras —masculló Marlene.
—Ah, muchas gracias —comentó Tony con sarcasmo—. Creo que casi todos los miembros del jurado saben que son letras. Lo que le pregunto es qué representan. Y permítame que le recuerde que está usted bajo juramento y que prestar falso testimonio es perjurio, un delito castigado con severidad.
El rostro de Marlene, que había ido enrojeciendo a lo largo de su testimonio, se tornó casi lívido, y sus mejillas se hincharon como si estuviera realizando un enorme esfuerzo.
—Por si le refresca la memoria, le diré que más adelante otro testigo explicará que usted y el doctor Craig Bowman inventaron esta nomenclatura, que no es habitual en su consulta. De hecho, tengo aquí otros dos historiales procedentes de allí. —Tony sostuvo en alto otros dos historiales—. El primero es de Peter Sager, y la denominación es PS veintiuno. Elegimos este historial en particular porque las iniciales coinciden con las de la fallecida, pero las letras del expediente de ésta son PP, no PS. El tercer historial corresponde a Katherine Baxter, KB doscientos treinta y tres. Había otros, y en cada uno de ellos, las letras representaban las iniciales del paciente. Hemos constatado que hay algunos historiales más identificados como PP, aunque pocos. De modo que se lo vuelvo a preguntar… ¿Qué representan las iniciales PP si no las iniciales del paciente?
—PP significa «paciente problemático» —replicó Marlene, desafiante.
El rostro de Tony se contrajo en una sonrisa sardónica dedicada al jurado.
—¡Paciente problemático! —repitió despacio, pero en voz muy alta—. ¿Qué demonios significa eso? ¿Se comportan mal en la consulta?
—Sí, se comportan mal en la consulta —espetó Marlene—. Son hipocondríacos, se inventan un montón de dolencias estúpidas y roban al médico el tiempo que podría dedicar a personas realmente enfermas.
—Y el doctor Bowman estaba de acuerdo en que etiquetara usted a esos pacientes de este modo.
—Por supuesto, y me indicaba cuáles eran.
—Para que no haya malentendidos… El historial de Patience Stanhope era un historial PP, lo cual significa que era una paciente problemática. ¿Es así?
—¡Sí!
—No hay más preguntas.
Jack se inclinó hacia Alexis.
—Esto es una pesadilla de las relaciones públicas —le susurró—. ¿En qué estaba pensando Craig?
—No tengo ni la menor idea, pero desde luego, esto no ayuda. En realidad, la situación parece cada vez más desesperada.
Jack asintió, pero no añadió nada más. No podía creer que Craig hubiera hecho semejante tontería. Todos los médicos tenían pacientes a los que consideraban «pacientes problemáticos», pero nunca lo indicaban en sus historiales. Toda consulta tenía pacientes aborrecidos u odiados, pacientes de los que los médicos intentaban librarse, a menudo sin éxito. Jack recordaba de sus tiempos como oftalmólogo a dos o tres pacientes tan desagradables que cuando veían sus nombres en la agenda, su estado de ánimo se veía afectado durante todo el día. Sabía que aquella reacción formaba parte de la naturaleza humana, y ser médico no eximía de tales sentimientos. Era un tema que no se trataba durante la formación, salvo en psiquiatría.
Randolph consideró interrogar a los testigos de la parte contraria para reparar los daños ocasionados, pero era evidente que el asunto lo había pillado desprevenido. Dado el proceso ritualizado del descubrimiento, aquellas sorpresas eran poco frecuentes. Tony exhibía una sonrisita satisfecha.
—Calificar a un paciente de «problemático» no es necesariamente señal de menosprecio, ¿verdad, señora Richardt?
—Supongo que no.
—De hecho, el motivo por el que se marca a estos pacientes es para prestarles más atención, no menos.
—Les programamos visitas más largas.
—A eso iba. ¿Es correcto decir que en cuanto usted veía el nombre de un PP, automáticamente le programaba una visita más larga?
—Sí.
—De modo que la designación PP beneficiaba al paciente.
—Sí.
—No hay más preguntas.
Jack volvió a inclinarse hacia Alexis.
—Me voy a la oficina del forense. Todo esto me ha dado un poco más de motivación.
—Gracias —repuso Alexis en un susurro.
Jack experimentó un profundo alivio al salir del juzgado. Verse enzarzado en el sistema jurídico siempre había sido una de sus fobias, y el hecho de que le hubiera sucedido a su cuñado le afectaba mucho. La idea de que la justicia se impondría milagrosamente sin duda era poco realista, como empezaba a mostrar el caso de Craig. Jack no confiaba en el sistema, si bien no se le ocurría ninguno mejor.
Sacó el Hyundai alquilado del aparcamiento subterráneo situado bajo el Parque de Boston. Lo había dejado allí aquella mañana después de buscar en vano aparcamiento en la calle en el distrito gubernamental de Boston. No sabía dónde habían aparcado Craig y Alexis. En un principio habían acordado que los seguiría hasta la ciudad, pero cada vez que dejaba un hueco mínimo entre su coche y el Lexus de los Bowman, otro vehículo se colaba de inmediato. Aquello sucedió sobre todo una vez alcanzaron la autopista, y poco dispuesto a conducir con la agresividad que habría requerido permanecer detrás de Craig y Alexis, los perdió en el denso tráfico de la hora punta. Desde su punto de vista, la forma de conducir de los bostonianos, ya difícil la noche anterior, había empeorado muchísimo más.
Con ayuda del mapa de Hertz consiguió llegar al centro de Boston sin problemas, y el trayecto desde el aparcamiento hasta el juzgado era un paseo corto y agradable.
Una vez fuera del penumbroso garaje, Jack paró el coche junto al bordillo y consultó el mapa. Le llevó un rato localizar Albany Street, pero en cuanto la encontró pudo orientarse con ayuda del parque, que quedaba a su derecha, y los Jardines Públicos de Boston, a su izquierda. Los jardines eran un estallido de flores primaverales. Jack había olvidado cuán encantadora y atractiva era la ciudad de Boston una vez te adentrabas en ella.
Mientras conducía, actividad que requería casi toda su atención, intentó hallar algún otro modo de contribuir al caso de Craig. Le parecía una ironía que Craig fuera declarado culpable de negligencia porque había sido lo bastante generoso para efectuar una visita domiciliaria.
No le costó demasiado encontrar Albany Street ni la oficina del forense. El aparcamiento de varios pisos situado justo al lado le facilitó aún más las cosas. Al cabo de un cuarto de hora, Jack estaba hablando a través de un vidrio protector con una joven y atractiva recepcionista. En contraste con las anticuadas instalaciones de la oficina del forense en Nueva York, aquel edificio parecía recién estrenado. Jack no pudo evitar sentir admiración y cierta envidia.
—¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó la joven en tono alegre.
—Veamos —repuso Jack.
Le explicó quién era y que quería hablar con alguno de los forenses, indicando que no tenía preferencias y se conformaría con cualquiera de ellos.
—Creo que están todos en la sala de autopsias, doctor —advirtió la mujer—, pero voy a comprobarlo.
Mientras la recepcionista hacía varias llamadas, Jack echó un vistazo a su alrededor. El edificio estaba decorado en un estilo funcional y olía a pintura fresca. Había un despacho para el enlace con la policía, y a través de una puerta abierta, Jack vio a un agente uniformado. Había otras estancias, pero Jack no alcanzó a adivinar su propósito.
—La doctora Latasha Wylie está libre y bajará ahora mismo —anunció la recepcionista casi a gritos para hacerse oír a través del vidrio.
Jack le dio las gracias y se preguntó dónde estaría el cementerio de Park Meadow. Si Craig y Alexis querían que practicara la autopsia, tendría que moverse a toda prisa, porque ya estaban en el segundo día de lo que se suponía debía ser un juicio de cinco. La autopsia en sí no constituiría ningún desafío; el problema sería la burocracia, y en una ciudad tan antigua como Boston, Massachusetts, Jack temía que fuera formidable.
—¿Doctor Stapleton? —lo llamó una voz.
Jack dio un respingo. Estaba husmeando subrepticiamente en otro de los despachos situados junto al vestíbulo en un intento de averiguar para qué servía. Sintiéndose culpable, se volvió y se halló frente a una mujer afroamericana de aspecto sorprendentemente joven, de ondulantes rizos negros y una belleza excepcional. El sentimiento de culpabilidad de Jack dio paso al asombro momentáneo. Se topaba tantas veces con doctoras jóvenes que parecían universitarias que empezaba a sentirse muy viejo.
Después de presentarse y mostrarle su identificación de forense para demostrar que no era un chiflado cualquiera, Jack le resumió lo que quería, es decir, información sobre el procedimiento de exhumación en Massachusetts. Latasha lo invitó a subir a su despacho, que acentuó aún más la envidia de Jack al compararlo con el suyo. No era una estancia enorme ni suntuosa, pero disponía de un escritorio y de una zona de trabajo, de modo que permitía separar el inevitable papeleo de los análisis microscópicos sin tener que apartar uno para hacer los otros. También tenía ventanas, que pese a dar tan solo al aparcamiento adyacente, permitían la entrada de bastante luz solar, algo que Jack nunca veía en su oficina.
Una vez en el despacho, Jack expuso al detalle el juicio por negligencia. Adornó la realidad afirmando que Craig era uno de los internistas más importantes de la ciudad pese a ejercer en los suburbios y señalando que sería hallado responsable de la muerte de la paciente a menos que el cadáver de ésta fuera exhumado y examinado. Para sus adentros argumentó que dicho embellecimiento se justificaba por la posibilidad de que, si hallaba motivos suficientes, la oficina del forense de Boston tal vez pudiera minimizar los problemas burocráticos. En Nueva York habría sucedido, pero por desgracia, Latasha no tardó en echar por tierra sus esperanzas.
—Los forenses de Massachusetts no podemos ordenar una exhumación a menos que se trate de un juicio penal —explicó—. Y aun entonces tiene que pasar por la oficina del fiscal, quien a su vez debe recurrir a un juez para obtener una orden judicial.
Jack resopló para sus adentros; la burocracia empezaba a mostrar su peor cara.
—Es un proceso largo —prosiguió Latasha—. En esencia se trata de que ésta oficina convenza al fiscal del distrito de que existe una sospecha muy fundada de delito. Por otro lado, si no hay delito, existe un procedimiento pro forma en Massachusetts.
Jack se animó un tanto.
—¿En serio? ¿En qué consiste?
—Lo único que hace falta es una autorización.
Jack sintió que se le aceleraba el pulso.
—¿Y cómo se obtiene?
—En el ayuntamiento de la población donde se encuentra el cementerio o en la Junta de Sanidad si es aquí en Boston. Lo más sencillo sería que se pusiera en contacto con el director de la funeraria que se encargó del entierro. Si la funeraria está en la misma población que el cementerio, lo cual suele ser el caso, conocerá en persona al funcionario del ayuntamiento o al personal de la Junta de Sanidad. Podría obtenerlo en una hora con los contactos adecuados.
—Es una buena noticia —comentó Jack.
—Si acaba practicando la autopsia, podríamos echarle una mano. No podría hacerla aquí, por supuesto, porque es un centro público y no creo que el jefe lo autorizara, pero podríamos ayudarle facilitándole frascos para piezas anatómicas y fijativos celulares, así como asistiéndole en el análisis de las muestras y en la toxicología si se tercia.
—¿En el certificado de defunción figura el nombre de la funeraria?
—Por supuesto, tiene que quedar todo registrado. ¿Cómo dice que se llama la fallecida?
—Patience Stanhope. Murió hace unos nueve meses.
Latasha buscó el certificado de defunción en el ordenador.
—Aquí está. El 8 de septiembre de 2005, para ser exactos.
—¿En serio? —exclamó Jack.
Se levantó y leyó la fecha por encima del hombro de Latasha. Qué coincidencia. El 8 de septiembre de 2005 también había sido una fecha importante en su vida, el día de la cena en Elio’s, cuando se comprometió con Laurie.
—Fue la funeraria Langley-Peerson la que se encargó del cadáver. ¿Quiere que le apunte la dirección y el teléfono?
—Sí, por favor —asintió Jack.
Seguía sorprendido por la coincidencia de fechas mientras volvía a sentarse. No era supersticioso, pero el asunto lo intrigaba.
—¿Cuándo tenía pensado hacer la autopsia? —inquirió Latasha.
—Para serle sincero, todavía no se ha tomado la decisión definitiva de hacerla —reconoció Jack—. Está en manos del médico y su esposa. En mi opinión, sería de gran ayuda, y por esa razón lo he sugerido y quería averiguar cuál es el procedimiento a seguir.
—Había olvidado mencionar algo acerca de la autorización —señaló Latasha de repente.
—Oh —masculló Jack, conteniendo su entusiasmo.
—Necesitará el beneplácito y la firma de su familiar más próximo.
Los hombros de Jack se hundieron a ojos vistas. Se recriminó a sí mismo por no haber recordado algo que ahora le parecía tan evidente. Por supuesto que necesitaría el beneplácito del familiar más próximo. Había permitido que su afán por ayudar a su hermana le nublara el juicio. Le resultaba muy difícil imaginar que el demandante consintiera en exhumar a su esposa para ayudar a la defensa. Pero a renglón seguido se recordó que cosas más raras habían pasado, y puesto que la autopsia tal vez fuera el único medio para ayudar a Alexis, decidió no rendirse sin luchar. Por otro lado, estaba Laurie. Hacer la autopsia significaría quedarse en Boston, lo cual la enfurecería. Como tantas cosas en la vida, la situación era mucho más complicada de lo que le gustaba.
Al cabo de un cuarto de hora, Jack estaba de nuevo al volante del Hyundai Accent, tamborileando con los dedos sobre la cubierta del airbag del conductor. Se preguntaba qué hacer a continuación. Miró el reloj; eran las doce y veinticinco. Volver al juzgado quedaba descartado, porque sin duda habrían interrumpido la sesión para comer. Podría haber llamado a Alexis al móvil, pero en su lugar decidió ir a la funeraria, de modo que desplegó al mapa de Hertz y trazó la ruta.
Salir de Boston no era más fácil que entrar, pero una vez localizado el río Charles, logró orientarse. Veinte minutos más tarde llegaba a la calle que buscaba en el suburbio residencial de Brighton, y al cabo de otros cinco minutos encontró la funeraria. Se hallaba en una espaciosa casa blanca de madera, en el pasado una vivienda unifamiliar de estilo Victoriano, con su correspondiente torreón y detalles italianizantes. En la parte posterior se veía un anexo moderno de hormigón y estilo indeterminado. Lo más importante desde el punto de vista de Jack era que disponía de un amplio aparcamiento.
Después de cerrar el coche, Jack rodeó la casa hasta la fachada delantera y subió la escalinata del porche que daba la vuelta a todo el edificio. No se veían muebles de jardín, y la puerta no estaba cerrada con llave, de modo que entró en el vestíbulo.
Su primera impresión fue que el interior emanaba una serenidad propia de una biblioteca medieval desierta, y los cantos gregorianos que surgían a poco volumen de los altavoces acentuaban aquella sensación. Le habría gustado decir que el lugar era tan solemne como una funeraria, pero puesto que era una funeraria, tendría que dar con otro símil. A su izquierda había una exposición de ataúdes, todos ellos abiertos para mostrar sus interiores de terciopelo o satén. Todos ellos tenían nombres reconfortantes tales como Dicha Eterna, pero ninguno llevaba precio. A su derecha se abría un velatorio, en aquellos momentos vacío. Vio varias hileras de sillas plegables encaradas a una tarima con un catafalco vacío. El aire olía a incienso como si aquel lugar fuera una tienda de recuerdos tibetanos.
Al principio no supo dónde buscar a un ser humano vivo, pero antes de que pudiera alejarse del vestíbulo apareció uno como por arte de magia. Jack no había oído abrirse ninguna puerta ni acercarse pisadas.
—¿En qué puedo servirle? —preguntó un hombre con voz casi inaudible.
Era un personaje delgado y de aspecto austero, ataviado con traje negro, camisa blanca y corbata negra. El rostro cadavérico y cerúleo le confería aspecto de candidato a los servicios del establecimiento. Llevaba el cabello corto, ralo y llamativamente teñido muy pegado a la irregular cúpula del cráneo. Jack tuvo que contener una sonrisa. Aquel hombre era la personificación del estereotipo común pero falso del empleado de funeraria. Daba la impresión de que lo habían seleccionado en un casting para aparecer en una película de terror. Jack sabía que la realidad no casaba con la imagen hollywoodiana. En su calidad de forense, Jack trataba a muchos empleados de funeraria, y ninguno de ellos se parecía al hombre que tenía delante.
—¿En qué puedo servirle? —repitió el hombre en voz un poco más alta, pero aun así apenas un susurro pese a que no había nadie a quien molestar, ni siquiera a los muertos.
Se mantenía en una postura muy rígida, con las manos mojigatamente entrelazadas sobre el abdomen y los codos pegados al cuerpo. Lo único que se movía eran sus labios muy finos. Ni siquiera parecía pestañear.
—Estoy buscando al director.
—Para servirle. Me llamo Harold Langley. Ésta es una empresa familiar.
—Soy forense —explicó Jack.
Le mostró la identificación con rapidez suficiente para que Harold no tuviera tiempo de advertir que no era de Massachusetts. El director se puso visiblemente rígido, como si Jack fuera de Inspección de Trabajo. Suspicaz por naturaleza, Jack consideró extraña aquella reacción, pero siguió con lo suyo.
—Ustedes se encargaron de Patience Stanhope, que falleció el pasado septiembre.
—Sí, lo recuerdo bien. También nos encargamos de todos los preparativos para el funeral del señor Stanhope, un caballero de gran relevancia en la comunidad. Y de su único hijo, por desgracia.
—¡Oh! —masculló Jack en respuesta a aquella información que no buscaba; se apresuró a almacenarla en su mente y se concentró de nuevo en el asunto principal—. La muerte de la señora Stanhope ha suscitado algunas dudas, y se está considerando la posibilidad de exhumar el cadáver y practicarle la autopsia. ¿Tiene su funeraria alguna experiencia en estos casos?
—Alguna, pero no mucha —repuso Harold, recobrando su actitud contenida y ceremoniosa al comprobar que Jack ya no entrañaba ninguna amenaza potencial—. ¿Está usted en posesión de la documentación necesaria?
—No; de hecho, esperaba que usted pudiera ayudarme.
—Por supuesto. Lo que necesita es una autorización de exhumación, un permiso de transporte, otro de nuevo entierro y, lo más importante, que todos ellos lleven la firma del actual señor Stanhope como familiar más próximo. Es el familiar más próximo quien debe dar el consentimiento.
—Eso tengo entendido. ¿Tiene usted aquí los impresos necesarios?
—Creo que sí. Si es tan amable de seguirme, se los daré.
Harold condujo a Jack bajo una arcada hacia la escalera principal, pero antes de llegar a ella giró a la izquierda y se adentró en un pasillo penumbroso de gruesa moqueta. Jack entendía ahora cómo Harold había logrado acercársele con tanto sigilo.
—Ha mencionado que el primer señor Stanhope era un miembro de gran relevancia en la comunidad. ¿En qué sentido?
—Fundó la Aseguradora Stanhope de Boston, que alcanzó un gran éxito en su apogeo. El señor Stanhope era un hombre rico y un filántropo, algo inusual en Brighton, que es una comunidad de clase trabajadora.
—O sea que el actual señor Stanhope también es un hombre rico.
—Sin duda alguna —aseguró Harold mientras hacía entrar a Jack en un despacho tan austero como él—. La historia del actual señor Stanhope es digna de un relato de Horario Alger. Su verdadero nombre es Stanislaw Jordan Jaruzelski, creció en el seno de una familia humilde de inmigrantes y empezó a trabajar en la aseguradora al terminar sus estudios en el instituto de Brighton. Era un genio pese a que no fue a la universidad, y fue ascendiendo hasta los puestos más altos de la empresa. Cuando el viejo murió, se casó con su viuda, lo cual suscitó toda clase de habladurías maliciosas. Incluso adoptó su apellido.
Pese a ser un radiante día de junio, el interior del despacho de Harold era lo bastante oscuro para requerir la luz de la lámpara del escritorio y la de pie. Las ventanas aparecían cubiertas por pesados cortinajes de terciopelo verde oscuro. Después de narrar la historia del actual señor Stanhope, Harold se acercó a un archivador de cuatro cajones revestido de caoba. Del cajón superior sacó un expediente, y de éste cogió tres papeles, uno de los cuales alargó a Jack, mientras que dejó los otros dos sobre la mesa. Señaló una de las sillas tapizadas en terciopelo colocadas ante la mesa antes de tomar asiento en su butacón de respaldo alto tras ella.
—Es el formulario de permiso de exhumación —explicó—. Hay un espacio para la firma del señor Stanhope.
Jack echó un vistazo al impreso mientras se sentaba. A todas luces, obtener la firma sería lo más difícil, pero por el momento no se preocuparía por ello.
—¿Quién cumplimentará el resto una vez haya firmado el señor Stanhope?
—Yo. ¿Cuándo pensaba practicar la autopsia?
—Si finalmente se hace, habrá que hacerla de inmediato.
—En tal caso, será mejor que me lo comunique cuanto antes. Tendré que encargar el furgón de la empresa de transportes y una excavadora.
—¿La autopsia podría practicarse aquí?
—Sí, en la sala de embalsamamiento, a alguna hora conveniente para nosotros. El único problema es que tal vez no tengamos todos los utensilios que necesitará. No tenemos sierra craneal, por ejemplo.
—Yo me ocuparé de traerlo todo —aseguró Jack.
Estaba impresionado; Harold tenía un aspecto raro, pero estaba bien informado y era eficiente.
—Debería mencionar que todo esto saldrá bastante caro.
—¿Como cuánto?
—Está la tarifa de la empresa de transporte, la excavadora, los honorarios del cementerio…, así como nuestros propios honorarios por obtener los permisos necesarios, la supervisión y el uso de la sala de embalsamamiento.
—¿Puede darme una idea aproximada?
—Varios miles de dólares.
Jack lanzó un silbido suave como si le pareciera muy caro, aunque en realidad le parecía barato teniendo en cuenta lo que estaba en juego.
—¿Tiene algún teléfono al que pueda llamarle fuera de horas de oficina? —preguntó al tiempo que se levantaba.
—Le daré mi número de móvil.
—Estupendo. Otra cosa. ¿Sabe la dirección de la residencia del señor Stanhope?
—Por supuesto. Todo el mundo conoce su casa. Es un lugar destacado en Brighton.
Al cabo de unos minutos, Jack estaba de nuevo al volante del coche de alquiler, tamborileando con los dedos sobre el volante mientras meditaba qué hacer a continuación. Eran más de las dos. Volver al juzgado no le apetecía demasiado; siempre había sido más un hombre de acción que un espectador. En lugar de emprender el regreso a Boston, sacó de nuevo el mapa de Hertz. Le llevó algunos minutos localizar el hospital Newton Memorial, pero por fin se orientó y llegó a su destino.
El hospital Newton Memorial se parecía a todos los hospitales suburbanos en los que había estado Jack, una edificación compuesta de múltiples alas y anexos agregados a lo largo de los años. La parte más antigua mostraba detalles ornamentales que recordaban a la decoración de un pastel, en su mayoría neoclásicos, pero las estructuras nuevas eran de arquitectura mucho más sencilla. El anexo más reciente era de ladrillo y vidrio tintado de bronce, sin adorno alguno.
Jack aparcó en la zona de visitantes, que limitaba con una especie de marisma en la que se veía un estanque. Una bandada de gansos canadienses flotaba inmóvil en la superficie como adornos de madera. Jack recurrió al expediente del caso para recordar los nombres de las personas con las que quería hablar. El médico de urgencias, Matt Gilbert, la enfermera de urgencias, Georgina O’Keefe, y la cardióloga de guardia, Noelle Everette. Los tres figuraban en la lista de testigos del demandante, y la defensa les había tomado declaración. Lo que preocupaba a Jack era el asunto de la cianosis.
En lugar de dirigirse a la entrada principal del hospital, Jack fue a urgencias. El muelle de ambulancias aparecía desierto. Junto a él había una puerta automática de vidrio. Jack entró y fue derecho al mostrador de admisiones.
Parecía un momento propicio para visitas. En la sala de espera solo vio a tres personas, y ninguna de ellas parecía enferma ni herida. La enfermera tras el mostrador alzó la vista al reparar en la presencia de Jack. Iba ataviada con una bata quirúrgica y llevaba el sempiterno estetoscopio colgado del cuello mientras leía el Boston Globe.
—La calma antes de la tormenta —bromeó Jack.
—Algo así. ¿En qué puedo servirle?
Jack dio las explicaciones de rigor y le mostró la identificación de forense. Preguntó por Matt y Georgina, empleando adrede sus nombres de pila para sugerir que los conocía bien.
—Todavía no han llegado —dijo la enfermera de guardia—. Tienen el turno de tarde.
—¿Y cuándo empieza?
—A las tres.
Jack miró el reloj y comprobó que faltaban pocos minutos.
—O sea que están al caer.
—Más les vale —espetó la enfermera de guardia con severidad, si bien sonrió para mostrar que bromeaba.
—¿Y la doctora Noelle Everette?
—Debe de estar por aquí. ¿Quiere que la avise por megafonía?
—Sería estupendo.
Jack fue a la sala de espera con las otras tres personas que estaban allí. Intentó cambiar miradas con ellos, pero ninguno de los tres se mostró dispuesto. Vio un número antiguo del National Geographic, pero no lo cogió, sino que empezó a pensar en la notable transformación de Stanislaw Jordan Jaruzelski en Jordan Stanhope, así como en la cuestión de cómo conseguir que le firmara el permiso de exhumación. Parecía algo imposible, como escalar el Everest sin oxígeno y desnudo. Por un instante sonrió al imaginarse a un par de escaladores triunfantes en la cima con el culo al aire. «Nada es imposible», se recordó a sí mismo. En aquel momento oyó el nombre de la doctora Noelle Everette por el anticuado sistema de megafonía, que se antojaba anacrónico en la era de la información, en que hasta los niños de primaria se pasaban el día enviándose SMS.
Al cabo de cinco minutos, la enfermera de guardia de urgencias lo llamó para que se acercara al mostrador y le dijo que la doctora Everette se encontraba en radiología y que estaría encantada de hablar con él. Le explicó cómo llegar.
La cardióloga estaba leyendo y dictando cardioangiogramas, sentada en una pequeña sala de visionado, una de cuyas paredes aparecía llena de placas radiográficas prendidas a una cinta transportadora. La única iluminación procedía de detrás de las placas y bañaba a la doctora en una luz blanca azulada, similar a la de la luna, pero más intensa, confiriéndole una apariencia espectral que la bata blanca acentuaba. Jack suponía que él ofrecía el mismo aspecto desvaído. Decidió ir al grano, le explicó quién era y en qué consistía su relación con el caso.
—Soy testigo experta del demandante —replicó Noelle con igual franqueza—. Testificaré que cuando la paciente llegó a urgencias, no pudimos hacer nada para reanimarla. Me indigné al saber que aquel retraso podría haberse evitado. Algunos médicos anticuados que tratamos a todos los que acuden a nosotros y no solo a los de pago estamos furiosos con esos médicos a la carta. Estamos convencidos de que a menudo actúan por egoísmo, no en beneficio de los pacientes como afirman y como dicta la profesionalidad propia de un buen médico.
—¿De modo que va a testificar en contra del doctor Bowman porque se dedica a la medicina a la carta? —preguntó Jack, sorprendido por la vehemente reacción de Noelle.
—Por supuesto que no —replicó ella—. Voy a testificar porque la paciente llegó al hospital demasiado tarde. Todo el mundo sabe que después de un infarto de miocardio, es crucial iniciar el tratamiento fibrinolítico y la reperfusión lo antes posible. Si esa opinión expresa de paso algo acerca de lo que me parece la medicina a la carta, pues qué se le va a hacer.
—Mire, respeto su postura, doctora Everette, y no he venido para intentar convencerla de lo contrario, créame. He venido para preguntarle acerca del grado de cianosis que presentaba la paciente. ¿Lo recuerda?
Noelle se relajó hasta cierto punto.
—No con exactitud, porque la cianosis es un signo frecuente en las cardiopatías graves.
—La enfermera de urgencias escribió en sus notas que la paciente mostraba cianosis central. Quiero decir que escribió explícitamente «cianosis central».
—Mire, cuando la paciente llegó aquí, estaba casi muerta, con las pupilas dilatadas, el cuerpo completamente inerte y una braquicardia pronunciada con bloque auriculoventricular total. No le pudimos colocar un marcapasos externo. Estaba a las puertas de la muerte, y la cianosis no era más que una parte del cuadro.
—Bueno, gracias por atenderme —dijo Jack al tiempo que se levantaba de la silla.
—De nada —repuso Noelle.
Jack bajó a urgencias más pesimista aún que antes respecto al desenlace del juicio. La doctora Noelle Everette sería una testigo experta de peso para el demandante, no solo en su calidad de cardióloga, sino también porque se expresaba muy bien, era una médico muy consagrada a su trabajo y además había intervenido directamente en el caso.
—Cómo han cambiado los tiempos —murmuró Jack.
En el pasado habría sido casi imposible conseguir que un médico testificara contra otro. Le parecía que Noelle ardía en deseos de testificar, y pese a lo que había dicho, parte de su motivación era la antipatía que le inspiraba la medicina a la carta.
El cambio de turno ya se había producido cuando llegó a urgencias. Si bien la sala seguía bastante tranquila, tuvo que esperar para hablar con la enfermera y el médico, porque se estaban poniendo al corriente de los pacientes que esperaban resultados de pruebas o la llegada de sus médicos personales. Eran casi las tres y media cuando por fin pudo sentarse con ellos en una salita de médicos situada justo detrás del mostrador de admisiones. Ambos eran jóvenes, de poco más de treinta años, calculó Jack.
Les contó lo mismo que había contado a Noelle, pero la reacción de los profesionales de urgencia fue mucho menos emocional y crítica. De hecho, Georgina confesó con vivacidad que Craig la había impresionado.
—¿Cuántos médicos cree que llegan a urgencias en la ambulancia de sus pacientes? No muchos, se lo digo yo. Es una vergüenza que lo hayan demandado; el sistema tiene que estar pero que muy mal para que médicos como el doctor Bowman caigan víctima de emboscadas a manos de abogaduchos como el que lleva este caso, no recuerdo cómo se llama.
—Tony Fasano —dijo Jack.
Le gustaba escuchar a alguien que compartía su opinión, aunque se preguntó si Georgina sabría de la conducta social de Craig, sobre todo porque Leona lo había acompañado a urgencias aquella noche fatídica.
—Eso, Tony Fasano. Cuando vino la primera vez, pensé que era un extra de alguna película de mafiosos, de verdad. Me parecía imposible que fuera una persona real. ¿Seguro que estudió derecho?
Jack se encogió de hombros.
—En Harvard no, desde luego —prosiguió Georgina—. En fin, no entiendo por qué quiere que testifique. Le dije exactamente lo que pensaba del doctor Bowman. Considero que hizo un gran trabajo. Incluso llevaba un electrocardiógrafo portátil y ya hecha la prueba de los biomarcadores antes de llegar a urgencias.
Jack asintió mientras Georgina hablaba. Lo había leído todo en su declaración, en la que elogiaba efusivamente a Craig.
—Quería preguntarles por la cianosis —señaló cuando Georgina guardó silencio.
—¿Qué pasa con la cianosis? —replicó el doctor Matt Gilbert.
Era la primera vez que hablaba; su talante relajado quedaba eclipsado por la vivacidad de Georgina.
—No me digas que no te acuerdas de la cianosis, tonto —espetó Georgina, dándole un golpecito juguetón en el hombro antes de que Jack tuviera ocasión de responder—. Llegó más azul que la luna azul.
—No creo que esa expresión tenga nada que ver con el color —comentó Matt.
—¿Ah, no? —exclamó Georgina—. Pues debería.
—¿Se acuerda de la cianosis? —preguntó Jack a Matt.
—Vagamente, pero su estado general eclipsaba todo lo demás.
—Usted la describió como «cianosis central» en sus notas —recordó Jack a Georgina—. ¿Lo hizo por alguna razón en especial?
—¡Por supuesto! Estaba azul por todas partes, no solo en los dedos o las piernas. Tenía todo el cuerpo azul, hasta que le administraron oxígeno con el respirador y empezaron a practicarle el masaje cardíaco.
—¿Qué cree que pudo causarla? —inquirió Jack—. ¿Cree que pudo tratarse de un cortocircuito congénito izquierdo derecho o quizá un edema pulmonar grave?
—Lo del cortocircuito…, no sé —repuso Matt—, pero desde luego no había edema pulmonar. Tenía los pulmones despejados.
—Lo que sí recuerdo es que estaba completamente flácida —intervino Georgina de repente—. Cuando le puse otra vía, tenía el brazo como una muñeca de trapo.
—¿Y eso no suele pasar, que usted sepa? —preguntó Jack.
—No —repuso Georgina, mirando a Matt en busca de confirmación—. Por lo general encuentras cierta resistencia. Supongo que depende del grado de consciencia.
—¿Alguno de ustedes advirtió petequias en los ojos, marcas extrañas en el rostro o el cuello?
Georgina denegó con la cabeza.
—Yo no. —Se volvió hacia Matt.
—Yo estaba demasiado preocupado por el cuadro que presentaba para fijarme en tales detalles —añadió el médico.
—¿Por qué lo pregunta? —quiso saber Georgina.
—Soy forense —explicó Jack— y por tanto formado para el cinismo. En toda muerte con cianosis como mínimo hay que contemplar la posibilidad de asfixia o estrangulamiento.
—Vaya, esto sí que da una perspectiva nueva —masculló Georgina.
—La prueba de biomarcadores confirmó que había sufrido un infarto —señaló Matt.
—No cuestiono que hubiera un infarto —puntualizó Jack—, pero me interesaría averiguar si lo provocó algo que no fuera un proceso natural. Les daré un ejemplo. Una vez tuve el caso de una mujer…, algunos años mayor que la señora Stanhope, eso sí, que sufrió un infarto justo después de que la atracaran a punta de pistola. Fue fácil establecer la relación temporal, y el atracador está en el corredor de la muerte.
—¡Dios mío! —exclamó Georgina.
Después de entregar a los dos sendas tarjetas de visita en las que anotó su número de móvil, Jack se encaminó hacia el coche. Para cuando abrió la puerta y subió, ya eran más de las cuatro. Permaneció sentado unos instantes, contemplando el estanque, repasando sus conversaciones con el personal del hospital y pensando que el caso de Craig se decidiría entre Noelle y Georgina, con la primera ávidamente en contra y la segunda ávidamente a favor del demandado. El problema residía en que Noelle testificaría sin lugar a dudas, mientras que Georgina, tal como ella misma esperaba, no comparecería porque no figuraba en la lista de la defensa. Por lo demás no había averiguado gran cosa, o si había averiguado algo, era demasiado estúpido para reconocerlo. Lo que sí sabía con certeza es que los tres le habían caído bien e impresionado, y que sí alguna vez tenía un accidente y lo llevaban a aquel hospital, sentiría que estaba en buenas manos.
Jack pensó en su siguiente movimiento. Le habría gustado regresar a casa de los Bowman, ponerse la ropa de baloncesto y jugar un partido con David Thomas, el amigo de Warren, en la cancha de Memorial Drive. Pero en términos realistas sabía que si quería contribuir de algún modo al caso practicando la autopsia a los restos mortales de Patience Stanhope, más le valía abordar a Jordan Stanhope e intentar convencerlo para que firmara el permiso de exhumación. El problema era que no sabía cómo hacerlo, aparte de encañonarlo con una pistola. No se le ocurría ni una sola estratagema razonable y por fin se resignó a la perspectiva de improvisar e intentar apelar al sentido de la justicia de Jordan.
Sacó la tarjeta que Harold le había dado con su número de móvil y la dirección de Jordan Stanhope. Sosteniéndola en equilibrio sobre el volante, sacó el ya familiar mapa de Hertz e intentó localizar la calle. Requirió un poco de paciencia, pero por fin la vio, junto a Chandler Pond y el club de campo Chestnut Hill. Suponiendo que la sesión se hubiera levantado entre las tres y media y las cuatro, era una buena hora para visitarlo. No sabía si lograría entrar en la casa, pero desde luego no se quedaría sin intentarlo.
Pasó media hora conduciendo por un enloquecedor laberinto de calles tortuosas antes de dar con la casa de Stanhope. De inmediato se hizo patente que Jordan Stanhope era un hombre rico. La casa era enorme, situada en una espaciosa e inmaculada parcela salpicada de árboles y arbustos podados a la perfección, así como jardines de flores. En el sendero de entrada circular vio aparcado un flamante Bentley cupé de dos puertas. Por entre los árboles que se alzaban a la derecha del edificio principal se atisbaba un garaje aislado de tres puertas con una vivienda en la planta superior.
Jack estacionó el Hyundai Accent junto a su compañero escandalosamente caro. La yuxtaposición era todo un poema de contrastes. Se apeó de su coche y se acercó al otro. Tenía que echar un vistazo al interior de la extravagante máquina y se dijo con sentido del humor que su interés inesperado sin duda se debía a un gen hasta entonces no expresado de su cromosoma Y. El vehículo tenía las ventanillas bajadas, de modo que la fragancia del lujoso cuero de la tapicería impregnaba el aire. A todas luces, el coche era novísimo. Después de cerciorarse de que nadie lo observaba, Jack asomó la cabeza por la ventanilla bajada del conductor. El salpicadero era un prodigio de elegancia sencilla y al tiempo lujosa. De inmediato reparó en otro detalle: las llaves estaban puestas. Jack se apartó del coche. Si bien le parecía ridículo en extremo gastarse en un coche la fortuna que sin duda costaba aquél, el hecho de que las llaves estuvieran puestas desencadenó una agradable fantasía de conducir por una hermosa carretera acompañado de Laurie. Aquella ensoñación le recordó un sueño que había tenido a menudo de joven, pero no tardó en disiparse y dar paso a cierta vergüenza por desear el coche de otro hombre, aunque solo fuera para dar un paseo imaginario en él.
Jack rodeó el Bentley y se dirigió a la puerta principal. Su reacción ante el coche lo había sorprendido a distintos niveles, sobre todo en la posibilidad de pasarlo bien sin condiciones. Durante muchos años después del accidente de avión, había sido incapaz de hacerlo, porque se sentía demasiado culpable por ser el único superviviente de su familia. El hecho de que ahora pudiera considerar la idea era una señal clarísima de que había avanzado mucho en su recuperación.
Jack llamó al timbre y se volvió de nuevo hacia el reluciente Bentley. Había pensado en lo que el coche significaba para él, pero ahora ponderó qué revelaba acerca de Jordan Stanhope, alias de Stanislaw Jordan Jaruzelski. Sugería que el hombre se estaba permitiendo toda suerte de caprichos gracias a su nueva riqueza.
Al oír abrirse la puerta salió de su ensimismamiento para concentrarse en el asunto que lo había llevado allí. En el bolsillo interior de la americana llevaba el permiso de exhumación sin firmar, que crujió cuando se llevó la mano al rostro para protegerse los ojos, porque el sol de la tarde se reflejaba en el llamador de latón bruñido y por un momento lo cegó.
—¿Sí? —preguntó Jordan con expresión inquisitiva.
Pese a la intensa luz, Jack advirtió que el hombre lo observaba con suspicacia. Jack llevaba su habitual atuendo compuesto de vaqueros, camisa de cambray azul, corbata de punto y americana de verano que llevaba sin lavar y planchar más tiempo del que Jack quería reconocer. En marcado contraste, Jordan llevaba un batín a cuadros y un fular. A su alrededor soplaba una suave brisa fresca y seca, lo cual indicaba que el aire acondicionado estaba puesto pese a la moderada temperatura exterior.
—Soy el doctor Stapleton —se presentó Jack.
En un impulso decidió conferir un carácter casi oficial a su visita y sacó la cartera para mostrarle la identificación de forense, que sostuvo en alto un instante.
—Soy médico forense y querría hablar un momento con usted.
—¡Déjeme ver! —pidió Jordan mientras Jack intentaba guardar a toda prisa la identificación y la cartera.
A Jack le sorprendió la reacción de Jordan, ya que por lo general la gente no examinaba con detenimiento sus credenciales.
—¿Nueva York? —preguntó Jordan al tiempo que volvía a alzar la mirada hacia Jack—. Está un poco lejos de casa, ¿no?
A los oídos de Jack, Jordan hablaba con una suerte de armonía burlona y un leve acento inglés que Jack asociaba con los internados más elitistas de Nueva Inglaterra. Para su sorpresa, Jordan le había agarrado la muñeca para estudiar la identificación, y el contacto de sus cuidados dedos era fresco.
—Me tomo muy en serio mi trabajo —replicó Jack, recurriendo al sarcasmo a modo de defensa.
—¿Y qué parte de trabajo lo trae desde Nueva York hasta nuestra humilde morada?
Jack no pudo contener una sonrisa. El comentario de Jordan indicaba que poseía un sentido del humor sarcástico parecido al de Jack, porque aquella morada era de todo menos humilde.
—¿Quién es, Jordie? —preguntó una voz cristalina desde las frescas profundidades de la mansión.
—Todavía no lo sé con certeza, querida —repuso Jordan en tono afectuoso por encima del hombro—. Es un médico de Nueva York.
—Me han pedido que eche una mano en el caso en el que está usted implicado —explicó Jack.
—¿En serio? —se sorprendió Jordan—. ¿Y cómo tiene intención de echar una mano, si me permite la pregunta?
Antes de que Jack pudiera contestar, una atractiva joven con grandes ojos de gacela a la que Jordan sin duda doblaba la edad apareció a espaldas de éste y miró fijamente a Jack al tiempo que rodeaba el cuello de Jordan con una mano y su cintura con la otra. Le dedicó una sonrisa afable que dejó al descubierto dos hileras de dientes muy blancos y perfectos.
—¿Qué haces aquí parado? Haz pasar al doctor. Puede tomar el té con nosotros.
En atención a la sugerencia de la mujer, Jordan se hizo a un lado, indicó a Jack que entrara y lo precedió en el largo trayecto a través del vestíbulo principal y un enorme salón hasta llegar al invernadero situado en la fachada posterior de la casa. La estructura, con tres paredes y el techo de vidrio, produjo a Jack la sensación de hallarse de nuevo al aire libre, en el jardín. En un principio creyó que lo del té era un eufemismo para unas copas, pero se equivocaba.
Acomodaron a Jack en una gran butaca de mimbre blanco provista de almohadones de chintz en colores pastel, y una mujer ataviada con uniforme de doncella francesa le sirvió té, nata y galletas antes de desaparecer a toda prisa. Jordan y su novia, Charlene McKenna, se sentaron frente a él en un sofá de mimbre a juego. Entre Jack y sus anfitriones había una mesita baja de vidrio sobre la que se veía un servicio de plata con más dulces. Charlene no podía apartar las manos de Jordan, que se comportaba como si no advirtiera sus atenciones. La conversación desvarió un tanto hasta centrarse en los planes que la pareja tenía para el verano, entre ellos un crucero por la costa.
A Jack lo anonadó que la pareja estuviera dispuesta a llevar todo el peso de la conversación. Intuyó que estaban ávidos de recibir visitas, puesto que no tuvo que decir nada más allá de explicar de dónde era y que se alojaba en casa de su hermana, en Newton. Aparte de eso, se pudo limitar a mascullar algún que otro «ajá» para demostrar que estaba escuchando. Ello le dio la oportunidad de observar la situación, que le fascinó. Había oído que Jordan se dedicaba a pasarlo en grande, y por lo visto lo estaba pasando en grande prácticamente desde la muerte de Patience Stanhope. No había tenido mucho tiempo de llorar a su esposa, puesto que Charlene se había trasladado a la mansión pocas semanas después del funeral. El Bentley aparcado delante de la casa tan solo tenía un mes, y la pareja había pasado una parte del verano en Saint-Barthélemy.
Imbricando aquellos datos con su naturaleza proclive al cinismo, Jack empezó a considerar que el juego turbio en la muerte de Patience era más que una posibilidad remota, lo cual convertía la autopsia en un paso aún más pertinente y necesario. Contempló la idea de acudir a la oficina del forense de Boston y exponer sus sospechas, por circunstanciales que fueran, para ver si se mostraban dispuestos a abordar al fiscal y así obtener una orden judicial de exhumación, porque sin duda Jordan jamás se avendría si era de algún modo responsable de la muerte de su mujer. Pero cuanto más hablaba Jordan y más se ponía de manifiesto que representaba el papel de un caballero aristocrático y culto de imitación, menos seguro estaba Jack acerca de su reacción ante la idea de la autopsia. Sabía de casos criminales en los que los culpables se consideraban tan inteligentes que incluso ayudaban de forma activa a la policía para demostrar cuán brillantes eran. El impostor que parecía ser Jordan tal vez encajaba en aquella categoría, y el hecho de autorizar la autopsia podía tornar aquel juego mucho más emocionante para él.
Jack meneó la cabeza. De pronto, la sensatez hizo su aparición, y supo sin atisbo de duda que estaba dando rienda suelta a la imaginación.
—¿No está de acuerdo? —preguntó Jordan al ver el gesto de Jack.
—No, quiero decir…, sí —balbució Jack en un intento de disimular, aunque lo cierto era que no estaba siguiendo la conversación.
—Decía que la mejor época del año para ir a la costa de Dalmacia es el otoño, no el verano. ¿No está de acuerdo?
—Por supuesto —asintió Jack—. Sin ningún género de duda.
Satisfecho con la respuesta, Jordan se concentró de nuevo en la conversación. Charlene asentía a menudo.
Jack volvió a sus cavilaciones y reconoció que la posibilidad de que la muerte de Patience no se hubiera producido por causas naturales era más que remota. La causa principal era que Patience había sufrido un infarto y que habían intervenido en el caso demasiados médicos competentes, entre ellos Craig. Craig no era santo de su devoción, sobre todo como cuñado, pero sí uno de los médicos más expertos y brillantes que había conocido en su vida. Era imposible que Jordan hubiera logrado engañar a semejante elenco de profesionales y provocado el infarto de su esposa.
Aquella constatación lo devolvía a la casilla de salida. La oficina del forense no podría conseguirle una orden de exhumación y autopsia. Si quería obtenerla, tendría que hacerlo solo. En aquel sentido, el hecho de que Jordan intentara por todos los medios pasar por un miembro de la alta sociedad de Boston podía resultarle útil. Podía apelar a su caballerosidad, puesto que los auténticos caballeros tienen la obligación de dar ejemplo en lo tocante a observar una conducta ética que garantice la justicia. Era una posibilidad remota, pero no se le ocurría nada mejor.
Mientras Jordan y Charlene discutían sobre la mejor época del año para visitar Venecia, Jack dejó la taza y el platillo sobre la mesa y deslizó la mano en el bolsillo interior de la americana para sacar una tarjeta de visita. Aprovechando una interrupción en la conversación, se inclinó hacia delante y empujó la tarjeta sobre la mesa de vidrio con el pulgar.
—Vaya, ¿qué tenemos aquí? —exclamó Jordan, picando el anzuelo de inmediato.
Se inclinó hacia delante y miró la tarjeta antes de cogerla para examinarla con más detenimiento. Al poco, Charlene se la quitó para echarle un vistazo.
—¿Qué es un forense? —preguntó la joven.
—Lo mismo que un coroner —explicó Jordan.
—No exactamente —puntualizó Jack—. Históricamente, un coroner es un funcionario electo o designado para averiguar las causas de la muerte, que puede o no tener formación específica. En cambio, un forense es un médico con formación específica en patología forense.
—Gracias por corregirme —dijo Jordan—. Iba a contarme cómo tiene intención de ayudar en el caso, que por cierto me está resultando de lo más tedioso.
—¿Por qué?
—Creía que sería emocionante, como ver un combate de boxeo, pero es muy aburrido, como ver a dos personas discutiendo.
—Estoy seguro de que yo podría darle un poco de emoción —afirmó Jack, cazando al vuelo la ocasión que le brindaba la inesperada opinión de Jordan acerca del juicio.
—Explíquese, por favor.
—Me gusta la comparación del juicio con un combate de boxeo, pero el combate es aburrido porque los boxeadores tienen los ojos vendados.
—Qué imagen tan graciosa. Dos boxeadores que no pueden verse y se dedican a dar puñetazos en el aire.
—¡Exacto! Y no ven nada porque no disponen de toda la información necesaria.
—¿Qué información necesitan?
—Discuten por la atención que se prestó a Patience Stanhope sin que Patience pueda contar su versión de los hechos.
—¿Y qué versión contaría si pudiera?
—No lo sabremos a menos que se lo preguntemos.
—No entiendo nada —intervino Charlene, quejumbrosa—. Patience Stanhope está muerta y enterrada.
—Creo que se refiere a una autopsia.
—Exacto.
—¿Se refiere a desenterrarla? —exclamó Charlene, horrorizada—. ¡Qué asco!
—Es bastante habitual —aseguró Jack—. No ha transcurrido ni un año desde su muerte. Le garantizo que descubriremos algo si lo hacemos, y el combate de boxeo, como usted lo denomina, se hará mucho más emocionante.
—¿En qué sentido? —quiso saber Jordan, que había adoptado una actitud pensativa.
—Sabremos qué parte de su corazón sufrió el infarto, cómo evolucionó, si tenía alguna dolencia previa… Solo cuando sepamos todas esas cosas podremos hablar con propiedad de la atención que se le prestó.
Jordan se mordió el labio inferior mientras sopesaba las palabras de Jack.
Jack lo observó con cierta esperanza. Sabía que aquella tentativa seguía siendo como el tormento de Sísifo, pero Jordan no había descartado la propuesta de plano. Por supuesto, cabía la posibilidad de que ignorara que autorizar la autopsia estaba en sus manos.
—¿Por qué se ofrece a hacer esto? —preguntó Jordan—. ¿Quién le paga?
—Nadie. Puedo asegurarle con toda sinceridad que lo que quiero es que se haga justicia. Al mismo tiempo, tengo un conflicto de intereses, porque mi hermana está casada con el demandado, el doctor Craig Bowman.
Jack escudriñó el rostro de Jordan en busca de indicios de irritación o enfado, pero no halló ninguno. Había que reconocer que el hombre parecía meditar sobre los comentarios de Jack sin sucumbir a las emociones.
—Yo también estoy a favor de la justicia —aseguró Jordan por fin, ahora sin acento inglés alguno—. Pero tengo la impresión de que no podría usted ser del todo objetivo en este caso.
—Es una duda razonable —admitió Jack—, pero si hiciera la autopsia, guardaría todas las muestras para que las revisaran expertos externos. Incluso podría pedirle a otro forense independiente que me asistiera.
—¿Por qué no se le practicó la autopsia en su momento?
—No todas las muertes dan pie a autopsia. Si hubiera existido alguna duda respecto a la causa de la muerte, la oficina del forense habría ordenado la autopsia, pero en el caso de su esposa no fue así. Patience sufrió un infarto y fue atendida por su médico. Si alguien hubiera esperado un litigio, sin duda podría haberse hecho la autopsia.
—Yo no tenía pensado demandar, aunque pecaría de falta de sinceridad si no reconociera que su cuñado me enojó aquella noche. Se mostró arrogante y me acusó de no explicarle bien los síntomas de Patience mientras yo le rogaba que me dejara llevarla al hospital enseguida.
Jack asintió. Había leído aquel pormenor tanto en la declaración de Jordan como en la de Craig, y no tenía intención alguna de entretenerse en él. Sabía que muchos juicios por negligencia se debían a la falta de información por parte del médico o su personal.
—De hecho, no tenía pensado demandar hasta que el señor Anthony Fasano se puso en contacto conmigo.
Jack se irguió.
—¿Fue el abogado quien se puso en contacto con usted y no a la inversa?
—Por supuesto, como usted. Se presentó aquí y llamó a la puerta.
—Y le convenció para que presentara la demanda.
—Así es, y con el mismo argumento que emplea usted, la justicia. Dijo que era mi obligación procurar que el público estuviera a salvo de médicos como el doctor Bowman y lo que denominó «los desequilibrios y las desigualdades» de la medicina a la carta. Fue muy persistente y persuasivo.
Dios mío, pensó Jack. El hecho de que Jordan se hubiera tragado la palabrería de un abogaducho de daños y perjuicios socavaba el respeto que Jack había empezado a profesarle. Pero a renglón seguido se recordó que aquel hombre era un impostor…, rico, eso sí, pero un impostor a fin de cuentas, que había ascendido gracias a un matrimonio acertado. Una vez sentadas las bases del ataque, Jack decidió que había llegado el momento de ir a la yugular y largarse de allí por piernas. Metió la mano en el bolsillo, sacó el formulario de exhumación y lo dejó sobre la mesa frente a Jordan.
—A fin de poder practicar la autopsia, solo tiene que firmar esta autorización; yo me ocuparé del resto.
—¿Qué clase de papel es? —inquirió Jordan, recobrando el acento impostado al tiempo que se inclinaba hacia delante para echarle un vistazo—. No soy abogado.
—No es más que un formulario rutinario —aseguró Jack.
Se le ocurrían varios comentarios sarcásticos, pero decidió contenerse.
La reacción de Jordan pilló desprevenido a Jack. En lugar de hacerle más preguntas, se llevó la mano al bolsillo del batín, pero no para sacar un bolígrafo, por desgracia, sino un teléfono móvil. Marcó un número y se recostó en el sofá sin apartar la vista de Jack.
—Señor Fasano —dijo, desviando por fin la vista hacia el césped exuberante—. Un forense de Nueva York acaba de darme un impreso que podría tener repercusiones sobre el juicio. Se trata de dar mi consentimiento para exhumar a Patience para hacerle la autopsia. Quiero que le eche un vistazo antes de firmar.
Pese a hallarse a más de tres metros de distancia, Jack oyó la reacción de Tony Fasano. Aunque no alcanzó a entender las palabras, el tono era más que claro.
—¡De acuerdo, de acuerdo! —exclamó Jordan—. No firmaré nada hasta que lo haya visto usted. Tiene mi palabra. —Colgó y se volvió hacia Jack—. Ahora viene.
Lo último que quería Jack era implicar a los abogados. Tal como le había dicho a Alexis el día antes, no le caían bien los abogados, sobre todo los de daños y perjuicios, con sus falsas pretensiones de servir al ciudadano de a pie. Después del accidente aéreo, tipos de aquella calaña lo habían estado acosando para que demandara a la compañía.
—Tal vez será mejor que me vaya —comentó al tiempo que se levantaba.
No podía evitar la sensación de que la intervención de Tony Fasano minimizaba en gran medida las posibilidades de obtener la firma.
—En la tarjeta está mi número de móvil, por si quiere ponerse en contacto conmigo después de que su abogado revise el formulario.
—No, quiero ocuparme de este asunto ahora —objetó Jordan—. Si no, no lo haré, así que siéntese. El señor Fasano llegará en un abrir y cerrar de ojos. ¿Le apetece una copa? Ya son más de las cinco, de modo que es legal.
Sonrió ante su propia broma trillada y se frotó las manos con aire satisfecho.
Jack se dejó caer de nuevo en la butaca de mimbre y se resignó a arrostrar el desenlace de la visita, fuera cual fuese.
Sin duda Jordan debía de disponer de un timbre oculto, porque la mujer ataviada con uniforme de doncella francesa apareció de repente en el invernadero. Jordan le pidió una jarra de martini con vodka y un plato de olivas.
Como si no hubiera pasado nada, Jordan volvió a enzarzarse en la conversación acerca de los planes que él y Charlene tenían para las vacaciones. Jack declinó el martini; era lo que menos le apetecía en el mundo en aquellos momentos. Lo que sí le apetecía era hacer un poco de ejercicio en cuanto pudiera escabullirse.
Justo cuando la paciencia estaba a punto de agotársele, un tintineo de carillón anunció la llegada de alguien. Jordan no se movió. A lo lejos se oyó el sonido de la puerta principal al abrirse, seguido de un murmullo de voces. Al cabo de unos minutos, Tony Fasano entró en el invernadero, seguido a pocos pasos por otro hombre vestido igual que él, pero muchísimo más corpulento.
Jack se levantó en un ademán instintivo de respeto y advirtió que Jordan no seguía su ejemplo.
—¿Dónde está ese impreso? —espetó Tony, poco deseoso de mostrarse educado.
Jordan lo señaló con la mano libre; en la otra sostenía el martini. Charlene estaba acurrucada a su lado, jugueteando con los cabellos de su nuca.
Tony cogió el formulario de la mesita de cristal y lo examinó a toda prisa con sus ojos oscuros. Mientras lo hacía, Jack se dedicó a observarlo. En contraste con su actitud despreocupada en el tribunal, ahora estaba a todas luces furioso. Jack calculó que tendría treinta y tantos años. Poseía un rostro ancho de facciones redondeadas y dientes cuadrados, manos toscas y dedos cortos. Jack desvió la mirada hacia su enorme compañero, que vestía el mismo traje gris, camisa negra y corbata del mismo color. El grandullón permanecía en el umbral. A todas luces era el gorila de Tony. El hecho de que Tony considerara que necesitaba a semejante personaje dio que pensar a Jack.
—¿Se puede saber qué es esta tontería? —exclamó Tony, blandiendo el impreso en dirección a Jack.
—Yo no diría que un impreso oficial sea una tontería —replicó éste—. Es un permiso de exhumación.
—¿Qué es usted, una especie de mercenario de la defensa?
—Por supuesto que no.
—Es el cuñado del doctor Bowman —explicó Jordan—. Ha venido a la ciudad y se aloja en casa de su hermana para asegurarse de que se hace justicia.
—¡Justicia! ¡Y una mierda! —masculló Tony—. Menuda desfachatez presentarse aquí para hablar con mi cliente.
—¡Se equivoca! —aseguró Jack en tono risueño—. Me han invitado a tomar el té.
—Y encima listillo —espetó Tony.
—Es cierto, lo invitamos a entrar —terció Jordan—. Y tomamos el té antes de pasar a los martinis.
—Solo intento allanar el camino para poder hacerle la autopsia a Patience —explicó Jack—. Cuanta más información tengamos, más probabilidades habrá de que se haga justicia. Alguien tiene que hablar en nombre de Patience Stanhope.
—No me puedo creer esta chorrada —resopló Tony, levantando las manos con ademán exasperado antes de indicar por señas a su secuaz que se acercara—. Franco, ven aquí y saca a este desgraciado de casa del señor Stanhope.
Franco se adentró en el invernadero como un perro obediente. Asió a Jack por el codo, levantándole el hombro. Jack consideró la posibilidad y las consecuencias de ofrecer resistencia mientras Franco lo sacaba de la estancia. Jack miró a su anfitrión, que no se había movido del sofá de mimbre. Jordan parecía sorprendido por la escena, pero no intervino. Tony se disculpó por lo sucedido y prometió encargarse del intruso.
Sin soltar el brazo de Jack, Franco atravesó el salón principal hasta llegar al vestíbulo central pavimentado de mármol, del que partía la suntuosa escalera.
—¿No podemos hablar de esto como caballeros? —propuso Jack.
Empezó a ofrecer una leve resistencia mientras seguía intentando decidir cómo manejar la situación. No le apetecía recurrir a la fuerza física pese a que lo habían provocado. Franco era la clase de grandullón que Jack asociaba con los jugadores de fútbol de la universidad. El hecho de estrellarse contra una masa de envergadura similar a la de Franco había constituido el fin de la breve carrera futbolística de Jack.
—¡Cierra el pico! —ordenó Franco sin tan siquiera mirarlo.
Franco se detuvo al llegar a la puerta principal, la abrió, empujó a Jack al exterior y le soltó el brazo.
Jack se ajustó la americana y bajó los dos escalones hasta el sendero de grava. Aparcado en diagonal tras el Bentley y el Hyundai había un gran Cadillac negro de edad indeterminada. Parecía un buque en comparación con los otros dos coches.
Echó a andar hacia el Hyundai con las llaves ya en la mano, pero de repente se detuvo y se dio la vuelta. El buen juicio le dictaba subir al coche y marcharse, pero la misma zona del cromosoma Y que había admirado el Bentley se indignó ante aquel desplante tan seco. Franco había salido de la casa y se había plantado ante la puerta con las piernas separadas, los brazos en jarras y una sonrisita provocadora pintada en su rostro picado de cicatrices de acné. Antes de que tuvieran ocasión de cambiar una sola, Tony salió de la casa y empujó a Franco a un lado. De estatura considerablemente menor que la de Franco, se veía obligado a balancear las caderas de un modo peculiar para avanzar con sus piernas cortas y gruesas. Se acercó a Jack y lo señaló con el dedo índice.
—Te voy a contar cómo está la cosa, colega —masculló—. Tengo al menos cien de los grandes metidos en este caso y espero sacar una buena tajada, ¿me sigues? No quiero que me lo jodas. Todo va bien, así que nada de autopsia, capisce?
—No sé por qué se altera tanto —replicó Jack—. Podría hacer que me asistiera un forense de su elección.
Sabía que el tema de la autopsia estaba zanjado, pero le producía cierta satisfacción meterse con Tony, ese tipo de ojos saltones que ahora se habían vuelto aún más saltones, mientras las venas de sus sienes sobresalían como gusanos oscuros.
—¿Cómo quiere que se lo diga? —insistió Tony retóricamente—. ¡No quiero ninguna autopsia! El caso va de perlas, y no quiero ni necesito sorpresas. Vamos a machacar a ese médico elitista y arrogante porque se lo merece.
—Parece que ha perdido la objetividad —comentó Jack.
No pudo evitar advertir que los carnosos labios de Tony se contraían en una mueca furiosa al pronunciar la palabra «elitista», y se preguntó si habría convertido aquel caso en una especie de cruzada personal. Sin duda, en su rostro se pintaba cierto fanatismo.
Tony se volvió hacia Franco en busca de apoyo.
—¿Te lo puedes creer? Es como si este tipo fuera de otro planeta.
—Pues a mí me da la impresión de que le tiene miedo a los hechos —observó Jack.
—¡Yo no le tengo miedo a los hechos! —gritó Tony—. Tengo hechos de sobra. Esa mujer murió de un infarto. Deberían haberla llevado al hospital una hora antes, y de ser así, no estaríamos aquí hablando de esto.
—¿Un ataaaaque al corazón? —se mofó Jack del acento de Tony.
—¡Se acabó! —escupió Tony al tiempo que chasqueaba los dedos para captar la atención de Franco—. Haz que este cabrón suba a su coche y se largue.
Franco bajó los dos escalones con tal rapidez que las monedas que llevaba en el bolsillo tintinearon. Rodeó a Tony e intentó empujar a Jack con las palmas de las manos, pero Jack no se arredró.
—¿Sabe? Hace rato que tengo ganas de preguntarles cómo se coordinan la ropa —comentó—. ¿Se ponen de acuerdo por la noche o a primera hora de la mañana? La verdad es que es como muy tierno.
Franco reaccionó con una celeridad que pilló por sorpresa a Jack. Con la mano abierta le propinó un bofetón lo bastante fuerte para que le pitaran los oídos. Jack retrocedió de inmediato y respondió con un golpe igual de efectivo.
Poco acostumbrado a que la gente no se intimidara ante su envergadura, Franco quedó más asombrado que Jack. Cuando se llevó la mano al rostro en un acto reflejo, Jack lo agarró por los hombros y le asestó un rodillazo en la entrepierna. Franco se dobló sobre sí mismo e intentó recobrar el aliento. Cuando volvió a incorporarse sostenía un arma en la mano.
—¡No! —gritó Tony antes de asirle el brazo y obligarle a bajarlo—. ¡Lárgate de aquí! —masculló a Jack, agarrando a Franco como si fuera un perro rabioso—. Si me jodes el caso, acabaré contigo. No habrá autopsia.
Jack retrocedió hasta chocar contra al Hyundai. No quería perder de vista a Franco, que seguía sin erguirse del todo pero aún sostenía el arma. Jack percibió que las piernas le temblaban a causa de la adrenalina.
Subió al coche y arrancó sin tardanza. Al volverse para mirar a Tony y su secuaz, divisó a Jordan y Charlene en el umbral.
—Volveremos a vernos —aseguró Franco por la ventanilla abierta del acompañante mientras Jack se alejaba.
Durante más de un cuarto de hora, Jack condujo en círculos por diversos barrios residenciales, girando aquí y allá, pero sin querer detenerse. No quería que nadie lo siguiera ni lo encontrara, sobre todo un gran Cadillac negro. Sabía que se había comportado como un idiota al final de la visita a la mansión de Stanhope. Había sido un breve resurgimiento de la personalidad desafiante y proclive al riesgo que había aparecido tras la depresión causada por el accidente aéreo y la pérdida de su familia. Cuando se le pasó el subidón de adrenalina, se sintió débil. Totalmente desorientado, pero cerca de varios indicadores, se detuvo a un lado de la calle, a la sombra de un gigantesco roble, para recobrar la tranquilidad.
Mientras conducía había contemplado la posibilidad de lavarse las manos de todo aquel asunto, ir al aeropuerto y volver a Nueva York. La sensación ardiente del bofetón era un argumento a favor, al igual que el hecho de que ya no quedara ninguna posibilidad de practicar la autopsia para ayudar a su hermana y su cuñado. El otro argumento contundente era que el día de su boda se acercaba a pasos agigantados.
Pero no podía hacerlo. Escabullirse sería una cobardía. Cogió el mapa e intentó adivinar qué carretera necesitaba y en qué dirección debía tomarla. No fue fácil, porque la calle en la que se encontraba no figuraba en el mapa. O era demasiado pequeña o estaba fuera de la zona que cubría. El problema es que no sabía cuál de las dos cosas se aplicaba.
Cuando ya estaba a punto de seguir conduciendo a ciegas para intentar encontrar una calle principal, le sonó el móvil. Metió la mano en el bolsillo y lo sacó. No reconoció el número, pero descolgó.
—Doctor Stapleton, soy Jordan Stanhope. ¿Se encuentra bien?
—No es precisamente el mejor día de mi vida, pero sí, estoy bien —repuso Jack, sorprendido por la llamada.
—Quería disculparme por el modo en que el señor Fasano y su asistente lo han tratado en mi casa.
—Gracias —dijo Jack, conteniendo otras réplicas mucho más ingeniosas.
—He visto que recibió un bofetón y me ha impresionado su reacción.
—Mal hecho. Ha sido una reacción estúpida, sobre todo teniendo en cuenta que el hombre iba armado.
—Se lo merecía.
—No creo que él comparta su opinión. Ha sido el peor momento de la visita.
—He llegado a la conclusión de que el señor Fasano es muy grosero. Me resulta embarazoso.
«No es demasiado tarde para cancelar la cacería», pensó Jack, aunque no lo expresó en voz alta.
—También empiezo a cuestionar sus tácticas y su despreocupación por hallar la verdad.
—Bienvenido a la abogacía —masculló Jack—. Por desgracia, en los litigios civiles, el objetivo es resolver una disputa, no hallar la verdad.
—Bueno, pues no pienso seguirle la corriente. Firmaré el permiso de exhumación.