Boston, Massachusetts,
martes, 6 de junio de 2006, 6.48 horas.
Lo primero que oyó Jack fue una lejana discusión seguida de la onda expansiva de un portazo contundente. Por un breve instante intentó incorporar los sonidos a su sueño, pero carecían de sentido. Al abrir los ojos comprobó que no tenía ni idea de dónde estaba, pero al ver la fuente bañada en radiante luz diurna al otro lado de la ventana mirador, así como el interior del estudio, lo recordó todo de golpe. En la mano sostenía la declaración de una enfermera llamada Georgina O’Keefe, del hospital Newton Memorial, que Jack estaba releyendo cuando el sueño lo venció.
Recogió todos los papeles del caso Stanhope contra Bowman y los guardó en el sobre de papel manila. Le costó cierto esfuerzo embutirlos todos. Luego se levantó y de inmediato sintió un mareo que lo hizo tambalearse.
No sabía a qué hora se había quedado dormido. Había leído todos los documentos y empezaba a repasar los que le parecían más interesantes cuando los ojos se le cerraron sin querer. Para su sorpresa, el material lo había fascinado desde el principio. Si el asunto no hubiera implicado directamente a su hermana, lo habría considerado el guión de una entretenida comedia televisiva llena de personajes pintorescos. El médico brillante y profesional en extremo, pero también arrogante y adúltero; la jovencísima amante despechada y furiosa; la esposa abandonada de talante preciso y más bien lacónico; los expertos excelentes, pero conflictivos; los demás testigos; y por último, la víctima en apariencia hipocondríaca. Era una comedia en torno a las debilidades humanas salvo por el desenlace fatal y el hecho de que hubiera desembocado en un litigio por negligencia. En cuanto al resultado probable del juicio, después de leer el material, Jack había concluido que la preocupación y el pesimismo de Alexis estaban más que fundados. Con su pedantería y arrogancia, que se manifestaba en las últimas partes de su declaración, Craig no resultaba de ayuda precisamente. El abogado del demandante había conseguido presentar a Craig como si éste considerara indignante que se pusiera en tela de juicio su competencia clínica. Eso no sentaba bien a ningún jurado. Y por añadidura, Craig había insinuado que su mujer tenía la culpa de que se hubiera liado con su secretaria.
Cuando Jack se veía obligado a describir los objetivos de su trabajo como forense, por regla general, aunque variaba según la ocasión y quien formulara la pregunta, respondía que «hablaba en nombre de los muertos». Al leer el material relativo al caso Stanhope contra Bowman, se encontró pensando sobre todo en la víctima y en la circunstancia desafortunada pero evidente de que no estaba ahí para prestar declaración ni testificar. Como una suerte de juego mental, imaginó qué influencia habría ejercido sobre el caso de poder participar en él, y ello lo indujo a concluir que Patience Stanhope era la clave para un desenlace favorable del juicio. En su opinión, si el jurado llegaba a la conclusión de que era una hipocondríaca, tal como afirmaba Craig, sin duda fallarían a favor de la defensa pese a sus últimos síntomas y a la personalidad narcisista de Craig. Pensar en aquellos términos acentuaba la triste realidad de que no se le había practicado la autopsia y, por tanto, en la lista de los testigos de la defensa no figuraba ningún forense que pudiera hablar en nombre de la fallecida.
Con el sobre de papel manila bajo el brazo, Jack recorrió con sigilo el pasillo hasta la escalera del sótano, situada bajo la escalera principal. Mientras bajaba oyó más gritos de una de las chicas y otro portazo.
Una vez en sus aposentos, Jack se afeitó, se duchó y se vistió lo más deprisa posible. Cuando regresó arriba, todo el clan Bowman estaba reunido en el comedor en un ambiente tenso. Las tres chicas estaban sentadas a la mesa detrás de varias cajas de cereales. Craig se encontraba en el sofá, oculto tras el New York Times y con un tazón de café en la mesilla frente a él. Alexis estaba de pie en la cocina, preparando los bocadillos para el almuerzo de sus hijas. El televisor instalado sobre la chimenea daba las noticias, pero con el volumen al mínimo. El sol, casi cegador, entraba a raudales por las ventanas mirador.
—Buenos días, Jack —lo saludó Alexis en tono alegre al reparar en su presencia junto a la puerta—. Espero que hayas dormido bien abajo.
—Es una habitación muy cómoda —aseguró Jack.
—Dad los buenos días a vuestro tío —ordenó Alexis a las niñas, pero solo Christina obedeció.
—No sé por qué no puedo llevar el top rojo —gimoteó Meghan.
—Porque es de Christina, y ella prefiere que no lo lleves —repuso Alexis.
—¿El avión se quemó con tus hijas dentro? —preguntó Christina.
—¡Ya basta, Christina! —espetó Alexis antes de mirar a Jack con aire exasperado—. Hay zumo de naranja en la nevera y café recién hecho en la cafetera. ¿Qué sueles desayunar?
—Solo fruta y cereales.
—Tenemos ambas cosas. Sírvete tú mismo.
Jack se acercó a la cafetera. Mientras buscaba con la mirada una taza, Alexis le deslizó una por el mostrador de granito. Jack la llenó de café, añadió una cucharada de azúcar y un poco de leche. Mientras lo removía echó otro vistazo a la habitación. Christina y Alexis habían entablado una conversación sobre los planes al salir de la escuela. Las otras dos chicas permanecían silenciosas y hurañas. Craig seguía escondido tras el diario, lo que a Jack se le antojaba un claro desaire.
Negándose a dejarse intimidar y convencido de que la mejor defensa era un buen ataque, Jack se acercó a la chimenea y se encaró con el diario de Craig, que éste sostenía completamente abierto a modo de barrera.
—¿Algo interesante en las noticias? —preguntó Jack antes de tomar un sorbo de café humeante.
El borde superior del periódico descendió un poco hasta revelar de forma gradual el rostro hinchado y flácido de Craig. Sus ojos inyectados en sangre aparecían rodeados de oscuros círculos, confiriéndole el aspecto de un hombre que había pasado la noche en vela, de juerga. En contraste con su rostro fatigado, llevaba una camisa blanca recién planchada, una corbata clásica y el cabello pajizo bien peinado y reluciente, lo que indicaba que le había aplicado algún tipo de gel fijador.
—No estoy de humor para charlas —masculló.
—Yo tampoco —convino Jack—. Al menos estamos de acuerdo en eso. Hablemos claro, Craig. Estoy aquí a petición de mi hermana. No he venido a ayudarte a ti, sino a ella, y si de paso te ayudo a ti, será un efecto secundario. Pero te diré una cosa. Creo que es una vergüenza que te hayan demandado por negligencia. Por lo que sé de ti en el plano profesional, eres el último médico del mundo al que podrían acusar de negligencia. Por otro lado, no eres santo de mi devoción en otros aspectos, pero eso es harina de otro costal. En cuanto al caso, he leído la documentación y tengo algunas ideas. Tú decides si quieres escucharlas o no. Por lo que se refiere a quedarme en tu casa, también es decisión tuya. Siempre exijo unanimidad en la pareja cuando me invitan a una casa. Puedo alojarme sin problema en un hotel.
En la estancia reinaba un silencio tan solo quebrado por el murmullo de las noticias y el trino de algunos pájaros en el exterior. Nadie se movió hasta que Craig bajó el periódico ruidosamente, lo dobló con torpeza y lo dejó a un lado. Al cabo de un instante se reanudó el tintineo de los cubiertos contra los cuencos de cereales, y en el fregadero se abrió el grifo, señalizando el retorno de la acción.
—No me importa ser franco —replicó Craig con voz ahora más triste y cansada que huraña—. Cuando me enteré de que venías, me molesté. Con todo lo que está pasando, no me parecía el momento indicado para tener compañía, sobre todo porque nunca te has molestado en venir a visitarnos. Francamente, me molestaba la posibilidad de que te hubieras hecho la falsa ilusión de ser un caballero andante que acudía en el último momento para salvar la situación. El hecho de que me hayas dicho de entrada que no es así me alivia. No me importa en absoluto que te quedes, pero lo siento si no me comporto como el anfitrión ideal. En cuanto a tus ideas sobre el caso, me gustaría escucharlas.
—No espero que te comportes como un anfitrión en absoluto, teniendo en cuenta lo que estás pasando —aseguró Jack.
Se sentó en la esquina de la mesita, en diagonal respecto a Craig. La conversación estaba transcurriendo mucho mejor de lo esperado. Decidió redondearla con un cumplido.
—Además de la documentación relativa al caso he encontrado un par de tus artículos científicos más recientes. Me han impresionado…, claro que me habrían impresionado todavía más si los hubiera entendido.
—Mi abogado quiere incluirlos como prueba de mi dedicación a la medicina. Según su alegato inicial, el abogado del demandante pretende demostrar exactamente lo contrario.
—Me parece buena idea. No me imagino cómo se las arreglará para presentarlos, pero no soy abogado. Si lo hace…, tengo que reconocer, Craig, que eres increíble. Casi todos los médicos que conozco querrían combinar la clínica con la investigación. Es el máximo ideal que nos inculcan en la facultad, pero tú eres uno de los pocos que lo hace. Lo que más sorprende es que es investigación de verdad, no artículos del tipo «informe sobre un caso interesante» que muchas veces se intentan colar como investigación científica.
—Sin duda alguna es investigación de verdad —convino Craig, animándose un poco gracias a su pasión por el tema—. Estamos aprendiendo cada vez más acerca de los canales de sodio dependientes de voltaje en las neuronas y los miocitos, y los resultados tienen una aplicación clínica inmediata.
—En el último artículo que publicaste en el New England Journal of Medicine, hablabas de dos canales de sodio distintos, uno para el músculo cardíaco y otro para los nervios. ¿En qué se diferencian?
—Su estructura es distinta, lo cual estamos determinando ahora en el nivel molecular. Observamos que eran distintos a causa de la notable diferencia en su reacción a la tetrodotoxina. La diferencia es de uno a mil, lo cual resulta extraordinario.
—¿Tetrodotoxina? —repitió Jack—. Ésa es la toxina que mata a los japoneses que comen el sushi que no deben.
Craig rió a su pesar.
—Tienes razón, sushi preparado por un cocinero inexperto en peces globo en un momento determinado de su ciclo reproductivo.
—Interesante —comentó Jack.
Una vez alcanzado el objetivo de animar a Craig, estaba deseoso de ir al grano. Aunque interesante, la investigación de Craig era demasiado esotérica para su gusto. Cambiando de tema sin transición, expuso a su cuñado su idea acerca de que la víctima, Patience Stanhope, era la clave del caso.
—Si tu abogado consigue inculcar al jurado de forma incuestionable que esa mujer era la hipocondríaca que era, el jurado no tendrá más remedio que emitir un veredicto contra el demandante.
Craig se quedó mirando a Jack durante algunos segundos, como si el cambio de tema hubiera sido tan rápido que su cerebro tuviera que reiniciarse.
—Bueno, es interesante que digas esto, porque yo ya se lo comenté a Randolph Bingham.
—Pues eso. Pensamos lo mismo, lo cual da más credibilidad a la idea. ¿Qué dijo tu abogado al respecto?
—No gran cosa, que yo recuerde.
—Creo que tendrías que volver a sacar el tema —señaló Jack—. Y ya que hablamos de la fallecida, no he visto ningún informe de autopsia, así que imagino que no se le practicó. ¿Es así?
—No, por desgracia —repuso Craig—. El diagnóstico fue confirmado mediante un ensayo de biomarcadores. —Se encogió de hombros—. Nadie esperaba un litigio por negligencia. Estoy seguro de que si lo hubieran esperado, los forenses habrían optado por la autopsia y yo también la habría pedido.
—Había un detalle en la documentación que me llamó la atención —observó Jack—. Una enfermera de urgencias llamada Georgina O’Keefe, encargada de admisiones aquella noche en el hospital Newton Memorial. Escribió en sus notas que la paciente mostraba cianosis central. Me llamó la atención porque no lo menciona en su declaración, lo he comprobado. Por supuesto, me fijé porque en tu declaración dijiste que te quedaste de piedra al comprobar el grado de cianosis cuando llegaste a casa de la paciente. De hecho, es un punto en el que tú y el señor Stanhope discrepáis.
—Cierto —convino Craig, a la defensiva, recobrando parte de su anterior expresión huraña—. El señor Stanhope me había dicho por teléfono, y cito, «está bastante azul», mientras que cuando llegué me la encontré del todo cianótica.
—¿Dirías que sufría cianosis central, como dijo la señora O’Keefe?
—Central o periférica…, ¿qué más da en este tipo de caso? El corazón no bombeaba la sangre lo bastante deprisa a través de los pulmones. Había mucha sangre desoxigenada en su organismo, lo cual suele causar cianosis.
—La cuestión es qué grado de cianosis. Estoy de acuerdo en que la cianosis profunda indica que por sus pulmones no pasaba suficiente sangre o que en ellos no entraba bastante aire. De ser cianosis periférica, es decir, una acumulación de sangre en las extremidades, no habría sido tan notoria.
—¿Qué insinúas? —preguntó Craig con agresividad.
—Para serte sincero, no lo sé. Como forense intentó ser siempre abierto de miras. Una pregunta: ¿qué tipo de relación tenía la fallecida con su marido?
—Un poco rara, me parece. Desde luego, no se mostraban afectuosos en público. No creo que estuvieran demasiado unidos, porque él siempre se me quejaba de que era una hipocondríaca.
—Por naturaleza y por experiencia, los forenses somos escépticos. Si estuviera practicando una autopsia y estudiando la cianosis, buscaría señales de asfixia o estrangulación a fin de descartar el homicidio.
—Eso es absurdo —espetó Craig—. No fue un homicidio, por el amor de Dios.
—No lo insinuaba, solo pensaba en ello como posibilidad. Otra posibilidad es que la mujer tuviera una obstrucción sanguínea derecha izquierda sin diagnosticar.
Craig se mesó los cabellos con ademán impaciente, lo cual transformó su apariencia cansada, pero pulcra, en una apariencia cansada y algo desaliñada.
—¡No tenía un cortocircuito derecho izquierdo!
—¿Cómo lo sabes? No te permitió hacerle un diagnóstico cardíaco no invasivo por la imagen, tal como pretendías después de los resultados dudosos de la prueba de esfuerzo, que por cierto no he encontrado.
—Todavía no hemos localizado pruebas en la consulta, pero tenemos los resultados. Tienes razón; se negó a someterse a pruebas cardíacas.
—Así que podría haber tenido una obstrucción congénita derecha izquierda sin diagnosticar.
—¿Y qué si es así?
—Tal vez sufría un problema estructural grave en el corazón o los vasos, lo cual apuntaría a una negligencia por su parte, pues se negó a someterse a pruebas de seguimiento después de la prueba de esfuerzo. Más importante aún, si hubiera sufrido un defecto estructural grave, podría argumentarse que el desenlace habría sido el mismo aunque la hubieran trasladado al hospital de inmediato. En tal caso, el jurado tendría que fallar a tu favor, y saldrías airoso.
—Son argumentos interesantes, pero por desgracia para mí, puramente teóricos. No se le hizo la autopsia, de modo que nunca sabremos si sufría una anomalía estructural.
—Eso no es necesariamente cierto —objetó Jack—. La autopsia no se hizo en su momento, pero eso no significa que no pueda hacerse ahora.
—¿Te refieres a exhumar el cadáver? —preguntó Alexis desde la cocina, a todas luces pendiente de la conversación.
—Si es que no fue incinerada —añadió Jack.
—No, no fue incinerada —aseguró Craig—, sino enterrada en el cementerio Park Meadow. Lo sé porque Jordan Stanhope me invitó al funeral.
—Supongo que eso fue antes de que te demandara por negligencia.
—Por supuesto; fue otra razón por la que me quedé de piedra cuando me entregaron la citación. ¿Por qué invitarme al funeral y luego demandarme? Como todo lo demás, no tiene sentido.
—¿Fuiste?
—Sí, me sentía obligado. Me trastornaba no haberla podido reanimar.
—¿Es difícil practicar una autopsia a una persona que lleva enterrada casi un año? —inquirió Alexis, que se había acercado y sentado en el sofá—. Suena espeluznante.
—Nunca se sabe —repuso Jack—. Hay dos factores importantes. El primero es si embalsamaron bien el cadáver, y el segundo si la tumba está bien seca o si el ataúd sigue bien sellado. Lo cierto es que no lo sabes hasta que no abres la tumba. Pero en cualquier caso, se puede recabar mucha información.
—¿De qué habláis? —gritó Christina desde la mesa.
Las otras dos habían desaparecido escaleras arriba.
—De nada, cariño —repuso Alexis—. Sube a coger tus cosas; el autobús llegará en cualquier momento.
—Ésta podría ser mi aportación al caso —explicó Jack—. Podría averiguar cuál es el procedimiento en Massachusetts para exhumar un cadáver y practicar una autopsia. Aparte de prestar apoyo moral, probablemente es mi única posibilidad de ayudaros. Pero la decisión es vuestra.
Alexis miró a Craig.
—¿Qué te parece? —le preguntó.
Craig meneó la cabeza.
—Para serte sincero, no sé qué pensar. A ver, si la autopsia pudiera demostrar que Patience sufría un problema cardiovascular grave por el cual la demora de su traslado al hospital perdiera toda importancia, accedería sin dudarlo. Pero ¿qué posibilidades tenemos? Yo diría que bastante pocas. Por el contrario, si la autopsia demostrara que su infarto de miocardio fue aún más grave de lo esperado, quizá las cosas empeorarían aún más. Menudo dilema.
—Haremos una cosa —propuso Jack—. Investigaré un poco, averiguaré todos los detalles y luego hablamos. Mientras, podéis pensároslo. ¿Qué os parece?
—Me parece bien —convino Alexis antes de mirar de nuevo a Craig.
—¿Por qué no? —accedió éste con un encogimiento de hombros—. Siempre he dicho que cuanta más información tengas, mejor.