Boston, Massachusetts,
lunes, 5 de junio de 2006, 19.35 horas.
Jack bajó del puente aéreo de las seis y media de Delta y se dejó llevar por el río de pasajeros, suponiendo que sabían adónde se dirigían. Al poco se encontró delante de la terminal de Delta y cinco minutos más tarde llegó el autocar de Hertz. Jack subió.
Hacía tiempo que no iba a Boston, y a causa de las interminables obras en el aeropuerto, no reconoció nada de nada. Mientras el autocar serpenteaba entre las distintas terminales, se preguntó qué clase de recibimiento lo esperaba en casa de los Bowman. La única persona con cuya hospitalidad podía contar era Alexis. En cuanto a los demás, no sabía qué esperar, sobre todo de Craig. Y llevaba más de un año sin ver a Alexis, lo cual sin duda haría que los primeros instantes resultaran incómodos. La última vez que la viera fue en Nueva York, adonde su hermana viajó sola para asistir a un congreso de psicología.
Jack lanzó un suspiro. No quería estar en Boston, sobre todo porque sabía que tenía escasas probabilidades de hacer algo útil, aparte de compadecer a su hermana y consolarla, y también porque sabía que su partida había molestado a Laurie. Confiaba en que a Laurie se le pasara, pero llevaba semanas muy tensa a causa de su madre. Lo irónico del asunto era que en teoría tenía que haber disfrutado de los preparativos de la boda tanto como de la ceremonia en sí, pero lo cierto era que el tema se había convertido en una carga. En varias ocasiones, Jack había tenido que contener la lengua para no decirle que era de esperar. De haber sido por él, habrían organizado una ceremonia íntima con un puñado de amigos. Desde su punto de vista cínico, la realidad de los grandes acontecimientos sociales nunca estaba a la altura de las expectativas románticas depositadas en ellos.
Al cabo de un rato, Jack y los demás pasajeros se apearon en las oficinas de Hertz, y enseguida se encontró al volante de un Hyundai Accent color crema que le recordó las antiguas latas de zumo Minute Maid. Armado con un mapa bastante precario y unas cuantas indicaciones vagas, se puso en marcha con valentía y de inmediato se perdió. Boston no era una ciudad amable para los visitantes, como tampoco lo eran los conductores bostonianos. Jack se sintió como si participara en un rally mientras buscaba el suburbio residencial donde vivía Alexis. En sus escasas visitas anteriores, siempre se habían encontrado en la ciudad.
Abatido, pero no en extremo, Jack llegó a casa de los Bowman a las nueve menos cuarto. Todavía no era noche cerrada porque se acercaba el solsticio de verano, pero las luces interiores estaban encendidas, confiriendo a la casa lo que Jack suponía era el aspecto falsamente acogedor de un hogar feliz. Era una edificación impresionante, al igual que muchas otras en Newton, una estructura de dos alturas y media, de ladrillo pintado de blanco y con una serie de ventanas abuhardilladas dispuestas sobre el tejado. También al igual que las demás casas, disponía de una amplia extensión de césped, numerosos arbustos, grandes árboles y espaciosos parterres de flores. Bajo cada una de las ventanas de la planta baja se veía una jardinera repleta de flores. Junto al Hyundai de Jack había un Lexus, y dentro del garaje, según sabía Jack por Alexis, estaba aparcado el coche familiar de rigor.
Nadie salió de la casa agitando una pancarta de bienvenida. Jack apagó el motor y por un instante contempló la posibilidad de dar media vuelta y marcharse. Pero no podía hacerlo, de modo que alargó la mano hacia el asiento trasero para coger su bolsa de viaje y se apeó. El sonido de los grillos y otras criaturas llenaba el aire. Aparte de aquellos sonidos, el vecindario parecía desprovisto de vida.
Al llegar a la puerta principal, Jack miró a través de los vidrios laterales. Vio un pequeño vestíbulo con un paragüero, un pasillo y una escalera que conducía a la planta superior. No había rastro de personas ni se oía un solo ruido. Jack llamó al timbre, que en realidad era un carillón que se distinguía con claridad a través de la puerta. Casi de inmediato, una figura pequeña y andrógina bajó la escalera a la carrera. Llevaba pantalones cortos y una camiseta sencilla, e iba descalza. Era una niña rubia de tez muy blanca y límpida, con brazos y piernas de aspecto delicado. Abrió la puerta con ímpetu; a todas luces poseía un temperamento testarudo.
—Tú debes de ser el tío Jack.
—Sí, ¿y tú? —preguntó Jack al tiempo que sentía que el pulso se le aceleraba, pues ya le parecía ver ante sí a Tamara, su difunta hija.
—Christina —se presentó la niña—. ¡Mamá, ha llegado el tío Jack! —gritó sin apartar los ojos verdosos de él.
Alexis apareció al final del pasillo, la personificación de todo lo hogareño, ataviada con un delantal y enjugándose las manos con un paño a cuadros.
—Pues dile que entre, Christina.
Aunque por supuesto mayor, Alexis seguía siendo la bonita criatura que Jack recordaba de su infancia en South Bend, Indiana. No cabía duda de que eran hermanos. El mismo cabello color pajizo, los mismos ojos ámbar, los mismos rasgos definidos, la misma tez, que daba la impresión de que habían tomado el sol aunque no fuera así. Ninguno de los dos estaba nunca del todo pálido, ni siquiera en pleno invierno.
Con una cálida sonrisa, Alexis se acercó a Jack y le dio un largo abrazo.
—Gracias por venir —le susurró al oído.
Todavía entre sus brazos, Jack vio a las otras dos niñas aparecer en lo alto de la escalera. No resultaba difícil distinguirlas, ya que a los quince años, Tracy le llevaba más de treinta centímetros a Meghan, de once. Como si no supieran qué hacer, empezaron a bajar la escalera muy despacio, titubeando a cada paso. Cuando se acercaron, Jack advirtió que sus personalidades eran tan dispares como sus estaturas. Los ojos azul celeste de Tracy mostraban un intenso fulgor descarado, mientras que los ojos avellana de Meghan rehuían la mirada de Jack. Éste tragó saliva. El movimiento de los ojos de Meghan sugería que era tímida e introvertida como lo había sido su hija Lydia.
—Bajad y saludad a vuestro tío —las instó Alexis en tono amable.
Cuando las chicas llegaron abajo, Jack se sorprendió ante la estatura de Tracy; era casi tan alta como él y le llevaba al menos diez centímetros a su madre. El siguiente detalle que advirtió fue que llevaba dos piercings visibles, uno junto a la fosa nasal, rematado con un pequeño diamante, y otro en el ombligo descubierto, un aro de plata. Su atuendo consistía en un top de algodón de mangas recortadas que se tensaba sobre sus pechos ya impresionantes, y unos pantalones de tiro bajo y aire morisco. Aquella ropa le confería una sensualidad provocativa que casaba a la perfección con la expresión descarada de sus ojos.
—Éste es vuestro tío, niñas —lo presentó Alexis.
—¿Cómo es que nunca nos habías visitado? —preguntó Tracy sin preámbulo alguno, las manos embutidas en los bolsillos de los pantalones con aire desafiante.
—¿De verdad tus hijas murieron en un accidente de avión? —quiso saber Christina casi al mismo tiempo.
—¡Niñas! —espetó Alexis, arrastrando la palabra como si tuviera seis sílabas en lugar de dos—. Lo siento, Jack. Ya sabes cómo son los niños. Nunca sabes lo que te van a soltar.
—No pasa nada. Por desgracia, las dos preguntas son más que razonables. —Jack miró a Tracy de hito en hito—. Si quieres podemos hablar de ello mientras esté aquí; intentaré explicarte por qué nunca había venido. —Luego se volvió hacia Christina y añadió—: En respuesta a tu pregunta, sí, perdí a mis dos preciosas hijas en un accidente de avión.
—Bueno, Christina —intervino Alexis—. Puesto que eres la única que ha acabado los deberes, ¿por qué no acompañas al tío Jack al dormitorio del sótano? Tracy y Meghan, volved arriba y acabad los deberes. Jack, supongo que no has cenado.
Jack negó con la cabeza. Había engullido un bocadillo en el aeropuerto de La Guardia, pero la comida había desaparecido en las profundidades de su conducto digestivo hacía horas. Aunque no lo había esperado, estaba hambriento.
—¿Te apetece un poco de pasta? He mantenido caliente la salsa marinada, y puedo preparar una ensalada en un santiamén.
—Estupendo.
El dormitorio del sótano era tal como esperaba. Contaba con dos ventanas altas que daban a sendos patios de luces enladrillados, y el aire despedía un olor húmedo y fresco, como las despensas de verduras. En el saldo positivo, estaba decorado con mucho gusto en varios tonos de verde. El mobiliario consistía en una cama enorme, una mesa, un sillón, una lámpara de lectura y un televisor de pantalla plana. Asimismo, disponía de un baño completo.
Mientras Jack sacaba la ropa de la bolsa de viaje y colgaba lo que podía en el armario, Christina se dejó caer en el sillón. Con los brazos extendidos a lo largo de los brazos del sillón y los pies estirados en el aire, observaba a Jack con expresión crítica.
—Estás más flaco que mi padre.
—¿Eso es bueno o malo? —preguntó Jack.
Dejó las zapatillas de baloncesto en el suelo del armario y llevó los utensilios de afeitado al baño. Le gustó comprobar que disponía de una ducha amplia en lugar de la consabida bañera.
—¿Cuántos años tenían tus hijas cuando murieron en el accidente?
Si bien debería haber esperado que Christina volviera sobre aquel delicado asunto después de su torpe respuesta, la pregunta directa y personal lo devolvió hasta la perturbadora escena en la que se había despedido de su mujer y sus hijas en el aeropuerto de Chicago. Hacía casi exactamente quince años que había llevado a su familia al aeropuerto, donde tomarían un puente aéreo de regreso a Champaign mientras un frente de tormentas y tornados se avecinaba por las vastas llanuras del Medio Oeste. Por aquel entonces, Jack estaba en Chicago, reciclándose como patólogo forense después de que un gigante sanitario engullera su consulta oftalmológica durante el apogeo de la expansión del managed care, o gestión de la salud. Jack había intentado convencer a Marilyn para que se trasladara a Chicago, pero con toda la razón del mundo, ella se había negado por el bien de las niñas.
El paso del tiempo no había mitigado en absoluto el recuerdo de aquel último adiós. Como si hubiera sucedido el día anterior, se vio a sí mismo mirándolas a través de la divisoria de vidrio. Marilyn, Tamara y Lydia bajando por la rampa más allá de la puerta de embarque. Al llegar a la puerta del avión, solo Marilyn se volvió para saludarlo con la mano. Inmersas en su entusiasmo juvenil, Tamara y Lydia desaparecieron sin más.
Como sabría aquella noche, solo quince o veinte minutos después del despegue, el pequeño avión de hélices se precipitó a toda velocidad sobre la fértil tierra negra de la pradera tras ser alcanzado por un rayo y atrapado en una profunda bolsa de aire. Todos los ocupantes habían muerto en el acto.
—¿Estás bien, tío Jack? —preguntó Christina.
Jack había permanecido inmóvil durante varios segundos, absorto en el pasado.
—Sí —asintió con alivio palpable.
Acababa de revivir el momento de su vida que llevaba muchos años rehuyendo, pero lo cierto era que el episodio terminó sin las habituales secuelas viscerales. No se sentía como si el estómago se le hubiera vuelto del revés, como si se le hubiera parado el corazón o como si un manto de plomo se hubiera cernido sobre él. Era una historia triste, pero la vivía con el suficiente distanciamiento para poder llegar a imaginar que era la historia de otro. Tal vez Alexis estuviera en lo cierto. Como le había dicho por teléfono, quizá había superado el dolor y seguido adelante.
—¿Cuántos años tenían?
—Como tú y Meghan.
—Qué horror.
—Sí —convino él.
De regreso en la cocina-comedor, Alexis lo hizo sentar a la mesa familiar mientras terminaba de preparar la pasta. Las niñas habían subido a acostarse, pues al día siguiente tenían que ir a la escuela. Jack paseó la mirada por la estancia. Era una habitación espaciosa pero acogedora que casaba a la perfección con el aspecto exterior de la casa. Las paredes estaban pintadas de un amarillo claro, aunque intenso. El sofá mullido y cómodo, tapizado en una alegre tela verde con estampado de flores y cubierto de cojines, estaba encarado a una chimenea coronada por el televisor de pantalla plana más grande que Jack había visto en su vida. Las cortinas eran del mismo estampado que el sofá y flanqueaban una ventana mirador que daba a una terraza. Más allá de la terraza se veía la piscina, tras la cual se abría una extensión de césped sobre el que se adivinaba una glorieta en la penumbra.
—La casa es preciosa —comentó.
En su opinión, era más que preciosa. En comparación con el modo en que había vivido durante los últimos diez años, era el epítome del lujo.
—Craig siempre ha sido muy generoso, como te he dicho por teléfono —repuso Alexis mientras vertía la pasta en un colador.
—¿Dónde está? —inquirió Jack.
Hasta aquel momento, nadie había mencionado su nombre. Jack suponía que había salido, tal vez para atender una urgencia médica o para hablar con su abogado.
—Durmiendo en la habitación de invitados de arriba —explicó Alexis—. Como también te decía por teléfono, no dormimos juntos desde que se fue a vivir a la ciudad.
—Pensaba que habría salido a atender alguna urgencia.
—No, esta semana no trabaja. Ha contratado a alguien para que se encargue de la consulta durante el juicio, tal como le recomendó su abogado. Me parece buena idea. Por muy buen médico que sea, ahora mismo no me gustaría que me atendiera; está demasiado distraído.
—Me sorprende que esté dormido. Yo en su lugar estaría dando vueltas por la casa sin parar.
—Duerme con ayuda —reconoció Alexis mientras llevaba la pasta y la ensalada a la mesa, y colocaba ambas cosas ante Jack—. Ha sido un día muy duro por el comienzo del juicio, y como es natural está desmoralizado. Se ha estado recetando a sí mismo somníferos para combatir el insomnio. También está bebiendo…, whisky, concretamente, aunque no lo bastante para preocuparme, al menos de momento.
Jack asintió sin decir nada.
—¿Qué te apetece beber? Yo voy a tomar un poco de vino.
—Estupendo, yo también.
Jack sabía más de lo que quería acerca de la depresión. Después del accidente de avión, se había pasado años luchando contra ella.
Alexis trajo una botella abierta de vino blanco y dos copas.
—¿Sabe Craig que estoy aquí? —preguntó Jack.
Era una pregunta que debería haber formulado antes de acceder a venir.
—Claro que sí —asintió Alexis mientras servía el vino—. De hecho, comentamos la idea antes de que te llamara.
—¿Y no le importa?
—No tenía muy clara la utilidad de tu visita, pero me dijo que dejaba la decisión en mis manos. Para serte sincera, no se entusiasmó precisamente cuando comentamos el asunto y dijo algo que me sorprendió. Me dijo que creía que no te caía bien. Nunca has dicho eso, ¿verdad?
—Por supuesto que no —aseguró Jack.
Mientras empezaba a comer, se preguntó cuán lejos debía llevar la conversación. Lo cierto era que cuando Alexis y Craig se prometieron, a él le pareció que Craig no era el hombre adecuado para su hermana. Sin embargo, nunca manifestó sus temores, sobre todo porque estaba convencido, aun sin saber por qué, que los médicos en general no podían ser buenos cónyuges. Hacía relativamente poco que el tortuoso camino de Jack hacia la recuperación le había permitido explicar con cierta claridad aquella reacción instintiva; ahora sabía que la profesión médica seleccionaba seres narcisistas, los creaba o bien ambas cosas. En opinión de Jack, Craig era el mejor ejemplo de ello. Su dedicación exclusiva a la medicina era garantía casi segura de que sus relaciones personales serían superficiales, una suerte de ecuación psicológica llena de ceros.
—Le dije que no era verdad —prosiguió Alexis—. De hecho, le dije que lo admiras porque una vez me lo confesaste. ¿Estoy en lo cierto?
—Te dije que lo admiraba como médico —respondió Jack, consciente de que se estaba mostrando evasivo.
—También añadí que lo envidiabas por sus logros. Dijiste algo así, ¿verdad?
—Sin duda alguna. Siempre me ha impresionado su capacidad de realizar investigación de verdad, digna de ser publicada, al tiempo que dirigía una concurrida y próspera consulta clínica. Es el objetivo romántico de muchos médicos que nunca consiguen ni acercarse. Yo lo intenté cuando era oftalmólogo, pero en retrospectiva entiendo que mis investigaciones eran una farsa en comparación.
—Conociéndote, no me lo creo.
—Volviendo al tema que nos ocupa, ¿qué le parece a Craig que haya venido? No me has contestado.
Alexis bebió un sorbo de vino. A todas luces, estaba considerando la respuesta, y cuanto más se demoraba ésta, más se inquietaba Jack. A fin de cuentas, era un invitado en casa de su cuñado.
—Supongo que no te he contestado adrede —reconoció por fin Alexis—. Le da vergüenza pedir ayuda, como bien has comentado por teléfono. Sin duda considera que la dependencia es una debilidad, y todo este asunto lo hace sentir muy dependiente.
—Pero tengo la sensación de que no es él quien ha pedido ayuda —señaló Jack al tiempo que terminaba la pasta y atacaba la ensalada.
Alexis dejó la copa sobre la mesa.
—Tienes razón —admitió a regañadientes—. Soy yo quien te ha pedido ayuda en su nombre. No le entusiasma que hayas venido porque le da vergüenza, pero en cambio yo estoy encantada. —Alexis alargó la mano sobre la mesa, tomó la de Jack y la oprimió con fuerza inesperada—. Gracias, Jack. Te he echado de menos. Sé que es mal momento para dejar Boston, y eso hace que aún te lo agradezca más. Gracias, gracias, gracias.
Una repentina oleada de emoción embargó a Jack, y sintió que se ruborizaba hasta la raíz del cabello. Al mismo tiempo, los rasgos evasivos de su personalidad se activaron y acudieron en su ayuda. Se zafó de la mano de Alexis, bebió un trago de vino y cambió de tema.
—Bueno, háblame del primer día de juicio.
La leve sonrisa de Alexis se acentuó.
—¡Sigues tan listo como siempre! Menuda forma de cambiar de tema para evitar el terreno de las emociones… ¿Creías que no me daría cuenta?
—A veces me olvido de que eres psicóloga —rió Jack—. Ha sido una reacción instintiva de protección.
—Al menos reconoces tu lado emocional. En fin, respecto al juicio, lo único que hemos tenido hasta ahora son los alegatos iniciales de las dos partes y el testimonio del primer testigo.
—¿Quién ha sido el primer testigo? —inquirió Jack.
Terminó la ensalada y cogió de nuevo la copa de vino.
—El contable de Craig. Tal como Randolph Bingham explicó después, la razón por la que se le incluyó en la lista residía en determinar que Craig tenía un deber para con la fallecida, lo que es evidente, pues la fallecida había pagado la cuota y Craig la visitaba con regularidad.
—¿A qué te refieres con eso de «cuota»? —preguntó Jack, sorprendido.
—Hace casi dos años, Craig dejó la medicina de pago tradicional para dedicarse a la medicina a la carta.
—¿En serio? —exclamó Jack, que no lo sabía—. ¿Por qué? Creía que la consulta de Craig iba viento en popa, y que estaba encantado.
—Te contaré la razón principal aunque él no lo haga —anunció Alexis, acercándose más a la mesa como si estuviera a punto de revelar un secreto—. A lo largo de los últimos años, Craig tenía la sensación de perder el control sobre las decisiones relativas a los pacientes. Estoy segura de que ya lo sabes, pero con la creciente intervención de las aseguradoras y diversas mutuas en la contención de costes, cada vez hay más intromisión en la relación entre médico y paciente, y cada vez se les dicta más a los médicos qué pueden y qué no pueden hacer. Para una persona como Craig, eso se ha ido convirtiendo en una pesadilla.
—Si le preguntara por qué cambió, ¿qué motivo aduciría? —quiso saber Jack.
Estaba fascinado. Había oído hablar de la medicina a la carta, pero creía que se trataba de una minoría ínfima o de una mera moda pasajera dentro del sistema. Nunca había hablado con un médico que ejerciera en aquel formato.
—Nunca reconocería haber supeditado la decisión acerca de un paciente a causa de influencias externas, pero se engaña a sí mismo. Para mantener la solvencia de su consulta, se veía obligado a visitar a cada vez más pacientes al día. El motivo que alegaría para el salto a la medicina a la carta es que le brinda la oportunidad de ejercer la medicina tal como le enseñaron en la facultad, pudiendo dedicar todo el tiempo necesario a cada paciente.
—Bueno, es lo mismo.
—No, existe una diferencia sutil, aunque lo cierto es que en parte es un intento de racionalización por parte de Craig. La diferencia estriba entre la motivación negativa y la positiva. La justificación de Craig se centra en el paciente.
—¿Su estilo de consulta desempeña algún papel en el juicio?
—Sí, al menos según el abogado del demandante, que por cierto se las está apañando mucho mejor de lo que esperaba.
—¿Qué quieres decir?
—Al verlo, y te darás cuenta si entras en la sala, no te parecería eficaz a primera vista. Cómo expresarlo… Es el prototipo de abogado hortera y cutre especializado en daños y perjuicios o en la defensa de mafiosos, y el abogado de Craig le dobla la edad. Sin embargo, conecta con el jurado de un modo asombroso.
—¿Y en qué sentido puede tener relación el tipo de consulta de Craig con el caso? ¿Lo ha explicado el abogado del demandante en el alegato inicial?
—Sí, y de una manera muy efectiva, la verdad. El concepto de la medicina concierge o a la carta se basa en su capacidad de satisfacer las necesidades de los pacientes, como hacen los conserjes en los hoteles con sus clientes.
—Entiendo.
—Para ello, todos los pacientes tienen acceso a su médico por el móvil o el correo electrónico, de modo que pueden ponerse en contacto con él a cualquier hora y recibir su visita en caso necesario.
—Parece una invitación al abuso por parte del paciente.
—Supongo que es así en el caso de algunos pacientes. Pero a Craig no le importaba. De hecho, creo que le gustaba, porque empezó a hacer visitas domiciliarias a horas intempestivas. Me parece que lo consideraba retro, romántico.
—¿Visitas domiciliarias? —repitió Jack—. Eso suele ser una pérdida de tiempo. La medicina actual limita muchísimo lo que puedes hacer en una visita domiciliaria.
—Pero a algunos pacientes, incluida la fallecida, les encanta. Craig la visitaba a menudo fuera de horas de consulta. De hecho, la visitó en su casa la mañana del día en que supuestamente cometió la negligencia. Aquella noche, su estado empeoró, y Craig fue a visitarla de nuevo.
—Me parece difícil concluir que actuó de forma incorrecta.
—Tendría que serlo, pero según el abogado del demandante, fue el hecho de que Craig visitara a la fallecida en su casa en lugar de enviarla al hospital lo que provocó la negligencia, porque demoró el diagnóstico y el tratamiento inmediato que requiere un infarto.
—Parece absurdo —se indignó Jack.
—No te lo parecería si hubieras oído el alegato inicial del abogado del demandante. Existen otras circunstancias importantes relacionadas con el incidente. Sucedió cuando Craig y yo estábamos oficialmente separados. En aquella época vivía en un piso en Boston con una de sus empleadas, una secretaria jovencita llamada Leona.
—¡Dios mío! —exclamó Jack—. No sé cuántas veces he oído hablar de médicos casados liándose con sus empleadas. No sé qué pasa con los médicos varones. En la actualidad, casi todos los hombres que se dedican a otras profesiones saben que no conviene liarse con sus empleadas; es buscarse problemas legales.
—Me parece que estás siendo demasiado generoso con los hombres de mediana edad casados que se encuentran atrapados en una realidad distinta de sus expectativas románticas. Creo que Craig pertenece a esa categoría, pero el cuerpo de veintitrés años de Leona no fue el cebo inicial. Paradójicamente, fue el camino a la medicina a la carta, que le proporcionó algo que nunca había tenido, tiempo libre. El tiempo libre puede ser peligroso en manos de una persona que se ha pasado media vida obsesionada por el trabajo, como es el caso de Craig. Fue como si despertara, se mirara al espejo y no le gustara lo que veía. De repente empezó a mostrar un interés obsesivo por la cultura. Quería recuperar el tiempo perdido y transformarse de la noche a la mañana en la persona completa que imaginaba. Pero no le bastaba hacerlo sólo como afición. Al igual que en el caso de la medicina, quería entregarse a ello al cien por cien, e insistió en que yo le siguiera la corriente. Pero evidentemente, no podía a causa de mi trabajo y de las niñas. Eso fue lo que lo ahuyentó, al menos que yo sepa. Leona apareció más tarde, cuando se dio cuenta de que se sentía solo.
—Si intentas que me compadezca de él, te advierto que no lo conseguirás.
—Solo quiero que sepas a qué te enfrentas. El abogado del demandante sabe que Craig y Leona tenían entradas para la Sinfónica la noche en que murió la mujer del demandante. Dice que los testigos demostrarán que Craig la visitó en su casa pese a sospechar que la paciente había sufrido un infarto, alegando que cabía la remota posibilidad de que no hubiera sido así. En tal caso, habría llegado al concierto a tiempo. El auditorio está más cerca de casa del demandante que el hospital Newton Memorial.
—A ver si lo adivino… La tal Leona va a testificar.
—¡Por supuesto! Ahora se ha convertido en la amante despechada. Para colmo de los males, sigue trabajando en la consulta de Craig, y no puede despedirla por miedo de enfrentarse a otro litigio.
—Así que el abogado del demandante alega que Craig puso en peligro a la paciente al especular que quizá no se trataba de un infarto.
—Exacto. Dice que no es el proceder correcto para efectuar un diagnóstico a tiempo, lo cual es crucial en caso de infarto, tal como han demostrado los acontecimientos. Ni siquiera tienen que demostrar que la mujer habría sobrevivido en caso de que la hubieran trasladado al hospital de inmediato, solo que podría haber sobrevivido. Por supuesto, la ironía más cruel reside en que la acusación se opone diametralmente al tipo de medicina que practica Craig. Como ya sabemos, siempre ha antepuesto a sus pacientes, incluso por encima de su familia.
Jack se mesó los cabellos con gesto exasperado.
—Esto es más complicado de lo que imaginaba. Creía que se trataba de una cuestión médica específica. Este tipo de caso significa que aún tengo menos probabilidades de seros útil.
—¿Quién sabe? —replicó Alexis en tono fatalista.
Apartó la silla de la mesa, se levantó, fue a la mesa auxiliar y cogió un gran sobre de papel manila atestado de papeles que llevó a la mesa y dejó caer sobre ella con un golpe sordo.
—Aquí tienes una copia del caso. Está casi todo, interrogatorios, declaraciones y expedientes clínicos. Lo único que no incluye es la transcripción de la sesión de hoy, pero te dará una idea aproximada de lo que se ha dicho. Incluso hay un par de artículos recientes de Craig que me sugirió agregar, no sé por qué; puede que para guardar las apariencias, imaginando que quedarías impresionado.
—Probablemente, si consigo entenderlos. En fin, parece que tengo trabajo.
—No sé dónde quieres trabajar. Tienes muchos sitios para elegir. ¿Me dejas que te enseñe las alternativas a tu dormitorio de abajo?
Alexis mostró a Jack toda la primera planta de la casa. El salón era inmenso, pero desagradablemente impecable, como si nadie hubiera pisado jamás la mullida moqueta. Jack lo descartó. Junto al salón había una biblioteca con paredes de paneles de caoba y mueble bar, una estancia oscura, lúgubre y mal iluminada. No, gracias. En el pasillo se abría una sala de entretenimiento que contaba con un proyector instalado en el techo y varias filas de sillones. Inadecuada y peor iluminada aún que la biblioteca. Al final del pasillo había un estudio espacioso con dos mesas colocadas contra paredes opuestas. La de Craig aparecía inmaculada, con todos los lápices del lapicero afilados como agujas. La de Alexis, situada en la pared de enfrente, estaba llena de precarios montones de libros, revistas y papeles. Había varias butacas de lectura y almohadones. Una ventana mirador parecida a la del comedor daba a un parterre de flores ornado con una pequeña fuente. Frente a la ventana se alzaba una librería hasta el techo que flanqueaba la puerta. Entre una selección de libros de medicina y psicología se encontraba el anticuado maletín de cuero de Craig, así como un electrocardiógrafo portátil. Como lugar de trabajo, lo mejor de la estancia era la iluminación, con focos encastrados en el techo, lámparas de mesa individuales y lámparas de pie junto a cada butaca.
—Esta habitación es ideal —comentó—. Pero ¿estás segura de que no te importa que trabaje en tu estudio?
Encendió una de las lámparas de pie, que emitía una luz diáfana y cálida al mismo tiempo.
—En absoluto.
—¿Y Craig? También es su estudio.
—No le importará. Una cosa que te puedo asegurar de él es que no es puntilloso con su espacio personal.
—De acuerdo, entonces trabajaré aquí. Tengo la sensación de que me llevará unas cuantas horas.
Dejó el grueso sobre de papel manila sobre la mesa situada entre dos butacas.
—Como suele decirse, a machacarse. Me voy a la cama. Aquí se madruga mucho para poder llevar a las niñas a la escuela a tiempo. Hay bebidas de toda clase en la nevera de la cocina y también en el mueble bar, así que sírvete lo que quieras.
—Estupendo.
Alexis paseó la mirada por el cuerpo de su hermano antes de volver a alzarla hacia su rostro.
—Tengo que decirte que tienes un aspecto estupendo, hermano. Cuando te visitaba en Illinois, cuando tenías la consulta de oftalmología, parecías una persona diferente.
—Era una persona diferente.
—Tenía miedo de que engordaras mucho.
—Estaba gordo.
—Ahora pareces robusto, hambriento y de mejillas hundidas como los actores en las películas del Oeste italianas.
Jack lanzó una carcajada.
—Una descripción muy creativa. ¿Cómo se te ha ocurrido?
—Las niñas y yo hemos visto algunas películas de Sergio Leone últimamente. Tracy tenía que hacer un trabajo para la optativa de cine. En serio, pareces estar en buena forma. ¿Cuál es tu secreto?
—Baloncesto callejero y bicicleta. Me lo tomo como una segunda carrera profesional.
—Debería probarlo —comentó Alexis con una sonrisa algo torva antes de añadir—: Buenas noches, hermano, hasta mañana. Como puedes imaginarte, esto es un caos por las mañanas con las tres niñas.
Jack la siguió con la mirada mientras Alexis recorría el pasillo y se volvía para saludarlo otra vez antes de desaparecer escaleras arriba. Luego se volvió y echó otro vistazo a la habitación. Un silencio repentino se cernía sobre la casa. Aquel lugar era tan distinto y olía de un modo tan diferente de su entorno habitual que se sentía como si estuviera en otro planeta.
Algo incómodo por el hecho de hallarse en un espacio ajeno, Jack se sentó en el sillón iluminado por la lámpara de pie. Lo primero que hizo fue sacar el móvil y encenderlo. Tenía un mensaje de Warren con el nombre y el número de teléfono de su amigo de Boston. El hombre se llamaba David Thomas, y Jack lo llamó de inmediato, considerando que tal vez necesitara algo de ejercicio si el día siguiente resultaba tan estresante como temía. Las evasivas de Alexis respecto a la reacción de Craig ante la visita de Jack bastaban para no sentirse bienvenido precisamente.
Warren debía de haber puesto a Jack por las nubes al hablar con David, porque éste se mostró entusiasmado ante la posibilidad de que Jack fuera a jugar con ellos.
—En esta época del año jugamos cada tarde hacia las cinco, tío —explicó—. Así que mueve el culo y ven para que averigüemos lo que sabes hacer.
Le explicó cómo llegar a la cancha, situada en Memorial Drive, cerca de Harvard. Jack prometió que intentaría llegar a última hora de la tarde.
A continuación llamó a Laurie para contarle que estaba instalado lo mejor posible dadas las circunstancias.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Laurie con recelo.
—Todavía no he visto a Craig Bowman. Por lo visto no le alegra demasiado que haya venido.
—Pues me parece muy poco considerado teniendo en cuenta la situación y el momento.
Jack le contó lo que consideraba una buena noticia respecto a su reacción ante las hijas de Alexis. Le dijo que una de ellas incluso había sacado a colación el accidente de avión, pero que, para su sorpresa, él se lo había tomado con ecuanimidad.
—Estoy impresionada y encantada —aseguró Laurie—. Me parece genial, y es un alivio.
Luego le comentó que la única mala noticia era que la negligencia no se refería a una cuestión médica técnica, sino a algo mucho más complicado, por lo que existían aún menos probabilidades de que él pudiera resultar útil.
—Espero que eso signifique que volverás enseguida —repuso Laurie.
—Estoy a punto de empezar a leer el material —explicó Jack—. Supongo que luego sabré más cosas.
—Buena suerte.
—Gracias, voy a necesitarla.
Jack colgó y guardó el teléfono. Por un instante aguzó el oído (para captar algún sonido en la gran casa, pero estaba sumida en un silencio sepulcral). Al poco cogió el sobre de papel manila y vertió el contenido sobre la mesa auxiliar. Lo primero que eligió fue un artículo científico que Craig había escrito en colaboración con un renombrado biólogo celular de Harvard y publicado en la prestigiosa New England Journal of Medicine. Versaba sobre la función de los canales de sodio en las membranas celulares responsables del potencial de acción nervioso y muscular. Incluso incluía algunos diagramas e imágenes de microscopia electrónica de estructuras moleculares subcelulares. Jack echó un vistazo a la sección de materiales y métodos. Lo asombraba que alguien concibiera conceptos tan arcanos, por no hablar de estudiarlos. Al comprobar que el artículo escapaba a su comprensión, lo dejó a un lado y cogió una de las declaraciones. Era la declaración de Leona Rattner.