Nueva York,
lunes, 5 de junio de 2006, 15.45 horas.
Durante unos instantes después de hablar con su hermana, Jack permaneció sentado a su mesa, tamborileando con los dedos sobre la superficie metálica. No había sido del todo sincero con ella. Su análisis de la razón por la que había evitado visitarla había dado en el clavo, lo cual él no había reconocido. Peor aún, no había reconocido que aún le sucedía. De hecho, quizá fuera peor todavía, puesto que Meghan y Christina, las dos hijas menores de Alexis, tenían más o menos la misma edad que las suyas, Tamara y Lydia, en el momento de su muerte. Sin embargo, se veía atrapado en un atolladero emocional al pensar en lo unidos que Alexis y ella estaban cuando vivían en Indiana. Era cinco años mayor que ella, la diferencia de edad justa para conferirle cierto papel paterno, pero al mismo tiempo la solidez de un hermano mayor. Aquella circunstancia, unida al sentimiento de culpabilidad por haber rehuido a Alexis durante los diez años que llevaba en Nueva York, hacían imposible no atender su súplica en aquel momento de necesidad. Por desgracia, no sería nada fácil.
Se levantó e intentó decidir con quién debía hablar primero. En el primer momento se decantó por Laurie pese a que no le hacía ni pizca de gracia la perspectiva, porque estaba muy nerviosa por los preparativos de la boda; su madre la estaba volviendo loca, y ella lo estaba volviendo loco a él. Por ello se dijo que tal vez tenía más sentido hablar antes con Calvin Washington, el subdirector. Calvin era quien debía conceder permiso a Jack para ausentarse de la oficina. Por un momento fugaz deseó que Calvin se lo denegara, alegando que Jack y Laurie se tomarían dos semanas de vacaciones a partir del viernes. Si le denegaban la autorización para irse a Boston, sin duda podría dejar de sentirse culpable por Alexis, sus propias reservas ante la perspectiva de ver a las hijas de su hermana y la necesidad de comentar el asunto con Laurie. No obstante, sabía que eso no sucedería; Calvin no le diría que no, porque las urgencias familiares siempre tenían prioridad.
Pero aun antes de que apagara el ordenador, la sensatez se impuso. Por instinto sabía que debía al menos intentar hablar primero con Laurie, porque si no lo hacía y ella se enteraba de que no lo había intentado siquiera, pagaría un precio muy alto, teniendo en cuenta la inminente boda. Con aquella idea en mente, recorrió el pasillo en dirección al despacho de Laurie.
Existía otra razón por la que a Jack no le emocionaba la perspectiva de viajar a Boston, y era que Craig Bowman no era precisamente santo de su devoción. Jack siempre lo había tolerado por Alexis, pero nunca le había resultado fácil. Desde el día en que lo conoció supo de qué pie cojeaba. Jack se había relacionado con personajes parecidos en la facultad, todos ellos entre los mejores de la clase. Eran la clase de tipos que se esforzaban por abrumar a todo el mundo con una avalancha de citas de artículos médicos para confirmar su punto de vista cada vez que se enzarzaban en un debate científico. Si ése hubiera sido el único problema, Jack lo habría aguantado perfectamente pero, por desgracia, el dogmatismo de Craig iba acompañado de un desagradable toque de arrogancia, engreimiento y prepotencia. Pero incluso eso habría sido soportable si de vez en cuando hubiera sido posible desviar las conversaciones con Craig a otros terrenos al margen de la medicina. Pero no había forma. A Craig solo le interesaban la medicina, la ciencia y sus pacientes; le importaban bien poco la política, la cultura e incluso los deportes. No tenía tiempo para eso.
Al acercarse a la puerta de Laurie, Jack lanzó un bufido audible al recordar el comentario de Alexis respecto a su tendencia a eludir la confrontación. ¡Qué cara! Meditó unos instantes y por fin sonrió ante su propia reacción. En un arranque de clarividencia, reconoció que Alexis tenía razón y que sin duda Laurie estaría más que de acuerdo. En muchos sentidos, semejante reacción era prueba de narcisismo, algo que sí había reconocido a Alexis.
Jack asomó la cabeza al despacho de Laurie, pero su silla estaba vacía. Riva Mehta, la compañera de Laurie, de tez morena y voz sedosa, estaba sentada a su mesa, hablando por teléfono. Miró a Jack con sus ojos de ónice.
Jack señaló la mesa de Laurie y enarcó las cejas con ademán inquisitivo. Riva respondió señalando hacia abajo y vocalizando en silencio las palabras «en el agujero» sin apartarse el teléfono de la oreja.
Jack asintió con la cabeza, entendiendo que Laurie estaba en la sala de autopsias, sin duda realizando una, giró sobre sus talones y se dirigió hacia los ascensores. Si Laurie descubría que había ido a ver a Calvin primero, tendría una explicación.
Como de costumbre, halló al doctor Calvin Washington en su despacho, contiguo al del jefe. A diferencia del despacho del director, el de Calvin era minúsculo y estaba atestado de archivadores metálicos, una mesa y un par de sillas de respaldo recto. Apenas quedaba espacio para que los ciento veinte kilos de Calvin se embutieran tras la mesa para sentarse a ella. El trabajo de Calvin consistía en gestionar el trabajo diario de la oficina del forense, tarea nada fácil si se tenía en cuenta que allí había más de una docena de forenses y más de veinte mil casos al año, con casi diez mil autopsias. Cada día se producían como promedio dos homicidios y dos muertes por sobredosis. La oficina del forense era un hervidero de actividad, y Calvin supervisaba hasta el último detalle.
—¿Qué pasa ahora? —refunfuñó el subdirector con su profunda voz de barítono.
Al principio se había sentido algo intimidado por aquel grandullón musculoso y su fuerte temperamento, pero con los años habían llegado a respetarse, aunque con cierta cautela. Jack sabía que Calvin era perro muy ladrador y poco mordedor.
No entró en detalles, sino que se limitó a explicar que tenía un problema familiar en Boston que requería su presencia.
Calvin observó a Jack a través de sus gafas progresivas de montura metálica.
—No sabía que tenías familia en Boston. Creía que eras del Medio Oeste.
—Es una hermana —contestó Jack.
—¿Volverás a tiempo para tus vacaciones? —inquirió Calvin. Jack esbozó una sonrisa. Conocía a Calvin lo suficiente para saber que aquello era un alarde de sentido del humor.
—Haré cuanto esté en mi mano.
—¿Cuántos días estarás fuera?
—No lo sé con seguridad, pero espero que solo uno.
—Bueno, mantenme al corriente —pidió Calvin—. ¿Lo sabe ya Laurie?
Con los años, Jack había comprendido que Calvin había formado un vínculo casi paterno con Laurie.
—Todavía no, pero ocupa el primer lugar de mi lista; el único, de hecho.
—Muy bien. Y ahora lárgate, que estoy ocupado.
Después de dar las gracias al subdirector, que respondió agitando la mano, Jack salió de la zona administrativa y bajó por la escalera hasta la planta de autopsias. Saludó con un gesto al técnico que estaba en la oficina del depósito y al jefe de seguridad, apostado en su despacho. Por el portón de carga que daba a la calle Treinta entraba lo que los habitantes de Nueva York denominaban aire fresco. Jack dobló a la derecha y recorrió el pasillo de paredes manchadas y suelo de hormigón que pasaba ante el enorme refrigerador y los compartimentos refrigerados individuales. Al llegar a la puerta de la sala de autopsias miró a través de la ventana protegida con tela metálica y vio a dos figuras enfundadas en ropa protectora en plena limpieza. Sobre la mesa más próxima se veía un único cadáver con una incisión suturada. A todas luces, la autopsia había terminado.
Jack entreabrió la puerta y preguntó si alguien sabía el paradero de la doctora Montgomery. Uno de los ocupantes de la sala respondió que se había marchado cinco minutos antes. Mascullando entre dientes, Jack volvió sobre sus pasos y tomó el ascensor hasta la quinta planta. Por el camino se preguntó si existiría un modo de presentar la situación que le resultara más digerible a Laurie. La intuición le decía que no le haría ninguna gracia el imprevisto, sobre todo porque su madre la estaba presionando sobremanera con los pormenores del viernes.
La encontró en su despacho, ordenando su mesa; a todas luces, acababa de llegar. Riva seguía hablando por teléfono e hizo caso omiso de ambos.
—¡Qué sorpresa tan agradable! —lo saludó Laurie con entusiasmo.
—Eso espero —replicó Jack.
Apoyó el trasero contra el canto de la mesa de Laurie y bajó la mirada hacia ella. No había ninguna otra silla en el despacho. Los forenses no solo tenían que compartir oficina en las obsoletas instalaciones, sino que además los despachos eran tan pequeños que se llenaban con dos mesas y dos archivadores.
Laurie lo miró sin pestañear con sus brillantes ojos verdiazules. Llevaba el cabello recogido en lo alto de la cabeza con un pasador de carey de imitación, y algunos rizos sueltos le caían sobre el rostro.
—¿Qué significa «eso espero»? ¿Qué has venido a decirme? —quiso saber con aire suspicaz.
—Acaba de llamarme Alexis, mi hermana.
—Vaya, estupendo. ¿Está bien? No entiendo por qué no tenéis más contacto, sobre todo desde que tiene problemas con su marido. ¿Siguen juntos?
—Alexis está bien y sí, siguen juntos. Me ha llamado por él. Craig lo está pasando mal; lo han demandado por negligencia médica.
—Qué lástima, sobre todo porque siempre has dicho que es un médico excelente. Me indignan estas cosas con lo que los forenses sabemos acerca de médicos a los que sí habría que demandar.
—Los malos médicos se cubren mucho más las espaldas para compensar su falta de conocimientos.
—¿Qué pasa, Jack? Sé que no has venido para hablar de la situación actual de la negligencia médica. Estoy segura.
—Por lo visto, el juicio contra mi cuñado no va bien, al menos según Alexis, y puesto que Craig tiene todo su ego invertido en ser médico, mi hermana teme que se desmorone si pierde. Además, cree que si pasa eso, el matrimonio y la familia se irán al garete. Si Alexis no fuera doctora en psicología, no le habría hecho tanto caso, pero puesto que lo es, no me queda más remedio que suponer que tiene razón.
Laurie ladeó la cabeza para mirar a Jack desde un ángulo algo distinto.
—Es evidente que tramas algo, y tengo la sensación de que no me va a gustar.
—Alexis me ha suplicado que vaya a Boston para intentar echar una mano.
—¿Qué diantre puedes hacer tú?
—Probablemente solo consolarla. Soy tan escéptico como tú y se lo he dicho, pero me lo ha suplicado casi de rodillas. Para serte sincero, incluso ha intentado hacerme sentir culpable.
—Oh, Jack —gimió Laurie antes de respirar hondo—. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
—Espero que solo un día; eso es lo que le he dicho a Calvin —explicó antes de apresurarse a añadir—: Primero he venido aquí para hablar contigo y luego he pasado por su despacho de camino al agujero al averiguar que estabas ahí.
Laurie asintió, bajó la mirada hacia su mesa y jugó con un clip de oficina. Era evidente que se debatía entre las necesidades de la hermana de Jack y las suyas.
—No hace falta que te recuerde que estamos a lunes por la tarde y que la boda es el viernes a la una y media.
—Lo sé, pero tú y tu madre os estáis ocupando de todo. Mi responsabilidad era la luna de miel, y ya está organizada.
—¿Y Warren?
—Bien, que yo sepa, pero lo comprobaré.
A Jack le había costado decidirse entre Warren y Lou como padrinos. Al final había resuelto echarlo a suertes, y había ganado Warren. Aparte de ellos, Jack solo había invitado a su compañero de despacho, el doctor Chet McGovern, y un grupo de compañeros de baloncesto del barrio, evitando adrede incluir a la familia por muchas razones.
—¿Y tú?
—Estoy preparado.
—¿Debo preocuparme por el hecho de que vayas a Boston y veas a las hijas de tu hermana? Más de una vez me has dicho que eso te suponía un problema. ¿Cuántos años tienen ahora?
—Quince, once y diez.
—¿No tenían tus hijas once y diez años también?
—Sí.
—Por lo que me has contado a lo largo de los años acerca del funcionamiento de tu mente, me preocupa que verlas represente un golpe para ti. ¿Dónde te alojarás?
—En su casa. Alexis ha insistido mucho.
—Me da igual cuánto haya insistido. ¿Te resulta cómodo ir allí? Si no es así, hazte caso a ti mismo y ve a un hotel. No quiero que esto te afecte y puedas llegar a decidir no celebrar la boda. Es posible que ir allí reabra viejas heridas.
—Me conoces demasiado bien. He pensado en todo lo que acabas de decir y he llegado a la conclusión de que reflexionar sobre el riesgo en lugar de hacer caso omiso de él es buena señal. Alexis me ha acusado de rehuir las confrontaciones.
—Como si no lo supiera, teniendo en cuenta lo que te ha costado decidir casarte conmigo.
—No nos pongamos desagradables —pidió Jack con una sonrisa.
Esperó hasta cerciorarse de que Laurie sabía que hablaba en broma, porque lo que había dicho era cierto. Durante muchos años, el dolor y el sentimiento de culpabilidad habían conseguido que le pareciera inapropiado ser feliz. Incluso había pensado que era él quien debería haber muerto, no Marilyn y las niñas.
—Sería mezquino por mi parte intentar disuadirte —prosiguió Laurie con seriedad—, pero no sería sincera si no te dijera que no me hace gracia, ni desde la perspectiva egoísta ni por lo que podría significar para ti. El viernes nos casamos. No me llames desde Boston para sugerir que aplacemos la boda, porque si lo haces, no la aplazaremos, sino que la cancelaremos. Espero que no te lo tomes como una amenaza exagerada. Después de tanto tiempo, así es como me siento. Dicho esto, haz lo que tengas que hacer.
—Gracias. Entiendo cómo te sientes y tienes razones para ello. El camino hasta la normalidad ha sido muy lento para mí en muchos aspectos.
—¿Cuándo te vas?
Jack miró el reloj; eran casi las cuatro.
—Ahora mismo. Volveré al piso en bicicleta, cogeré algunas cosas y me iré al aeropuerto.
Laurie y él vivían en la planta baja del antiguo edificio de Jack en la calle Ciento seis. Se habían trasladado allí desde el tercero porque lo estaban reformando todo. Jack y Laurie lo habían comprado siete meses atrás y cometido el error de intentar vivir allí durante las obras.
—¿Me llamarás esta noche en cuanto estés instalado?
—Claro que sí.
Laurie se levantó y lo abrazó.
Jack no perdió el tiempo. Después de ordenar un poco su mesa bajó al sótano y sacó la bicicleta de montaña. Se puso el casco, los guantes y una pinza para sujetar la pernera derecha del pantalón antes de salir a la calle Treinta y dirigirse hacia el norte por la Primera Avenida.
Como de costumbre, una vez montado en la bicicleta, sus problemas se desvanecieron. El ejercicio y la euforia que engendraba lo transportaban a otro mundo, sobre todo durante el trayecto en diagonal por Central Park. Como una joya verde engastada en el centro de la ciudad de hormigón, el parque permitía vivir una experiencia trascendental. Cuando salió de Central Park West a la altura de la Ciento seis, la tensión causada por la conversación con Laurie había desaparecido, eliminada de su organismo por la belleza sobrenatural del parque repleto de flores.
Al llegar frente a su edificio, Jack se detuvo junto al parque infantil. Warren y Flash estaban en la cancha de baloncesto, calentando motores para uno de los clásicos partidos rápidos, furiosos y altamente competitivos que jugaban por las noches. Jack abrió la verja metálica y empujó la bicicleta al interior de la cancha.
—Eh, tío —lo llamó Warren—. Llegas temprano. ¿Juegas esta noche o qué? Si es así, haz el favor de mover el culo, porque esta noche será una fiesta.
El cuerpo juvenil e impresionantemente musculoso de Warren quedaba por completo oculto bajo el holgado atuendo de rapero. Flash era mayor, con una tupida barba prematuramente canosa. Su mejor cualidad aparte de los mates era su labia. Era capaz de discutir cualquier punto y conseguir que casi todo el mundo acabara dándole la razón. Juntos formaban un equipo casi invencible.
Tras los abrazos y apretones de manos de rigor, Jack explicó a Warren que no podía jugar porque tenía que irse a Boston un par de días.
—¡Boston! —exclamó Warren—. Ahí vive un tipo muy legal que también juega. Podría darle un toque para decirle que estarás por ahí.
—Sería genial —repuso Jack.
No había pensado en llevar la ropa de deporte, pero un poco de ejercicio podía ser lo más indicado si las cosas se ponían difíciles desde el punto de vista emocional.
—Le daré tu móvil y te dejaré el suyo en el buzón de voz.
—Perfecto. Por cierto, ¿todo bien con tu esmoquin para el viernes?
—Sí, lo recogeremos el jueves.
—Estupendo. Puede que nos veamos el miércoles por la noche. Me vendrían bien un par de partidos antes del gran día.
—Aquí estaremos, doctor —aseguró Warren antes de arrebatar el balón al sorprendido Flash y meter una canasta de tres puntos.